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Oliver Cromwell (I): el Darth Vader del siglo XVII

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Retrato de Oliver Cromwell, por Samuel Coope, 1656. Imagen: National Portrait Gallery.

Oliver Cromwell fue «ejecutado» varios meses después de muerto. Desenterraron su cadáver y lo colgaron de cadenas, a la vista de todos, antes de separar la cabeza del cuerpo. Después arrojaron el tronco y las extremidades a un pozo; la cabeza fue exhibida en la punta de una estaca, como tétrica reliquia de una época volcánica, la del ascenso de un hombre cuyo mesiánico carisma había interrumpido ochocientos años de gobiernos monárquicos en Inglaterra. Aquella decapitación post mortem fue casi un exorcismo; los enemigos de Cromwell pretendían desencantarlo de la inmortalidad, mutilando su cadáver como se hacía con los sospechosos de vampirismo. Pero él había dejado ya una huella imborrable. Había cambiado, por su propia mano, el destino de Inglaterra y también el del mundo, mostrando a futuros revolucionarios que las antiguas monarquías no eran invulnerables, que el Estado podía cambiar de forma si esa metamorfosis tenía detrás a un individuo con voluntad de hierro.

Es imposible encontrar acuerdo entre los historiadores sobre Oliver Cromwell. Para algunos, fue uno de los padres de la moderna democracia inglesa, un héroe visionario y un adelantado a su tiempo. Para otros, fue un tirano cruel, un fanático religioso y el responsable de infames matanzas. Acaso ambos bandos tengan parte de razón y Cromwell fue todo eso. En cualquier caso, lo fascinante es la manera en que hizo ingresar su nombre en la historia, de manera casi accidental: hasta pasados los cuarenta años de edad fue un burgués anónimo, un puritano que había vivido de las rentas de sus tierras, pero con mucho altibajos, a veces teniendo que recurrir a su propio trabajo manual en una granja. Un parlamentario de segunda fila con un pobre historial político que, siendo una figura insignificante en su país, soñaba con emigrar a América. Durante largo tiempo ignorado, nunca nadie, ni él mismo, hubiese podido sospechar que terminaría convirtiéndose en el hombre más poderoso de Inglaterra, un rey sin corona, el único jefe de Estado de una gran potencia dinástica europea que no tenía sangre azul. Un Napoleón del siglo XVII, cuya repentina explosión fue el precedente y el signo de alerta de lo que estaba por venir. Más de un siglo antes de la Revolución francesa, Oliver Cromwell había llevado a un rey al cadalso y había establecido una república en la nación más monárquica de Europa.

El linaje de los Cromwell

El apellido Cromwell no era de origen noble, pero sí ilustre. Oliver Cromwell podía presumir de ser pariente lejano de uno de los políticos más importantes del siglo anterior, pues su linaje paterno descendía de la hermana de Thomas Cromwell, ministro favorito de Enrique VIII. Thomas Cromwell fue un plebeyo, hijo de un herrero, que había ascendido desde la nada durante una trayectoria biográfica novelesca: abandonó su hogar paterno siendo todavía un adolescente para recorrer la Europa del siglo XVI como aventurero; un «rufián» según sus propias palabras, que se ganaba la vida en la calle. Fue soldado de fortuna, prestamista y abogado. Cuando regresó a Inglaterra era ya un hombre adinerado y jugó un importante papel en la política nacional. Gracias a sus maquiavélicas astucias consiguió sobrevivir durante años en aquel tornado de puñales que era la corte de los Tudor, hasta que un mal día su suerte se terminó. Cayó víctima de la única cuchilla que su suprema habilidad no podía esquivar: la que manejaba el propio rey. Como muchos de quienes orbitaron en torno a Enrique VIII —incluidas un par de sus reinas consortes—, Thomas Cromwell pagó el alto precio de no complacer a su monarca. Acusado de traición, cargo que en aquellos dramáticos años se aireaba con mucha liberalidad, vio acabar sus días ante el verdugo. Su nombre, sin embargo, no quedó mancillado. El propio rey terminó lamentando la precipitada decisión de haber mandado matar al más hábil de sus ministros y así, pese a su decapitación, el patriarca de la dinastía Cromwell pudo dejar a sus parientes bien situados. El apellido mantuvo su fama, aunque durante un siglo no volvió a proporcionar otro personaje de semejante relevancia.

Oliver Cromwell, claro, iba a ser ese otro personaje. Nació en 1599, cinco décadas después de la muerte de Thomas, en Huntingdon, una pequeña ciudad comercial situada a unos diez kilómetros de Cambridge. Su familia, de importancia secundaria en los círculos de la burguesía local, no era rica, pero vivía con comodidad de las rentas que producían sus tierras. Oliver inició sus estudios en una escuela puritana de Cambridge donde, al parecer, era un alumno irregular más interesado en las matemáticas que en las humanidades y, sobre todo, un entusiasta de los deportes. Después ingresó en la universidad, pero nunca llegó a graduarse; cuando tenía dieciocho años murió su padre y Oliver, siendo el único hijo varón, tuvo que abandonar los estudios para hacerse cargo de la casa. Algunos historiadores especulan sobre la posibilidad de que después obtuviese un título en Derecho, porque se sabe que muchos varones de su familia, incluido su padre, habían cursado en un colegio universitario de Londres (también alguno de sus hijos se graduaría allí en el futuro), pero es poco creíble que Oliver Cromwell cumpliera esa tradición familiar. Ni constaba en los registros de la institución, ni nunca ejerció profesión relacionada con el Derecho. Es más, sus primeros puestos políticos los obtuvo gracias a favores de sus contactos y no por sus cualidades administrativas, aunque esto, cabe señalar, era habitual en la época.

