La melancolía es un remedio para equilibrar el espíritu (…) no es una enfermedad, sino el estado más puro de un individuo (…) En mi opinión, estar ligeramente deprimido de vez en cuando no es en absoluto malo, de hecho creo que es necesario y lleva a la reflexión y a la calma. La euforia permanente sería agotadora.
Pertenezco a una generación marcada en gran medida por lo que en su día, alrededor de 1992, se llamó «boom del manga», «mangamanía», «dragonballmania» y un largo etcétera, términos acuñados por editoriales, medios de comunicación y fanzines fotocopiados de fotocopias en los que, al calor de la explosión nuclear de Neo Tokio, una «nueva» manera de hacer cómic llegaba a occidente: el manga.
Su llegada fue ruidosa y disruptiva, y el Akira de Katsuhiro Otomo fue la avanzadilla de algo que muchos aficionados al cómic hispano, americano o la línea clara franco-belga se tomaron como una invasión en toda regla: al manga se le culpó de acabar por el interés de los jóvenes españoles por el cómic europeo, de fulminar la grapa, de destruir el kiosco como punto de distribución, de cambiar la manera en que se editaba cómic, y lo peor de todo: de difundir entre la juventud una nueva estética de la violencia y el sexo, que los medios de comunicación de la época ayudaron a proyectar de forma casi irrevocable sobre el imaginario colectivo, creando tópicos difíciles de superar.
En algunos casos no era para menos: las primeras editoriales en publicar manga, especialmente Planeta, se centraron en títulos espectaculares, ultraviolentos y apocalípticos (selecciones que, no por casualidad, venían preseleccionadas y prepublicadas en Estados Unidos vía Viz Comics): eran los buenos años del cyberpunk, del cómic noir, de aventuras, de trepidantes obras como la llamada Patrulla Especial Ghost (The Ghost in the Shell), Crying Freeman, El Puño de la Estrella del Norte u otras que llegaron a nosotros como anime en VHS a través de Manga Video e incluso desde la televisión, como Oliver y Benji (Captain Tsubasa), Los Caballeros del Zodiaco (Saint Seiya) o la ultraexitosa Dragon Ball.
Aún no lo sabíamos, pero la mayor parte de aquella «invasión» era representativa de solo un género entre muchos otros, que después conoceríamos como shōnen (aventuras juveniles, en principio para chicos). Pese a estar sesgada por este filtro temático, aquella primera impresión de lo que era el manga (violento, sexista y reiterativo) caló hasta nuestros días en un público general que no sabía que había muchas otras temáticas, tonos y autores, pero que se cerró a su influencia y creó prejuicios que hasta hoy duran.
Pero lo cierto es que de manera mucho más silenciosa, como la mayor parte de su obra, de sus protagonistas y de sus viñetas, había otro mangaka que en aquellos años pasaba casi desapercibido: un autor que hablaba del arte de caminar, del placentero sonido del agua al correr por un riachuelo, del sentir al yacer una tarde bajo un almendro en flor y que convertía estos momentos fugaces en iluminaciones cotidianas. Lo hacía desde las páginas de la revista El Víbora con una obra hoy considerada cumbre dentro de la historia del cómic: El caminante (Aruku Hito). ¿Quien era Jirō Taniguchi?
Los primeros pasos del caminante
Taniguchi Jirō nace en 1947, en el seno de una familia humilde dos años después del fin de la Segunda Guerra Mundial y viviendo de lleno la reconstrucción del país durante su infancia. Esta transcurre en la ciudad de Tottori (prefectura de Chūgoku), en un área rural rica en leyendas, próxima a la naturaleza y a un castillo en ruinas que sería trasfondo habitual de sus obras futuras, y vivió una infancia que, como veremos, se convertirá en tema fundamental de su producción, especialmente en trabajos como El almanaque de mi padre o La montaña mágica.
Decidido a ser mangaka (autor de manga) desde muy pronto, como es habitual en esta industria, comienza como asistente de otro autor llamado Kyota Ishikawa y termina debutando en 1970 con Kareta Heya (Un verano marchito), donde algunos de sus rasgos de estilo empiezan a mostrarse: minuciosidad, exactitud, limpieza.
Hasta mediados de los ochenta se consolida trabajando con otros guionistas, como Natsuo Sekigawa, con quien ciertos rasgos de su estilo se van depurando, y los característicos rostros cuadrados y cuerpos compactos de sus personajes empiezan a definirse, por ejemplo, en Hotel Harbor View. Siguiendo a su guionista, es una época marcada por el tono hard-boiled y donde Jirō muestra ya un claro interés por lo que los japoneses llaman «ma» (espacio, pausa, intervalo): un concepto que se refiere al silencio crucial entre acciones, la separación que las dota de significado, la consciencia del momento, una intensificación de los sentidos por el súbito conocimiento de la importancia de lo vivido; algo que Hayao Miyazaki describió como el «tiempo entre dos palmadas».
