Un ismo duro de pelar
Es un lugar común de la tratadística sobre estética considerar que los movimientos articulados o ismos son agua pasada, que las vanguardias perdieron impulso en los años cuarenta y que el presente es múltiple y plural. Ante ese argumento recurrente pudiera aducirse que el pluralismo también es un ismo y que la lógica neoliberal de la globalización es su manifiesto, pero, para el tema que queremos tratar, diremos que existe una corriente que empezó a circular mucho antes de la crisis vanguardista, que la sobrevivió, con buena salud, y que hoy en día es aún más potente que antes, y no se otea en lontananza signo alguno que permita prever su declive. Me refiero al japonismo. El término, acuñado en 1876 por Philippe Burty, designa la parte central de la filia erudita por Oriente que recorre la creación de los últimos ciento cincuenta años, y llega hasta las manifestaciones de las que nos ocuparemos aquí.
En uno de sus estudios Ricard Bru i Turull ha puesto fecha al inicio de esta corriente en España: el 2 de septiembre de 1868, cuando la Compañía Imperial Japonesa presentó sus acrobacias en el Teatre del Liceu. Un inicio escénico que tuvo continuidad, en las dos décadas siguientes, con la comercialización de bibelots y objetos decorativos en las tiendas del centro de Barcelona y, en 1881, con la exposición, en un Pabellón Imperial Japonés instalado en la Gran Vía de la misma ciudad, de las obras que el coleccionista Carles Maristany había adquirido el año anterior durante su estancia en el país asiático. Un elemento clave del japonismo es el interés por las inauditas disposiciones de la sexualidad y de su representación. «Imágenes que trascienden lo obsceno», exclamaba Burty, «que está presente y, a la vez, parece estar ausente, ya que se confunde con la fantasía». Pulpos complacientes y lenguaraces, ñakañaka monogatari y obras púbicas en la veranda con crisantemos sorprenden al espectador occidental y le hacen cobrar conciencia de que su imaginario erótico no es universal.
Pese a su efecto de choque, o quizá precisamente a causa de él, el japonismo moderno ha sido, con algunas excepciones, relativamente minoritario. «To the happy few»: son las palabras con las que Pere Gimferrer cerraba «El salón japonés», el capítulo final de su novela Fortuny. El texto es una descripción del cuadro póstumo del artista tarraconense Marià Fortuny, donde los dos niños, Maria Lluïsa y Marià, aparecen en una escena doméstica en la residencia familiar de la localidad napolitana de Portici. «Reconquistar la luz del jardín japonés»: la frase gimferreriana nos sirve como divisa sentimental de nuestro ismo. En esta descripción de imagen pintada —en esta écfrasis— se han combinado dos tiempos cronológicos distintos: la fecha de creación de la obra y un segundo momento, fechado en la primavera del año 1960. Así pues, la evolución genealógica de la familia, que es el tema del libro, se relaciona con la pasión nipona, incorporando al cuadro a los niños, que crecen en ese maravilloso jardín trasplantado y heredan, aun sin saberlo, la misma tradición.
Los bisnietos en el Salón del Manga
Si ahora seguimos el rastro e intentamos dibujar la última punta de la línea, ¿qué podremos decir sobre los bisnietos del japonismo? ¿Cómo se ha desarrollado la filia en el presente? En una habitación virtual, con anime y videojuegos, con luz estroboscópica, como la del capítulo de Pokémon que provocó ataques de epilepsia a los espectadores. ¡Conquistados! Desde la última década del siglo pasado los críos crecen en cuartos de hikikomori forrados con pósteres animosos, con las estanterías llenas a rebosar de manga y figurines. Los niños y, por primera vez, las niñas. La introducción del manga dirigido al público femenino, propiciada por el editor Joan Navarro a través de la filial española de la editorial Glénat, ha sido un factor clave en la expansión comercial de los cómics, y también en su reconocimiento, si bien el subgénero al que nos referimos ha obtenido menos, por ahora, que otros como la autoficción o la novela gráfica histórica.