A los veinte años contrajo matrimonio con Elizabeth Bourchier, hija de un comerciante y terrateniente londinense que gozaba de gran prestigio dentro de las congregaciones puritanas a las que pertenecían no pocos políticos importantes; hecho significativo porque, como veremos, en aquella Inglaterra resultaba imposible separar religión de ideología política. El matrimonio mejoró el estatus social de Cromwell, pero no fueron años felices para él. Si bien su vida conyugal era apacible, como se deduce de la cariñosa correspondencia que mantuvo con su esposa, Cromwell empezó a manifestar síntomas de algún profundo trastorno afectivo, tan serio que pronto se vio obligado a buscar ayuda profesional. Un médico lo registró como «hipocondríaco» y otro escribió que el joven Oliver estaba «deprimido hasta un grado anormal», diagnosticando su caso como «melancolía», nombre que se le daba entonces a la depresión clínica. Es tentador el intento de enlazar esos episodios con su futuro carácter como líder militar y político, pero lo cierto es que no parece que en su madurez volviera a sufrir episodios depresivos, al menos no lo bastante graves como para que afectasen de modo visible su conducta. En cambio, sí padeció durante toda su vida brotes de fiebre recurrente que hoy se atribuyen a una posible malaria, y afecciones renales que fueron empeorando con los años. Pese a su pasada afición por el deporte, su físico era débil y no era un hombre de aspecto impresionante, como podemos comprobar en los retratos que se pintaron de él en su tiempo; cosa distinta fueron las representaciones idealizadas que aparecerían después, donde se lo imaginaba con rasgos más feroces. Pocas veces, antes de su ascenso, dio muestras de poseer madera de líder. En otras circunstancias, Oliver Cromwell quizá hubiese pasado sin pena ni gloria no solo por la escena política inglesa, sino también por la de su propia provincia, Cambridgeshire.

Su insignificancia política no cambió siquiera cuando, estando a punto de cumplir la treintena, los contactos de la familia de su mujer le permitieron ocupar durante poco más de un año un asiento en el Parlamento inglés. No obtuvo el puesto por sus capacidades, que por entonces no habían sido probadas, sino como representante de una clientela influyente: la familia Montagu, a la que pertenecían los condes de Sandwich (incluyendo a John Montagu, que cien años más tarde, según cuenta la tradición, inventó el bocadillo «sándwich» para no tener que levantarse a comer durante una partida de naipes). El joven Cromwell era pues un testaferro político que representaba los intereses de quienes, mucho antes del famoso bocadillo, cortaban el asado en la burguesía de su ciudad. Durante aquella legislatura breve y tormentosa, su actividad política personal apenas dejó huella —se sabe que pronunció un único discurso parlamentario que no deslumbró a nadie en la cámara—, pero Cromwell pudo ser testigo de excepción de la condición crítica en que se encontraba el convulso parlamentarismo inglés. Quizá por ello, en el futuro, sentiría una profunda aversión a las discusiones entre facciones políticas.

La caída en desgracia y el renacimiento cristiano

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Retrato triple de Carlos I, por Anthony van Dyck, 1635-36. Imagen: Royal Collection.

La temprana disolución del Parlamento a manos del rey, medida extrema que se repetiría varias veces durante aquel siglo, hizo que Cromwell se quedara sin escaño, pero fue el único de sus problemas. En 1629, una disputa política regional hizo que su vida se complicase. Parece que, cuando por fin se decidió a expresar su propia voz en un tema público, la redacción de unos nuevos estatutos para su ciudad, el asunto se tornó en su contra con virulencia, hasta el punto de ser requerido para testificar ante el Consejo de Estado. El que una disputa local trascendiese a estancias nacionales indica que el hasta entonces inofensivo Cromwell había molestado a alguna figura importante. Vendió la casa familiar de Huntingdon y se trasladó a una granja situada en el extrarradio; es improbable que un burgués renunciase por gusto a su posición para convertirse en granjero y vivir «de la venta de lana y huevos de gallina», así que es obvio que había perdido el favor de sus antiguos amigos. Desde el punto de vista financiero, aquellos fueron los años más duros de su existencia. No vivía en la miseria, pero ya no se sostenía gracias a las rentas, sino con el sudor de su propia frente. Esto le sirvió para entender mejor a los campesinos y demás gentes del pueblo llano. Más adelante, Cromwell se haría notar por su facilidad para comunicarse con el ciudadano común, uno de los rasgos que le iban a permitir transformarse en una autoridad moral en tiempos de crisis, pese a que, por nacimiento, su extracción social había estado bordeando la pequeña aristocracia.

Aquellos tiempos de infortunio también lo llevaron a experimentar una reconversión religiosa, detalle de extraordinaria importancia para explicar su porvenir político. No hay muestras de que en su juventud, pese a su formación puritana, se hubiese destacado por una religiosidad muy marcada. Durante su crisis personal, sin embargo, se tornó un apasionado defensor del ideario puritano en una de sus versiones más radicales, destacando su profunda aversión al catolicismo. Las alegorías y alusiones bíblicas, que nunca antes habían sido características de su pensamiento, se tornaron omnipresentes en sus cartas. Según sus propias palabras, era un hombre «renacido». Sus nuevos conceptos religiosos podían identificarse con los de los grupos llamados «independientes» o «inconformistas», que defendían una profundización en la Reforma protestante y demandaban que la Iglesia de Inglaterra abandonase todo aquello que todavía le quedaba de simbolismo ceremonial y cualesquiera otros residuos, para ellos indeseables, del catolicismo del pasado. Los Independientes, además, sostenían que la Iglesia anglicana no debía conocer jerarquía alguna por encima del nivel de la congregación local —aparte, claro, del rey—, y exigían la eliminación de cargos como los obispados y arzobispados.

