La pornografía es el canario en la mina de la libertad de expresión: es la primera libertad en morir. Si se permite que un ataque a esta libertad quede sin respuesta, otros derechos caerán como consecuencia.
Myles Jackman.
Desde diciembre de 2014 es ilegal filmar un squirting en el Reino Unido.
Por ser más preciso: la aprobación de la Audiovisual Media Services Regulations ha extendido al mundo de internet las restricciones draconianas de la pornografía en venta en los sex-shops ingleses. Según estas normas la eyaculación femenina resulta aceptable solo si es «bastante breve y aislada». Un hombre puede eyacular donde prefiera, sin restricción, pero el líquido emitido por la mujer no puede ser ingerido ni entrar en contacto con otro cuerpo.
No es la única regla absurda: también queda prohibido, por ejemplo, conectar un dildo con un taladro para fabricar un vibrador casero, aunque se permiten las fucking-machines (así se llaman, lo juro, como en La máquina de follar de Bukowski) diseñadas profesionalmente. También se restringe el facesitting, juego sadomasoquista en que una dómina aposenta el culo sobre la cara de un sumiso. El fisting, introducir un puño por el ano, solo se permite si no llega hasta el último nudillo… Hay más, busquen la lista completa en el blog del abogado Myles Jackman si quieren echarse unas risas. El paternalista razonamiento tras las prohibiciones es que alguien podría imitar las películas, desgarrándose el recto con el dildo-taladro o muriendo asfixiado por una nalga demasiado rotunda. Niños, no hagan esto en casa.
Para comprender el origen de esta pacata actitud censora, acompáñenme en un viaje que empezaremos en 1664 con el mismísimo John Milton, autor de El paraíso perdido. Tras verse en apuros por su defensa del divorcio por incompatibilidad marital, una idea escandalosa en su época, un Milton indignadísimo escribió el encendido panfleto Areopagítica, dirigido al Parlamento de Inglaterra. Ahí podemos leer frases maravillosas: «sobre todas las otras libertades, denme la de investigar, publicar y argumentar libremente, de acuerdo con mi conciencia». Pero no nos entusiasmemos demasiado: también ataca la obscenidad y las blasfemias religiosas, situándolas a la misma altura que las calumnias y afirmando que merecen «el fuego y el verdugo». El canario de la mina no está fuera de peligro.
Un siglo más tarde el encargado de buscarle las cosquillas a la censura fue Edmund Curll, un librero antecesor de Garamond, el editor fullero y oportunista de El péndulo de Foucault. Curll se especializó en publicar textos blasfemos, pornográficos, libelos o lo que se le pusiera por delante mientras le reportara beneficios. En 1723 publicó Un tratado sobre el uso del látigo en asuntos venéreos, traducción de un texto alemán sobre un tema tan genuinamente inglés como el erotismo del azote. Poco después tradujo del francés y publicó Venus en el claustro, un tórrido diálogo entre una monja experimentada y una novicia a la que instruye en los placeres sexuales. Curll fue detenido inmediatamente, pero se libró unos meses más tarde publicando una retractación que logró convertir, de algún modo, en un anuncio de los dos próximos títulos que planeaba editar… Como un gato, siempre logró caer de pie, e incluso su paso por la picota fue más una fiesta que una humillación pública. Curiosamente, sus libros calumniosos le trajeron más problemas que los pornográficos.
La percepción de que los ingleses victorianos tenían una sexualidad pobre está ya bastante superada. Basta echar un vistazo a la sorprendente encuesta sexual femenina realizada en 1870 por la profesora de Stanford Clelia Mosher, que demuestra que la actitud general era más abierta de lo que se creía: las mujeres entrevistadas hablan sobre la separación del sexo y la reproducción, la importancia de los orgasmos o lo mucho que les apasiona el placer. La pacatería era, además de una trinchera en la guerra de los sexos, un auténtico privilegio de clase, un método para que las mujeres de clase alta se mostraran lejanas, inaccesibles y respetables. El sexo era un tabú social, pero bullía tras las puertas cerradas.
