En el invierno de 1878, los periódicos de California y Nevada publicaron historias espantosas sobre el poblado minero de Bodie. En pocos meses, cuatro mil, seis mil, ocho mil personas se habían instalado en una ladera desértica de la Sierra Nevada, atraídos por un filón de oro. La mina producía ya seiscientos mil dólares al mes. Los mineros recién llegados invadían yacimientos ajenos, se robaban unos a otros, pegaban fuego a las chabolas de sus rivales, había tiroteos, navajazos, descuartizamientos. El diario Tybo Sun contó que un minero de Bodie nunca peleaba dos veces con la misma persona: lo mataba a la primera. Y después se lo comía. El Gold Hill News se preguntó por qué un hombre no podía ir a Bodie sin tener que pelearse. Y el Weekly Bodie Standard respondió el 25 de diciembre con retranca: «La verdad, no lo sabemos. Debe de ser la altitud [2550 metros]. En Bodie hay algún tipo de fuerza irresistible que nos empuja a dispararnos y a trocearnos mutuamente. En la calle Mayor oímos tiroteos a todas horas. Un hombre no puede salir a cenar sin que le hagan tres agujeros de bala en el sombrero o sin que un desesperado le corte sus partes innombrables con un cuchillo. Sí, es triste, pero es verdad: todos los que vengan a Bodie deben luchar».
Otro periódico, el Nevada Tribune, publicó la frase más famosa, la que cuajó como lema. Varias familias se preparaban para viajar al poblado minero en busca de fortuna y una niña rezó para despedirse de Dios: «Adiós, Señor, nos vamos a Bodie». La leyenda del pueblo sin Dios tenía tierra fértil para arraigar. El reverendo Warrington había escrito en una carta que Bodie era «un mar de pecado, sacudido por tempestades de lujuria y pasión».
Hoy Bodie es un pueblo fantasma, «en deterioro suspendido», y es un parque del estado de California. La carretera de tierra sube por una ladera parda, en la que apenas crecen unas matas de salvia, hasta una hondonada entre montañas. Allí aparece un centenar de casas de madera, como un corro de champiñones, con sus tejados a dos aguas, las paredes torcidas, los porches desvencijados: da miedo estornudar.
La entrada cuesta cinco dólares —visitas guiadas y museo aparte— y se puede pasear por las calles de tierra, entre las antiguas tiendas, los almacenes, la escuela, la cárcel, un saloon, una iglesia, algunas viviendas en las que se pueden ver la cocina con sus utensilios decimonónicos, la sala, los dormitorios amueblados. En esta esquina, o quizá en aquella otra, el terrible Washoe Pete —un personaje más legendario que real— disparó con dos pistolas al periodista del Daily Free Press que había titulado «El tiroteo de ayer fue muy pobre —no hubo muertos—».
Cuando corrió la voz del oro, en Bodie levantaron dos mil edificios en cuestión de meses. Tenían las preferencias claras: había cuatro bancos, una cárcel, una escuela, dos iglesias y sesenta y cinco cantinas. El prostíbulo más famoso era el de Madame Moustache, una francesa bigotuda que se hizo rica jugando a las cartas en los casinos de Montana, Dakota, Arizona y Nevada, antes de instalarse en Bodie. Aquí diversificó sus negocios —abrió un burdel— y desarrolló una estrategia de comunicación —durante el día paseaba a sus putas en carros por el pueblo—. El 8 de septiembre de 1879 perdió una apuesta muy fuerte, se fue caminando y la encontraron unas horas más tarde, tirada en el monte, muerta por una sobredosis de morfina.
Bodie tuvo un final digno de su historia. El oro escaseó y el pueblo se fue vaciando poco a poco, hasta que en 1932 un vagabundo borracho llamado Bill incendió un almacén, las llamas se extendieron por medio pueblo y arrasaron con casi todas las casas.
La historia de Bodie, el pueblo del pecado, contiene las claves de la colonización californiana: personas que se despidieron de Dios y de las normas sociales para buscar fortuna en una tierra de promesas fabulosas.
El 5 de agosto de 1852, el diario The Call publicó una especie de acta de nacimiento de California: «Todos están allí: ladrones, mendigos, chulos, mujeres impúdicas, asesinos, caídos al último grado de la abyección, en tugurios donde se embrutecen con el alcohol adulterado, farfullando obscenidades. Y el desenfreno, el deshonor, la locura, la miseria y la muerte también están allí. Y el infierno, que abre la boca para engullir esa masa pútrida».
El infierno abrió su boca varias veces —terremotos, incendios, epidemias— pero no pudo tragarse la oleada de colonos, mineros, buscavidas, desterrados, embaucadores, utópicos, iluminados y fugitivos que llegaban a California.
