Política y Economía

Rumanía 2017: la bandera de la democracia

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Foto: Bogdan Cristel / Cordon.

En Rumanía vuelven a agitarse las banderas con agujeros en el centro. Como en diciembre de 1989. Como en cada manifestación política de los últimos veintisiete años. Un país condenado a regresar una y otra vez a ese épico y trágico episodio de su pasado reciente. Como si nada hubiese cambiado desde entonces. El mismo hartazgo contra los abusos de un poder político discrecional y autoritario, la misma indignación ante acciones que atentan contra el interés de la mayoría, la misma persistencia para desafiar el cansancio y el frío hasta conseguir el triunfo final.

Pero Rumanía no es la misma que en 1989, y los problemas que la aquejan no pueden entenderse sin los efectos de una larga transición que, si bien ha democratizado las estructuras políticas y ha conectado al país con Europa y el resto del mundo, también ha abierto profundas heridas en su tejido social. El llamado posdecembrismo, que ha hecho posible la construcción de un Estado de derecho, también ha creado monstruos que el actual momento político está sacando a la superficie.

La transición llevó al poder a un sector de cuadros medios del partido y de la Securitate que entendieron que con la inevitable restauración del capitalismo podían obtener enormes beneficios. Se enriquecieron mediante el control de las privatizaciones graduales en el sector industrial y emplearon los dividendos en la creación de medios de comunicación, redes de comercio exterior o control del mercado inmobiliario. La sociedad, por su parte, sufrió los efectos de esta desindustrialización en forma de oleadas migratorias para escapar de la hiperinflación, las estafas piramidales o el paro masivo. Emigración de regreso a las zonas rurales, pero también hacia el exterior. Al terminar la década de los noventa, Rumanía era un solar.

La entrada del país en la Unión Europea despertó nuevas oleadas migratorias, pero también hizo posible una mayor prosperidad. Mal repartida, eso sí. Una nueva clase media emergió en las grandes ciudades, con sus propios referentes culturales, la mayoría prestados de Occidente, sus propias aspiraciones y su propia interpretación del pasado del país, la cual ensalza el interbellum y condena al comunismo y al posdecembrismo hasta su propia irrupción en la historia.

Rumanía tuvo una breve etapa de turboeconomía hasta que la crisis económica global condujo a un préstamo del FMI y un paquete brutal de recortes en política social. Esto intensificó las desigualdades económicas y la debilidad del sistema político. Y conllevó reacciones ideológicas distintas en una sociedad muy dividida. En la actualidad las clases medias y altas miran hacia el exterior con envidia y hacia el interior del país con frustración; las clases bajas, sean urbanas o rurales, ven el mundo con miedo y con un prisma eminentemente conservador. Una sociedad anómica en una región de Europa en plena encrucijada geoestratégica.

En este contexto es necesario explicar las actuales protestas más allá del relato oficial que se hace sobre ellas. Unas protestas que resbalan peligrosamente hacia modelos antidemocráticos, contra un partido que es algo mucho más complejo que el ogro comunista que se dice de él. Y, como trasfondo, una modalidad de lucha contra la corrupción que podría estar poniendo en peligro aquello que todos dicen defender en nombre de la revolución de diciembre de 1989: la democracia.

El decreto

El pasado 11 de diciembre el Partido Socialdemócrata de Rumanía ganó con una contundencia inusitada las elecciones parlamentarias. Tras algunas medidas de corte social, el PSD no tardó en dar muestras de su intención de provocar un cambio en la situación legal de su presidente, Liviu Dragnea, acosado por dos problemas legales: una condena por fraude electoral y un proceso en curso por instigación al abuso de autoridad. El primer paso fue un recurso de inconstitucionalidad contra la ley con la que Dragnea fue condenado. El segundo, un decreto de urgencia que descriminalizaba el abuso de autoridad. Ambos encontraron la oposición del presidente Iohannis y despertaron la ira popular.

¿Qué contenía el decreto? En primer lugar, despenalizaba el delito de abuso de autoridad si el perjuicio provocado por ello era menor a doscientos mil lei, una cantidad totalmente arbitraria. El decreto excluía la condena penal y protegía al infractor de la posibilidad de inhabilitación. En caso de un perjuicio mayor, las penas de cárcel serían más cortas. El abuso de autoridad tampoco se contemplaba en el caso de que un acto normativo provocara una situación de discriminación. Esto contenía un peligro más allá de la lucha contra la corrupción, ya que podía acabar permitiendo que se aprobase una legislación discriminatoria por motivos raciales o de orientación sexual. Rumanía se encuentra en pleno debate social sobre la definición de matrimonio y los derechos de los homosexuales. El decreto también daba una pátina de protección al nepotismo y rebajaba el castigo para delitos de negligencia y de conflicto de intereses. Se trataba de una reforma sustancial que iba más allá de echar una mano a Dragnea con sus problemas judiciales.

