—¿Señor primer ministro, qué opciones de victoria tiene Noruega en caso de una guerra contra Rusia?
—Ninguna.
Cuando hablamos de series nórdicas solemos referirnos a Dinamarca y Suecia, los dos países cuya ficción televisiva se convirtió, yo diría con contra pronóstico, en un digna competidora de lo que producen el Reino Unido, Francia o incluso la todopoderosa maquinaria estadounidense. Rival no por cantidad, claro, pero sí por calidad. Algo meritorio, porque son naciones pequeñas en población (cinco millones y medio en Dinamarca, diez en Suecia) y sin embargo se han abierto un hueco en el mercado internacional a base de pericia, buen hacer y, por qué no decirlo, una inteligente política de coproducciones.
Dinamarca empezó a atraer atención internacional, sobre todo, desde el momento en que su serie insignia, la magnífica Forbrydelsen, se convirtió en un inesperado fenómeno de culto en las islas británicas. Y claro, cuando algo resuena en las islas, los estadounidenses prestan atención. Y cuando los estadounidenses prestan atención a algo, el resto del mundo termina descubriéndolo también. Eso abrió las puertas del mundo a los productos nórdicos.
Los suecos, por su parte, aprovecharon el tirón porque su producción es de estilo muy similar a la danesa, y son comunes las coproducciones como otra serie que resonó en el mundo anglosajón, Bron/Broen. En cierto modo, Dinamarca y Suecia forman una especie de alianza que les ha funcionado de maravilla; incluso existen programas de debate social y político donde participan invitados y espectadores de ambos lados de la frontera, cosa digna de ver. En cualquier caso, aunque las series nórdicas no cuentan ni de lejos con la audiencia de las estadounidenses y tienen un público minoritario, son muy influyentes. Los críticos las siguen con atención, y las cadenas estadounidenses no solamente las rehacen, sino que las imitan en sus productos propios (¿o de verdad creen que la estética y el enfoque de True Detective salió de la nada? Sin las series nórdicas o francesas, no hubiese existido).
Las series noruegas reciben menos atención. No tenían un buque insignia que pudiera servir de tarjeta de presentación, como Forbrydelsen o Broen. Hubo algún intento de situar la ficción noruega en primera línea; algunos recordarán Lilyhammer, en la que Steve Van Zandt (Silvio Dante de The Sopranos y también guitarrista de la banda de Springsteen) retomaba su papel de gánster interpretando a un mafioso estadounidense que emigra a Noruega. Ampliamente publicitada por Netflix en 2012, Lilyhammer fue un apoteósico éxito en Noruega y además tuvo bastante distribución internacional, pero no se convirtió en el revulsivo esperado para las series del país. Cuando fue cancelada en 2015, después de tres temporadas, no parecía haber otro producto con tanto cartel. Había series muy estimables, sí, pero que no contaban con el gancho de todo un Van Zandt. El lapso no duró mucho tiempo: meses después se estrenó Okkupert, que ha conseguido el casi unánime entusiasmo de la crítica internacional. Quizá no la ha visto mucha gente, aunque se ha emitido en unos cuantos países (incluyendo el nuestro y hasta doblada al español). Pero sí ha servido para que se preste mucha más atención a lo que sale de Noruega; la resonancia de Okkupert entre la crítica ha servido para reivindicar que los noruegos hacen cosas tan interesantes como los daneses y los suecos, y que todo lo que necesitaban era más publicidad.
Las series nórdicas que han alcanzado más fama son casi siempre del género negro, intrigas policiales de tono más bien tétrico. Es lo que llaman el noir nórdico o, haciendo un juego de palabras, el «escandinoir». Pero hay excepciones, y la más notable es la danesa Borgen, centrada en los entresijos de la política, tratados de manera bastante más verosímil que la americana House of Cards (porque la House of Cards original, la británica, tenía más de thriller psicológico hitchcockiano que de intriga política). De hecho, Borgen se ha convertido en una referencia habitual cuando se habla de política: pactos, luchas de egos, etc. Pues bien, Okkupert es también una serie política, pero se parece muy poco a Borgen, y mucho menos a House of Cards. De hecho no hay ninguna serie reciente que se me ocurra como paralelismo; he leído bastantes comparaciones con Homeland, pero la verdad, tampoco creo que tenga mucho en común con ella. Yo definiría Okkupert como política-ficción a la vieja usanza, como aquellas películas de los años sesenta que planteaba un un escenario geoestratégico inventado, presentando un conflicto entre dos naciones y especulando sobre los posibles resultados. En pocas palabras: Okkupert narra una hipotética ocupación de Noruega por parte de Rusia. No es un tema nuevo: algunos de ustedes quizá recuerden una serie estadounidense de los ochenta titulada Amerika, donde se mostraba cómo sería la vida en unos Estados Unidos conquistados por los soviéticos. Amerika, por desgracia, era bastante aburrida y no muy interesante. Okkupert, por suerte, es bastante más entretenida y por momentos incluso absorbente.
