Ante las murallas
Deslumbra la imagen del escalador contra el cielo azul, aprisionado entre la roca y la luz. Recorre una arista, introduciendo las manos en una grieta, apurando el más mínimo resquicio de rugosidad, la más mínima contorsión del granito para agarrarse. Da vértigo escribirlo. Viéndolo ahí, asido a la realidad apenas por la yema de los dedos, uno se aferra como puede a la roca de la página, también resbaladiza, también al límite. Théophile Gautier creía que Dios nos hablaba en la superficie pura, pulcra, granítica de las moles castellanas. Eso mismo creen ellos. Atletas extremos, visionarios, hijos del pundonor y la adrenalina, rebeldes sin causa, no parecen conocer los límites de nada. Siempre hay un más allá. Todo es posible si crees en ello de verdad, si crees en ti. Mucho hay de estoicismo y mucho de equilibrio interior en este deporte. Es sin duda una gran filosofía de vida, un arte definitivo que tiende a la plenitud y, con frecuencia, a la tragedia.
En el Parque Nacional de Yosemite o en el de Zion en Utah, en los Dolomitas o en el Eiger suizo, en el Naranjo de Bulnes o en Ordesa, Dean Potter, Alex Honnold, Tommy Caldwell y gente como ellos han establecido una relación fascinante con el granito y con el aire. Afirman su existencia contra las leyes de la gravedad y hacen del solo integral, de la escalada libre o del salto BASE su argumento contra las imposiciones y las esclavitudes contemporáneas. Defenestran el statu quo desafiando los límites de lo razonable. Ultraclimbing. Algunos de los héroes de esta mitología posmoderna son los norteamericanos Lynn Hill, Hans Florine, Doug Robinson, Kevin Jorgeson, Beth Rodden, Sasha DiGiulian, Sean Leary, Dan Osman o Chris Sharma, el checo Adam Ondra, los españoles Iker y Eneko Pou, el finlandés Nalle Hukkataival, el sudafricano Matt Bush, el japonés Yuji Hirayama, la francesa Catherine Destivelle… Guerreros como los dánaos homéricos desembarcados en las costas de Troya. Ellos también, héroes al pie de las montañas, a la escucha de la llamada de lo salvaje. Ruta Dawn Wall, por ejemplo: novecientos catorce metros a plomo de peligro, de intensidad, pulgada a pulgada. Half Dome, por ejemplo: seiscientos metros de muro perfecto, asombrosamente bello. Vencerlo como vencer las murallas teucras. Entrar en esa nueva ciudad de Príamo y Hécuba. Entrar en la inmortalidad. Se podría decir aquello de: «… y Dean Potter, domador de montañas, que tenía aspecto de inmortal. Cuarenta negras naves lo seguían».
Estos jóvenes deportistas del límite son los nuevos Ícaros, los nuevos Spiderman. Han escapado del laberinto urbano, de la anestesia generalizada, de la suciedad de un mundo en que solo rige el dinero, para entregar su alma a las paredes de El Capitán y el Moonlight Buttress o para volar desde la cornisa infinita de Taft Point mientras cae la noche que los ha de cobijar. «Donde hay peligro, ahí estoy yo», parecen decir con Friedrich Nietzsche. A veces, entregan algo más que el alma. Sí, entregan el pellejo.
La escalada a escena
Hace apenas un par de años, tres grandes acontecimientos situaron a la escalada en el centro de la escena mediática: el estreno de Valley Uprising, la liberación del Dawn Wall y la muerte de Dean Potter. Una verdadera tormenta se desató en el centro de este micromundo. Internet, los vídeos en YouTube, los saltos (y las muertes) en directo, los crecientes circuitos indoor, las exhibiciones, la proliferación de rocódromos, las redes sociales que perseguían segundo a segundo a las jóvenes estrellas acabaron por incendiar un panorama ya de por sí incendiado siempre. Outsiders, héroes adolescentes, visionarios, reverenciados, perseguidos, locos, valientes, en todos ellos hay una misma atracción feroz por el vértigo, la perfección, la fluidez, el peligro. Colgados a cualquier pared, intentan adivinar en el tacto rugoso de la piedra el latido de la montaña. La leen con los dedos. La auscultan en cada ascensión. Son los nuevos arúspices, intérpretes de las entrañas de la roca.