Estábamos avisados: ya nos lo había advertido Pere Calders, en su microficción Invasión sutil: «Si comienzan a venir con tanta simulación y falso aparato, nos darán mucho trabajo». ¿Japoneses disfrazados de occidentales? Ahora las tornas han cambiado, y si el cuentista catalán levantara la cabeza tendría que hacer una secuela de su relato describiendo la profusión de niños que, cada mes de abril, desde hace veintiún años, suben la Avinguda Reina Maria Cristina, de camino hacia el Saló del Manga, empelucados y travestidos en un carnaval cosplay que asusta a las abuelas y pone en fuga al director de ventas zaragozano que había ido a la Fira para hacer un bisnes en el Expohogar. Y, cada mes de septiembre, la boca de metro de Campo de las Naciones es un bullebulle de otakus de Vallecas y geishas de Arganzuela que forman un colorido reguero en dirección a IFEMA para el Japan Weekend, donde les espera el campeonato europeo del samurái más bravo de Chamberí. Churumbeles, jóvenes, treintañeros… y usted, hombre de Dios, ¿no está ya un poco mayor para ir por el mundo disfrazado de tortuga? La invasión es completa, y su estilo no es la sutileza sino el sindiós.
Parecen haber quedado atrás los tiempos en que podíamos decir, como el filosófico viajero de la película de Wim Wenders En el curso del tiempo (1976), que «los norteamericanos han colonizado nuestro subconsciente». Hoy más bien diremos, con el protagonista de la obra teatral de Juan Villoro El filósofo declara (2016), que «el inconsciente siempre es japonés». Y la obra del cineasta de Düsseldorf fue una de las primeras en hacerse eco de esta evolución. Sus primeras películas, filmadas en los años setenta, desarrollan con frecuencia el tema, habitual en el nuevo cine alemán, de las peligrosas amistades entre la cultura norteamericana y «su» cultura nacional. Este tema aparece en varios niveles, desde la representación de la música (su primera película es un homenaje a The Kinks) hasta el viaje de formación a Estados Unidos, pasando por el tratamiento de la escenografía. Pero a mediados de los años ochenta el destino de su trayecto ha cambiado su documental: Tokyo-Ga es un recorrido por la obra de Yasujiro Ozu y por los lugares de la ciudad.
La constatación de este fenómeno la encontramos en instancias muy diversas de la creación actual. En el terreno de la música aparece en el subgénero del himno generacional, una modalidad que siempre incluye su propia parodia y que suele hacer explícito su distanciamiento respecto al método orteguiano: siempre es, como en la célebre canción de Los Planetas, el «Himno generacional n.º 83», y siempre resulta ser, como en el relato de Josan Hatero, un «Intento fallido de himno generacional». «Criados por Doraemon, / ¿qué cabía esperar?», canta el grupo de pop teatral The Mamzelles en su canción más célebre, «Generació Tofu», donde enumeran también distintos referentes que se han ido incorporando a los hábitos de consumo de los millennials: las bayas de goji y la cuajada de soja que da título al tema configuran la base de la dieta de los vegetarianismos y veganismos orientalistas que han calado en la promoción del cambio de siglo, y que con frecuencia constituyen la dimensión globalizada de su estatus laboral precario: universalistas y mal pagados, si es que les pagan. «Una generación», remacha la artista Ana García-Pineda, «cuyo héroe fue Arale, una niña gafona que jugaba con cacas rosas». García-Pineda hace referencia al anime de Akira Toriyama Dr. Slump y le otorga relevancia en dos aspectos que conciernen a la esfera del arte. El primero es la valorización de lo escatológico como estrategia humorística y crítica. El segundo es la defensa de una concepción menor de la escatología, el humor kawaii, como alternativa a otras visiones trascendentalistas, de raíz mística y articulación psicoanalítica, que han dominado la creación artística en estos últimos años.
La iconosfera que se ha generado con estos mimbres puede describirse, a su vez, con un término nipón. La palabra shakkei designa, en el área de la horticultura, un método para componer los elementos del jardín en el cual se ha incorporado, a la naturaleza inmediata, un escenario ajeno, apropiado, prestado de un espacio remoto. Como señala Chus Tudelilla, «el vínculo entre el jardín propiamente dicho y el paisaje prestado se realiza mediante diversos elementos intermediarios, como superficies de agua». Este procedimiento se aplica a su vez, en las artes visuales, a la representación del paisaje en la pintura, en la ilustración y en otras modalidades de la plástica. La tradición del shakkei puede entenderse como el antecedente necesario de las prácticas de modelación del espacio que caracterizan a la estética geopolítica contemporánea, en que los espacios transterritorializados, que Martí Peran denomina after landscape, son elaborados siguiendo los métodos modernos del collage, el patchwork y la agregación de elementos de procedencia nacional y geológica diversa. Una cultura europea, pues, con un shakkei oriental, que en ocasiones es solo un trasfondo, pero que, cada vez con más frecuencia, se adueña de los lugares originarios.
