Arte y Letras Historia

Y Houdini sobrevoló Australia

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Harry Houdini a los mandos de su Voisin. Fotografía: Musée McCord /Fundación Telefónica.

Jot Down para Fundación Telefónica

Una, dos, tres, cuatro vueltas. El mecánico Antonio Brassac empujaba el aspa superior de la segunda hélice del Voisin  sabiendo que, con uno de esos impulsos, el motor arrancaría. Había que ser firme y, a un tiempo, delicado. «Como abrir una puerta de seda en un solo gesto», solía decir. Cinco, seis; a la séptima vuelta, los ocho cilindros en V de la máquina Antoinette de sesenta y cuatro caballos comenzaron a pistonear por encima del silbido del viento y el runrún impaciente de la multitud que se había congregado en la pradera de Diggers Rest, al noroeste de Melbourne. Brassac se apartó del morro mientras agitaba la mano dando campo libre al piloto. Este le respondió levantando el pulgar y ajustándose sus gafas de aviador. El público aplaudió y los fotógrafos abrieron sus objetivos y encendieron sus flashes de polvo de magnesio. Eran las 11:27 de la mañana del 18 de marzo de 1910 y, tal y como rezaba el enorme rótulo pintado en la tela de los paneles de cola del biplano, Houdini estaba al mando.  

En realidad, Harry Houdini siempre había estado al mando; al menos desde que debutó como trapecista en un teatro de variedades del bajo Manhattan. Claro que, por aquel entonces, Houdini tenía nueve años y aún se llamaba Ehrich Weiss, germanización de su nombre húngaro Erik Weisz. En sus primeras evoluciones sobre el trapecio, el niño Erik entendió que, ahí arriba, debía tener el control absoluto y que, para tener ese control, su único aliado era su único límite infranqueable: las leyes de la física. Pero también comprendió que, bajo la luz adecuada y rodeadas de un cuidadoso sentido del espectáculo, las leyes de la física desaparecerían a los ojos asombrados público. Por eso no se presentaba como un gran trapecista ni como el mejor trapecista del mundo; se presentaba como una marca. A diez metros sobre el patio de butacas, el niño se transformaba en «El Príncipe del Aire» y su cuerpo menudo ejecutaba piruetas que no deberían ser posibles pero que, en realidad, solo eran una danza de fuerzas, de empujes, de torsiones y de momentos de inercia.

Pero en una sociedad finisecular donde el circo era el entretenimiento favorito y la competencia actuaba en cada teatro de cada calle de los Estados Unidos, el joven Erik apenas podía sobrevivir a duras penas como trapecista, así que colaboraba en la economía familiar repartiendo periódicos y trabajando de limpiabotas. En 1891, con diecisiete años, Weiss se convirtió en mago profesional. Profundamente impresionado tras la lectura de la autobiografía de Jean Eugène Robert-Houdin, decidió que el gran ilusionista francés sería su modelo, hasta el punto de cambiarse el nombre. Había nacido Harry Houdini. Como todavía no confiaba lo suficiente en sí mismo, aún se anunciaba como «El Rey de las Cartas» o «El Rey de las Esposas». Mientras que los trucos de naipes aburrían al público, los actos de escapismo maravillaban a los espectadores en decenas de actuaciones por barracas de feria, parques de atracciones y carnavales ambulantes. Durante casi una década siguió actuando con un éxito relativo, primero junto a su hermano Dash y luego acompañado de su mujer, la también artista Bess Rahner, bajo el nombre de «The Houdinis».  

