En Brasil hay dos cosas realmente organizadas: el desorden y el carnaval. (Barón de Río Branco, padre de la diplomacia brasileña, principios del siglo XX).
De entre todo lo que el periodismo engulle y procesa a base de tópicos y lo devuelve a la audiencia triturado en confeti hay un evento anual que ganaría de calle el mundial de los prejuicios. Se trata del carnaval de Río de Janeiro, normalmente despachado al final de los telediarios en un minuto saturado de color y decibelios: plumas y brillantina, alcohol y sexo, samba y desenfreno. Todo agitado y bebido de penalti, para que suba más. Y a otra cosa.
Sería estúpido esconder el fin lúdico de una de las fiestas populares más grandes del mundo. Pero tras ese evento pintoresco se esconde la historia, el arte, la música y todo aquello que conforma lo que antropológicamente se define como cultura. Aquella que absorbe y define a la vez las costumbres de un lugar llamado Río de Janeiro, interpretado en el imaginario popular como un paraíso tropical, festivo pero violento, sin más. Pero por detrás hay mucho más que eso y el carnaval tiene gran parte de culpa. Por eso merece el beneficio de la duda y un pequeño repaso a sus historias.
La democracia dura cuatro días
En 1958 Rock Hudson acudió al carnaval de Río. El actor, recién separado de la secretaria de su agente —con quien la habían casado para acallar los rumores sobre su homosexualidad— acudió al baile de máscaras del Hotel Gloria. Empeñados los fotógrafos de los periódicos en sacarle una imagen con una actriz local a la que le intentaban arrimar para vender un affaire tropical, lo único que consiguieron fue robarle al galán de Hollywood una instantánea de madrugada, entre vapores etílicos y ataviado con una banda de miss con una elocuente leyenda: «Princesa do Carnaval».
En realidad no era Hudson el adelantado a su tiempo, sino Río de Janeiro. En aquella época (de nuevo: 1958) el carnaval era un oasis de libertad sexual, con el famoso Baile de Travestidos en el teatro João Caetano y el arraigo de lo que llamaban «Tercera Fuerza» de la fiesta. De algún modo, durante cuatro días de febrero se democratizaba una de las sociedades más desiguales del mundo. El carnaval mete en el baúl durante cien horas todos los prejuicios patentes el resto del año y se echa a la calle, sin discriminación de sexo ni clase. Y se convoca tal armonía que hasta los altos índices de criminalidad se diluyen en la ilusión de la fiesta. No hay tiempo ni para el crimen. Pero lo que hoy puede ser, para adolescentes desatados y turistas despistados, un ejercicio ligero sin memoria aparente, en su origen atiende a una conquista social manifiesta.
De viernes de carnaval a miércoles de ceniza, la mayoría silenciosa del resto del año festeja a lo grande su reinado efímero sobre la ciudad. Millones salen a las calles a disfrutar sin más, y decenas de miles de personas trabajan durante meses para construir su propio sueño de carnaval, aunque todo se desvanezca al terminar para volver a empezar. Algo así escribió Vinícius de Moraes en la inmortal «A Felicidade», canción estrella de la película que espoleó a la música brasileña a hit planetario: Orfeo negro (1958): «La tristeza no tiene fin, la felicidad, sí. La felicidad del pobre parece la gran ilusión del carnaval. Trabajamos un año entero por un momento de sueño para disfrazarnos y que todo se acabe el miércoles».
La sensación de finitud amenaza como el nubarrón que se cierne por generaciones sobre las cabezas de los compositores brasileños. No es alegría todo lo que reluce, ni mucho menos. Le pasa a los blancos como Vinícius y también, cómo no, a los negros. Aunque comparten código genético musical, en carnaval no esperen las suaves melodías del piano de Tom Jobim, la voz grave y pausada de Vinícius o la batida perfeita de la guitarra de João Gilberto. Esto no es bossa nova, un género nacido al final de los cincuenta al abrigo de la clase media-alta de Copacabana e Ipanema. Esto es samba del suburbio y el morro, la favela, con su poso melancólico, con el eco de los grilletes de la esclavitud.
Nadie mejor que el sambista Candeia, genio, crápula y férreo defensor de la cultura afrobrasileña, para entender la trascendencia del carnaval: para él y el pueblo negro es una redención que también sirve de examen de conciencia casi religioso. Su canción «Día de Graça» eriza los pelos: «Hoy es mañana de carnaval. Vamos a vivir la alegría que soñamos durante el año, alegría y amor a todos sin distinción de color. Pero después de la ilusión, pobre, el negro vuelve al humilde barracón. Negro, despierta, no reniegues de tu raza, haz de todas tus mañanas un día de gracia. Negro, no te humilles ante nadie, y entonces jamás volverás al barracón». El barracón. Como para decirle a Candeia que el carnaval es solo la fiesta de la pluma, la cerveza y el revolcón.