Pongámonos animistas por un instante. Del mismo modo que Neil Gaiman encarnó al Sueño en un doble de Robert Smith y personificó a la Muerte en una adolescente gótica, desde el siglo xix hasta hoy en día el espíritu del puritanismo inglés ha sido representado por una señora de edad avanzada y ceño perpetuamente fruncido llamada Mrs. Grundy. Se la menciona por primera vez en 1798 durante la obra de teatro Speed the Plough, en la que uno de los personajes se preocupa constantemente de lo que pensará su vecina Mrs. Grundy sobre los aspectos escandalosos de la trama. Desde entonces Mrs. Grundy encarnó la censura, la pacatería ignorante, el «qué pensarán los vecinos», la tendencia hipócrita a privilegiar la respetabilidad convencional. Una mentalidad que acabó contaminando las leyes con la persistencia de una garrapata.
A principios del siglo xix, los hermanos Harriet y Thomas Bowdler editaron una versión «familiar» de las obras de Shakespeare mutilándolas de toda referencia obscena, violenta o sexual; no debió ser cosa fácil con Tito Andrónico. Un diez por ciento de los versos shakesperianos cayeron víctimas de la tijera, dejando algunas obras prácticamente incomprensibles… Este procedimiento castrador y algo ridículo se conoce hoy en día como bowdlerización, y resulta habitual en las televisiones anglosajonas, con sus pitidos, silencios y bocas pixeladas cada vez que alguien pronuncia la palabra mágica fuck. Un ejemplo reciente en Monty Python’s Flying Circus: en cierto gag en que Chapman debía decir que sus hobbies eran «estrangular animales, el golf y masturbarme», los censores de la BBC obligaron a quitar la última palabra (¿no les molestó la asfixia animal?). Este tipo de censura sigue el principio de que todo podría acabar en manos equivocadas o ser leído o visto por jóvenes. ¿Y los niños? ¿Es que nadie piensa en los niños? Ah, cómo se reutilizan una y otra vez los argumentos demagógicos a lo largo de los siglos… Fue Mark Twain quien mejor definió la bowdlerización: «la censura es decirle a un adulto que no puede tomar un bistec solo porque un bebé no podría masticarlo».
En Bound & Gagged, completísimo ensayo de Alan Travis, se habla entre otras cosas de cómo John Bowdler, hermano de los dos Bowdlers anteriores (solo puedo imaginar lo aburridas que serían las reuniones familiares) fundó un grupo metodista llamado Sociedad para la Prevención del Vicio. Todo antivicio necesita sus viciosos, y Bowdler los encontró en la londinense calle Holywell o Bookseller’s Row, donde se podían encontrar más de cincuenta tiendas vendiendo publicaciones erótico-festivas de forma encubierta. Sintiendo por esa pornografía una mezcla de odio y fascinación (el reverendo Sydney Smith clamó contra los «censores que se recrean en su vicio»), las sociedades conservadoras presionaron a las autoridades para que endurecieran las leyes contra la obscenidad.