Las ondas expansivas de aquel estallido emocional se hacen sentir ahora con mayor fervor, si consideramos que los devotos del alpinismo o la escalada indoor y outdoor —y, en realidad, los fans de casi cualquier otro deporte extremo— han aumentado exponencialmente. Desde luego fue un éxito la aparición en 2014 del documental Valley Uprising, que explora los orígenes, la edad de oro, las transformaciones y el valor trascendente y revolucionario de la escalada en Yosemite desde que, a mediados del siglo XX, unos pocos pioneros decidieran establecerse en el Valle y asediar las vertientes indómitas de To-to-kon oo-lah, el Viejo Jefe indio. La película de Peter Mortimer y Nick Rosen tiene como protagonistas a grandísimas leyendas de la escalada: Jim Bridwell, Royal Robbins, Warren Harding, Yvon Chouinard, John Bachar, «Chongo» Chuck, Dan Osman, Dean Potter, Alex Honnold o Lynn Hill entre muchos otros.
Mientras América y Europa se instalaban cómodamente en la seguridad y el confort de los barrios residenciales, parte de la juventud más contestataria huyó —y huye— a las montañas. La gran roca madre los acogió, generación tras generación, como a hijos pródigos y ellos le dieron todo lo que eran y lo que iban a ser. En las imágenes se recoge un entusiasmo desbordado, un amor ciego a la altura, el esplendor de la juventud. Reina en las paredes y en los campamentos improvisados un clima general de insurgencia y un deseo incontenible de libertad. Esta ha sido la consigna desde que escalaran Albert Mummery y Alexander Burgener en el siglo XIX o, ya en el XX, Pedro Pidal y Gregorio Pérez «el Cainejo», Hans Dülfer, Paul Preuss, John Muir, Oskar Schuster, y tantos otros: libertad. Lo dice muy bien Patrick Edlinger: «La libertad ha guiado mi vida: hacer lo que quiero, cuando quiero y donde quiero. Es lo único esencial». Y mucho amor por los márgenes, sí, por la belleza de las grietas, y cuidado de la naturaleza. También un hedonismo insobornable, algo parecido a la felicidad, a pesar de todo. Flores en las grietas, había dicho Richard Ford.
Muchos años después, muchas muertes después, la trágica desaparición de Dean Potter —Aquiles redivivo, samurái, líder de los Stone Monkeys—, junto a su amigo Graham Hunt, en un salto BASE que acabó estrellándolos contra las rocas, volvió a plantear los límites incendiarios de un deporte que, llevado hasta sus últimas consecuencias, más allá de la ley, al borde de la prudencia, se paga al contado con la vida. Prohibido por las autoridades, este tipo de salto es la culminación de una forma de aventura extrema que ha hecho del riesgo y del todo-es-posible su carta de naturaleza y su límite sin límites. Así, ¿héroes o kamikazes?, ¿leyendas o pobres locos?, ¿rebeldes o suicidas?
Con una cobertura mediática nunca vista, en el invierno que hizo de puente entre 2014 y 2015, Tommy Caldwell y Kevin Jorgeson liberaron el big wall más duro y difícil del mundo, Dawn Wall. Diecinueve días, un desnivel de novecientos metros, en treinta y dos largos con dificultades máximas de 9a, en cordada. Toda una proeza solo comparable a la primera ascensión de la vertiente norte del Eiger en 1938 o la mítica primera cima de esa misma pared por Warren Harding y Dean Caldwell en 1970. El impacto sin precedentes se debe al valor inherente de la acción y a la omnipresencia de la tecnología, desde entrevistas en la pared hasta actualizaciones de Facebook o Instagram o conexiones y transmisiones en directo de televisiones de todo el mundo.
En verdad, algo de sueño, algo de atracción fatal, algo de rebelión hay en todo esto. «Smells like Teen Spirit». El propio Potter se confesaba más fuerte y más duro que su propio sueño, que incluía siempre el peligro. Alex Honnold no conoce el miedo: eso lo diferencia de los demás. La delgadez de la línea que separa el cielo del infierno es su propia delgadez, su poderosa delicadeza. Ser más poderoso que los miedos: ese es el secreto. Y subir siempre la apuesta. Boulder intrépido, escalada en velocidad, highline, big wall, caída libre controlada, psicobloc, free BASE. Viaje de catábasis primero, ascenso a lo ideal. «L’azur c’est le pur!», clamaba Victor Hugo. Descenso vertiginoso a continuación, balas humanas proyectadas a escasos metros de la pared, entre estrechas agujas de piedra, galerías, peñascos y barrancos. El error más pequeño significa siempre la muerte. Enfundado en el wingsuit, el saltador se precipita sobre la eternidad.
