Ensayaba a oscuras. Se recogía en un cuarto a ciegas, levantaba el violín y estudiaba las partituras que tenía grabadas en la cabeza mientras deslizaba el arco interpretándolas. De la ventana abierta de su buhardilla en París brotaba una música ejecutada bellamente, y la gente que pasaba por la calle se paraba absorta, fija en aquel acontecimiento casi endiablado. Era Manolito Quiroga, el hijo de don José, un comerciante de paños de Pontevedra que tuvo la delicadeza de echar a su hijo al mundo a estudiar fuera en cuanto supo que en aquella casa de piedra de la zona vieja se estaba criando un genio. El niño al que acogerían los maestros Medal, Pedro Puga y José del Hierro. El mismo que a los diecinueve años hizo historia ganando el primer premio del Conservatorio de París, algo que solo había conseguido un español: Pablo Sarasate. Se puso a sus pies la prensa de la época («mezcla su romanticismo «tzigano» al romanticismo español y no obstante tocó el primer movimiento del concierto de Mendelssohn en un estilo perfectamente puro, perfectamente noble», dijo Le Figaro), y su nombre empezó a deslizarse sagrado entre la nobleza.
Al día siguiente, el compositor Alfred Bruneau escribió en las páginas de Le Matin: «Posee ya una rara personalidad. Es un virtuoso cuyo mecanismo superior, su encanto extremo, no tardará probablemente en hacerle célebre». Fue una premonición encantada. Manuel Quiroga fue una superestrella que giró por todo el mundo arrastrando masas en delirio, un precursor al violín de los Beatles. «No existían el rock, ni los futbolistas, y el cine entonces era mudo y no había las estrellas que ahora hay. Quiroga fue un ídolo absoluto», dice el escritor Rodrigo Cota. Su éxito fue brutal y cuando cruza Estados Unidos de concierto en concierto se fabrican a su paso corbatas y mecheros con su nombre. De entonces sobrevive su imagen legendaria: la de un hermoso moreno de melena furiosa que posa como un ídolo, envuelto en luces y misterio, como un artista que se equilibra con su leyenda. Adoraba las cámaras y la fama, desafiaba a los fotógrafos mirándolos fijamente como un siglo después haría, rodeado de cientos de cámaras en el aeropuerto, David Beckham: uno a uno, con la intensidad propia de quien requiere para sí los honores del mundo. «Lejos quedaban aquellos años de burla y chirigota en los que unos desaprensivos, aprovechando la muerte de Sarasate, enviaran al padre de Quiroga un telegrama comunicándole que el gran violinista había dejado en herencia su Stradivarius a Manolito», escribe Fernando Otero Urtaza, autor del libro Un violín olvidado.
Son años de tumulto y locura que se abrieron con el recibimiento que la ciudad hizo de aquel joven que conquistó París contra pronóstico. Llegó de allí el 21 de junio de 1911. Media hora antes de que se anunciase el tren echaron el cierre todos los comercios de Pontevedra y se paró la actividad laboral. Quiroga se encontró en la estación los andenes abarrotados, la banda de música y bombas de palenque. No lo dejaron ni bajar: lo levantaron a hombros como un torero y cruzaron la ciudad en medio de balcones llenos de gente que lo vitorearon hasta llegar a su casa, en cuya calle se había instalado un arco del triunfo; lo depositaron en el portal entre ovaciones fervorosas y alocadas, pues en aquellos hombros juveniles, en aquellas manos privilegiadas y aquel cuerpo enjuto se reunía la gloria de una ciudad pequeña y orgullosa, desatada por un triunfo similar al de una Copa del Mundo; habían puesto en él su confianza desde que deslumbró al público del Café Moderno con quince años, le habían subvencionado una beca para seguir sus estudios en Madrid, y lo tenían de vuelta apenas cuatro años después convertido en príncipe.