En respuesta, en 1857 se aprobó el Acta de Publicaciones Obscenas (OPA), ley promovida por Lord Campbell, presidente del Tribunal Supremo. Poco antes se había aprobado una ley sobre la venta de venenos, y Campbell aprovechó para restringir «la venta de una ponzoña más mortal que el ácido prúsico, la estricnina o el arsénico». La OPA se encontró con fuerte oposición, pero Campbell aseguró que solo se perseguirían los libros escritos con el único propósito de corromper la moralidad de los jóvenes y alterar los «sentimientos comunes de decencia en cualquier mente bien regulada». Once años después, su sucesor Lord Cockburn endureció la ley durante el juicio a un panfleto anticatólico que detallaba con demasiado entusiasmo las prácticas sexuales del clero. Su veredicto lanzó una cascada de juicios arbitrarios que llegan hasta hoy en día: «la prueba de obscenidad es la tendencia del material juzgado a depravar y corromper las mentes abiertas a esas influencias inmorales». Qué significaban exactamente los vagos términos «depravar y corromper» nadie lo sabía, pero Cockburn dejó claro qué tenía en mente al condenar poco después a seis meses de prisión a los pobres editores de un tratado sobre métodos anticonceptivos. Cuando se le hizo notar que no había una intencionalidad erótica tras la publicación, sino un genuino interés en el control de la natalidad, Cockburn contestó que el texto corrompía las buenas costumbres independientemente de la buena o mala voluntad de sus editores, abriendo así la puerta a la censura de ideas. Los siguientes en caer bajo la ira de Lord Cockburn fueron Flaubert y Zola, o más bien su editor en Inglaterra, un anciano caballero llamado Henry Vizetelly. Por el crimen de publicar las depravadas novelas Madame Bovary y La Tierra, fue condenado a una altísima multa y tres meses de prisión, a los que no sobrevivió. Mrs. Grundy se había cobrado su primera víctima mortal.
La sombra del Acta de Publicaciones Obscenas se hizo sentir más allá de la palabra escrita. En 1865, los responsables del Museo Británico decidieron poner orden en los artefactos obscenos de su colección y crearon el Secretum, una sección dedicada al almacenamiento de artefactos demasiado explícitos como para ser mostrados al gran público. Allí convivieron esculturas fálicas egipcias, jarrones griegos homoeróticos, priápicos bronces romanos, bajorrelieves indios hipersexuales, acuarelas erótico-festivas… Un paraíso del arqueólogo pornógrafo al que solo conseguían acceso estudiosos de mediana edad y respetabilidad intachable. Ya años antes de la creación del Secretum los responsables del museo se habían visto en un aprieto al recibir la estatua budista de Tara, una figura femenina en bronce del siglo viii procedente de Sri Lanka. Los arqueólogos eran conscientes de que la estatua se empleaba con propósito religioso y no erótico, pero consideraron tan irresistibles sus enormes pechos, anchas caderas y cinturita de avispa que decidieron ocultarla a los ojos del gran público.
Y ese era, en el fondo, el problema. Las masas. El objetivo censor no era tanto destruir el material obsceno, sino asegurarse de que su acceso estuviera restringido a una audiencia distinguida y cultivada en cuyo juicio pudiera tenerse fe. Pero cuando un libro obsceno podía tener una distribución masiva, el peligro de que corrompiera la moral social aumentaba. Y si tenía méritos artísticos el peligro aún era mayor, ya que transmitía más insidiosamente su mensaje…
Razonamientos similares llevaron a la condena de la primera novela lésbica de la literatura inglesa, El pozo de la soledad de Radclyffe Hall. Tenía méritos literarios y no contenía ningún pasaje que pudiera considerarse pornográfico, pero su presentación abierta de dos mujeres lesbianas, una de ellas llamada Stephen, fue suficiente como para que los jueces quisieran evitar a toda costa que ese veneno moral pudiera extenderse a la población («Preferiría darle a un joven una botella de ácido prúsico antes que esta novela», dijo el editor del Sunday Times).