Europa + África = carnaval
En principio, aún en el siglo XVIII, fue el entrudo, el carnaval portugués, en el que unos a otros se tiraban harina, agua, vinagre y algunos otros líquidos menos nobles. Con la llegada del XIX se incorporó la negritud africana y sus danzas y máscaras, y en la segunda mitad del siglo lo hicieron los europeos no portugueses, con la finura de sus bailes. Todo junto y agitado terminó creando un potaje socio-festivo. Hablamos de una ciudad en la que entraron cientos de miles de esclavos que llegaron a conformar la mitad de la población carioca, allá por 1850: la Pequena África. Dice el cronista Ruy Castro, en su indispensable guía Carnaval no fogo, que fueron justamente los únicos que no llegaron por voluntad propia al país los que lo dotaron de personalidad a través de rasgos distintivos que marcaron al resto de la población: música, comida y fútbol.
Hacia 1900 el mundo negro se arremolinaba en torno al puerto de Río, donde los descendientes de esclavos se agolpaban junto a inmigrantes europeos en un lugar cercano al cerro de Providencia o morro da Favela, nombre desde entonces inmortalizado universalmente como sinónimo de barrio informal. Allí se empezaron a mezclar culturas y se vinculó a la música por primera vez la palabra «samba», convertida enseguida en banda sonora de aquella agitación, a base de géneros africanos y europeos: polca, choro, maxixe, jongo, lundu. El tema fundacional de ese mestizaje se lo compusieron Donga, negro, y Mauro de Almeida, blanco. Ambos lo grabaron en 1917 y se tituló «Pelo telefone». La samba había nacido oficialmente.
Una escola no es una escuela
Como recoge Ruy Castro, desde los años veinte hasta mediados de los sesenta se grabaron y editaron más de quince mil temas en Brasil entre sambas y marchinhas, la otra gran expresión del carnaval. Entre ellas, una que se tornó nada menos que himno oficial de Río veinticinco años después de estrenada («Cidade maravilhosa», 1935). Y además muchas otras reconocibles para el oído europeo, como «Mamãe eu quero» o «Touradas en Madri», cantada con recochineo por la hinchada del estadio de Maracaná durante la victoria de Brasil sobre España en el Mundial de fútbol del 50. Como es obvio, el carnaval disparaba la sátira, especialmente palpable en las marchinhas, mientras las sambas se iban sofisticando en lo musical. El delirio conquistaba la calle con la moda del lança perfume, una mezcla de cloruro de etilo y éter que evadía al personal al ritmo de la música.
La coctelera cultural iba más allá al agruparse los sambistas en lo que se dio en llamar escola, un término que, según una teoría, nació como fachada para evitar la desconfianza policial —demasiado artista de suburbio junto— y, según otra, procede de que la primera agrupación nació junto a un colegio del barrio de Estácio. Pero, en cualquier caso, una escola no es una escuela. Se trataba más bien de la organización de un desfile, pero fue ganando complejidad con el paso de las décadas hasta convertirse en un espectáculo gigante con varias patas: un discurso musical articulado a partir de los llamados sambas-enredo, una derivación de la samba tradicional con una letra que encierra elementos épicos sobre un argumento que va de lo abstracto a lo patriótico. La incorporación paulatina de percusiones, cada vez más numerosas, le fue dando un toque grandilocuente y estruendoso a los desfiles, coordinados por una especie de director-productor-coreógrafo-decorador llamado carnavalesco, figura respetadísima y actualmente pagada como un futbolista de élite. Él se encarga de diseñar, junto a sus colaboradores, desde la última lentejuela de un disfraz hasta las alegorías, las mastodónticas carrozas que con el tiempo fueron ganando en sofisticación, tamaño y grandiosidad, hasta el punto de que se hizo construir un recinto para que desfilasen.
Sambódromo viene de samba
Era 1984 agonizaba la dictadura militar brasileña mientras el carnaval daba otro paso: una pasarela de la samba que le fue encargada al arquitecto Oscar Niemeyer. Aquello que bautizaron como sambódromo y que los cariocas llaman Avenida, o simplemente Sapucaí, nombre de esa calle. Su creación ocasionó un cisma entre los puristas. A toro pasado se puede decir que el cambio operado por el carnaval es similar al del fútbol, convertido en negocio por encima de todo. En este carnaval moderno hay millonarios en sus palcos —pagando miles de dólares por noche por un camarote privado— y hay otras setenta mil personas repartidas en gradas de muy diferentes precios —las más grandes, a tres euros la noche—. Al mismo tiempo, hay también turistas capaces de pagar más de trescientos euros por desfilar con los atuendos que se construyen en la Cidade do Samba, un conjunto de galpones donde trabajan las escolas. Son detalles de una superproducción que deja pálida a cualquier otra fiesta popular en el mundo.