Fue en 1899 en un beer hall de Minnesota cuando su carrera se disparó como el cañón de un hombre-bala. Y no lo hizo porque la actuación fuese especialmente sonada, sino porque entre el público estaba la persona que le convertiría definitivamente en lo que necesitaba ser. Esa persona era Martin Beck, empresario y fundador del circuito de teatros Orpheum, que dominaba el panorama norteamericano del vodevil con sedes en todas las grandes ciudades del país. «Puede actuar en Omaha el veintiséis de marzo. Sesenta dólares. Estaré allí y probablemente le haré una propuesta para la siguiente temporada completa» telegrafió Beck a Houdini al día siguiente a su espectáculo de Minnesota. Tiempo después, Harry escribiría a mano debajo del telegrama: «Este cable cambió por completo el viaje de mi vida».

El empresario le aconsejó concentrarse en los números de escapismo, no solo porque era el mejor sino, y sobre todo, porque le definían como marca. Además, para que esa marca fuese verdadera tenía que ser única; ya había demasiados «príncipes», «reyes» y «maestros». Así, desde que firmó con Beck, el mago se anunció con una sola palabra: «Houdini». Durante la primera década del siglo XX, Houdini actuó en las mejores salas del país y llegó a ser el artista de variedades mejor pagado del mundo. Realizó giras por Europa y las Islas Británicas donde acometía proezas cada vez más arriesgadas que pasmaban a cientos, a miles de personas en el Alhambra de Londres o en el Odéon parisino. Implicaba al público, a periódicos como el Daily Mirror e incluso a Scotland Yard. Escapaba de esposas, de cuerdas y de cadenas en hazañas que se vendían como desafíos a la muerte, que parecían sobrenaturales y que muchos consideraban, efectivamente, actos imposibles para el ser humano. El mismo Arthur Conan Doyle, quien fue su amigo durante un breve periodo de tiempo, estaba convencido de las capacidades mágicas del escapista.

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Imágenes: Colección particular / Musée McCord / Library of Congress, cortesía de Fundación Telefónica.

Sin embargo, Houdini nunca se anunció como un ser sobrenatural, él creía en el asombro y, como había dicho el escritor Samuel Johnson ciento cincuenta años antes: «El asombro es el efecto de la novedad sobre la ignorancia». Por eso se jactaba de que sus efectos eran siempre nuevos y por eso fue uno de los primeros ilusionistas en registrarlos en la oficina de patentes, protegidos bajo derechos de autor. Pertenecían a su marca y tenían nombre. «La metamorfosis», «La camisa de fuerza» o «El bidón de leche» eran intrincados actos que requerían una enorme precisión y una condición atlética conseguida con horas de esfuerzo y entrenamiento, además de un buen montón de dinero. Eran prodigios, pero prodigios de la técnica y la física. Una llave escondida en el estómago, que Houdini era capaz de regurgitar a escondidas, una dilatación de la caja torácica que, al exhalar, permitía el escape del candado más fuerte, una contorsión de la muñeca, una dislocación del hombro. Todo se regía por las leyes naturales y esas leyes permanecían esmeradamente manipuladas, distorsionadas y, en definitiva, ocultas a los ojos del espectador. El público solo podía aplaudir asombrado ante heroicidades inimaginables. Los fotógrafos abrían sus objetivos y encendían sus flashes de magnesio. El mundo se rendía a la ilusión.

En esa misma primera década del XX, exactamente a las 10:35 de la mañana del 17 de diciembre de 1903, en la playa de Kill Devil Hills, Carolina del Norte, dos hermanos realizaron una proeza que también parecía imposible y que cambiaría el mundo para siempre. Se llamaban Orville y Wilbur Wright y, durante doce segundos, consiguieron hacer volar un aeroplano pilotado y autopropulsado a una altura de 37 metros.

La noticia del vuelo de los Wright deslumbró a Houdini. Era la destilación extrema de su búsqueda: un milagro sostenido por la física pero inherentemente invisible al ojo humano. Nadie creía que un aparato más pesado que el aire pudiese volar y nadie veía los flujos dinámicos que hacían posible el vuelo. En 1909, durante una gira por Francia, Houdini visitó al fabricante Gabriel Voisin, pionero de la aviación europea. Allí descubrió el biplano Voisin. 13.45 metros de largo con una envergadura de 10.80 metros en dos alas de tela con un total de 42 metros cuadrados de superficie de sustentación. El objeto más bello que había visto nunca. El teorema de Bernouilli propulsado por dos hélices gemelas y un motor Antoinette de sesenta y cuatro caballos y ocho cilindros en V.