El hijo de don José no se lo acabó de creer nunca, y en su ingente correspondencia, que guarda como oro en paño la descendiente encargada de velar por su legado, Milagros Bará, casi se pueden palpar sus dudas e inquietudes («¿seré tan bueno?»), y se refleja en sus palabras el yo inseguro de quien se sabe alzado por una fuerza superior. «Él se sabía muy bueno, pero se lo recordaba a sí mismo, como si no lo tuviese claro, y llegaba a preguntárselo. Hay cartas que parecen estar dirigidas a sí mismo». Solo en su debut en América, en el hipódromo de Nueva York, reunió a cinco mil personas, un número que escandalizó a los puristas. El columnista Colgate Baker dio su opinión en The New York Rewiew: «La idea de un nuevo virtuoso del violín realizando su debut en el monstruoso hipódromo delante de cinco mil personas fue, según los agentes musicales y la camarilla de Carnegie Hill, absurdo. Pero esos diletantes han recibido una lección de talento que recordarán largamente (…) En vez de tocar para una pequeña audiencia compuesta exclusivamente de devotos de la música él tocó para el público real y el resultado fue aquel entusiasmo, las aclamaciones de un público de medio millar de personas que le siguieron a su hotel después de la actuación».
Fue allí donde el New York Times logró las declaraciones del violinista y compositor austriaco Fritz Kreisler: «Después de esto no me atreveré a tocar mis obras». Una leyenda, Mischa Elman, dejó de tocar siete meses. Frecuentó cortes y salones presidenciales en todo el mundo con sus primeros conciertos en Europa. Mientras viajaba no dejó de escribir y de aderezar sus cartas con dibujos, pues era un pintor notable y un escritor de nivel tanto por su prosa como, sobre todo, por la ilustración de sus encuentros con figuras de todo pelaje y condición que se acercaban a él, epicentro de élites, muchas veces ensimismado, estudiante violento de la composición y las partituras.
En San Sebastián, donde ofreció una serie de conciertos, coincidió con Joaquín Sorolla. Allí el pintor llevaba meses encargándose de unos murales. Le prometió a Quiroga un retrato que nunca se llegó a hacer. En París trató a dos exiliados rusos de condición extravagante; el compositor Igor Stravinsky y el príncipe Youssopoff, asesino de Rasputín. Con este compartió varias cenas. «Vive con su princesa en un hotelito de Bois. Ella tiene el célebre collar de perlas negras valuado en seis millones de pesetas». Fernando Otero Urtaza rescata en su libro la narración del propio Quiroga del asesinato de Rasputín a manos de su amigo. Tras darle unos pasteles envenenados y no conseguir el menor efecto, fue a por un revólver y lo acribilló a tiros. «Bajó y ya perdida la serenidad, hizo varios disparos desordenados sobre el monje, que cayó sangrando. Entraron todos entonces y llevaron el cuerpo de Rasputine a un automóvil para echarlo al río; cuando llegaron a la orilla, aún Rasputine vivía. Y cayó finalmente sobre un bloque de hielo desde donde lanzaba aún alaridos de muerte. El bloque al deshelarse se lo fue tragando lentamente. ¡Oh!, se podría hacer un gran libro con todo esto, ¿n’est ce pas?».
El violinista era desenfadado y sociable. Estuvo casado con Marta Leman, una pianista de fama internacional que tuvo una gran trascendencia en su vida desde el principio, cuando ayudó a Quiroga en los primeros tiempos de París; tras pasar penurias y enfermedades, la rica Leman le dio protección y lo puso en contacto con algunas de las familias millonarias amigas de la suya. El histórico triunfo de Quiroga en París, acompañado por el de Leman al piano, fue celebrado entre esos círculos como propio. Con ella acabaría casándose en 1915. Era una judía francesa que aparcó su carrera para seguirlo a él. Se acabaron separando y la mujer falleció antes que Quiroga. Se creyó algún tiempo que fue en un campo de concentración, pero las investigaciones de Milagros Bará y Javier Bará Temes a través de Sophie Lévy, responsable de los archivos del Conservatorio de París, dieron como resultado el lugar y la fecha de su fallecimiento: Garches (Seine-et-Oise) el 1 de mayo de 1953.