Llegaban, primero, por la idea del Destino Manifiesto: Estados Unidos, una pequeña nación de colonias recién independizadas en la orilla del Atlántico, se convenció de que la Providencia le urgía a extender su dominio hasta el Pacífico, para colonizar y civilizar aquel continente casi vacío. A partir de 1832, las caravanas de carretas emprendieron la ruta hacia el oeste con fervor patriótico y a veces religioso. Los indios nativos fueron arrollados en las praderas, las montañas y los desiertos. México, dueño nominal de terrenos inabarcables, intentó domeñar a los nuevos colonos, pero en pocos años estallaron guerras que expulsaron al ejército mexicano y dibujaron los trazos —algunos sinuosos, casi todos rectilíneos— de los nuevos estados que se adherían a la Unión. Los colonos llegaban, segundo, por el descubrimiento en 1848 de fabulosas vetas de oro en California. Los forty-niners («los del 49») avanzaron como hormigas atraídas por una mezcla dulce de promesas, mentiras y delirios colectivos.
El oro prometía paraísos y escondía infiernos. El oro arruinó a John Sutter, el colono próspero en cuyas tierras encontraron la primera pepita. Sutter era un comerciante suizo que había emigrado a América en 1834 para escapar de sus deudas y que había comprado unas tierras baratas en la orilla del río Sacramento. Montó una hacienda llamada Nueva Helvecia, plantó maíz, crió ganado, instaló aserraderos, molinos, curtidurías, empleó a mil personas, hizo mucho dinero, incluso organizó un ejército privado y lo puso al servicio de los estadounidenses para luchar contra los mexicanos.
El 24 de enero de 1848, su capataz John Marshall dirigía las obras de un aserradero en el paraje de Coloma. Mientras limpiaba una acequia, encontró una pepita reluciente entre los guijarros. Se la llevó a Sutter, quien la sometió a pruebas químicas: era oro de veintidós quilates.
Sutter compró corriendo todas las tierras que pudo, una extensión de quince kilómetros cuadrados, sospechando que eran campos de oro. Y trató de guardar el secreto. A mediados de marzo, el diario Californian de San Francisco publicó una nota escueta: «Han encontrado una cantidad apreciable de oro en las tierras de Sutter. Una persona de Nueva Helvecia obtuvo oro por valor de treinta dólares en poco tiempo. California es, sin duda, rica en minerales». En aquel tiempo San Francisco era una aldea de quinientos habitantes, cobijo esporádico de balleneros rusos, poco más, y aquella primera noticia no tuvo eco.
Pero los trabajadores de Sutter empezaron a pagar sus compras con oro. El comerciante Samuel Brannan, dueño de una tienda de provisiones en Nueva Helvecia, se enteró de los hallazgos. Así que bajó a San Francisco, compró todas las palas y bateas que encontró y luego anunció a voces el descubrimiento del oro. Había comprado las palas y las bateas a veinte centavos la pieza y las vendió a quince dólares. Ganó treinta y seis mil dólares en dos meses, vendiendo herramientas y provisiones a los cientos que salieron en estampida a buscar pepitas. Así empezó la fiebre del oro, «el mayor movimiento de gentes desde el tiempo de las Cruzadas», según el historiador —y buscador de oro— Theodore Hittell.
Los periódicos aseguraban que en Coloma había montañas de oro puro, que el aire estaba tan impregnado de polvo aurífero que bastaba con cepillarse el abrigo para hacerse rico, que un solo hombre obtenía ocho mil dólares de oro diarios —cuando el sueldo mensual era de siete dólares—. Los pueblos de California se vaciaron, como describió Walter Colton, alcalde de Monterrey: «El herrero deja su martillo, el carpintero su garlopa, el albañil su trulla, el granjero su hoz, el panadero su pan, el tabernero su botella. Todos se ponen en camino: a caballo, en carro, incluso con muletas». El propio diario Californian, que había publicado la primera noticia del oro, se despidió el 29 de mayo: «Todo el mundo nos abandona, lectores e impresores. Desde San Francisco a Los Ángeles, desde el paseo marítimo hasta las montañas de Sierra Nevada, por todo el país resuena un grito sórdido: “¡Oro! ¡Oro!”. Mientras, el campo queda a medio plantar, la casa a medio construir, y todo se abandona excepto la fabricación de picos y palas. Nos vemos forzados a interrumpir nuestra publicación». En junio, la mitad de las casas de San Francisco estaban abandonadas. Solo quedaban ancianos, niños, enfermos y bandas de saqueadores. El gobernador Mason pretendió restablecer el orden y salió desde la capital, Monterrey, con ciento cuarenta y cinco soldados. Cien de esos hombres le abandonaron por el camino para dirigirse a las zonas auríferas. En un par de meses, el ejército de California sufrió tres mil deserciones. El Gobierno de Estados Unidos envió refuerzos militares por mar, pero en cuanto el navío Ohio tocó puerto, ciento cuarenta de sus hombres saltaron al muelle y corrieron a las montañas.
La noticia recorrió el planeta. En septiembre llegó a San Francisco un buque con los primeros buscadores chilenos, que tardaban menos en navegar hasta California que los estadounidenses de la costa este a través del continente. San Francisco se hinchó con la llegada de aventureros de todo el mundo: en seis meses aquella aldea de pescadores se convirtió en una ciudad de treinta mil habitantes. En 1849 llegaron tres mil personas a pie desde Oregón, siete mil pasajeros europeos y americanos cruzaron Panamá para acortar la navegación, otros dieciséis mil doblaron el cabo de Hornos, cincuenta mil estadounidenses del este viajaron en carretas.