El giro hacia un tipo de literatura más intimista se intuye en uno de sus éxitos de esta época: Botchan no Jidai, basada en la vida y obra de Natsume Sōseki y que trata de los cambios que sufre la sociedad japonesa a finales del siglo XIX, y comienza a mostrar otros intereses, como el montañismo o los animales se intuyen en Blanca o K.
El caminante hacia el pasado
Es ya en los noventa cuando Taniguchi crea la obra que le dará a conocer fuera de Japón, Haruki Hito o El caminante. Su propuesta es radical, al menos para los ojos occidentales: una recopilación de historias cortas prácticamente silenciosas, en las que un personaje aparentemente anodino, un sarariman (oficinista trajeado) cualquiera pasea por las inmediaciones de su barrio viviendo episodios cotidianos en los que parece que no pasa nada.
Sin embargo, mucho está ocurriendo: utilizando la práctica del paseo (que en Occidente podríamos hacer dialogar con la concepción del mismo de Thoreau o los situacionistas), el caminante sin nombre vive pequeños conflictos, como la rotura de sus gafas (y la nueva manera de mirar al mundo que le procuran), un avión de juguete atrapado en un árbol (y el descubrimiento de un nuevo punto de vista para contemplar la ciudad), una concha hallada por su perro (y su devolución al mar).
Dentro de lo que los occidentales llamamos genéricamente y con más o menos acierto Zen, Taniguchi crea relatos eternos, en los que no hay efectismo, giros o prácticamente trama, que simplemente revelan esos momentos de la vida cotidiana en que despertamos a una iluminación pasajera que nos revela, nos recuerda, nos confirma, que estamos vivos. Relatos cuyo valor no estriba, pues, solo en el afilado estilo de dibujo, la propia narrativa visual o la historia relatada, sino en la experiencia empática, la lectura lenta y el aprendizaje continuo de saber ver: son historias a las que se puede volver eternamente y siempre nos revelarán algo nuevo de nosotros mismos.
Este concepto, el del retorno al pasado, se desarrolla en otro de sus trabajos más influyentes de la década, Chichi no Koyomi (publicada en España en 2002 como El almanaque de mi padre). En ella se muestra otra de sus obsesiones: la ausencia o pérdida del padre y la recuperación de su recuerdo, motivaciones y mundo íntimo desde el punto de vista de un niño que se ha convertido en un hombre mayor y puede, le pese o no, entender los silencios, ausencias y tristezas de su progenitor.
En 1994 comienza otra de sus obras más exitosas, Kodoku no Gourmet (El Gourmet solitario), en la que el motivo del oficinista errante se gira hacia el mundo de la cocina: esta historia de un hombre que busca, degusta, disfruta y aprecia en los más mínimos detalles la «cocina callejera» japonesa no solo es una oda a lo que luego otros han llamado «slow life», sino que terminó convertido en una serie televisiva que en Japón comenzó a emitirse en el mismo año, y continúa en antena.
Finalmente en 1998 realiza otra de sus obras más influyentes: los tropos de la familia, la naturaleza, la infancia y el enfrentamiento entre el hombre adulto y su infancia culminan en Haruka na Machi e (Barrio Lejano); en ella, un oficinista (de nuevo) toma por error un tren a su pueblo natal (en la misma área donde creció Taniguchi) y decide visitar la tumba de su madre, pero de forma inexplicable viaja al pasado convertido en el niño que fue, con todos sus recuerdos, traumas y arrepentimientos intactos, por lo que decide evitar que su padre les abandone. Terminó incluso convertida en película en 2010, pero no en Japón, sino en una Francia que ya había aprendido a adorarle.
El caminante llega a Europa
En estas últimas obras el estilo de Taniguchi se ha desprovisto casi totalmente de sombras, efectos de dinamismo o vistas extremas, y ha simplificado texturas, anatomía y fondos: su obra ahora está marcada por la línea precisa, clara y cerrada, y un sombreado en infinitas variaciones de gris que siempre respira sutileza, cuidado y calma. Rasgos que, como no podía ser de otra manera, tenían que llamar la atención no solo en Occidente, sino en la cuna de otra de las tradiciones del cómic: Francia.
Era normal que ocurriese: el mismo Taniguchi reconoció en muchas ocasiones su apreciación del cómic franco-belga y la influencia que este tuvo sobre él desde que descubrió lo que él llamó «manga extranjero» en una librería de Ginza y lo convirtió, por confesión propia, en un apasionado de la BD (bande dessinée), en la que él veía el compendio de la historia del arte occidental; un universo lleno de recursos visuales que le inspiró sobremanera.