En 1959 se reescribió el Acta de Publicaciones Obscenas fijando el «depravar y corromper» de Lord Cockburn y añadiendo una cláusula para salvar los libros cuya publicación redundara «en interés de la ciencia, literatura, arte o conocimiento». Un año después, Penguin Books trató de editar El amante de Lady Chatterley de D. H. Lawrence, sin bowdlerizar ningún pasaje y a un precio asequible para todos los bolsillos. Saltaron todas las alarmas y el editor fue llevado a juicio. Pero las cosas pintaban mal para la Fiscalía: veinticinco testigos de reputación intachable se ofrecieron a defender la calidad de la novela, entre ellos un obispo dispuesto a declarar que el libro presentaba la relación sexual como «algo esencialmente sagrado». La acusación no encontró ni un solo testigo viable. ¿Cómo evitar entonces que un libro que describe el adulterio de una dama con un guardabosques acabe en manos equivocadas, como, en fin, las de damas y guardabosques que pudieran tomar ideas? Estos negros pensamientos bailaron en la mente del fiscal Griffith-Jones durante uno de sus discursos en el juicio hasta que se cortocircuitó y dirigió una fatídica interpelación al jurado: «¿Es este un libro que querrían que sus esposas o criados leyeran?». Una pregunta tan decimonónica en 1960 fue recibida con risas entre los miembros del jurado, hombres y mujeres, profesores, carniceros, capataces, vendedores, nadie con mayordomos a sueldo. En ese instante Mrs. Grundy mostró su verdadera cara de machismo, clasismo e hipocresía, y por supuesto perdió el juicio. Durante los años de la apoteosis hippie pareció que Mrs. Grundy podía haber sido incluso herida de muerte: otros juicios acabaron absolviendo revistas underground como Oz o libros de escaso valor literario como Inside Linda Lovelace. La OPA parecía cosa del pasado…
A finales de los ochenta la policía de Manchester obtuvo un vídeo que mostraba actos sadomasoquistas homosexuales: cera caliente en el pene, ballbusting, azotes con látigos… Nada que no pueda verse cada miércoles en el Berlín Dark, el club gay barcelonés sadomaso de referencia, pero resultó tan chocante para los investigadores británicos que creyeron que habían encontrado una película snuff, la misma pifia que cometería años más tarde Charlie Sheen con un mediometraje gore japonés. Tras una serie de absurdas redadas en que se detuvo espectacularmente a un montón de homosexuales muy sorprendidos, se hizo evidente que las presuntas víctimas se encontraban perfectamente (quizá solo con algún moratón en los testículos), y habían participado en esos vídeos de forma privada y consensuada, como parte de juegos BDSM.
Quizá para no admitir que habían hecho el ridículo y malgastado miles de libras, la policía y la Fiscalía de la Corona presentaron cargos contra dieciséis personas, acusadas de asalto con el resultado de daño corporal. En 1990 llegaron a un pacto legal por el que se declararon culpables, teniendo que oír una estúpida sentencia que daba carta blanca a recibir voluntariamente daño físico procedente del boxeo o los piercings, pero no del sexo. Por suerte nadie volvió a perseguir las prácticas sadomasoquistas y la policía de Manchester no la ha vuelto a liar parda, pero a las leyes antivicio aún les quedaba recorrido.
En 2009 la policía detuvo a Michael Peacock, un escort gay independiente que entró en el porno con cuarenta y tantos años (¡nunca es tarde!) y vendía películas de pornografía homosexual, BDSM, lluvia dorada y fistings. El pobre Peacock se vio acusado en pleno siglo xxi de violar el Acta de Publicaciones Obscenas, crimen por el que se enfrentó a cinco años de prisión. A diferencia del caso Spanner, los actos representados no se discutieron al considerarse plenamente legales, pero la Fiscalía afirmó que su representación podía «depravar y corromper» (¿les suena?) a la sociedad. El juicio se celebró en 2012, pueden encontrar su rastro en Twitter bajo el hashtag #obscenitytrial. Los miembros del jurado tuvieron que ver varias horas de pornografía BDSM para deducir si se sentían especialmente corrompidos: parece ser que más bien se aburrieron rápidamente. Visto un pene azotado, vistos todos, a no ser que te interesen estos temas y vengas depravado y corrompido ya de casa. El veredicto llegó tras cuatro días de juicio: inocente. Al salir de los juzgados, Peacock levantó el puño en un gesto delicioso, reminiscente de un potente fisting: ese puño acababa de introducirse limpiamente en el ano de Mrs. Grundy.
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Pues mira que tiene gracia que Cockburn persiguiese el porno
Y que les molestara lo que hace Peacock
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¡Gracias!