El manicomio, la prisión y el viaje de novios tienen algo en común: son espacios heterotópicos. Así lo afirmaba Michel Foucault en El cuerpo utópico, un breve ensayo en el que definía las heterotopías como «lugares reales fuera de todos los lugares», como «contraespacios» que, a modo de paréntesis espaciales y temporales, funcionan como espacios circunscritos ajenos al «espacio de zonas claras y oscuras» que habitamos. Si bien las heterotopías comparten el ser paréntesis espaciales y temporales dentro —y a la vez ajenos a— de ese espacio de zonas claras y oscuras habitado, cada una de ellas «tiene su propio funcionamiento preciso y estipulado en el interior de la sociedad, y la misma heterotopía, según la sincronía de la cultura en la que se encuentra, puede tener uno u otro funcionamiento». Si el viaje de novios respondía a la necesidad de que «la desfloración de la joven no tuviera lugar en la misma casa donde había nacido» y a la voluntad social de que la desfloración, sujeta al tabú moral y religioso de la pérdida de la virginidad, «tuviera lugar de algún modo en ninguna parte», la prisión se define todavía hoy por la necesidad socio-legislativa de poseer un «espacio de castigo» donde «el aislamiento constituye un «choque terrible» a partir del cual el condenado, al escapar a las malas influencias, puede reflexionar y descubrir en el fondo de su conciencia la voz del bien». La prisión, resumía Foucault, es «un espacio entre dos mundos», entre el del delito y el de la legalidad, es un mundo aparte que como trató de demostrar la novela criminal folletinesca del XVII y del XVIII es «totalmente distinto, sin relación con la existencia cotidiana y familiar».
Un mundo aparte
«No sabemos nada de las cárceles», sostiene Inma López Silva, autora de Los días iguales de cuando fuimos malas (Lumen), una novela en la que la escritora gallega se adentra entre los muros de una cárcel femenina de Galicia para retratar la historia de cuatro mujeres que, por distintas vicisitudes, han terminado por ser condenadas a años de reclusión. Alejadas hoy día de la ciudad —caso extraño es el de la Modelo, situada en el céntrico distrito del Eixample de Barcelona y cuya promesa de cierre se ha ido pasando de gobierno en gobierno, de Trias a Colau, sin cumplirse todavía—, las cárceles responden perfectamente a la definición de Foucault: son un espacio ajeno a la sociedad ante el cual, comenta López Silva, «corremos una tupida cortina, y seguimos con nuestras vidas, mirando para otro lado» porque ni sabemos ni queremos saber nada acerca de su realidad: «Depositamos ahí nuestros errores como sociedad, en las personas a las que entre todos marginamos, nuestras ocultas pulsiones malignas que detestamos…». Sin embargo, por paradójico que resulte, la marginación viene acompañada de la curiosidad, de un morbo rodeado de mitos y de tópicos que han favorecido a que desde la ficción y desde un periodismo tendiente al amarillismo se haya tratado de penetrar los muros de las prisiones y observar la realidad que se vive tras los muros.
En su serie de reportajes Inside The Worlds Toughest Prisons, el periodista irlandés Paul Connolly, con cierta vanagloria por el supuesto hito que supone su hazaña, se adentra en cárceles que él mismo define como las más peligrosas: desde la prisión de Honduras, donde el control está en manos de los mismos reclusos, hasta Piotrkow, la cárcel de mayor seguridad de Polonia, pasando por la abarrotada prisión de Filipinas o El Hongo, la cárcel mexicana de la cual nunca nadie ha conseguido escapar. Connolly ha vivido una semana en cada una de estas prisiones, ha «experimentado» lo que significa vivir entre rejas, pudiendo salir de su celda a penas una o dos horas al día, compartiendo tiempo y espacio con condenados por delitos de sangre y padeciendo la violencia institucional basada en el control y la represión. Como el propio Connolly afirmaba durante su estancia de Piotrkow, muy pocas veces se recurre a la violencia física contra los encarcelados, puesto que el miedo constante a los castigos —el más habitual, la celda de aislamiento— basta para mantener el orden. Connolly ha querido experimentar la vida en prisión en primera persona, ha querido conocer la vergüenza que se siente al ser desnudado y examinado ante la mirada inquisitiva de los guardias o qué significa ser castigado en una celda de aislamiento, pero todo ello con una cámara delante y con el carnet de periodista bajo el brazo. Si bien afirma que el propósito de estos reportajes es el de desmontar los tópicos que rodean el mundo de las cárceles, Connolly no ha hecho más que legitimar a la prisión como institución como «el lugar donde el poder de castigar organiza silenciosamente un campo de objetividad donde el castigo podrá funcionar en pleno día como terapéutica». El reportero no ofrece un discurso crítico hacia la institución carcelaria así definida por Foucault, sino una confirmación legitimadora de dicha institución como lo eran los relatos de criminales del XVIII, «en los cuales aparece sobre todo la delincuencia a la vez como muy cercana y completamente ajena, perpetuamente amenazadora para la vida cotidiana, pero extremadamente alejada por su origen, sus móviles y el medio en que se despliega, cotidiana y exótica». La cárcel se convierte de la mano de Connolly en un parque de atracciones, en un escenario exótico en el que experimentar y no en el punto de partida para una reflexión acerca de los criterios sobre los cuales se sustenta la institución.