Por ello, y por sus experimentos trabajando con guionistas europeos o tratando de adaptar la narrativa japonesa a la europea (incluyendo el puntual uso del color), Taniguchi logra crear el puente perfecto entre ambas escuelas. Incluso en un sentido temático puede verse en obras más tardías, como las dedicadas al wéstern (Sky Hawk, la historia de dos samuráis que deciden convivir entre indios americanos) y a los cuentos costumbristas o de ciencia ficción; tanto es así que terminó dibujando un guión de su admirado Moebius llamado Ikaru (Icarus).
Sus últimas obras, precisamente las de la década del 2000, son las más conscientemente influidas por lo europeo, como en Un zoo en invierno (la historia de un aspirante a mangaka y su imposible historia de amor con una muchacha enferma), Mi año (guionizado por Morvan, sobre el mundo visto a través de los ojos de una chica con síndrome de Down), Cielos radiantes (un joven que sufre un accidente de tráfico descubre que convive con la conciencia del conductor al que mató: de nuevo el contraste entre la experiencia de la edad y la vida por vivir) o la improbable y tímida historia de amor entre una treintañera y un jubilado en Los años dulces.
La naturaleza y los animales: el caminante hacia las montañas
Otro rasgo temático y de estilo que Taniguchi desarrolló hasta el final de sus días fue una apreciación, que podría considerarse muy japonesa, por la naturaleza y la forma que tenemos de hallarnos en armonía con ella.
Hay una línea que traza desde obras como El caminante o El gourmet solitario, que tienen lugar en entornos urbanos pero en los que lo natural tiene ya un peso especial como nexo con esa realidad mágica y la conciencia del momento. Ello se ve acentuado en relatos como Tierra de Sueños, que narra el proceso de agonía, fallecimiento y duelo por el querido perro familiar para un matrimonio sin hijos, que reemprenden su vida adoptando una gata preñada: para dos personas sumidas en la vida inmóvil de los suburbios japoneses, la conexión con los ritmos de la vida y la muerte les trae una consciencia de su propia fragilidad y refuerza su amor.
La naturaleza intensifica su efecto cuando llegamos a los mundos rurales de las citadas El almanaque de mi padre, Barrio lejano o La montaña mágica, en que la comunión con lo silvestre sirve al protagonista como transición para llegar a un universo, el de la infancia, donde precisamente los misterios del campo tornan las leyendas locales en magia, la misma que puede hacer, a través del recuerdo o lo inexplicable (tanto da si es fantasía como la entendemos o una larga imaginación) de que un adulto vuelva a ser niño.
Pero si en un lugar la naturaleza tiene todo su peso, y la falta de respeto hacia ella puede comportar la muerte, es en sus obras de temática montañera, como en K o La cumbre de los dioses, donde de forma muy realista se habla no solo de la ascensión física a imposibles picos y ochomiles, sino de la conciencia humana de su fragilidad, baile con lo fatal y comunión con los dioses y espíritus de las cumbres del Himalaya: lugares tan cercanos a lo eterno no podían ser mejor escenario para darse cuenta súbitamente de todo lo pasajero en la vida.
Muchos otros géneros tocó Taniguchi, desde la ciencia ficción, el thriller, el wéstern, el costumbrismo puro, la fantasía… No podemos citar todas sus obras: tan solo recordemos que recibió premios como diversos premios del festival de Angouleme (entre ellos, el Alph-Art), del Salón del Cómic de Barcelona, el Osamu Tezuka Cultre Award, el Premio Shogakukan y nominaciones a los Ignatz y los Eisner, además de ser nombrado Caballero de las Artes y las Letras por el gobierno francés en 2011.
Entristecidos por su partida, el maestro de Tottori, fallecido demasiado pronto a los sesenta y nueve años, al menos nos deja una obra amplia, bien editada y fácil de encontrar, que aconsejamos recuperar o descubrir. Si así lo deciden, solo tenemos un consejo:
Para el no acostumbrado al manga, la más peligrosa tentación es confundir la escasez de texto y las grandes viñetas como invitaciones a la lectura rápida. Todo lo contrario. Ralenticen el tempo. Recréense en cada viñeta el tiempo suficiente. Disfruten lo necesario de cada línea, masa, sombreado; de la melancolía de una expresión, de un árbol cuidadosamente dibujado o de un espacio vacío que representa lo eterno. O lo que es lo mismo, paseen sin prisa por la obra de Taniguchi.
Quizá así, como el maestro parecía querer enseñarnos, aprendamos a hacerlo en vida.
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Que descanse en paz el genio japonés, uno de mis autores de cómic favoritos. Su «Barrio lejano» es sencillamente delicioso, tanto como su capacidad como dibujante, de un realismo pasmoso.
Coincido contigo. Y no olvidar Los años dulces, otra maravilla.
Animo a los que no les gusta el manga – como a mí – a leer comics del autor. NO sé si es manga o no, pero es sencillamente magnífico.
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