Estas ideas eran de difícil aplicación durante el reinado de Carlos I, un rey protestante, pero cercano al catolicismo. Sin embargo, entre los Independientes se contaban personajes muy importantes de la burguesía y por tanto de la política parlamentaria, de manera que el movimiento contaba con mucha fuerza y no podía ser acallado, convirtiéndose en un auténtico dolor de cabeza para el rey. Este fue el entorno ideológico en el que estallaría el fenómeno Cromwell. Aunque es difícil aplicar el actual eje izquierda-derecha al análisis de aquella escena política, podría decirse que Cromwell, al menos en comparación con el grueso de sus colegas políticos, era de derechas en lo espiritual por su intransigencia religiosa, y de izquierda moderada en lo político, pues era reformista, pero también un convencido monárquico. De hecho, no optó por el republicanismo hasta que sintió que no le quedaba otra opción, y lo hizo más como una reacción personal a la actitud del rey que por una auténtica convicción ideológica, algo que puede sorprender sabiendo que se convertiría en uno de los primeros revolucionarios republicanos de la era moderna. Tampoco era un hombre de ideas autoritarias y el cesarismo que desarrolló con el tiempo fue tan furibundo como intermitente. Iba a ser su carácter, no su ideario, lo que terminaría volviéndose dictatorial.

Los terremotos políticos del reinado de Carlos I

En 1636, después de la travesía en el desierto que había mantenido a Cromwell alejado de la escena pública, la suerte le volvió a sonreír. Una providencial herencia le permitió abandonar las tareas de la granja porque recibió nuevas tierras con las que podía volver a vivir de las rentas. También heredó el puesto de recaudador del diezmo en la catedral de Ely, cercana a su ciudad. Tenía treinta y siete años cuando recuperó el prestigio dentro de la burguesía provincial. Su renovado fervor religioso lo convirtió además en un personaje apreciado en los influyentes círculos puritanos. Pese a que de nuevo era un burgués respetado, no se sentía cómodo en la inestable y pecaminosa Inglaterra de aquel tiempo. Quería emigrar a Norteamérica, en concreto a Connecticut, donde se habían establecido varias colonias de puritanos ingleses. Pensaba que había llegado el momento de empezar una nueva vida al otro lado del Atlántico. En noviembre de 1640, cumplidos los cuarenta años, planeaba ya los pormenores de su inminente traslado cuando sus amigos del partido puritano le ofrecieron la posibilidad de sentarse una vez más en el Parlamento, que acababa de ser convocado tras haber permanecido cerrado durante más una década. Cromwell aceptó presentarse a las elecciones, renunciando a la planeada emigración. Esa decisión fue la semilla de la que nacería una nueva Inglaterra.

Es imposible entender una figura como la de Oliver Cromwell sin hacer una crónica del amargo divorcio que se estaba produciendo entre las dos principales instituciones políticas del reino: la Corona y el Parlamento. Cromwell vivió en una Inglaterra turbulenta cuyas estructuras amenazaban con saltar en pedazos. Su ascenso fue sin duda una sorpresa, pero no una casualidad.

El Parlamento inglés del siglo XVII no era una institución estable ni poseía atribuciones claras en la práctica. Había nacido durante la Edad Media porque los reyes necesitaban la colaboración de los aristócratas, burgueses y jerarcas eclesiásticos de las diferentes regiones; sin esa colaboración era casi imposible hacer cumplir las leyes y, sobre todo, recaudar impuestos. Así, a cambio de conceder determinadas competencias al Parlamento y a los estratos sociales en él representados, la Corona se aseguraba un apoyo fundamental para gobernar los distintos territorios del reino. En el siglo XVII, el Parlamento estaba dividido en dos cámaras. La primera, la de los lores, incluía a la alta aristocracia y los principales cargos de la Iglesia anglicana. La segunda, la cámara de los comunes, incluía a representantes de la pequeña aristocracia y de la burguesía. Todos los parlamentarios obtenían el cargo mediante elecciones, aunque cabe aclarar que aquel parlamento no era «democrático» en el sentido actual del término. En cada ciudad o condado votaban únicamente los hombres más adinerados y poderosos, que elegían al más influyente de entre ellos o bien a algún testaferro de sus intereses comunes, en lo que era una sofisticada forma de caciquismo electoral. La norma no escrita era la de conformar un nuevo Parlamento cada dos o tres años, aunque esto no siempre se cumplía y hubo periodos en que el rey de turno ni siquiera se molestaba en convocar elecciones. Reyes como Enrique III o Eduardo I se apoyaron mucho en el Parlamento, pero otros, como Enrique VIII, lo hicieron de manera muy esporádica y con mal disimulada desgana.

En 1625, cuando el joven Cromwell todavía no había debutado como político, ascendió al trono Carlos I, que tenía su misma edad (para ser exactos, Carlos era unos meses más joven que Cromwell). El nuevo monarca se encontró una clase parlamentaria poco dispuesta a hacer fácil su reinado. Era percibido como un rey débil que había heredado el trono porque su hermano mayor había muerto antes de ser coronado. La estampa de Carlos I era incluso menos impresionante que la de Cromwell, pues había sufrido de raquitismo durante la infancia. Era tímido, poco sociable y, para colmo, padecía un leve tartamudeo. Había sido criado en Escocia —de pequeño, su familia había preferido no dejarlo en Londres para no empeorar su mala salud—, así que hablaba con un fuerte acento norteño que en la capital era visto como señal de escasa sofisticación. Carlos, en realidad, era un hombre muy inteligente y cultivado; en el futuro, pese al susodicho tartamudeo, demostraría ser muy elocuente, haciendo gala de una exquisita elegancia a la hora de expresar sus ideas. Sin embargo, en su juventud imponía poco respeto entre los parlamentarios. En la Cámara de los Lores había aristócratas y clérigos complacientes con Carlos porque le debían favores, pero entre los comunes abundaban los burgueses, terratenientes y comerciantes que se valían por sí mismos y no necesitaban del rey para mantener su posición social. En otras palabras: los comunes ya no se sentían satisfechos ejerciendo como simples recaudadores de impuestos y la debilidad que creían percibir en el nuevo rey se convertiría en una irresistible tentación de enfrentarse a él.