El movimiento del Gobierno fue percibido por una parte de la sociedad como una muestra de autoritarismo y desprecio al Estado de derecho. Con ello, la protesta creció imparable a cada día que pasaba sin que el Gobierno abrogara el decreto. Hubo incidentes graves el 1 de febrero en Bucarest, cuando ultras del equipo de fútbol Dinamo la emprendieron a adoquinazos y petardos con la gendarmería. Desde entonces, se fueron repitiendo las concentraciones pacíficas en Bucarest, las capitales de distrito y numerosas ciudades pequeñas.

La presión aumentó desde todos los frentes y el domingo 5 de febrero el Gobierno decidió finalmente abrogar el decreto. Ese día, a las 9 de la noche, los miles de manifestantes que abarrotaban la plaza Victoria encendieron sus teléfonos móviles simultáneamente, en una acción copiada del Euromaidán ucraniano. El movimiento de protesta parecía estar triunfando. Rodeado de la blanca y fantasmagórica luminiscencia de los miles de manifestantes con sus teléfonos apuntando al cielo, el Palacio de Gobierno parecía una fortaleza asediada a punto de caer. Las protestas no cejaron, con el objetivo de forzar la caída del Gobierno y la celebración de nuevas elecciones.

La peste roja

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Manifestantes pro-Gobierno frente a la oficina presidencial, febrero de 2017.Foto: Octav Ganea / Cordon.

Desde las plazas se extiende un odio sordo contra el PSD: «¡Abajo el comunismo!», gritan, «PSD, ciuma roșie».Ciumă, una palabra que significa ‘plaga, pestilencia’, utilizada para definir a un partido incapaz de quitarse la etiqueta de comunista. Pero ¿qué es realmente el PSD?

Heredero directo del Frente de Salvación Nacional que ametralló a los Ceaușescu, el PSD representó en su nacimiento no solo las esperanzas de millones de rumanos, también los intereses de una generación de cuadros medios del régimen que deseaban una transición rentable pero sin traumas. Esos intereses se personificaron en dos expresiones interrelacionadas: un capital local cuya acumulación originaria se remonta a un acceso privilegiado al comercio exterior en los tiempos del socialismo, y que se reforzó con la desindustrialización de los años noventa; y una burocracia estatal que vive para reproducirse a sí misma tanto en el centro como en las administraciones territoriales. Por supuesto, el PSD no es el único partido que representa estos intereses, pero es el que mejor lo hace.

Ha perfeccionado con el tiempo su condición de instrumento para colonizar el Estado y garantizar el orden que necesitan sus patrocinadores para sobrevivir y mantener sus actividades extractivas sin que se produzca una catástrofe social. De todo ello se deriva una extensa corrupción, pero también una fina sensibilidad para interpretar las pulsiones de su electorado. Resbaladizo y cambiante, el PSD no siempre ha conseguido impedir que lo desalojen del Gobierno, pero sí ha preservado incólume una base electoral de tres millones de votos durante casi tres décadas. Ningún otro partido puede decir lo mismo.

Si algo caracteriza al PSD es su condición de maquinaria formidable capaz de adaptar su esencia a los tiempos cambiantes. El partido que en 1990 llamó a los mineros a marchar sobre Bucarest para reprimir a los estudiantes es el mismo partido que introdujo al país en la OTAN o completó las negociaciones para entrar en la UE. Puede ser a la vez probusiness e interlocutor privilegiado con los sindicatos, cumplir con el control del déficit reduciendo el peso del Estado y profesar su amor por los funcionarios. Pro y antiausteridad en el mismo consejo de ministros. Ultranacionalista ortodoxista y protector de la memoria del Holocausto o de los derechos de las minorías.

El filósofo y publicista Sorin Cucerai, estudiante represaliado en 1990 y muy activo en las protestas actuales en Bucarest, me comenta que el PSD siempre ha sido un partido conservador, en tres sentidos: «Comprometido con el mantenimiento del statu quo y con la idea de aplicar cambios graduales; conservador por no querer adherirse a ninguna ideología concreta o a ningún -ismo, prefiriendo el cálculo práctico a cualquier teoría; y, finalmente, conservador en el sentido de tomar prestados conceptos identitarios como el ortodoxismo y el rumanismo cuando la situación lo requiere».