Frente a jóvenes y reiterativos delincuentes polacos, Connolly no se pregunta por qué estos jóvenes no han hecho otra cosa en su breve vida adulta que entrar y salir de prisión continuamente y siempre por los mismos delitos. Connolly no se detiene ante este hecho, pasa por alto aquello que ya afirmaba Foucault en los años sesenta: «La prisión fabrica también delincuentes al imponer a los detenidos coacciones violentas; está destinada a aplicar las leyes y a enseñar a respetarlas; ahora bien, todo su funcionamiento se desarrolla sobre el modo de abuso de poder». En uno de los libros de cabecera de López Silva, Penas y personas, Mercedes Gallizo sostenía precisamente que «la mayoría de los presos son personas pobres, en muchos casos enfermas, a quienes la prisión refuerza su condición de marginalidad y con muy poco apoyo y oportunidades reales de rehacer su vida». El objetivo de la reinserción parece quedar en papel mojado. «La cárcel debería servir para reestructurar vidas, no solo para reconducir conductas, sino para enseñar a vivir con la culpa y para ayudar a revisar los propios actos comprendiendo donde radica nuestra posibilidad de dañar al otro», señala López Silva, cuyo uso del condicional la delata: el suyo es un deseo, no una realidad. Olvidado por completo el ideal ilustrado de Cesare Beccaria, autor de De los delitos y de las penas, y transgrediendo la proclama de Concepción Arenal, «abrid escuelas, cerrad prisiones», la realidad de las cárceles va más allá de la legitimación del relato amarillista de algunos reportajes periodísticos o de las ficciones de algunas series de televisión —Orange is the new black y Vis a vis, seguramente las más conocidas— que, como apunta López Silva, «han servido para mostrar un poquito de la esa realidad, pero sin entrar en el drama terrible de las cárceles, ya no desde la evidencia de las vidas a menudo desgraciadas de las que están dentro, sino desde el hecho social de que escondemos en las cárceles aquello de lo que nos avergonzamos».
La vergüenza de la miseria y la miseria como delito
«Las prisiones están llenas de personas marginadas, pobres, enfermas y con carencias de todo tipo» afirma Gallizo en su ensayo, y sobre estas personas escribe Inma López Silva en Los días iguales de cuando fuimos malas, sobre personas que podríamos ser nosotros porque, apunta la autora, delinquir no es lo mismo que cometer el mal. Huimos de las cárceles porque tememos identificarnos con quienes las ocupan, huimos de las cárceles porque sabemos que, en determinadas circunstancias, también nosotros seríamos capaces de delinquir, porque sabemos que cuando no hay nada que perder, los límites entre lo legal y lo ilegal son muchos más lábiles. López Silva nos enfrenta a unas historias que tras una mala jugada de la vida podríamos protagonizar nosotros y lo hace, ante todo, cuestionando el concepto de «mal» como sinónimo de prisión y de delito: «Mal y delito no son sinónimos, como tampoco lo son bondad y comportamiento correcto. Yo creo que el mal se relaciona con el daño y el bien con la dignidad. Evidentemente, a nada que una se fije en las historias que encierran las personas internas en nuestras cárceles, se dará cuenta de que ahí dentro hay mucha dignidad y a menudo daños muy relativos».