Especialmente revoltosos eran los parlamentarios de la facción puritana porque percibían a Carlos, jefe de la Iglesia anglicana, como un monarca procatólico. Siendo todavía príncipe de Gales y buscando formar una alianza, Carlos había intentado prometerse con la infanta española María Ana de Austria, lo cual había provocado un gran escándalo entre los puritanos que consideraban inadmisible tener a una católica como reina (por este asunto, el famoso Francis Bacon lideró una protesta parlamentaria que le valió terminar en prisión). Cuando las negociaciones de Carlos con la corona de España fracasaron —una boda real constituía un complicado affaire diplomático que no siempre llegaba a buen puerto—, se casó con la princesa francesa Enriqueta María de Borbón, hermana del rey Luis XIII y también católica. En realidad, el que un heredero al trono inglés desposara a una princesa católica era lo que dictaba la lógica política. Las relaciones de Inglaterra con las dos principales potencias europeas, España y Francia, todavía eran buenas, y así debían mantenerse mediante los preceptivos vínculos matrimoniales. Como ambas potencias eran católicas, parecía predestinado que la reina consorte de Inglaterra lo fuese también. Sin embargo, los puritanos (y muchos otros ingleses) se resistían a aceptar esa lógica. Para ellos, tenía más importancia el factor religioso que el diplomático y se tomaron la llegada de Enriqueta María como una ofensa. Por supuesto, desde el punto de vista de Carlos, la feroz oposición de los puritanos a su matrimonio constituía también un insulto.

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Retrato de Carlos I y Enriqueta María de Francia, por Anthony van Dyck, 1632. Imagen: Kroměříž Archdiocesan Museum.

Después de su coronación, Carlos I convocó el Parlamento inaugural de su reinado y pronto quedó claro que, además de su matrimonio, también su carácter chocaba con la ambición reformista de los comunes. El rey era joven, pero sus ideas políticas eran arcaicas: creía en el derecho divino, considerando que su rol dinástico estaba condicionado por la voluntad celestial y que, por lo tanto, no podía ni debía someterse a ningún otro poder terrenal que no fuese el de su propia y regia voluntad. El problema de esta forma de pensar radicaba en que los parlamentarios ya no eran los mismos de la época de Enrique VIII. Ahora demandaban más autonomía. Queriendo aprovechar la inexperiencia del joven rey, tardaron apenas días en aprobar una legislación destinada a recortar su poder. Existía un impuesto llamado Tonnage and Poundage (algo así como «impuesto sobre el peso») que, según la costumbre, la cámara otorgaba de manera vitalicia a cada nuevo monarca. Esa tasa garantizaba que cada monarca obtuviese beneficio de todo comercio con el extranjero hasta que finalizase su reinado, un ingreso fundamental para el mantenimiento de las arcas palaciegas. Carlos I, de acuerdo a la tradición, esperaba obtenerlo de manera automática en cuanto el Parlamento realizase la votación rutinaria. Para su sorpresa, el Parlamento votó una medida muy distinta: retirar el carácter vitalicio del Tonnage and Poundage y establecer que requiriese la aprobación periódica de lores y comunes. Así, la cámara podría demandar nuevas concesiones a cambio de continuar permitiendo que el rey se beneficiase de aquel arancel personal. La idea era astuta sobre el papel, pero los parlamentarios pincharon en hueso. Carlos I no hizo gala de la debilidad que se le presumía y, cuando tuvo noticia de aquella votación, disolvió el Parlamento apenas tres meses después de haberlo convocado. Los ingleses, con su afición a poner apodos a las diversas etapas legislativas, bautizaron aquella etapa como el «Parlamento inútil». En efecto, había servido para poco más que hacer patente el desencuentro entre el rey y los parlamentarios, en especial los comunes.

La Tiranía de los once años

Carlos había conseguido quedarse con el Tonnage y Poundage, pero este impuesto no bastaba para financiar grandes políticas, como por ejemplo la de embarcarse en una guerra, así que no tuvo otro remedio que convocar un segundo Parlamento. Esta vez tenía una buena justificación para pedir dinero: cumpliendo con su papel de cabeza de la Iglesia anglicana, había enviado una expedición militar de auxilio a los hugonotes, los protestantes franceses, que se estaban enfrentando al rey Luis XIII. El que Carlos se involucrara en una guerra religiosa contra el hermano de su propia esposa católica sorprendió a muchos ingleses y debía haber favorecido el concepto que los puritanos tenían sobre él. Sin embargo, la expedición terminó siendo un desastre militar y los parlamentarios, una vez más, intentaron aprovechar lo que percibían como una situación de debilidad para intentar socavar el poder real. En 1627, el Parlamento empezó a discutir una vez más sobre medidas para controlar a la Corona, así que Carlos lo disolvió por segunda vez.

El rey continuaba perdiendo dinero, sobre todo por culpa de su afición al oropel. Durante los meses que había pasado en España, había sido deslumbrado por el esplendor de la corte de los Austrias. Una vez coronado, empezó a imitar el ampuloso ceremonial palaciego español, haciendo gala de una ostentación que, para desmayo de los puritanos, pretendía devolver también al ceremonial religioso protestante. Gastó mucho dinero en una colección de arte cuyo único fin era, de nuevo, el de intentar rivalizar con el esplendor de la corte española. En 1628, apenas meses después de disolver su segundo Parlamento, convocó el tercero en menos de cuatro años de reinado. Suponemos que confiaba en que los diputados hubiesen aprendido la lección y tuviesen una actitud más sumisa en esta tercera ocasión. No acertó.

