Cuando los sabios griegos decían «conócete a ti mismo», quizás hablaban de algo profundo y, en cierto modo, intangible. O a lo mejor no tanto. En ambos casos, no viene mal empezar por lo que somos: cuerpos. El cuerpo siempre se ha interpretado como una cáscara, un soporte, un medio mecánico que hay que cuidar como se cuida un coche y que, quien más y quien menos, se debe lucir como se luce un coche. Ya sea por salud o por vanidad, el cuidado del cuerpo es algo que atañe al mantenimiento funcional del armazón, cámara de protección y sostén de nuestro verdadero yo: el cerebro. Como en aquellas criaturas posnucleares de la ciencia ficción donde un enano loco y muy listo controla a un gigante forzudo y bastante tonto, sentado desde el trono de su mismo cuello, el cerebro mueve, cuida y luce el cuerpo para lograr sus objetivos.
Según una perspectiva bastante común, este cerebro-ordenador domina el cuerpo-máquina, que se limita a ejecutar órdenes en la medida de sus posibilidades. Pero ya en el siglo pasado hemos tenido que recular bastante en cuanto a la concepción del cerebro como entidad autónoma e independiente, admitiendo que el medio ambiente es parte crucial del proceso cognitivo: nuestro cerebro piensa «asesorado» e incluso «engañado» por el entorno en el que se mueve y se desarrolla. Aun así, reconociendo la importancia que tiene el contexto en el moldeado y en la orientación de nuestras neuronas, hemos seguido interpretando la mente, es decir aquel conjunto de procesos cognitivos que subyacen a nuestro comportamiento y a nuestros pensamientos, estrictamente como el resultado de un complejo (y totalmente desconocido) proceso cerebral.
Pero la neurociencia, a pesar de las muchas inversiones, de los muchos esfuerzos, y de los logros patentes, no ha conseguido explicar los mecanismos del cerebro reduciendo todo a sus células y moléculas, y el peso del contexto ha resultado ser más y más incisivo. Hasta que unos cuantos ya han decidido no poner fronteras entre el sistema nervioso y su entorno, e interpretar los procesos cognitivos integralmente como el resultado de una interacción entre cerebro y ambiente. Los humanos tenemos además un ambiente muy especial, que llamamos cultura, con elementos materiales muy pero que muy especiales que llamamos tecnología, y de ahí una serie de perspectivas que mezclan neuronas y artefactos, filosofía de la percepción y futurismo cíborg (cybernetic organism), donde la mente ya no es un producto sino un proceso, que se genera a través de un constante y necesario rebote entre un sistema interno al organismo (las neuronas) y un sistema externo (el entorno, los objetos, las otras personas).
En este juego quedaba de por medio el armazón, es decir, aquella interfaz orgánica que llamamos cuerpo. Y no se tardó mucho en sospechar que tampoco el cuerpo era un elemento pasivo de este flujo de energía e información. Por ejemplo, sabemos que el cerebro reacciona de manera diferente ante objetos que no están a nuestro alcance físico (espacio extrapersonal), ante los que están a nuestro alcance pero no en contacto con nosotros (espacio peripersonal), y ante los que están en contacto con el cuerpo (espacio personal). Cuando agarramos un objeto, este se integra en los esquemas cerebrales del cuerpo, como si fuese parte del cuerpo mismo. El sistema ojo-mano, en el que los primates están más especializados que ningún otro grupo zoológico, adquiere entonces un peso muy relevante, pasando de ser un sencillo medio de mantenimiento mecánico para no chocar con la mesa o para no dejar caer el vaso, a un sistema crucial de nuestros procesos cognitivos.