Las mujeres de López Silva están, por lo general, abocadas a la delincuencia, a la droga y a la prostitución, sus únicas vías de supervivencia antes y, posiblemente, después de su paso por prisión, pues como señalaba Foucault, «las condiciones que se deparan a los detenidos liberados, los condenan fatalmente a la reincidencia» y además a la miseria, porque fabricando delincuentes el sistema penitenciario «hace a caer en la miseria a la familia del detenido». La delincuencia no puede desligarse del contexto social y de la estructura económica: «Cuando comencé con la documentación de la novela, un inspector de policía con el que tuve ocasión de hablar me dijo algo que me parece fundamental: la diferencia entre entrar o no en la cárcel tiene que ver con poder pagarse un buen abogado», comenta López Silva. Y si el acceso a una buena defensa puede resultar clave en el momento de acceder o no a prisión, una vez dentro, como se observa en la novela de López Silva o en Orange is the new black, la capacidad económica determina la estancia en prisión, puesto que la prisión no escapa de los mecanismos capitalistas que rigen la sociedad más allá de los muros: no se trata solo de poder adquirir aquello que se necesite, desde tabaco hasta ropa o medicinas, sino que la posibilidad de ser premiado con un trabajo dentro de prisión sitúa al preso en una posición de privilegio en cuanto poseedor de una aparente independencia económica y conocedor de un oficio que, una vez en libertad, puede asegurarle un salario. Asimismo, como señala Foucault, la cárcel como institución se basa en la idea de una deuda con a la sociedad que debe saldarse: «Tomando el tiempo del condenado, la prisión parece traducir concretamente la idea de que la infracción ha lesionado, por encima de la víctima, a la sociedad entera. Evidencia económico-moral de una penalidad que monetiza los castigos en días, en meses, en años, y que establece equivalencias cuantitativas delitos-duración. De ahí la expresión tan frecuente, tan confortante con el funcionamiento de los castigos, aunque contraria a la teoría estricta del derecho penal, de que se está en la prisión para «pagar su deuda»».
López Silva recoge esta idea para finalmente preguntarse: ¿quién paga la deuda que la sociedad tiene con el delincuente? La autora gallega pone el acento en el determinismo social como clave para la comprensión del delincuente: «hay vidas en las que se deposita un determinismo social asqueroso producto de una espiral de dolor, pobreza y fórmulas de socialización al margen de la «normalidad». Todos estos son los ingredientes imprescindibles para nacer como carne de cárcel, pues estamos hablando de la delincuencia como estilo de vida. Eso se puede cambiar, por supuesto, pero requiere recursos para ofrecer alternativas a esa vida y mucha educación en otros modos de convivencia. Y no parece que haya mucha voluntad de invertir esos recursos, precisamente, allí donde radica aquello de lo que nos avergonzamos».
La prisión como problema
No hay respuestas en Los días iguales de cuando fuimos malas, pero sí una contestación crítica a un modelo que ha fallado y sigue fallando, porque interesa que falle. Se lo preguntaba Foucault en los años sesenta y vuelve a ser necesario repreguntárselo: ¿A quién conviene que el sistema penitenciario falle en cuanto a la reinserción de los presos? ¿A quién conviene un sistema penitenciario convertido en una fábrica constante de delincuencia y miseria? Tampoco en Foucault hay respuesta, aunque sí dos nuevos interrogantes que, a su manera, contestan a las anteriores preguntas: «¿Quizá habrá que buscar lo que se oculta bajo el aparente cinismo de la institución penal que, después de haber hecho purgar su pena a los condenados, continúa siguiéndolos por toda una serie de marcajes y que persigue, así como «delincuente» a quien ha cumplido su castigo como infractor? ¿No se puede ver ahí más que una contradicción, una consecuencia?» A través de sus personajes, Inma López Silva subraya esta consecuencia que, sin embargo, no desliga de la contradicción propia del sistema: la autora pone el acento en cómo no somos ajenos a ese movimiento centrífugo del sistema penitenciario, que aparentemente arroya y arrastra siempre a los mismo. «No somos libres de pecado», señala la autora, cuyo personaje de la escritora, «ese ser respetable y de éxito que entra en la cárcel», representa precisamente «la ejemplaridad como fórmula para expresar que el bien y el mal no tienen tanto que ver con el código penal».
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Muy bueno, con grandes verdades que, curiosamente, no dejan de martillearme con dudas.
Compraré el libro de Inma López Silva.
Muchas gracias.
¡Gracias!