Cabe aclarar que el conflicto entre ambas partes no ponía en cuestión la propia institución monárquica. Nadie, exceptuando algunos movimientos extremistas muy minoritarios, deseaba convertir Inglaterra en una república. El republicanismo era una idea marginal. La mayoría de los puritanos —como el propio Cromwell, que por entonces acababa de sentarse por primera vez en el Parlamento— se conformaba con conseguir que la monarquía parlamentaria estuviese más contrapesada por un Parlamento que gozase de mayor libertad de acción, pero, a poder ser, con el visto bueno del jefe del Estado. Años después, el propio Cromwell lo resumiría de esta manera: «Inglaterra necesita el gobierno de un hombre, acompañado por el de una asamblea». Es decir, defendía la idea de un rey como poder ejecutivo, acompañado por un Parlamento como poder legislativo. Carlos I, sin embargo, desagradaba demasiado a los puritanos y siempre cometía el error de responder a ese desagrado no con el intento de ganárselos, sino con altanería. Se antojaba imposible armonizar al hombre que lucía la corona con la asamblea que debía dar apoyo a su reinado.

El tercer Parlamento demostró ser aún más rebelde que los dos anteriores. Se volvió a debatir la posibilidad de despojar al Tonnage and Poundage de su carácter vitalicio y, aunque ese debate era legítimo, también era una abierta provocación con la que probar los límites del monarca. Encontraron esos límites. Como era de esperar, el rey se enfureció, y esa vez no solo disolvió la cámara, sino que también hubo represalias personales, pues hizo detener a los ocho mayores responsables de aquellas iniciativas legislativas, encerrándolos en las mazmorras de la Torre de Londres. Uno de ellos, John Eliot, se negó a hablar en los interrogatorios aduciendo que, por su condición de parlamentario, únicamente tenía la obligación moral de responder ante la cámara y no ante el rey. Carlos I no se lo perdonó. El encierro de Eliot fue de una severidad particular y murió cuatro años después sin haber salido de su celda, convirtiéndose en el primer gran mártir de la causa parlamentaria.

Estos sucesos acentuaron la antipatía que los comunes sentían hacia el rey, pero Carlos se sentía fuerte y durante los siguientes once años no volvió a convocar ningún otro Parlamento. Entendiendo que el gasto militar era lo único que podía obligarlo a recurrir a la molesta cámara, se abstuvo de participar en nuevas guerras continentales y mantuvo, mientras pudo, una política exterior de perfil bajo. En la política interior, envalentonado, siguió reforzando la jerarquía eclesiástica y devolviendo oropel al culto anglicano. Muchos interpretaban la «vaticanización» emprendida por Carlos como el resultado de la influencia perniciosa de su esposa católica y, aún peor, como el producto de un presunto interés por conseguir una reconciliación con el Papa. Fuera ese el verdadero objetivo de Carlos o no, aquellas políticas religiosas empezaron a causar un hondo malestar en Inglaterra y en Escocia (aunque se producía la circunstancia paradójica de que en Irlanda, de mayoría católica, la población estaba descontenta justo por el motivo contrario: la imposición de las ideas protestantes).

Durante una década, pues, Carlos I vivió feliz sin hacer frente a las molestas demandas parlamentarias, pero el asunto religioso se convirtió en una olla a presión que, tras once años de despotismo, terminó estallando de manera virulenta. En Escocia surgió el movimiento de los «Covenanters», protestantes presbiterianos indignados por la actitud del rey procatólico, quienes provocaron una revuelta conocida como «Guerra de los Obispos». Llegaron a tomar la ciudad de Newcastle, en el norte de Inglaterra, amenazando con invadir también el sur. Carlos I no disponía de los fondos necesarios para reunir un ejército con el que detenerlos y se vio obligado a firmar un armisticio en el que se comprometía a no interferir en los asuntos religiosos de Escocia, además de pagar una indemnización para cubrir los gastos bélicos de sus enemigos. Los términos de la rendición fueron tan humillantes que el rey empezó a planear el envío de una expedición de castigo a Escocia para restablecer su autoridad religiosa, además de reparar su orgullo herido y su maltrecha imagen. Como no podía reunir ese ejército sin dinero y no podía obtener ese dinero sin el Parlamento, convocó las primeras elecciones en once años, las cuartas desde su coronación. Debido a esto, Oliver Cromwell, que ya había cumplido los cuarenta, abandonó sus planes de partir hacia América y se sentó por segunda vez en la bancada de los Comunes.

De cabeza al caos

Juicio de Strafford, por Wenceslaus Hollar, fecha desconocida. Imagen: Thomas Fisher Rare Book Library.

Convocar a la cámara no fue una idea astuta. La derrota de Carlos ante los Covenanters y la bajada de pantalones en los términos del armisticio le hacían parecer más débil que nunca, así que tampoco esta vez hizo el Parlamento lo que el rey esperaba. Los comunes, dominados por el partido puritano, votaron en contra de su propuesta de reclutar un ejército para atacar a los Covenanters, a quienes los puritanos miraban con simpatía porque compartían su oposición a los símbolos católicos. Ante esto, Carlos I hizo lo de siempre: disolver la cámara, que fue después bautizada con un apodo poco imaginativo, pero elocuente: el «Parlamento corto».

Todavía herido en su autoestima, el rey atacó Escocia por su cuenta y riesgo, sin el vital apoyo de los parlamentarios. Desprovisto de los medios necesarios y como era de prever, su campaña fracasó. Los Covenanters contraatacaron y de nuevo ocuparon ciudades en el norte de Inglaterra. Una vez más, la invasión escocesa era una amenaza inminente. La situación del rey se tornó tan desesperada que se tragó el orgullo y convocó un quinto Parlamento. Este sí iba a durar —después, cómo no, sería conocido como el «Parlamento largo»—, pero eso no significaba, ni mucho menos, quel hubiese llegado la estabilidad a Inglaterra. Más bien al contrario: el más absoluto desastre estaba a la vuelta de la esquina.