Hace poco se descubrieron las «neuronas espejo», que reproducen silenciosamente acciones que vemos ejecutar por otros, entrenando así nuestras redes nerviosas y musculares de forma subconsciente a través de una experiencia corporal simulada. Parece incluso que estas neuronas se activan durante los procesos lingüísticos, y cierta experiencia corpórea figurada (agarrar un vaso) podría ser necesaria para la comprensión y producción del lenguaje (entender la palabra vaso). De hecho, la evolución del lenguaje siempre se ha relacionado con la evolución de las capacidades manuales, ya que ambas comparten muchas funciones, procesos, y hasta áreas corticales, y todo ello sugiere que quizá la relación sea más íntima aún de lo que hasta ahora nos habíamos planteado.
Cerebro, cuerpo y ambiente se empezaron a poner dentro de un mecanismo único, elementos de una «cognición extendida» que va mucho más allá de las neuronas y de la cavidad craneal. Ya era fácil sospechar que un cerebro cabe en mil quinientos centímetros cúbicos y una mente no, pero aquí se trataba de enfrentarse a un «neurocentrismo» que, más allá de los conocimientos en biología, había influenciado fuertemente nuestras ideas sobre asuntos delicados como el libre albedrío, la moral o el diseño de nuestras computadoras. Las nuevas hipótesis sobre «mente extendida» ponían cerebro, cuerpo y ambiente en el mismo saco, cada uno con funciones diferentes pero separados por barreras borrosas y suficientemente complejas como para escapar a las herramientas analíticas actuales. De hecho, todo esto se nutre, por el momento, de muchas especulaciones teóricas y de un puñado de evidencias experimentales, ya que casi toda nuestra ciencia está orientada, a nivel analítico y metodológico, hacia un reduccionismo exactamente opuesto a los procesos holísticos de «extensión» de las relaciones.
Ahora bien, en realidad no hay nada nuevo bajo el sol, sobre todo si se trata del sol de muchas poblaciones nativas que siempre nos han parecido un poco hippies. Desde los chamanes indios que defienden la unidad entre individuo y cosmos, hasta los aborígenes australianos que incluyen rocas y árboles en su conciencia histórica y social (la «Tierra del sueño»), supongo que unos cuantos de ellos se reirían en nuestra cara con un poco de pena y un poco de ternura ahora que estamos evaluando cómo analizar con estadística y tubos de ensayo lo que ellos nunca han sentido la necesidad de comprobar. Desde luego, el retraso habrá merecido la pena si logramos explorar las entrañas de estos procesos, integrando corazonadas indígenas y ciencia occidental.
Pero, más allá de lo que todo esto supone para la comprensión de los procesos mentales del individuo, merece la pena considerar lo que puede involucrar con respecto a las relaciones con los sistemas sociales. Con respecto a la gestión del cuerpo, un conjunto de funciones cruciales se etiquetan con el nombre de integración visoespacial, mecanismos que tratan de generar un mapa sensorial del individuo, un mapa perceptivo del mundo externo, y de integrar estos dos sistemas de forma apropiada. Siempre se ha pensado que todo esto era algo básicamente mecánico y de poca enjundia en cuanto al comportamiento, sin notar que, a pesar de haber sido capaces de construir máquinas de cálculo increíbles, todavía no sabemos cómo diseñar un robot que sepa andar con un poco de gracia.
El primer paso para volver a evaluar las capacidades visoespaciales ha sido, entonces, reconocer que implican procesos que van más allá de la mecánica del movimiento. Por ejemplo, tenemos que considerar que nuestros mapas visoespaciales manejan un mundo virtual e imaginario donde podemos simular, es decir, «pensar en hacer» algo sin tener que ejecutar la acción, sin tener experiencia directa de ella. También son mecanismos esenciales a la hora de poder pensar en nosotros mismos en el tiempo y en el espacio (autonoesis, la capacidad de pensar en nuestra propia persona más allá de la condición presente). Todo esto empieza a tener un peso a nivel social cuando descubrimos, gracias a veinte años de estudio del antropólogo Robin Dunbar, que en los primates el tamaño cerebral es proporcional al tamaño del grupo social, y que ambos parámetros tienen una curiosa correlación con el tiempo invertido en… desparasitarse unos a otros. El acicalamiento entre individuos (grooming) es la base de las relaciones sociales, y pasa por la necesaria práctica del contacto físico, algo que modula directamente los chutes internos de las endorfinas, opiáceos del cerebro que nos empujan a buscar amigos y a desear el reconocimiento de la tribu. Una mezcla interesante: contacto físico, sociedad, cerebro, y drogas endógenas.