Vínculo entre la edad de oro y la posmodernidad, Potter es ahora venerado como un Buda. Sus caminatas de funambulista sobre el vacío en el slackline, su baile de derviche sobre la cuerda a alturas estratosféricas, sus récords de velocidad en el ascenso, su innovación continua en la psicología, las técnicas, las formas y los materiales de escalada lo han encumbrado como una referencia insustituible. La muerte no ha hecho más que agigantar su figura de mártir y semidiós. Su figura en la nostalgia de las imágenes recuerda ese cuadro de geometrías imposibles, de ruptura de la razón de Paul Klee: El equilibrista. Su equilibrio en lo alto es el mayor de los desacatos. Por si fuera poco, en algunas de sus expediciones lo acompañaba solícito, entusiasta también, Whisper, su perro. Siempre un paso más allá. Ese es el punto de no retorno. Ese es el punto de ebullición.
En el nombre de la montaña
Larga es, muy larga, la lista de nombres que han vivido y se han sacrificado en nombre del dios inmortal de la montaña, la altura, la ascensión. Nada más cercano a la mística —se podría decir—, a la necesidad de expresarse en un movimiento emocional. Cada brazo que se desliza entre las hendiduras, cada mano que se apoya en un saliente mínimo, acarician la piel del Todo. La vie au bout des doigts, tituló su película documental de 1982 Jean-Paul Janssen, sobre la escalada convertida en arte de Patrick Edlinger. El escalador francés no parece trepar: antes bien, en la elegancia de sus movimientos por las Gargantas del Verdon están el ballet vertical y una forma de ópera de pies descalzos. También para gente como Dean Potter, Sean Leary o Lynn Hill la escalada extrema fue algo más que un deporte o una singular forma de vida: elevación a lo divino, trascendencia, distinción. Los movimientos son los de la gimnasia, el taichí, la acrobacia o el girar de los derviches. Estos movimientos son formas de la inspiración y la intuición. Un escalador interpreta con las yemas de sus dedos, como un ciego, la partitura en braille del mundo. Eso hace mientras asciende o mientras se lanza en vuelo hacia el vacío: leer la naturaleza, el universo. Es Apolo en la persecución del sueño, Dionisos en tanta vida vivida.
Entre la vulnerabilidad y lo inviolable, el escalador se mueve en una única dirección decisiva. Como a Bruce Lee, como a Muhammad Ali, como a Bob Dylan, como a Rimbaud, la entrega total a la pureza, al equilibrio, lo convierte en enfant terrible de nuestro tiempo. Hay una rebelión y una religión en estos devotos de la montaña, un credo dedicado a las corrientes, a las vetas, al vuelo de los pájaros. Por la inclinación prodigiosa de las rocas tejen su red invisible, desde las alturas observan el mundo y luego se dejan caer, apurando todos los peligros. En su escalada llevan las manos untadas de carbonato de magnesio y no usan clavos, ni cuerdas ni mosquetones. El estilo libre, el soloing, el free BASE, los reconocen por los dedos ensangrentados, por los músculos perfilados, por el grito de esfuerzo o el silencio contenido y por la clara fe con que afrontan la montaña. Su filosofía de vida incluye este diálogo cara a cara, honesto hasta la extenuación, consigo mismos y con la roca, pero también con el aire, que está ahí, y con el sol y con el espacio vacío y con la inmensidad que los envuelve en su crisálida.
Uno de esos lugares majestuosos, epicentro del seísmo humano, lugar de nacimiento de la escalada libre, es El Capitán. Como una isla en mitad de los valles inmensos del Parque Nacional de Yosemite, entre el Half Dome y el Monte Watkins, se yergue en su arrogancia sobria, en su rotundidad esencial, e invita a contemplarlo y a adorarlo. «Oh capitán, mi capitán». Como El Uluru, la gran roca roja australiana. Ahí residen los dioses. Como el volcán de la isla polinesia. En el fondo de la lava viven los espíritus. En las paredes verticales, en las paredes que se inclinan contra la razón, contra el sentido común, habita el aliento intacto de lo salvaje, el demonio de la inconformidad. «Walk on the Wild Side». Fly or Die. Vivir en el filo. Into the Wild. El escalador —como confiesa el gran Alex Honnold— se siente allí parte de algo milagroso.