El arte reciente no ha sido insensible a este fenómeno. Lo comprobamos en un amplio repertorio de proyectos, bien distintos, que coinciden en un punto importante: insinúan —y, a veces, constatan— que el país del sol naciente se va convirtiendo en la fuente de la cultura de masas mientras decae la nación de las barras y las estrellas. Un buen ejemplo son las revisiones satíricas de la obra de Takashi Murakami, uno de los autores Taschen por excelencia. Es un divertido tópico que va refluyendo en proyectos de crítica de la dimensión mercantil de las artes, como los de Victoria Campillo o los del dúo Aggtelek, que abrieron otro filón del orientalismo al crear collages que envían a una fábrica china donde un operario hace una reproducción al óleo. Y también, de manera más sistematizada, en el trabajo performativo de José Begega, que, desde el año 2008, ha desarrollado una serie dedicada al personaje Astroboi, un avatar moldeado a partir de referentes mitológicos, literarios y audiovisuales, en algunos casos del anime y, en particular, de Evangelion. Y si hay un autor que haya profundizado en la vía japofílica hasta el punto de convertirla en su principal línea de investigación es, sin duda, Francesc Ruiz.
La obra de Ruiz se inscribe en la práctica del cómic expandido, una manifestación que tiene sus antecedentes en las historietas de tema artístico realizadas por Ad Reinhardt en los años cincuenta y en los usos políticos del noveno arte desarrollados por Öyvind Fahlström en los sesenta, y en la que tiene compañeros como Martín Vitaliti. Su trabajo parte de una convicción: «Desde la ilegalidad, el underground y los espacios construidos por las subculturas, el cómic, como medio visibilizador y distribuidor de sexualidades alternativas, es uno de los espacios desde donde, de una manera más radical, se han generado nuevos imaginarios con los que poder enfrentarse al heterocentrismo y sus representaciones». Esta certidumbre ha inspirado la serie en curso The Yaois, que viene desarrollando desde el año 2011. Incluida en colecciones como la del Reina y habitual en muestras colectivas, ha sido presentada recientemente en el centro Lo Pati (Amposta) y a lo largo del presente año aparecerá en formato libro una edición completa en la editorial francesa Captures.
El mirador del Mandarake
En agosto de 2006 Ruiz emprendió un viaje a Tokio con el fin de encontrar información sobre las escenas del cómic local. Su itinerario, que contó en forma de manga autobiográfico, le llevó a las librerías especializadas más nutridas de la ciudad. Entre estos establecimientos destaca, por su tamaño y por la calidad de sus fondos, la franquicia Mandarake. Los dibujos de Ruiz, en tinta naranja, lo muestran en una de sus tiendas, sumergido en un océano de publicaciones autoeditadas realizadas por aficionados entusiastas, descubriendo ilustraciones insólitas y tratando de averiguar cómo están organizadas sus múltiples modalidades.
Mientras examina un ejemplar escogido al azar, el viajero nota cómo unas adolescentes lo espían entre risillas. No es la primera vez en la historia que alguien que hojea una revista de temática gay ve que otra persona lo encuentra hilarante, claro está… pero lo que a las chicas les parece tan gracioso no es exactamente lo que pudiera pensarse. Para entenderlo mejor veamos la descripción del yaoi que hace la especialista Anabel Espada:
Lo más curioso del yaoi es el público al que está destinado, las mayores consumidoras y sus fervientes admiradoras: las chicas y, en general, estudiantes de instituto. Podría pensarse que los chicos homosexuales serían el objetivo ideal y más obvio de este tipo de publicaciones y que se sentirían atraídos por este tipo de mangas, pero en realidad son ellas las que disfrutan de esas historias tremendamente apasionadas, desgarradoras, y en las que, aunque hay escenas de sexo, en general no son demasiado explícitas y están mucho más centradas en los sentimientos que en el acto sexual en sí.