«Él tenía un humor tremendo», dice Milagros Bará entre carpetas en las que guarda parte de la documentación privada de la familia que no fue cedida al Museo de Pontevedra, donde está la mayor parte. Bará está digitalizando ahora la correspondencia de Manuel Quiroga. En una de las cartas Quiroga advierte a sus padres de que días atrás fue operado de apendicitis: «A dos princesitas rusas les abrieron el preciosísimo vientre para sacar otras preciosísimas tripas. Yo considero el mío no menos precioso que el de un príncipe, pues ya aquí me llaman el príncipe del violín (…) ¿Te acuerdas de que ya el año pasado no me encontraba bien? Dicen que es la enfermedad de moda. El Kaiser y el rey de Inglaterra pasaron por ello, es una moda elegante».
Entre sus quejas está la del transporte y la dificultad de trasladarse a Galicia. Tenía manías con sus manos, tal que tocar con cuidado o aprensión cosas que hubiesen sido tocadas antes, como los pomos de las puertas. «Él era tan mundano, tan normal, tan de Pontevedriña, que no se creía el éxito que tenía», dice Bará. De familia bien, de lo que se ha dado en llamar de Pontevedra de toda la vida, el chico de los Quiroga vivía en vacaciones acomodado en una pandilla de jóvenes que pasaba veranos ociosos y tranquilos. A ellos les gustaba volver cuando tenía un hueco.
Ya entonces se podía contemplar Quiroga no solo en las admiraciones de sus excéntricos admiradores que lo seguían en procesión sino también en cuadros y bustos, y la calle Comercio ya no era tal, sino calle Manuel Quiroga; se le puso el nombre cuando tenía veintiséis años. También había sido tentado por la política, una constante en su vida. Lo relató magistralmente un amigo suyo, Francisco Camba, hermano del periodista Julio, con quien coincidió de vuelta a Galicia en tren desde Madrid cuando el violinista le contó lo que llamó «emboscada». Quiroga fue invitado a dar un concierto en casa de un conde catalán. Pero al llegar allí nadie le pidió que tocase. Estaban, entre otros, Francesc Cambó y Joan Ventosa. «Todo lo que se hizo allí fue preguntarle sobre los efectos de ese violín en el alma huraña de sus paisanos. ¿Era verdad que los gallegos se entusiasmaban como nunca al oírle? ¿Lo era que le acompañaban, vitoreándole después de cada concierto? ¿Mentían los informes al decir que cuando llegaba a Galicia el pueblo entero acudía a esperarle y le llevaba en hombros?». Quiroga asentía tímidamente hasta que Cambó estalló: «Pues entonces está usted en la obligación de hacerse político, de ingresar en las filas del regionalismo gallego… Usted, con esa influencia en las multitudes de su tierra, puede sernos muy útil». Quiroga, tras desechar educadamente cualquier propuesta, contestó: «Si como gallego tengo alguna aspiración secreta, es la de ser una especie de mirlo».
Pese a todo tuvo la simpatía de gente como Losada Diéguez o Antón Villar Ponte, que le dedicaron textos (el de este último mezcla una inflamada sensibilidad por la lengua y el fervor imperialista), y la amistad de Castelao, que lo dibujó en varias ocasiones. Con el intelectual de Rianxo, el faro del nacionalismo gallego y autor de Sempre en Galiza, comparte tertulia en la actualidad en la plaza de San Xosé, junto a las esculturas de Alexandre Bóveda, Carlos Casares, Ramón Cabanillas y Valentín Paz-Andrade. La de Quiroga es la más maltratada por los borrachos, que ya le han roto el arco del violín varias veces. Pese a todo, esto no es lo que más molesta a Rodrigo Cota: «Lo podían haber sentado con los de la tertulia, porque ahí de pie, con el violín, parece que se está dedicando a amenizarles la tarde ante de pedirles unas monedas».