Pero la cognición visoespacial toca mucho más en profundidad las fibras sociales, más allá del contacto de una mano. Por lo visto, el cerebro maneja a través de procesos compartidos la capacidad de orientarse en el espacio, en el tiempo, y en las relaciones sociales. El espacio físico, el espacio cronológico, y el espacio social, todos ellos necesitan mapas que posicionen los elementos según un conjunto de relaciones, donde el individuo es el factor común a los tres mundos. La unidad de medida y de distancia en estos tres espacios es la misma: el propio cuerpo. También los procesos de «búsqueda» interna (por ejemplo, los procesos mnemónicos) utilizan los mismos recursos y patrones que los mecanismos de búsqueda espacial. Navegamos en los recuerdos, viajamos en el pasado, volamos hacia el futuro, y nos perdemos en nuestros pensamientos. Se puede decir que la cognición en sí misma es un proceso de búsqueda, en muchos aspectos. Pero, sobre todo, la búsqueda es algo que, a nivel evolutivo, tiene un importante componente colectivo y cultural. El medio ambiente, sobre todo si pensamos en clave de evolución humana, es algo que tiene un sustancial valor grupal, y su representación mental está destinada a la exploración y a la explotación de sus recursos. Y con los mismos patrones y objetivos con los cuales un grupo sondea un medio ambiente, nosotros sondeamos nuestros mismos espacios cognitivos, manejando recuerdos y decisiones.
Si los procesos visoespaciales y los procesos sociales comparten recursos y mecanismos, es previsible que compartan también límites e inconvenientes. Un ictus o un golpe te pueden hacer perder la capacidad de moverte en el espacio, o de agarrar una copa, o de reconocer el mundo a tu lado izquierdo (la negligencia hemiespacial). Asimismo, bien sabemos que patologías y trastornos sociales hay para dar y tomar, y es lícito preguntarse entonces cuándo los problemas espaciales y sociales pueden ser el resultado de fallos compartidos. En algunos casos (como por ejemplo el autismo) ya estamos descubriendo los puntos comunes, pero en otros ni sospechamos las posibles asociaciones. Sin contar que, como siempre, los casos patológicos son los que se hacen notar, pero habrá muchas «variaciones intermedias» que pasarán desapercibidas al ser menos aparentes, o sencillamente más maquilladas gracias a las normas sociales.
La posibilidad de percibir, aunque de forma simulada, un cuerpo ajeno y sus sensaciones se relaciona con el reconocimiento de su condición socialmente similar a la nuestra. Es decir, la capacidad de proyectarse en el cuerpo de otro es uno de los fundamentos de la empatía, y puede influenciar sensiblemente el grado percibido de similitud interpersonal, y las consecuentes respuestas emocionales. La falta de esta capacidad de «resonancia» entre cuerpos genera inevitablemente una peligrosa desconexión entre individuos, que puede acabar en racismo, violencia machista o genocidio. Excesos o defectos en la capacidad de «explorar y explotar» los espacios (físicos, cronológicos, y sociales) pueden terminar en situaciones conflictivas, hacia uno mismo o hacia los demás.