La nueva cámara adoptó una postura incluso más dura que las cuatro anteriores. Los dos líderes visibles del puritanismo político, John Pym y John Hampden, impulsaron medidas legislativas que implicaban un drástico recorte del poder monárquico, pero ya no solo querían retirarle el control de ciertos impuestos, sino que proponían lo que casi podía considerarse un nuevo modelo de Estado. Se aprobó que un nuevo Parlamento fuese elegido cada tres años con o sin la convocatoria del rey, no pudiendo ya ser disuelto por capricho de la corona. Esto es, un Parlamento por completo independiente. También se votó que el rey ya no podría recaudar impuestos si el Parlamento no lo quería. Ya de paso, aprobaron la revocación de algunas reformas eclesiásticas «procatólicas», como la separación física entre el sacerdote y los fieles durante la misa o la colocación de crucifijos en el altar. Carlos I debió de sentirse ultrajado al comprobar que le estaban disputando el poder algunos hombres a los que, durante su etapa despótica, había llevado ante un tribunal. Años atrás, John Hampden se había sentado en un banquillo por negarse a pagarle al rey un antiguo impuesto medieval que Hampden consideraba obsoleto e injusto. Ahora, sin embargo, Hampden era uno de los principales artífices de que Carlos I viese tambalearse su posición.

Esta vez, pese a tanta afrenta, el rey se contuvo y no disolvió las cámaras. Pero ya nadie creía en su buena voluntad y muchos sospechaban que continuaba sin estar dispuesto a permitir que los comunes se saliesen con la suya. Empezaron a correr rumores de que Carlos estaba maniobrando entre bastidores para someter al Parlamento con ayuda de la única fuerza militar importante que todavía tenía bajo su mando: el ejército de ocupación estacionado en Irlanda. De ser ciertos los rumores, el rey no solo estaba dispuesto a cometer un autogolpe de Estado, sino también a dejar desprotegidos a los colonos protestantes de Irlanda, cuya seguridad dependía de las guarniciones allí destinadas. Aunque nadie parecía tener pruebas de semejante complot, la inquietud ante un golpe militar se extendió por toda Inglaterra. El Parlamento terminó ordenando la detención de Thomas Wentworth, conde de Strafford y hombre de confianza de Carlos I, que estaba ejerciendo como gobernador de Irlanda. Los parlamentarios no se atrevían a acusar de manera directa al propio Carlos I, pero, si conseguían probar en un futuro juicio que el monarca era cómplice de Wentworth, también Carlos podría ser acusado de traición. Empezaba a sobrevolar Inglaterra una posibilidad aterradora: que el propio rey terminase sentándose en el banquillo de los acusados.

John Pym fue nombrado fiscal general del caso y empezó a preparar el juicio de manera concienzuda y maquiavélica. Consideraba muy posible que el acusado Wentworth, de ser culpable, delatase al rey. Para conseguirlo, los parlamentarios podían usar una norma especial prevista en la legislación, que permitía ejecutar a traidores mediante un decreto, aunque no hubiese existido condena judicial. La posibilidad de usar este decreto extraordinario implicaba que el gobernador de Irlanda parecía perdido incluso en caso de que el juicio se desarrollase en su favor. Los parlamentarios, cabe suponer, planeaban negociar con Wentworth, perdonándole la vida a cambio de que testificase contra el rey. No porque de verdad quisieran condenar al rey, lo cual parecía un disparate en aquella época, sino porque la amenaza de llevar a Carlos al banquillo sería la manera definitiva de domesticarlo. Carlos, que pese a sus errores tácticos era un hombre muy despierto, intuía este posible plan y tranquilizó a Westworth recordándole que la misma normativa impedía que ese decreto especial para la ejecución por traición se llevase a cabo sin la firma del monarca. Si de verdad el rey estaba implicado en la conspiración para el golpe militar, esto fue una jugada maestra, porque Westworth, más seguro de sí mismo, mantuvo el tipo durante el juicio. No implicó al rey ni admitió los cargos que pesaban sobre él mismo. El gobernador de Irlanda quedó absuelto. Eso no impidió que, como estaba previsto, el Parlamento aprobase el fatídico decreto especial para ejecutarlo, pero Carlos I hizo honor a su promesa y se negó a estampar su firma. Los parlamentarios ya no podían hacer nada, pues la ley que ellos mismos estaban usando les impedía matar al gobernador de Irlanda sin la aprobación del rey.

Existía un matiz, no obstante, que Carlos no había incluido en sus astutos cálculos. Por más que el proceso judicial no hubiese demostrado la existencia de una conspiración a gran escala, buena parte del pueblo continuaba creyendo que sí se había producido. El que Carlos se hubiese negado a ejecutar a Westworth era, para mucha gente, el indicio evidente de que había actuado como su cómplice. A medida que aumentaban estas sospechas, Inglaterra se iba convirtiendo en un avispero. El ambiente estaba tan caldeado que empezaron a circular nuevos rumores sobre un golpe militar, pero esta vez un golpe de signo contrario: el ejército, se decía, estaba dispuesto a rebelarse ¡contra el propio rey! Cuando ese rumor llegó a oídos de Carlos, entendió por fin que se encontraba en serio peligro y que necesitaba despejar toda duda sobre su participación en la conspiración. Así pues, cambió de idea, incumplió su promesa a Westworth y terminó firmando el decreto que permitía ejecutar sin condena judicial al gobernador de Irlanda. En 1641, el absuelto Thomas Wentworth fue decapitado en público ante una de las mayores multitudes que se habían visto nunca en Londres. Años después, cuando el propio Carlos afrontase la hora de morir, recordaría el infausto momento en que abandonó a su servidor y amigo, señalándolo como el momento preciso en que Dios había decidido castigarlo por su traición.