Da la sensación de que la roca madre, el brutal precipicio, soporta en su interior unas tensiones geológicas intolerables. Da la sensación de que el hielo glaciar ha esculpido con serenidad férrea este promontorio salvaje, este apoteósico galeón de granito. La proa del viaje —The Nose— es uno de los retos predilectos de quienes han hecho de la escalada su primera y última voluntad. No hay miedo: solo fruición, deseo de ser, de ir más allá. Así, Michael Pelkey y Brian Schubert son los primeros en hacer salto BASE desde El Capitán, lo que les costó romperse algunos huesos e iniciar las persecuciones de saltadores en el Valle. Ray Jardine, Jim Bridwell, John Bachar o el alemán Kurt Albert se entregan al solo integral, al altísimo riesgo, a la vecindad intuida de la muerte en cada gesto. Wolfgang Güllich eleva la dificultad del 8b al 9b… Siempre los máximos niveles de pureza en aperturas de vías, en estilos de escalada, en equipamientos. Desde Royal Robbins o John Bachar esta es una de las grandes tendencias de la escalada, la del respeto máximo, religioso, a la pared, lo que ha supuesto frecuentes enfrentamientos con otros escaladores, menos «puristas», o con aquellos que pretendieron convertir la escalada en un negocio, la revolución en una forma de comercio.
El sueño de la insurgencia
En cierto sentido una misma intención indómita mueve a casi todos estos escaladores del borde. La rebelión social, la contestación privada, irrenunciable, a un mundo que no es verdad. Potter: «No debería estar prohibido levantar nuestras alas en la tierra de la libertad». Para empezar, en los años cincuenta escalar no era una actividad respetable, sino una actividad ilegal. En los sesenta, los setenta y los ochenta la escalada clamó contra la guerra, contra el racismo, a favor de los derechos civiles, colgando de una cuerda en la pared. El cambio de siglo los ve como jóvenes que viven fuera del sistema, que reivindican la piedra frente a la barbarie de un capitalismo caníbal. La escalada será una forma de vida y un posicionamiento ante el mundo. Al igual que hubo escritores beatnik, hubo y hay escaladores de contracultura. El aullido de Allen Ginsberg rebota como un eco imparable en toda una juventud entregada a la provocación y al vitalismo libertario. On the road? On the rock? Las equivalencias se sostienen si consideramos la magnitud de este gran movimiento del espíritu que incluye la literatura, la lucha política, el pacifismo, la liberación sexual, la música, el arte pop o la escalada.
Toda esta insurgencia recoge el espíritu antisistema anterior, de los románticos a las vanguardias o las grandes marchas pacifistas. De todo ello es un símbolo, por ejemplo, la imagen de aquel cuadro de 1818 de Caspar David Friedrich, El caminante sobre el mar de nubes, en tanto encarna el ideal del hombre que cree en sus sueños, lejos de las ruindades del mundo. Este hombre en libertad, seducido por lo absoluto, es metáfora del poeta que se aventura en lo desconocido y explora los límites de esa fascinación. La suya es una rebeldía social y es una rebeldía metafísica. Así aquellos poetas alemanes del Sturm und Drang. Ese caminante sobre el mar de nubes, de espaldas, dueño de todo, es más que un poeta un escalador, un alpinista. Hasta ahí ha tenido que llegar, hasta esa cima para ver. Ni las tormentas ni el peligro ni los vientos salvajes ni el frío endiablado lo han detenido y ahora se permite lanzar la mirada al horizonte, escaparse hacia la última frontera. Sobre la volatilidad de las nubes flota la solidez de su fe. Esta epopeya personal recuerda la aventura sin vuelta atrás de los exploradores de las selvas, a la singladura mágica de los que navegaron los océanos y los ríos. Hic sunt dracones, decía la leyenda de los mapas medievales. A partir de cierto meridiano, el mundo dejaba de ser el mundo real para deslizarse hacia un mundo otro de fantasía, en aguas territoriales del mito y del miedo ancestral. Ese es el punto sutil que los fenicios, los vikingos o Colón sobrepasan. Sin que el vértigo se apodere de ellos, pisan tierra nunca hollada. Esa misma invasión de lo que pertenece al más allá, a lo nunca visto, es también la aventura glacial de los exploradores glaciales. Roald Amundsen, Robert Scott, Ernest Shackleton, Fridtjof Nansen y tantos otros.