El escenario que describe Okkupert, más allá de que pueda parecer plausible, resulta fascinante. Situémonos: en un futuro no muy lejano la situación geopolítica y económica ha cambiado debido a profundos cambios en el mercado del petróleo. Primero, una guerra en Oriente Medio ha provocado la escasez de crudo en la Unión Europea. Segundo, los Estados Unidos han conseguido producir todo el petróleo que necesitan, así que Washington ha decidido dejar de meterse en fregados internacionales, abandonando la OTAN y adoptando una política aislacionista. Para colmo, los efectos del calentamiento global empiezan a hacerse notar y un huracán mata a cientos de personas en la costa Noruega, lo cual favorece el ascenso de un nuevo primer ministro, Jesper Berg, de tinte socialdemócrata y ecologista. Llevado por su idealismo, Berg realiza un anuncio sorprendente: Noruega va a convertirse en la punta de lanza de la lucha contra el cambio climático y cerrará las plataformas petrolíferas que tiene en el océano. Empezará a producir energía limpia a partir del torio (un elemento químico real cuyo nombre, hábil guiño de los guionistas, se inspira en el dios Thor).
El anuncio es muy bien recibido por la opinión pública noruega, pero hay un problema. En el extranjero, esta decisión causa conmoción porque significa que el resto de Europa se quedará sin el petróleo nórdico. ¿El resultado? El ejército ruso, con la complicidad de la Unión Europea, ocupa las plataformas petrolíferas noruegas. El primer ministro Berg, obligado por los rusos, firma un «acuerdo de colaboración» que progresivamente parece convertir al Gobierno de Oslo en un títere de Moscú. Todo esto, claro, con los Estados Unidos mirando hacia otro lado. El pobre Jesper Berg se da cuenta de que Noruega está completamente sola, abandonada por todos sus aliados, mientras los rusos van infiltrándose en el país, ejerciendo cada vez mayor presión sobre las instituciones y llegando a actuar en ocasiones como si ya fuesen los dueños del país. En Okkupert no vemos una invasión en plan nazi, ni tampoco una guerra abierta (al menos en la primera temporada, a falta de que llegue la segunda), sino algo mucho menos aparatoso pero también inquietante.
Uno de los aspectos más interesantes de todo este cuadro es que estamos acostumbrados a conocer solamente unos pocos puntos de vista en la ficción política: el nuestro, el de los estadounidenses y, como mucho, el de los británicos. Pero Okkupert muestra las cosas desde un punto de vista muy distinto, de un país pacífico, rico pero militarmente débil y con poca población, que sería una presa fácil en caso de que este argumento se volviese realidad. Estamos acostumbrados a ver cómo se invaden países pobres, pero parece que hemos olvidado lo que sucede cuando una nación europea avanzada cae bajo el yugo de otra nación europea avanzada. Y los guionistas, sabedores de esto, no tienen ningún inconveniente en mostrar a los noruegos como víctimas propiciatorias, trasladando hábilmente al espectador, sea de donde sea, la sensación de desamparo de un país que en muchas cosas es referencia para nosotros, los europeos del sur, pero que no se siente del todo seguro.
La serie describe a la perfección la creciente espiral de desasosiego que experimentan los ciudadanos noruegos: al principio la presencia rusa es recibida con estupor, pero también con la esperanza (inútil) de que los aliados occidentales harán algo para remediar la situación. Después, cuando los noruegos se dan cuenta de que nadie piensa intervenir para prestarles ayuda, empieza a imponerse la sensación de que Noruega está perdiendo su soberanía a pasos agigantados. Después cunde la paranoia: unos ciudadanos empiezan a sospechar de otros y cualquiera que tenga algún trato con rusos es mirado con recelo, incluso con abierta hostilidad. Finalmente, la certeza de que están siendo conquistados por la puerta trasera termina despertando una oleada nacionalista de tintes cada vez más violentos, incluyendo actos terroristas y la aparición de movimientos fanáticos. Sucesos que provocan una honda preocupación en el Gobierno por la evidente posibilidad de que los rusos aprovechen cualquier atentado para declarar la guerra ya sin disimulos, y hacer desfilar sus tanques por las calles de Oslo. Una calamidad ante la que, como bien deja claro el primer ministro, el ejército noruego no podría ofrecer apenas resistencia.