Así pues, aquella tarde el Mandarake también fue un teatro de la mirada. En primer lugar, la de la teenager que lee esta clase de cómics y que, rechazando las figuraciones convencionales de las relaciones íntimas, se apropia de unos códigos visuales que, a priori, no le estaban destinados, y va construyendo una idea propia de la subjetividad. La teoría de la imagen feminista de los años setenta había denunciado la pornografía en general como una herramienta de la dominación masculina, describiendo una jerarquía perceptiva en que el papel de la mujer sería puramente objetual. Esta idea, que aún colea pese a los enormes cambios que se han producido en el terreno de la representación del sexo, ha sido aquí superada en virtud de un uso pospornográfico o after-porno de la imaginería sexual. En segundo lugar, tenemos la visión del investigador que, desde una perspectiva etnográfica, descubre —iluminación, choque cultural— las invenciones libidinales del otro. Un punto de vista que incluye, a su vez, una visión queer que busca disposiciones disidentes de la afectividad y de las masculinidades.
La imagen que nos ofrece el mirador Mandarake no es conclusiva, no quiere resolver las viejas y apolilladas oposiciones binarias —occidental y oriental, hombre y mujer, joven y adulto, hetero y gay— y tampoco propone una celebración acrítica o globalista de la multiplicidad étnica y las maravillosas rarezas del otro. En cambio, aparece como una propuesta cognitiva experimental, fundamentada, procesual y transmediática que hace posible inventar nuevos ojos y, con ellos, sus cuerpos y prácticas de relación.
Monasterios y quioscos
Leer el yaoi como una propuesta biopolítica implica también buscar otra manera de ordenar y presentar el material visual. Y los hábitos de consumo e intelección están determinados por los espacios donde tienen lugar, por su historial y sus connotaciones. Este fue el tema de La visita guiada (2008), que en la obra de Ruiz constituye un segundo antecedente importante de The Yaois. Esta vez el artista intervino en un lugar donde el display de las obras y su contemplación están sometidos a una tradición perceptiva muy codificada. No más ni menos que el monasterio burgalés de Santo Domingo de Silos. En los muros de la institución dispuso reproducciones de algunas de las obras capitales del género de la adaptación al cómic de episodios bíblicos. Es un género universal, del cual mostró casos japoneses y norteamericanos. El uso del manga es predominante en la publicación que creó para la muestra, donde ensayaba distintas maneras de explicar y enseñar, subrayando el vínculo entre la experiencia de aprendizaje y las reacciones y pasiones relacionales que el visitante y el guía llevan consigo al espacio expositivo.
La sacralidad de Silos, y el procedimiento de intervención, tan sorprendente como respetuoso, ayuda a explicar el sentido de un segundo tipo de arquitectura con la que el artista ha trabajado, de manera mucho más habitual. «Oh, amor mío, me gustaría casarme contigo y marcharnos a vivir a un quiosco muy lejano». Esta peculiar variante de la declaración amorosa la podemos leer en The Paper Trail (2001), una de sus construcciones en forma de quiosco. Espacio profano, promiscuo, donde los intereses consumistas y los deseos privados hallan su correlato objetivo en la industria de la prensa, el quiosco también había sido, hasta hace bien poco —hasta que el mundo se fue al garete, quiero decir, a la red— un lugar de peregrinaje, y un radar de las expresiones alternativas: a cada cual su revista. Por eso Ruiz lo presenta personificado y dinamizado, con publicaciones inventadas que establecen un diálogo semiótico e intertextual. El origen de esta estrategia se encuentra en una escena de My Own Private Idaho de Gus van Sant donde los protagonistas de la película se imaginan que son modelos de portada y, haciendo posturitas de cover boy, mantienen una conversación sobre sus sueños de futuro.
De esta manera la disposición expansiva del cómic, que, como comentó Amanda Cuesta, adopta una dimensión escultórica, rechaza el tratamiento pictorialista de la secuencialidad que propuso el pop art y construye un estudio visual dialógico, inclusivo y maximalista. La arquitectura utilitaria del quiosco se transforma en monumento profano, y se inscribe en una reescritura de las textualidades urbanas donde las palabras más importantes son colectivas, afectivas y anónimas.