El sambódromo se construyó en poco más de cien días, un récord en el país de las obras interminables y la relajación para casi todo. Menos para el carnaval, donde se vuelven suizos. Un ejemplo: los desfiles de cada agrupación deben durar un mínimo de sesenta y cinco minutos y un máximo de ochenta y dos. Si no, son duramente sancionados en su puntuación. Puede parecer más que suficiente para recorrer los setecientos metros del sambódromo. Pero no lo es tanto teniendo en cuenta que cada escola tiene una media de cuatro mil componentes. Si alguien tiene la oportunidad de estar sobre la Avenida minutos antes de un desfile se dará cuenta de que es un caos milimetrado, con costureras rematando trajes y obreros apuntalando carrozas en el último segundo, antes de salir con las mejores galas a la pasarela y ponerse los pelos de punta. Con el sambódromo se profesionalizó el carnaval y por eso se ven reinas fichadas a golpe de talonario para darle más glamour a un evento que, sin embargo, sigue rindiendo tributo permanente a su origen: la samba. Y eso a pesar de que la cadencia arrastrada y la sutileza formal del género hayan dado paso al atropello percutido de la batería, el atronador grupo de percusionistas que no dejan un segundo de silencio en las ocho horas que dura cada velada.
No faltan tampoco las torcidas, las hinchadas, con un sentimiento próximo al del fútbol, un espíritu de pertenencia en medio de una industria millonaria que incluye financiación de dudoso origen. Imposible si no que las escolas puedan cubrir por sí solas presupuestos de hasta cinco millones de euros. Cuentan con el reparto de la multimillonaria retransmisión televisiva, también con la subvención de la Liga del Carnaval, y por supuesto con los dineros de empresas y Gobiernos a los que dedican el enredo de turno. Pero, es sabido, por ahí circula dinero a través de prácticas irregulares, sin fiscalización, muy parecidas al lavado de dinero, como se ha demostrado en varias ocasiones, derivado normalmente del jogo do bicho, una lotería popular —e ilegal—. Nadie habla y todo vale en el carnaval.
La calle, el verdadero carnaval
El sambódromo es para la tele y la calle para la gente. Así lo dicen los amantes del carnaval de rua, de calle, donde se aprecia el verdadero pulso de la fiesta. Básicamente porque, si no te sumas, te arrolla. En los años ochenta los blocos —comparsas de barrio, apoyadas por una banda o un camión (el llamado trío elétrico en Bahía) que escupe música mientras los fieles acompañan el recorrido en medio de una euforia generalizada— fueron menguando en favor de bailes en lugares cerrados y seguros. Desde hace quince años, coincidiendo con la cresta de la ola en la que vivió la ciudad, el carnaval de calle ha resucitado. Y se mantiene incluso ahora, cuando de nuevo hay más sensación de inseguridad y el espíritu no es tan festivo como antes de los grandes eventos deportivos. Hasta quinientos blocos modifican la ciudad durante semanas, interviniéndola literalmente.
Hoy las aplicaciones de móvil ayudan a organizar horarios y calendarios, porque hay blocos desde las siete de la mañana. Un carnavalero avezado sabrá elegir bien adónde ir y cuándo. El incauto sin experiencia, en cambio, seguramente termine en uno de los blocos más famosos, pero también más grandes y apretujados, los que pueden llegar a reunir hasta más de dos millones de personas. Hoy los hay de todos los gustos, desde infantiles hasta los que versionan los grandes éxitos de los Beatles. Pero lo que no fallan son los clásicos, con el espíritu satírico de siempre. O no fallaban. Porque hoy muchas agrupaciones han dejado fuera del cancionero las marchas que reproducen estereotipos y prejuicios, normalmente sexuales o raciales. Nuevo debate. Para unos es la imparable corrección política deglutiendo una tradición. Para otros, un cambio necesario para tumbar los prejuicios. Como ha hecho siempre el carnaval.
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Sostengo la masculinidad de SAMBA: debe decirse EL samba y no LA samba , como dictamina la RAE.
deberías realmente buscar la palabra en el diccionario
Es un error constante. Es O Samba, como se puede escuchar en infinidad de canciones, O = El
En portugues se dice » O samba», el samba es masculino, porque va precedido del artíuculo masculino «O».
En español ese género musical es femenino. El DRAE lo señala claramente. No veo el problema en decir «la samba» en nuestro idioma y «o samba» en portugués.
La tristeza no tiene fin y tampoco las disquisiciones gramaticales de los lectores de Jot Down.
El samba es claramente masculino pero en estos tiempos de juezas y presidentas es difícil de defender.