Pese a ello, el PSD sigue reivindicándose de izquierda. Es el único que así lo hace y esto le permite secuestrar centenares de miles de votos provenientes de las clases populares urbanas del país. Arrebatado de su sustento, depauperado y arrojado a la emigración, el proletariado urbano dividió su voto en los noventa y primeros 2000 entre el paternalismo socialdemócrata y el ultranacionalismo de Corneliu Vadim Tudor. Pero Vadim ha muerto y esta masa de votantes se debate ahora entre la enorme abstención del 60% o mantenerse en las cercanías del PSD, el único que pone en práctica unas medidas que complementan sus magros presupuestos familiares y evitan que caigan en una pobreza aún más profunda.

El principal granero de votos para el PSD, sin embargo, ha sido siempre el ámbito rural. Un 45% de la población rumana vive en zonas rurales y los socialdemócratas han sabido nutrirse tradicionalmente de este electorado. El relato generalizado entre las clases medias es que el ámbito rural los vota gracias a sus redes clientelares. Algo así como que si el cura dice que hay que votar PSD, el pueblo entero vota PSD. Aunque esto es una exageración, Cucerai opina que este partido «ha sabido adaptarse bien a la mentalidad relativamente premoderna de la sociedad rumana», un rasgo más acusado en el entorno rural.

Muchos de sus opositores afirman que si el PSD arrasa en las zonas rurales es porque en ellas habitan mayoritariamente hordas de parados, haraganes y jubilados que venden su voto por una ayuda social y un kilo de azúcar. El diario Gândul propuso la idea del sufragio censitario mientras el nivel cultural de los habitantes del campo no creciera, y el sociólogo Bruno Stefan publicó un estudio defendiendo el supuesto impacto positivo que tendría impedir el sufragio a los ciudadanos que no hayan terminado la escuela obligatoria. Racismo social de un lado y conservadurismo cerril por el otro no han hecho más que abrir una brecha insalvable en la sociedad rumana.

Pero las últimas elecciones han mostrado que el PSD está mutando de nuevo. Parece estar leyendo adecuadamente la actual oleada global de populismo nacionalista y la interpreta como una oportunidad de construir una hegemonía renovada, utilizando como modelo al Fidesz húngaro, al PiS polaco y a Trump. En el perfil de votante socialdemócrata están entrando nuevas categorías y nuevos orígenes geográficos gracias a un programa más derechista y a un discurso público con escasa gravedad ideológica pero que toca las teclas adecuadas. El principal objetivo del PSD es convertirse en un partido de tipo catch-all que vaya devorando cada vez más porciones de votantes de derecha (especialmente en ciudades pequeñas y medias) mientras mantiene secuestrada aquella parte del electorado de izquierda que aún no haya sido arrojado a la abstención.

El decreto de reforma del código penal no se limitaba a ayudar a Dragnea. Incluía el blanqueamiento de una serie de delitos para beneficiar a cuadros medios y soportes externos. Se trataba, además, de un primer paso en un proyecto amplio de reforma de la justicia. Esto se inserta en la lógica del PSD de construir el orden necesario para la reproducción de los intereses representados en él, amenazados por la actual lucha contra la corrupción. Era, pues, un movimiento inevitable, aunque ejecutado con mal timing. El problema es que la edificación de ese nuevo orden en materia de justicia es difícilmente compatible con el intento de consolidar un proyecto de extensión de su base electoral. Esto solo es posible con las clases medias y si existe en Rumanía un vector que movilice su indignación, este es la corrupción.

Los jóvenes hermosos

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Una manifestante muestra una pancarta con el lema: «El sueño de las naciones produce monstruos». Foto: Artur Widak / Cordon.

Las manifestaciones, que están siendo organizadas mediante grupos de Facebook, son bastante heterogéneas en cuanto a sus participantes. En Cluj-Napoca he visto compartiendo acera a gente muy diversa: oenegistas de buen corazón, admiradores de Ayn Rand, progresistas, anticomunistas, monárquicos, nacionalistas, algún anarquista, socialdemócratas auténticos y mucho hipster con escasas referencias ideológicas. La prensa cercana al Gobierno los define peyorativamente como «los jóvenes hermosos».  