En las primeras fotos que se conocen de San Francisco, al fondo de la ciudad se aprecia un bosque de mástiles: son cientos de barcos abandonados que se pudrían en el fango costero. Existen imágenes de navíos semienterrados en mitad de las nuevas calles, rodeados por casas construidas a todo correr. Como no había material suficiente para levantar una ciudad con tanta rapidez, las velas de los barcos y las cajas de embalajes sirvieron para montar los primeros barrios. Aquel invierno, un lugar para dormir sobre una mesa se alquilaba por diez dólares la noche. Un huevo costaba un dólar. Al igual que el comerciante Brannan, los más avispados descubrieron que las verdaderas fortunas no se amasaban en la sierra sino en la ciudad, vendiendo a los mineros todo lo que necesitaran por precios disparatados.
Los mineros destripaban las montañas, bajaban con el oro a San Francisco, lo dejaban en las mesas de juego y en las camas de los burdeles, se arruinaban en un par de días de juerga y volvían a las montañas. «Las gentes de San Francisco están locas de atar», sentenció el New York Evening Post. Tanta riqueza volátil desató robos, asesinatos, linchamientos, batallas entre bandas mafiosas. En año y medio, seis incendios destruyeron grandes zonas de la ciudad que se volvían a levantar de nuevo en pocas semanas. El infierno abría su boca pero no terminaba de tragarse a los californianos.
Porque el flujo no paraba: también llegaron los fracasados de las utopías europeas de 1848. En 1849 el Gobierno francés organizó una lotería cuyo premio consistía en «el transporte gratuito a California para cinco mil emigrantes». Fue un sorteo amañado: el prefecto de policía Carlier elaboró las listas de premiados y en ellas incluyó a cinco mil socialistas y revolucionarios. Karl Marx, descorazonado tras las revoluciones fallidas de 1848 y la desbandada hacia California, escribió: «En el proletariado parisino los sueños socialistas han sido reemplazados por los sueños del oro». Y el cónsul americano de Marsella alertó a las autoridades californianas acerca de aquel contingente: «Viaja la escoria de París, los más peligrosos malhechores de Europa».
Algunos soñaron con crear una sociedad nueva en California. El periodista Taylor, después de visitar las zonas auríferas, hablaba de un «Edén recuperado»: «En las regiones mineras se han establecido unas normas que son fielmente observadas. En una región donde no hay Gobierno, ni leyes exactas, ni fuerzas de policía, ni cerraduras, y cuyos habitantes poseen riquezas como para tentar a los viciosos y a los depravados, la propiedad y la vida están tan bien protegidas como en cualquier otro lugar de la Unión y el porcentaje de delitos es igual de reducido».
Pero la fraternidad de los mineros duró poco. Después de escarbar hasta el último rincón de las montañas, el oro escaseó. Llegaron el hambre, la miseria, las enfermedades, las peleas entre clanes: los mineros estadounidenses atacaron a los mexicanos y a los chinos, los protestantes a los católicos, los soldados californianos a los mineros franceses que rechazaban pagar impuestos y que se defendían pegando tiros y cantando La Marsellesa. De la república minera solo quedó, al cabo de unos años, algún pueblo fantasma como Bodie.
El oro fue el padre de todos los pecados originales de California, como aprendió su descubridor John Sutter: «Cuando se divulgó el hallazgo, mis trabajadores empezaron a marcharse. Me quedé solo, con unos pocos mecánicos fieles, y pronto vi pasar un desfile de gente que venía desde las ciudades y que invadía mi hacienda. Así comenzó mi desgracia. Se pararon mis molinos. Me robaron hasta la rueda. Mis curtidurías quedaron desiertas. El cuero enmohecía y las pieles brutas se pudrían. Mis empleados indios y canacos reunían el oro y lo canjeaban por aguardiente. Mis trigales se pudrían, nadie recolectaba la cosecha de mis huertos, las más hermosas vacas lecheras mugían de hambre hasta morir. Unos hombres vinieron a buscarme y me suplicaron que subiera con ellos a Coloma, a buscar oro. Me fui con ellos, no tenía otra cosa que hacer. Pronto llegaron más multitudes sin permiso, comerciantes que montaban destilerías y emborrachaban a los indios. Yo me establecía cada vez más arriba en la montaña, pero esa maldita ralea de destiladores nos seguía por doquier. Mis hombres se jugaban el oro reunido y estaban borrachos la mayor parte del tiempo. Desde la cima de esas montañas veía el inmenso país que yo había fertilizado: lo estaban entregando al pillaje y a los incendios. En el fondo de la bahía se iba edificando una ciudad que crecía a simple vista y el mar aparecía lleno de barcos. Han construido una ciudad maldita, San Francisco, en el lugar exacto que escogí para desembarcar a mis trabajadores. Si hubiera podido cumplir mis planes, en poco tiempo habría sido el hombre más rico del mundo. Pero en estos años la vida ha sido un infierno. El descubrimiento del oro en mis tierras me ha arruinado. Maldito sea el oro».
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