La posición del rey parecía salvada. La ejecución del gobernador de Irlanda eliminaba las sospechas sobre su presunta implicación en el supuesto complot, pero el asunto iba a traer nuevas e inesperadas consecuencias. La situación política de las Islas Británicas era tan complicada que no podía encontrarse solución para un problema sin que, aplicando esa solución, surgiera otro problema todavía peor. La ejecución de Westworth fue una noticia que causó estupor en Irlanda. La propaganda puritana inglesa aseguraba que los políticos católicos irlandeses habían apoyado el complot, así que el miedo a las posibles represalias empezó a sacudir una Irlanda que hasta ese momento se había mantenido más o menos estable. En Irlanda, es cierto, había muchos motivos para el descontento: la intransigencia religiosa de los protestantes, la imposición de la lengua inglesa (por entonces, para ellos, todavía una lengua extranjera), o las «plantaciones», como se llamaba a las expropiaciones de tierras pertenecientes a irlandeses católicos, que después eran entregadas a los colonos ingleses. Sin embargo, las clases dirigentes irlandesas se habían acostumbrado a vivir bajo el reinado de Carlos. Irlanda disponía incluso de sus propias cámaras de lores y comunes, si bien eran poco decisivas. Los aristócratas y los burgueses católicos preferían la estabilidad al desorden.

La situación cambió con la ejecución de Wentworth y la paranoia puritana sobre un complot. Los políticos irlandeses estaban en vilo porque se sabían sospechosos ante la opinión pública inglesa y les preocupaba que la situación pudiese degenerar en una campaña de represalias. Un grupo de terratenientes irlandeses, decididos a cortar de raíz cualquier intento de venganza mediante un gesto de advertencia, organizó la toma por sorpresa de varias guarniciones inglesas en la isla. La intención, quizá loable, era la de efectuar una demostración no violenta que sirviera para evitar males mayores, pero, por desgracia, calcularon mal las posibles ramificaciones. La rebelión, atizada por el resentimiento del pueblo irlandés, se les fue de las manos y dejó de ser pacífica cuando grupos incontrolados empezaron a atacar a colonos protestantes. Cuando estos ataques fueron conocidos en Inglaterra, las autoridades de Londres, con la fervorosa colaboración del aparato propagandístico del partido puritano, exageraron la magnitud de los acontecimientos, poniendo en marcha una desproporcionada respuesta que desencadenó nuevos ataques a civiles en Irlanda, esta vez dirigidos contra la población católica. Cuando ambos bandos quisieron darse cuenta, la espiral de descontrol se había convertido en una guerra abierta. La sangre, católica o protestante, empezó a correr en grandes cantidades por toda Irlanda.

En Londres faltó tiempo para que diversas facciones intentaran sacar provecho político de estas funestas noticias. Los puritanos continuaban acusando al rey de connivencia con los católicos irlandeses, insistiendo, como siempre, en la supuesta influencia de su esposa. El Parlamento votó que se iniciase un proceso de impeachment para despojar a la francesa de su título de reina consorte. Carlos I, al saber que los parlamentarios pretendían destronar a su mujer, se sintió insultado por enésima vez y sin duda lo interpretó como el primer paso de una trama parlamentaria cuyo principal objetivo debía de consistir en derrocarlo después a él (aunque, como demostrarían hechos posteriores, tal interpretación distaba mucho de la realidad). Aún peor, el Parlamento deseaba nombrar un comandante general para hacerse cargo del ejército, arrebatando el mando de las manos del rey. Todo esto significaba que la relación entre Carlos I y el Parlamento se había roto. El 4 de enero de 1642 se produjo el acontecimiento que iba a impedir una vuelta atrás en la situación: el propio rey, acompañado de cuatrocientos soldados, irrumpió en la Cámara de los Comunes para detener a John Pym, John Hampden y otros tres cabecillas del partido puritano. No los encontró. Alguien les había dado el soplo y habían abandonado el edificio justo a tiempo, corriendo hacia la orilla del Támesis y huyendo a bordo de un bote. Sorprendido, el rey vio que estaban vacíos los asientos de los hombres que pretendía detener y dijo con sarcasmo: «Veo que los pájaros han volado». A continuación se dirigió a William Lenthall, presidente de la cámara de los Comunes, inquiriéndole sobre el paradero de los fugitivos. Lenthall era un hombre apocado y con fama de blando; el resto de parlamentarios le hacían poco caso y solían pasarle por encima durante los acalorados debates. Sin embargo, demostró una firmeza inusual en aquella ocasión y respondió al monarca con una frase que se haría célebre: «Su majestad, no tengo ojos para ver ni lengua para hablar en este lugar, sino como tenga a bien ordenarme la Cámara, cuyo servidor soy aquí».

Carlos I captó el mensaje. Si hasta un hombre tan poco decidido como Lenthall expresaba su determinación de someterse al Parlamento y a nadie más que el Parlamento, era señal de que el Parlamento se sentía lo bastante fuerte como para defender su autonomía hasta las últimas consecuencias. Pese al enorme impacto y la aterradora teatralidad de su entrada comandando un batallón de lanceros, el rey ya no estaba en posición de someter a las cámaras. El reino se estaba desmoronando. Irlanda había estallado en pedazos. Escocia continuaba en rebelión. La propia Inglaterra estaba partida en dos bandos y era notorio que una parte no pequeña del ejército apoyaba a los parlamentarios dispuestos a desobedecer a la Corona. Carlos I, por fin, entendió que el turbio paisaje político deparaba una calamidad inevitable: la guerra civil. Lo que no podía suponer es que con la guerra se produciría el surgimiento de una figura hasta entonces irrelevante, la de aquel oscuro parlamentario de segunda fila llamado Oliver Cromwell, del que nadie había oído hablar, pero al que nadie podría ya olvidar en adelante.

(Continúa aquí)

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31 Comentarios

  1. Genial¡¡¡ Que no se demore la continuación, por favor.

  2. Pingback: Oliver Cromwell (I): el Darth Vader del siglo XVII – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE

  3. Plas plas plas plas plas. Esperando ya la 2ª parte!

  4. Pingback: Oliver Cromwell (I): el Darth Vader del siglo XVII

  5. Larry Bird

    Necesito más!