Pese a esta diversidad ideológica, el dominio discursivo de las protestas lo tiene la derecha. Un estudio sociológico de urgencia realizado entre los manifestantes y publicado el sábado 11 de febrero muestra un perfil de manifestante muy definido. Gente joven, pero no adolescente (entre veintidós y treinta y tres años), con estudios superiores y que participó en las últimas elecciones (83% de participación entre los encuestados vs. un 39% nacional). Han formado parte de otras manifestaciones anteriores, pero es importante saber de cuáles. Rumanía lleva experimentando movimientos notables de protesta desde 2012, pero existe una diferencia fundamental entre las protestas de 2012-2013 (antiausteridad o contra multinacionales mineras) y las de 2014-2016 (contra el PSD). El estudio muestra que la gran mayoría de encuestados estuvo en las manifestaciones más recientes, que tienen un indudable carácter derechista en comparación con las movilizaciones precedentes.

La pregunta sobre qué posición ideológica tiene el encuestado es quizás definitiva: un 68,4% se sitúa a la derecha, por apenas un 10% a la izquierda. De hecho, casi un 45% se sitúa más cerca de la derecha que del centro, con un 14% en la extrema derecha. Ni uno solo de los encuestados se reclama de extrema izquierda. Aunque consideran el interés económico y el nepotismo como las principales causas de la corrupción, sitúan en tercer lugar a la «mentalidad comunista», el comodín más utilizado para explicar las miserias de esta transición eterna.

El manifestante medio de estos días es un tipo de activista urbano que tiene motivos evidentes para estar indignado. Rechaza el sistema político existente, pero carece de la conciencia social suficiente como para participar en un movimiento político que trate de establecer alianzas con los sectores populares para luchar por un cambio democrático. De hecho, desprecia a las clases bajas, identificándolas como un peso muerto que impide el desarrollo del país. El activista odia al pobre porque este vota al PSD. Se identifica con el anticomunismo de los estudiantes de 1990, de ahí su obsesión por tildar a todo socialdemócrata de bolchevique. Su objetivo supremo es hacer de Rumanía un país «como los de fuera», utilizando como referente para ello una imagen distorsionada y edulcorada de Occidente y del proceso de integración europea.

Para esta parte de la sociedad la corrupción es la causa de todos los problemas del país, hasta el punto de que no cree deseable aumentar el presupuesto de sanidad y educación porque esos fondos suplementarios no harían más que alimentar el agujero negro del latrocinio generalizado. De hecho, cuanto menos Estado mejor. Toda privatización es poca para purificar el pecado original de lo público. Estos activistas se ven a sí mismos como santos y soldados, como apóstoles guerreros de un paraíso neoliberal. Una joven manifestante, Lavinia, me comentó que «no es necesario protestar contra la pobreza porque hacerlo contra la corrupción ya es suficiente, ya que afecta a todo».

Es cierto que su obsesión por la anticorrupción pudiera estar justificada. Al fin y al cabo Rumanía es uno de los países más corruptos del continente. Pero es una obsesión selectiva: ven solo la corrupción del funcionario o del político, no la del ejecutivo de multinacional. Es también selectiva en relación con los políticos implicados. Iohannis puede presentarse a sí mismo como paladín de la anticorrupción a pesar de haber sido condenado por fraude documental o mantener una incestuosa relación con la multinacional maderera austríaca Schweighofer.

Interpretan el resultado electoral como erróneo y por eso la continuación de las protestas estaría justificada: medio país votó mal. Sería deseable que se repitieran los comicios, y a poder ser sin el PSD. En una de las concentraciones le pregunté a Cristian, empleado de una multinacional, qué tendría que ocurrir para que se terminen las concentraciones. Su respuesta fue tajante: «que dimita el Gobierno, que el PSD sea ilegalizado y que se cierren sus cadenas de televisión». No son pocos los que sueñan con el maidán que haría posible este escenario.

Pero de todo maidán acaba surgiendo su Pravy Sektor. Son cada día más visibles las pancartas de tipo nacionalista. Se puede identificar la presencia de ultras de equipos de fútbol y la utilización banal por parte de la juventud cool de eslóganes de origen fascista, empezando por la expresión «peste roja», perteneciente a un cántico legionario de 1941. En el grupo organizador de Bucarest se han colado personajes como Felix Tătaru, un especialista en PR que ha prestado sus servicios a campañas reaccionarias como la de la Coalición por la Familia (organización de tipo anti-LGTB). Suya es la idea de que los manifestantes formen una inmensa bandera rumana en la manifestación del 12 de febrero. Si estas tendencias crecen y se consolidan, el escenario que se avecina es siniestro: el ultranacionalismo como terreno central en las batallas políticas entre Gobierno y oposición.