Esta situación cada vez más agobiante se deja sentir sobre los diversos personajes de la serie. Los hay de varias edades y estratos sociales, lo que permite echar un vistazo transversal a los efectos psicológicos que la injerencia rusa produce en los noruegos. Por ejemplo, el primer ministro parece estar viviendo una pesadilla, debatiéndose entre el ansia por mantener la paz y la angustia que le provoca sentirse cada vez más como una marioneta de los rusos. Vemos también a uno de sus guardaespaldas, que se ve metido en una trama de espionaje y se enfrenta a un dilema parecido: trabajar para evitar la violencia en el país, al precio de, quizá, terminar convertido en una herramienta de los invasores. Vemos a una pareja que se debate en ambas orillas: él es un periodista que desconfía de los rusos desde un primer momento, mientras que su mujer, propietaria de un restaurante, ve florecer su negocio cuando la clientela rusa empieza a dejarse los rublos en opíparas cenas.
Estos y otros personajes de diversos ámbitos de la sociedad se ven sumidos poco a poco en un remolino de fango del que cada vez parece más difícil la salida. La serie consigue representar muy bien el proceso de descomposición que empieza a sufrir la —hasta entonces— plácida sociedad noruega. Todo sucede de manera progresiva y envolvente durante los diez capítulos de la primera temporada, sin brusquedades innecesarias; el agobio y la angustia que van apoderándose del país se incrementan paso a paso, como le sucede un enfermo cuya fiebre aumenta de manera paulatina hasta que parece demasiado tarde y la sensación de catástrofe inminente va tomando forma ante los ojos del espectador episodio tras episodio.
Una de las críticas negativas que se le ha hecho a Okkupert es que el argumento resulta inverosímil en algunas cosas, y esto es cierto, porque hay subtramas un tanto forzadas, pero en mi opinión esto es lo de menos. La atmósfera está fantásticamente lograda. La historia está muy bien escrita. Los acontecimientos se desarrollan sin prisas (aunque con giros suficientes como para mantener el interés y nunca aburrir), así que hay tiempo para tratar aspectos como la fragilidad de la democracia, el terrorismo, el fanatismo, el odio… Elementos que se nos presentan a su debido tiempo, después de haber sido cuidadosamente cultivados por los acontecimientos anteriores. Eso sí cabe advertir que la primera temporada termina de manera un tanto inconcreta; no tiene un mal final, pero es un final abierto. Los cabos no quedan atados y nos va tocar esperar a la segunda temporada, que está en proceso de producción, para quitarnos unos cuantos interrogantes de encima.
Por lo demás, tenemos muchas de las características a las que nos han acostumbrado las series nórdicas. Las interpretaciones son casi todas de primer nivel. La narrativa es milimétrica y muy efectiva. El aspecto visual está muy cuidado, sin abusar de alardes esteticistas para no restar realismo, pero sin que parezca haber sido filmada de cualquier modo, ni mucho menos. Domina la temática política, pero tiene suficientes dosis de drama y thriller (incluso algo, no mucho, de acción) como para no jugar todas sus bazas a un solo subgénero. Además, no abusa de la moralina y al final termina mostrando más matices de los que parece en los primeros episodios. En resumen, Okkupert no desmerece para nada lo que cualquiera pueda esperar de la ficción nórdica. ¿Es una obra maestra? No, pero es una muy buena serie que además tiene una virtud sobresaliente: se atreve a contar una historia que se sale de los moldes de lo que se está haciendo en televisión.
Lo del torio es más que un guiño a la mitología griega… es una posibilidad real:
https://www.elblogsalmon.com/entorno/india-es-el-primer-pais-que-asegura-su-independencia-energetica-con-el-torio
En efecto, la serie refleja muy bien los efectos que tiene sobre un país el ser ocupado por otro. Es curioso que muchos de los rasgos de la ocupación los encontramos en las sociedades vasca y catalana.No entraré en si realmente son países ocupados por España, pero una parte importante de la población lo siente así, por lo que los efectos, a fin de cuentas, son los mismos.
Pobres catalanes ¿eh?. Llevan siglos oprimidos por el malvado estado español. Suerte que hay un grupo de revolucionarios que luchan por la libertad de esa noble tierra.
Efectivamente,los catalanes que se sienten españoles,lleva esperando años inutilmente a que les liberen de la opresion de los nacionalistas.
No hay opresión cuando te has identificado con el opresor. Si no hubiera «ocupación» en Euskalherria no sería necesaria la presencia de la Guardia Civil, por ejemplo. Y aquí está.
Otra cosa es que las elites de las naciones oprimidas no sean colaboracionistas y que gran parte de las población no haya sido «asimilada». Así ha sido y de ahí la desperación y la lucha , equivocada o no en sus formas es otro debate, que ha habido hasta hace bien poco. Solo se puede negar cuando uno ha sido asimilado y e introyectado en sus valores aquellos que proclama el Imperio.
Y lo digo yo, que no hablo euskera y soy hijo de Zamorano y Malagueña. Pero las cosas como son.
Por cierto, el pueblo castellano y el andaluz, también han sido brutalmente oprimidos.
¡Gracias!