Así, hay en estos demiurgos, en estos deportistas extremos e insaciables el espíritu de conquista de la realidad. Los espolea una necesidad ingobernable, revolucionaria de descubrimiento. Romper barreras, forzar los límites, incendiar las redes con la astucia, la resistencia, el valor. Tiene sentido decir que Lynn Hill liberó The Nose, porque escribiendo una vía nueva, vertical sobre la arista de la roca, le concede al granito una existencia insospechada antes. La inteligencia y el arrojo son la última de las revoluciones porque abren la realidad desde la crítica y la hermosura.
En un mundo en el que imperan el pensamiento único, el egocentrismo occidental, el abandono de los valores humanos fundamentales, las hazañas del escalador, encumbrándose a la más alta de las montañas, son un ejemplo de la más alta dignidad. En su estela, en el rastro silencioso que deja a su espalda, el escalador escribe con magnesio los designios de un mundo mejor. La ambición de poseer pulgada a pulgada la verticalidad imposible de los muros lo convierten en profeta de las alturas, en activista de las calles. Como un nuevo mesías, desde el asombro de su elasticidad y su elocuencia, el escalador impone una nueva verdad a los hombres: la irrenunciable necesidad de ser libre, de creer en uno mismo, de ponerse en la piel del otro que también somos.
La sociedad de la comunicación, la más avanzada tecnológicamente, abandona el planeta a su suerte, destrozando los ríos, los bosques, la atmósfera, declarando ilegales a las personas y, al tiempo, convirtiéndonos en los seres humanos más solitarios de la historia. El escalador enciende la antorcha de la desobediencia civil, las reivindicaciones sociales, morales y espirituales, el inconformismo, la vida marginal, los enfrentamientos con las autoridades, las luchas con las marcas y sus oscuros intereses comerciales. A quienes ven un riesgo intolerable en sus acciones, una provocación o una locura absoluta, estos jóvenes airados responden escalando, saltando, volando una vez más, desde un poco más allá. Su esfuerzo será un alegato contra la vulgarización de la sociedad, contra el adormecimiento de las masas. De este universo posindustrial, globalizado, de aristas y personalidades limadas en nombre de la corrección, homogeneizado social y espiritualmente, se escapa a través de la libertad personal, a través de la gesta interior. «Be water», predicaba Bruce Lee. Algo así piensan ellos, aunque a veces les cueste la vida.
Ascender es siempre algo más que subir o avanzar unos metros. El deporte regresa a sus orígenes y es inmersión en lo absoluto y diálogo vivo con la sociedad de una época. Los héroes reclaman con su agilidad y su valor los márgenes de la libertad, el respeto por el medio ambiente, la realización personal y la justicia. Escalar es una forma sublime de introspección y también un ejercicio de proyección de la imagen que somos en el mundo. La canción de la montaña resuena en el alma con la intensidad con que el rezo del místico resuena en las paredes también de granito de la catedral. La naturaleza es un templo y el escalador, como el poeta, la lee en sus mínimos y esplendorosos signos. «El aire está siempre ahí —dice Potter—. La gente piensa que estás agarrado a la roca, pero en realidad estás siempre tratando con el espacio vacío». Vacío, sí, y plenitud, inconsciencia, desencanto, atracción por lo salvaje, revolución, aire puro. Este es el mundo de los guerreros homéricos de las alturas, que pelean por arrasar de nuevo Troya sin más armas que sus dedos y sus pies de gato. Al fin solo importa este amor por lo desconocido. Lo decía el poeta griego Yannis Ritsos: «No hay más camino que el que va a las alturas».
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Siendo escalador desde hace 30 años me ha alegrado leer el titular, pero mi desilusion ha sido mayuscula al leer al completo el articulo.
La verdad, me parece un ejercicio pedante, presuntuoso y especialmente capcioso en lo referente al retrato de estos personajes como antisistema.