La guerra eterna

Nadie puede dudar que la corrupción política sea un problema grave en Rumanía. Pero existe el temor de que la lucha contra ella desafíe cada vez más los límites del Estado de derecho y de la misma democracia.

La Dirección Nacional Anticorrupción (DNA) languideció durante unos años hasta que Laura Codruța Kövesi, su fiscal jefe, activó el turbo a partir de 2013. La Unión Europea ha aplaudido su actividad, superando la cifra de tres mil investigados, con un 92% de condenas. Prometedoras carreras políticas han sido truncadas por el ojo vigilante de una fiscal jefe incansable, que es percibida por una parte de la opinión pública como una incorruptible defensora de la democracia. En las plazas se han visto pancartas como «yo voto DNA». Ya se habla de un eventual aterrizaje en la política de Kövesi en el futuro.

Sin embargo, existe un reverso tenebroso en su acción. El diario The Guardian publicó el 10 de enero un artículo que formulaba la pregunta de si la lucha contra la corrupción en Rumanía podía tener como desagradable consecuencia la debilitación de su democracia. El argumento principal de esta hipótesis es que los métodos empleados por la DNA son abusivos e impropios de un Estado de derecho: condenas basadas en evidencias corroboradas por testimonios obtenidos a cambio de inmunidad, arrestos preventivos injustificados, filtraciones a la prensa con objeto de desacreditar a los acusados, investigación de jueces que sentencien equivocadamente. Para llevar a cabo su actividad, la DNA cuenta con la estrecha colaboración del Servicio de Inteligencia (SRI), suministrador de veinte mil pinchazos telefónicos al año. El presupuesto del SRI ha crecido año a año, beneficiándose también de la llamada ley Gran Hermano, que facilita su acceso a datos personales y a comunicaciones electrónicas. Iohannis ha asumido como prioritario el fortalecimiento y la autonomía del SRI y de las fuerzas armadas con objeto de consolidar el flanco oriental de la OTAN ante el peligro ruso.

Pero en el ámbito doméstico, el crecimiento del poder del SRI y la DNA se produce a expensas del control político. El relato hegemónico eleva la lucha contra la corrupción al equivalente rumano de la guerra global contra el terrorismo: un conflicto eterno centrado en los efectos y no en las causas de lo que combate y que alimenta y enmascara la degeneración del sistema democrático. Una parte de la sociedad, harta de que el Parlamento y el Gobierno representen intereses que no son los suyos, apoya la idea de una depuración antidemocrática de la clase política. Una DNA desencadenada con tal de evitar que el partido mutante colonice de nuevo los resortes del Estado. El PSD, por su parte, ha hecho explícita su oposición a la politización de la lucha anticorrupción en nombre de la democracia y la separación de poderes.

A no ser que el PSD cometa otro tremendo error político, las protestas irán probablemente a menos por cansancio y escasez de argumentos para hacer caer al Gobierno. Pero el pulso político será largo. Si lo gana el PSD, tratará de cercenar las capacidades de los órganos anticorrupción para mantenerlos bajo control; si lo pierde, podría acelerarse la construcción de un modelo de gobernanza elitista y ajeno a la participación ciudadana. No es sencillo anticipar el resultado, pero lo que es seguro es que ambos bandos agitarán la bandera de la democracia hasta que no queden de ella más que jirones.

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Protestas en contra del decreto de Dragnea, enero de 2017. Foto: Octav Ganea / Cordon.

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5 Comments

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  3. bogdan ghimis

    Correcta radiografía. Por desgracia, en Rumania no hay un partido serio de izquierda y lo peor de todo no hay una fuerte cultura de izquierdas (cuatro gatos que nadie escucha). No hay debate y nunca habrá un Podemos. Somos muy egoístas para eso, tenemos poco respeto para lo publico y tenemos poca educación cívica. El actual PSD lleva mucho lastre pero se ha presentado y ha ganado las elecciones (mayoría poco vista en Europa) con un programa atrevido de protección social. Por otro lado hay un presidente con afirmaciones de tipo mí partido, mis rumanos (los manifestantes)¨ que ha retrasado la investidura del gobierno y los presupuestos de estado y las instituciones de fuerza (DNA y SRI) muy capaces de fabricar expedientes para los amos del turno. La Santa Inquisición ondeando la bandera de la anticorrupción. El derecho fundamental de las personas esta en serio peligro.
    Estos días se ha gastado una grandísima energía colectiva y mucha buena gente se dejado manipular. Es muy triste. Saludos, Bogdan.

  4. oficinista

    Un análisis muy completo e interesante.

    Gracias al autor

  5. Parlache

    ¡Gracias!

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