Houdini compró la aeronave por cinco mil dólares y, además, contrató al ingeniero Antonio Brassac como ayudante mecánico a tiempo completo. Tras realizar un par de vuelos de prueba en Alemania, el ilusionista desmontó el biplano y lo embarcó en el navío que le llevaría a su primera gran gira por Australia. Houdini necesitaba la novedad porque necesitaba el asombro del público, por eso tenía que ser el primero en volar en el hemisferio sur.

Houdini publicitó el vuelo en Australia como parte de su espectáculo. Otra proeza más. Otro desafío insuperable. Se anunció en todos los periódicos del continente, incluidos los de la vecina Nueva Zelanda. Así, en la mañana del 18 de marzo de 1910, una muchedumbre de curiosos, además de un buen número de periodistas, se reunieron en una pradera a las afueras de Diggers Rest.  A las 11:27, Houdini despegó en un vuelo que recorrería una milla durante aproximadamente un minuto a una altura de cuarenta pies. Esa misma mañana realizó otros dos vuelos, uno de tres minutos a cien pies y un último de tres millas en cuatro minutos. «La máquina descendió grácil y delicadamente hasta tomar tierra» escribiría al día siguiente el neozelandés The Evening Post en un artículo que comenzaba con la frase: «El primer vuelo en Australia fue realizado por Houdini, artista de music-hall».

En realidad, Houdini no había sido el primero. El británico Colin Defries ya había volado en un Wright Model A cuatro meses antes, pero no tuvo la repercusión ni el sentido del espectáculo de Houdini. El aparato de Defries era un avión intacto; Houdini había encargado pintar dos colosales rótulos con su nombre en la cola de su biplano. Para el público ya no era un Voisin, era la aeronave Houdini.

El éxito del vuelo fue tal que, pese a las evidencias documentales, las crónicas siguieron considerando durante casi un siglo a Houdini como el primer hombre en sobrevolar Australia. El propio ilusionista quedó tan satisfecho con su espectáculo aeronáutico que, tras terminar la gira, anunció que nunca volvería a coger un tren o un coche, sino que se desplazaría de ciudad en ciudad a bordo de su aeroplano. De hecho, llegó a anunciar un número futuro en el que saltaría del avión en marcha y esposado.

Pero nada de esto sucedería. Cuando desembarcó en Inglaterra, Houdini guardó el Voisin en un almacén del sur de Londres y jamás volvió a pilotar. Quizá no encontró un efecto lo suficientemente sorprendente o quizá los que pensó eran demasiado peligrosos. Seguramente descubrió que la ilusión del vuelo era tan inmaculada, tan perfecta, que no tenía ningún sentido manipularla.

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Houdini sobrevolando Diggers Rest. Fotografía (DP).

La vida del ilusionista más famoso de todos los tiempos, sus carteles, sus espectáculos, sus juegos y sus efectos, su experiencia como aviador y su postrera lucha por desenmascarar a médiums y espiritistas pueden verse en la exposición Houdini. Las leyes del asombro, abierta desde el día 10 hasta el día 28 de febrero en el Espacio Fundación Telefónica, en el número 3 de la madrileña calle Fuencarral.

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4 Comentarios

  1. Pingback: Y Houdini sobrevoló Australia – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE

  2. iskander

    Como promo de la muestra es pasable, pero por favor, corrijan esta redundancia que duele a la vista…

    «el joven Erik apenas podía sobrevivir a duras penas como trapecista»….

  3. No le veo yo las gafas de aviador por ningún lado en la foto de cabecera… tengo la sensación de que ese recurso fue posterior

  4. ¡Gracias!

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