En ese tiempo en el que recibió el canto de sirenas de la política tocaba con un Guadagnini suyo y un Stradivarius que le dejó la viuda de Joachim Reifenberg. Atrás estaban los años en los que recibió de manos de Ramón Mugartegui el primer lujoso violín que tuvo en su vida: un Amati de 1862 que había pertenecido a Francisco Javier Mugartegui, a quien se lo regaló Isabel II. Fue antes de su presentación en sociedad en Pontevedra, el 3 de agosto de 1906. Tres meses antes conoció de manera muy particular a Alfonso XIII. Estaba asomado al balcón de su piso en Madrid viendo el paso de los reyes el día de su boda. «Como era pequeño —tenía catorce años— me agaché para ver mejor por entre los hierros del balcón. A los pocos minutos estallaba la bomba y moría decapitada una mujer que había pasado a ocupar mi sitio. ¡Aquello fue horrible, horrible!». El artefacto se tiró desde el cuarto de al lado. Sin el niño saberlo, en aquel piso, separado por un tabique, Mateo Morral hizo la bomba. Murieron treinta personas. Quiroga enviaría una postal a su familia después de un tiempo en la que se reproduce una fotografía del atentado, y sobre el humo blanco del impacto de la bomba dibuja unos muñequitos saltando, víctimas de la explosión. Era un crío: pide en esa postal a su hermano quince pesetas para «unas medias preciosas de foot-ball». Quince años después, la pareja de novios objeto de aquel atentado reclamó en sus salones la presencia de Quiroga. Se ganó tanto el cariño y la protección del rey Alfonso XIII que este intervino cuando el violinista fue detenido en Austria en medio de la Gran Guerra y le permitió salir de Europa para ir al encuentro de su primera gira en América.
Al rey también puede deberse la decisión posterior de Quiroga de simpatizar con el bando franquista durante la guerra civil. El biógrafo Otero Urtaza atribuye esta inclinación a la esperanza de que regresase la monarquía. Lo hizo, pero Quiroga murió mucho antes. La estrella y el fulgor desaparecieron lentamente después del 8 de junio de 1937, cuando Quiroga cuenta con cuarenta y seis años y acaba de recibir el reconocimiento más grande que se le pueda hacer a un extranjero en Francia: Caballero de la Legión de Honor. Ese día, ya sin rastro de la agitada melena de juventud, que se despobló en apenas un ramillete de meses, Quiroga despidió a su íntimo Iturbe en Welfare Island, en Nueva York, y se encaminó hacia su hotel cuando fue arrollado por un coche.
El violinista fue herido de gravedad. La rehabilitación fue tortuosa y jamás pudo recuperar la movilidad de su brazo izquierdo. Ya no estaba con Leman, sino con Gigi, María Galvani («la Galvani», como la llamaba la familia), una mujer casada con el director de una orquesta al que abandonó para embarcarse con el gallego a España. La fortuna de la edad de oro había sido mermada por representantes y malos contratos, y el resto lo fatigó buscando una recuperación total que no llegó; sí subió el violín a los brazos e interpretó de nuevo, pero un día, al querer alcanzar un libro, el brazo no le respondió. A la habitación de un hospital de Madrid llegó uno de sus hermanos para llevarlo a Pontevedra, y de camino desempeñó lo que pudo de los numerosos objetos de valor y obras de arte que Quiroga había dejado allí para seguir pagándose tratamientos y remedios en el esfuerzo nostálgico de repetir el pasado, de recuperar el fulgor de la música y la luz de los focos.
Se echó a la caricatura, pues era un excelente caricaturista que ya publicaba de joven en los diarios europeos, al dibujo y a la composición, pero era la ejecución, la interpretación de su violín lo que le daba vida. Entre los años cuarenta y sesenta su deterioro fue progresivo. Cuenta el escritor Arturo Ruibal que a Pontevedra llegó tumbado en un carruaje, pues no se podía mover, y tratando de no ser visto en esas condiciones. Le detectaron una astenia cerebral. Ya entonces, sin su violín, en la casa familiar donde hoy adorna una placa, había remitido su fama, como la de cualquier estrella que desaparece de un día para otro. Murió el 19 de abril de 1961. En una de sus últimas imágenes está sentado en la playa de Portocelo con gesto de hombre atrofiado, ligeramente inclinado hacia delante, como desovillándose frente al mar a unos meses de su muerte. La ciudad olvidó a quien fue dueño del mundo.