Las razones de la fantasía
En The Yaois, donde culmina toda esta evolución, la técnica está basada en el catálogo que edita cada año la principal convención del género: la Comiket de Tokio. En este libro cada página muestra treinta y seis imágenes numeradas, en dos tonos, que corresponden a las cubiertas de las diferentes publicaciones que allí se ponen a la venta. Ruiz emplea el mismo formato de 6×6 con impresión digital sobre papel, y alterna el bitono con colores planos. Así crea paneles temáticos, cada uno de los cuales incluye una combinación peculiar de dibujo, tipografía y foto. La cubierta se convierte en la unidad básica y, por combinación, funciona como viñeta. Pero, a diferencia de Lichtenstein, que por lo general se limitaba a transformar la viñeta en cuadro, la unidad se despliega en retahílas intermitentes y secuencias parciales, que crean el ritmo de la investigación y el descubrimiento del secreto.
Las seiscientas imágenes que componen este proyecto en curso conforman una tipología de los imaginarios queer. Parafraseando aquel antiguo asombro decimonónico de Burty, diremos que lo obsceno, lo que había sido expulsado fuera de la escena —y más allá del marco de la viñeta—, se convierte en fundamento de una razonable fantasía: dibujar una comunidad transnacional. El gag, la yuxtaposición impensada, la transcodificación del retrato fotográfico y su transformación en toon son los recursos principales del dispositivo. Todos ellos se combinan con las citas de fuentes clásicas de esta tradición para levantar un sistema de interferencias que hace tambalearse la iconosfera popular. Músicos, deportistas y directores de cine adquieren una nueva faceta, y las producciones corporativas y mainstream del sentimiento son perturbadas por una lógica amateurista y copyleft en que los derechos de reproducción de los esquemas relacionales han desaparecido.
De entre los diversos nodos culturales en los que incide The Yaois uno particularmente llamativo es el mundo del deporte. Última reserva de la virilidad clásica, pero también fuente mediática de algunas figuraciones novísimas de la masculinidad: la metrosexualidad y el neomacarrismo ilustrado de gimnasio de lujo y revista Men’s Health. La cuirización de los tetes de la Liga Santander, como Sergio Ramos, y la pareja formada por los dos delanteros de los eternos rivales fueron la primera inflexión en un tema que ha ido encontrando desarrollos, cada vez más conocidos. El primero de ellos se encuentra en la novela gráfica de Santiago García y Pablo Ríos Fútbol (2014), donde se desarrollan varias historias probables del deporte rey, basadas en hechos reales, una de las cuales muestra la relación secreta entre dos jugadores de esos equipos, versión contemporánea de los Capuletos y Montescos. En la escena culminante del capítulo el beso en el Santiago Bernabéu desencadena una corriente de afecto sexual que da lugar a una orgía multitudinaria, iniciada en el estadio y extendida al resto del mundo. Esta representación de la bacanal sin ataduras se inscribe en una tradición de figuraciones de la sexualidad sin barreras que se remonta a las orgías hippies de Robert Crumb y tiene un antecedente inmediato, en el cómic español, en la historieta de Daniel Torres Comunicando, que es citada en la composición de las viñetas en esa parte de Fútbol.
Al año siguiente de la publicación de este álbum, el pintor madrileño Antonio de Felipe dio a conocer su óleo El beso, que se convirtió inmediatamente en la figuración más célebre de esa monstruosa posibilidad a raíz de la amplia cobertura mediática que obtuvo la exposición Graffiti Pop, de la que forma parte, y que tuvo lugar en el mes de abril en la Casa de Vacas del Retiro. En esta muestra se incluyó también una obra realizada en colaboración con el dibujante cartagenero Juan Castaño, quien también ha llevado a cabo, en otro ámbito, una inflexión distinta sobre este tema. Se trata de la serie Kawaii Ink (2014), en que el código kawaii es utilizado para presentar una tipología didáctica y amable de las subjetividades gais. La obra de Castaño puede entenderse, en este sentido, como un posible complemento pedagógico a The Yaois: una versión apta para todos los públicos en que las sexualidades disidentes no aparecen en modo figural sino en disposición didáctica.
El japonismo crítico y documentado de The Yaois materializa una conciencia nueva sobre las formas de vida, y nos enfrenta con las modalidades marginalizadas y silenciadas de nuestra civilización, la que se llama a sí misma «tolerante», la que se enorgullece de ser progresista y sutil.
Pingback: Del inconsciente japonés – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE
¡Gracias!
Pingback: ¿Cuál es el mejor deporte de todos? - Jot Down Cultural Magazine - TeoCom