Ciertamente muchos de ellos fueron o son «outsiders» y «dirbags» que decidieron vivir su pasion de una manera poco comun a ojos de la sociedad, pero de ahi a que sean antisitema va un trecho…
No tod@s los que menciona se juegan la vida, no tod@s son «dirbags», muchos, la mayoria, tienen sponsors de grandes marcas, Red Bull, Adidas…
En fin una vision muy romantica pero totalmente alejada de la verdadera realidad. La mayoria, simplemente lo hacen, lo hacemos porque nos gusta,Le dejo una cita famosa y muy ilustrativa: ´¿Por qué subir montañas? Porque están ahí´ Lionel Terray, sin mas glamour, sin mas profundidad.
Por cierto, Gullich llevo la maxima dificultad al 9a, el primer 9b «confirmado» corrio a cargo de Chris Sharma
Totalmente de acuerdo Julio, no eran ¨totalmente¨ anti sistema, la motivación pasa por otro lado tiene muchas variantes , de hecho el gran Ivon Chouinard es actualmente uno de los más exitoso empresarios del mundo del outdoor dueño de la ropa técnica ¨Patagonia¨. Cada ser humano va siguiendo su ¨intensión interior¨ y forjando su camino como puede. Si son y fueron gente ¨especial¨ .
Buenos días. Claro que no, Ax. Estoy de acuerdo con la idea de las muchas motivaciones.
Buenos días, Julio. Este acercamiento al mundo de la escalada tiene más que ver con la literatura que con los aspectos técnicos. Sin embargo, en ningún momento del texto he pretendido convertir a todos los escaladores en «outsiders» ni en antisistemas. Creo que son fundamentalmente deportistas, nada más. Con todo, en diferentes momentos de la historia reciente la escalada se ha identificado con una forma de vida que va más allá del deporte o la pasión por la naturaleza. En cuanto a Gullich, sí llevó la dificultad al 9a. Un saludo.
El primer 9b mundial fué de Bernabé Fernandez en la Chilam Balam.
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Menudo mezclete as liado… Andrés. Hay historias increíbles dentro del alpinismo y de la escalada que son dignas de compartir con los lectores no especializados en el tema. Que pueden mostrar parte de la historia de las grandes paredes y enamorarles de ese mundo vertical… Sin caer en una enumeración de nombre sin fin y faltando a todo el romanticismo que envuelven esos personajes. Ahí están las montañas… Historias buenas no faltan… Titanes con una mente privilegiada para mantener la calma aún en las circunstancias más difíciles hay cientos… Esperamos esas historias… De esos enfants terribles… Por que doblegaron el vértigo y la ley de la gravedad…
Una puntualización: menciona usted «En el Parque Nacional de Yosemite o en el de Zion en Utah, en los Dolomitas o en el Eiger suizo, en el Naranjo de Bulnes o en Ordesa, Dean Potter, Alex Honnold, Tommy Caldwell y gente como ellos han establecido una relación fascinante con el granito y con el aire.» Pues bien, sepa que: ni en Zion, ni en Dolomitas, Eiger, Naranjo o en Ordesa hay granito.
Buenos días. Por supuesto no se trata solo de granito. Esa «relación fascinante con el granito y con el aire» se debe leer como lo que es: una imagen, amplia en su significado. No es un texto técnico ni lo pretende.
Hay un problema en el artículo: quién lo escribe no sabe nada, absolutamente nada de escalada. Lo he leído interesado en las primeras líneas y progresivamente desilusionado, hasta terminar bufando con total aburrimiento. No es que tenga una decena de errores, o una veintena,que se pueden disculpar en alguien que se ha documentado deprisa viendo Valley Uprising, y videos de Patrick Edlinger, los Pou y la Destivelle, más una lectura de reseñas y artículos en Desnivel: es que es una sucesión de errores con un enfoque disparatado. Escalo desde los primeros ochenta y me gusta leer las historias y libros -además de haber hablado con gran parte de los personajes citados, más otros cuya existencia en su documentación rápida no sospecha el autor-, y ninguno se reflejaría en este montón de metáforas vacías.
Creo que es lo peor que he leído en Jot Down, y si el tratamiento de temas que conozco es así, tiemblo al pensar lo que se publica de los que desconozco. Para dejar de leeros.
Buenos días, Raúl. No soy un profesional de la escalada, pero sí un amante de este deporte. Puede no estar usted de acuerdo con el enfoque, más filosófico, más religioso, más literario, más propio de la sociología que de lo estrictamente deportivo, pero vaya por delante mi respeto a quienes aman de verdad este deporte. Creo que adueñarse de un único punto de vista o de una opinión para imponerla es faltar a la verdad también. Rara vez el deporte es visto desde una perspectiva trascendente y, sin embargo, siempre ha tenido esta dimensión. Un saludo.