  6. Traviesus

    Muy bueno!!

  7. Cuándo publican la continuación?

  8. Bonnie de Fastualdo

    Cromwell fue ejecutado postumamente tres años después de su muerte, y no solo unos meses como menciona el articulo. Fue un líder y acabó siendo un dictador, claro que la realeza y los nobles no le dejaron otra opción.

  9. Juan Luis Dominguez Gonzalez

    Extraordinario narrador, el Sr E. J. Rodríguez. Una interpretación de la historia fuera de serie. Enhorabuena. Deseo que la 2ª parte tenga la misma calidad. Saludos

  10. Richard Harris lo bordaba en la película de finales de los sesenta.

    • E. J. Rodríguez

      Hola, Lolailo:

      La película «Cromwell» es extraordinaria. El guión se toma toma sus licencias, por descontado, pero nada demasiado serio. Y es tan claramente favorable al personaje que diría incluso que es hagiográfica. Pero lo importante es que Richard Harris compone un Cromwell impresionante. Igual de magnífico es el trabajo de Alec Guiness como Carlos I; parece que uno de los retratos de la época haya cobrado vida.¡Y los diálogos! Son de una finura extraordinaria, como los que ya se ven pocas veces.

      Muy recomendable.

      Un cordial saludo.

      • Vi la película en Londres,creo que el verano del 71,y en otoño-invierno en Madrid lo que me sirvió para enterarme.Discrepo R.Harris está fuera de control,sobreactua de manera lamentable,cosa habitual en el.
        La película es correcta y como es norma en el cine histórico inglés,con una impecable puesta en escena y un vestuario magnífico.Alec Guinness parece sacado de un cuadro de van Dyck,interpretativamente se come a Harris

    • Vi la película en Londres,creo que el verano del 71,y en otoño-invierno en Madrid lo que me sirvió para enterarme.Discrepo R.Harris está fuera de control,sobreactua de manera lamentable,cosa habitual en el.
      La película es correcta y como es norma en el cine histórico inglés,con una impecable puesta en escena y un vestuario magnífico.Alec Guinness parece sacado de un cuadro de van Dyck,interpretativamente se come a Harris

  11. iskander

    A varios millones de irlandeses no les gustó este artículo.

  12. Redmon Barry

    ¡Brillante! ¡Como he disfrutado leyendo este artículo!
    Esperando impacientemente la continuación

  13. ¡An excellent article! I too eagerly await the next instalment.

  14. Leí sobre Cromwell visitando Irlanda y sólo recuerdo una frase que se atribuye en su matanza de irlandeses de una zona llamada el Burren, un desierto de piedra, donde se quejaba que no había «Ni árboles para ahorcarlos, ni agua para ahogarlos ni tierra para enterrarlos». Me pareció un Vlad el Empalador en toda regla pero desconocía su dimensión política. Con muchas ganas de leer más, me quedo. Escribe pronto la segunda parte, por favor.

  15. Oliver Cromwell was neither the Darth Vader of the 17th century nor Vlad the Impaler. To suggest otherwise is just absurd. Nor was he Jesus Christ. He was, in fact…wait for it…Oliver Cromwell! (Parenthetical rhetorical question: why are Spaniards so inclined to see everything in such Manichean terms? When the world is composed of such subtle and extraordinary shades of grey, so much is missed by seeing it only in black and white.)

    Were it not for Cromwell, British parliamentary democracy would not be anything like as robust as it now is. Any parliament or elected assembly that looks to Westminster for inspiration (which I humbly submit is most) has something to thank Cromwell for.

    I, like others, commend the author of this extremely interesting and well-written article: someone who – exception proving the rule? – clearly knows more than one shade of grey.

    PS Forgive me for writing my comment in English. Although I understand written Spanish tolerably well, I baulk at trying to write it!

    • E. J. Rodríguez

      Hello, Harters:

      Thank you! I’m sure your Spanish is far better than my English. I’ll try though. The Darth Vader thing is a way of introducing the character; I was not trying to make an absolute judgement of Cromwell based on Vader, I just like the dramatic effect of the analogy. Anyway you’re right: we are in a Manichean country and we are Manichean people. Why? Maybe it’s a Catholic thing. I really have no idea.
      Un cordial saludo!

      • I wish my Spanish was as good as your English. But quite apart from your foreign language abilities, you are to be congratulated on a thoroughly well-written piece. You have that rare knack of marshalling the key facts and bringing the past alive. I too am much looking forward to reading part two.

        • Belloto Zeper

          No eres anglosajón verdad Harters?
          Qué forma más extraña de escribir la tuya, parece más bien de querer lucirte en un examen de c1. No es crítica, de veras, es solo que me llama la atención.
          Genial artículo!

  16. Francisco Henriquez

    Excelente !!!

  17. Pedro Angel

    sensacional! mal posso esperar pra ler a segunda parte. #teamcarlos

  18. Excelente!!

  19. Bernardo de Gálvez

    Magnífica narración.

  20. A nadie le ha chirriado leer de dos maneras diferentes el nombre del ejecutado conde amigo del monarca ??
    Wentworth…?
    Westworth…?

  21. Pingback: Historia Oculta: Oliver Cromwell (II) | educacionlibreysoberana

  22. Pingback: Historia Oculta: Oliver Cromwell (II) – Elis-100

  23. Este artículo lo tenía pendiente en mi explorador desde que salió. Recién lo puedo leer. No creí que fuera tan bien narrado. Soy de Ecuador y no conocía a este caballero mas que los más nombrados en la historia inglesa. Tendré la fortuna de leer los 4 artículos de golpe. Saludos y gracias por el gran trabajo que realizan.

  24. Pingback: Historia Oculta: Oliver Cromwell (II) – Analisis 06

  25. ¡Gracias!

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