Hay que preguntarse, por ejemplo, hasta qué punto el terrorismo se alimenta de criminales (los que sacan provecho personal en nombre de falsas excusas ideológicas, a menudo sin arriesgar demasiado su vida) o de individuos con trastornos mentales asociados a defectos de percepción social. La desesperación y la ignorancia pueden llevar a respuestas extremas (sobre todo en los casos de opresión y de represión), pero para explicar los actos fanáticos más burdos hay que añadir un factor cognitivo sin el cual sería difícil entender el comportamiento en su obtusa absurdez. Entonces hay que evaluar dónde acaba el problema criminal y empieza un trastorno del «espacio social». En los dos casos las perspectivas, las preguntas y las posibles respuestas deberían de ser distintas. No es lo mismo enfrentarse a un criminal que enfrentarse a un perturbado y, aunque en algunos casos las fronteras pueden ser borrosas, estaría bien tener en consideración la diferencia.
Quizá no sea casualidad que, por lo menos a nivel macroscópico, la parte del cerebro que más ha cambiado en nuestra propia especie, Homo sapiens, son los lóbulos parietales superiores, que precisamente se ocupan de la integración visoespacial, del sistema ojo-mano, de las representaciones egocéntricas y de la imaginación visual. No sabemos si ha sido una cuestión de adaptación y de cambios genéticos o si, sencillamente, hemos entrenado estas áreas con nuestra cultura aprovechando la plasticidad del cerebro. Pero allí están, mucho más abultadas que en cualquier otro homínido, o que en un chimpancé. Áreas cerebrales como el precúneo son también elementos increíblemente variables entre individuos, aunque todavía no sabemos lo que esto puede comportar.
Pensamos por imágenes, y por palabras, usando nuestro cuerpo como unidad de medida y como código para interpretar similitudes y diferencias, cercanía y distancia. Sentimos con él, razonamos a través de su experiencia, de sus capacidades y de sus enlaces con el medio ambiente, extendiendo sus funciones por medio de nuestra tecnología. Sería de incautos pensar que solo se trata de una cáscara, de un armazón comandado por un ser diminuto y escondido en el cráneo, al que llamamos cerebro. Conócete a ti mismo, un cuerpo en un espacio y en un tiempo, un cuerpo entre los cuerpos, y conocerás a los demás.
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Sobre mente extendida os invito a leer otros dos artículos de divulgación:
El año pasado publiqué este artículo de divulgación sobre los lóbulos parietales: «Áreas parietales superiores, las grandes olvidadas».
A nivel más especializado, os recomiendo esta bibliografía:
- Bruner E., Iriki A. (2016) «Extending mind, visuospatial integration, and the evolution of the parietal lobes in the human genus». Quat Int 405:98-110.
- Dunbar R. I. M. (2010) «The social role of touch in humans and primates: behavioural function and neurobiological mechanisms». Neurosci Biobehav Rev 34:260–268.
- Hills T. T., Todd P. M., Lazer D., Redish A. D., Couzin I. D. (2015) «Exploration versus exploitation in space, mind, and society». Trends Cogn Sci 19:46–54.
- Maister L., Slater M., Sanchez-Vives M. V., Tsakiris M (2015) «Changing bodies changes minds: owning another body affects social cognition». Trends Cogn Sci 19:6–12.
- Peer M., Salomon R., Goldberg I., Blanke O., Arzy S. (2015) «Brain system for mental orientation in space, time, and person». Proc Natl Acad Sci USA 112:11072–11077.
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Hola Emiliano.Escuché es dia 26 de febrero la entrevista que te hizo Pepa Fernandez en Rne.Digiste algo que esperaba oir alguna vez de un neurocientifico :el cerebro funciona diciendo que no hacer,no funciona diciendo qué hacer.Esta es una de las claves para entender qué es la regulacion (homeostasis) y lo que llamamos mente.Si no entendemos la regulación y por qué existe no entenderemos lo mental.
Sí, es verdad … a veces el cerebro funciona apagando (inhibiendo) y no encendiendo (activando) … o excluyendo opciones en lugar de elegirlas … Tal vez no sea una mala estrategia también cuando se trata de tomar decisiones personales!
He visto que la entrevista ya está disponible en internet …
http://www.rtve.es/alacarta/audios/no-es-un-dia-cualquiera/neudc-entrevista-2017-02-26t12-05-576671339/3926358/
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¡Gracias!