Hace poco leí en una entrevista de JD, aunque no recuerdo bien cuál, que un crítico literario ponía el estilo a favor de obra y en una muestra de cinismo presumía de cuán bonito le había quedado la reseña en lugar de hacer un juicio verosímil. Esta exageración de un hobbie que aúna para el autor filosofía y religión es la mejor muestra de ello. Espero que dentro de veinte años no aparezca otro articulista a contarnos que los nuevos héroes de una sociedad aún más embebida de sí misma se esculpen a golpe de clic y tecleo en la creciente escena pro del mundillo videojueguil…
Soy escalador aficionadillo y sobre todo lector. Es verdad que el artículo en cuestión está sembrado de errores y para mi gusto demasiado prolífico en metáforas, pero dicho esto he de decir que yo si estoy parcialmente de acuerdo con la vision del autor.
La escalada, como el montañismo en general puede ser una afición de fin de semana como la mía, puede ser una profesión y una forma de ganarse la vida o, puede ser otra cosa. Creo que a esta tercera vía, es a la que se refiere el alma de la película y el artículo.
Hay deportes, y la escalada es un buen ejemplo que para cierta gente no son simple deporte, de ser así la montaña y la escalada sería comparable al atletismo y yo particularmente no lo creo. Y es gracias a los mencionados y a otros muchos que este «deporte» es tan diferente.
Qué bien muestra el artículo la poética de la escalada y qué aproximación más pertinente al arte y la poesía.
Muy buen artículo. Qué a gusto me he quedado después de leerlo.
En mi opinión, el autor se ha acercado, quizá con demasiada literatura, al espíritu individual, a la sensación del escalador. En una dimensión mucho más pequeña, yo he podido experimentar algunas de las ideas y sentimientos que describe durante mis pequeñas aventuras en la montaña. Llevo 20 años practicando la montaña.
Pero poner al escalador como metáfora de líder social en éstos tiempos tan convulsos e injustos (siempre lo han sido, por otra parte) me parece demasiado. Una muestra más de una epidemia actual: «ideologizar» cualquier actividad.
Por eso mismo considero que el autor patina. Porque la realidad es que la profesionalización, necesaria para vivir en un mundo tan consumista, seas escalador o no, es la aspiración de cualquier practicante de muchas de las actividades y deportes «de libertad» (como el surf, por ejemplo) que quiera vivir de su pasión.
En el pasado se vivía la montaña, o sea, se malvivía. Hoy se vive de ella. Todo evoluciona y el mundo es así. Por eso la pátina ideológica es falso barniz.
En otro orden de cosas, ese presunto espíritu de libertad se ve también mancillado por la omnipresencia de las RRSS. El autor narra la proeza de Caldwell y Jorgeson. Deportivamente lo es, pero la retransmisión en directo en las RRSS desvaloriza mucho el espíritu de la proeza. Escalar, a mi modo de ver, es un acto íntimo y personal en un marco natural muchas veces grandioso y la mayoría de las ocasiones con un compañero al que une un lazo especial. Si, uno disfruta compartiéndolo después, y por eso la literatura de montaña fue generosa en títulos y en ocasiones brillante. Pero estar cacareando a todas horas lo que te traes entre manos en una pared le resta ese carácter íntimo a la actividad. No estás solo en la frente al frío o la lluvia, frente a las dificultades de la vía y frente a tu miedo. Existe un hilo de plata que te conecta con el mundo. No es lo mismo.
No, el héroe solitario acariciando la roca y el cielo con las yemas de los dedos entre un mar de nubes no casa bien con la actualización del perfil de Instagram al final del día.
A otra escala, yo mismo he podido verme por FaceTime con mi familia desde los lodge camino del campo base del Everest. Me dí cuenta que la experiencia había perdido el valor de vivir el aquí y ahora en lugares que se presumían bastante remotos, aunque accesibles, 20 años atrás, cuando comencé a escalar.
Al final, mi alegato quizá esté movido por la nostalgia en la cual el mundo era más simple y más duro, donde la naturaleza en muchos casos dictaba sentencia. En el cual los hombres marchaban a las montañas y no se sabía casi nada de ellos hasta que volvían (o no) para contarlo.
O como sentenció Yvon Chouinard, citado en el artículo:»La tecnología mató la aventura»
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