Durante gran parte de su vida, a Pirandello le seducía la idea de que su familia pudiera no ser su familia, fantaseando con haber sido cambiado de cuna al nacer. Una nodriza aún más fantasiosa acabó de arraigar la duda en él para siempre. En accesos de egolatría entre infantil y suicida, percibía su yo —precisamente el dramaturgo de la búsqueda del yo— menos mundano y más espiritual que el de la familia en la que había dado a nacer, un clan siciliano de costumbres atávicas. Sicilia le parecía una tierra demasiado confusa y tradicionalista para ser la suya, y llevó la broma del hijo cambiado tan lejos que escribió una obra que aún está por descubrir para el gran público: esa Fábula del hijo cambiado que ha sido cegada por el brillo rutilante de Seis personajes en busca de autor. Pirandello bromeó con el tema como una persona tan seria como él lo podía hacer: produciendo una gran obra a partir de una simple sospecha. Muchos años más tarde, Andrea Camilleri también se sintió atraído por el juego de Pirandello y por eso llamó a su pseudobiografía del dramaturgo siciliano Biografia del figlio cambiato.
Pirandello realizó estudios en Alemania, en la universidad de Bonn, y también se cuenta que siempre que podía se hacía pasar por alemán, algo que era medianamente creíble por sus facciones (rubio del color de la paja y ojos azules). A favor de esa manía suya de definirse como un sujeto cambiado al nacer, tan poco siciliano como se quiera, está su propio teatro: cualquier persona que haya visitado la isla sabe que es exactamente lo contrario del teatro de Pirandello: bullicio, ruido, agolpamiento de identidades, tradición, colores, polvo, gritos y cultura. Nada que ver con la asepsia de sus textos, más propia de un quirófano que de un escenario. Pirandello llevó el teatro contemporáneo a la sala de operaciones, diseccionando el yo de cada uno de nosotros —esa especie de yo colectivo que nadie sabe lo que es hasta que un gran artista te lo muestra— y ofreciéndolo en su mínima esencia.
Gustaba de definirse a sí mismo como «hijo del caos», haciendo un sencillo juego de palabras a partir de la anécdota de que Caos es el nombre de la localidad en la que nació. Siempre se refirió a la mansión familiar como «la casa del caos», algo que cobra un significado casi cósmico si uno conoce su literatura. No cesaba de repetir que el grave problema de entendimiento con su entorno provenía del hecho de que él «era un tipo de sangre fría en una familia de sangre caliente.» Su mayor venganza contra ese ambiente en el que no creía encajar, y contra la propia Italia como idea colectiva, fue su obra: aportó a la historia de la literatura italiana una igualación y universalización del personaje que fulminaría la visión italianizante del mundo que era tan habitual en sus letras. Ese afán por encontrar una voz universal que se sitúe por encima de toda tradición le convierte en uno de los primeros dramaturgos verdaderamente modernos. Fue una constante en su vida que el azar provocase a su talento: solamente consiguió estudios superiores porque su padre quiso alejarle de un romance de juventud que la familia juzgaba inapropiado; cuanto más se sentía atraído por la pobreza, más pobre se volvía su entorno; en el momento en el que más se interesaba por los caminos retorcidos de la locura, su familia se derrumbaba en la demencia.
Su biografía juvenil parece seguir el esquema de una novela de Alejandro Dumas: se cuenta que siendo un adolescente supo que su padre —un donjuán déspota y dominante, que aplastaba a la familia apoyado en las costumbres medievales que seguían imperando en la isla— mantenía relaciones adúlteras con una de sus sobrinas. Sin pensárselo dos veces, el joven Luigi decidió acudir al lugar en el que se citaban y esperar a su padre. Los encuentros adúlteros tenían lugar entre los muros de un convento del que era abadesa una hermana de su progenitor (¿puede haber un entorno más romántico, en el sentido byroniano del término, para una cita?). Al descubrir quién le aguardaba, el padre no acudió al lugar. El joven Pirandello, ciego de ira, se abalanzó hacia la chica que esperaba a su padre y le escupió en la cara. Algunos biógrafos no dudan en señalar este episodio como el trauma necesario para que el joven Pirandello perdiera para siempre la inocencia y la confianza en los sentimientos. En aquel momento dejó de creer en el amor, en definitiva.
La atracción incestuosa no parecía exclusiva del padre, sin embargo: el propio Luigi Pirandello comenzó un romance con una prima llamada Linuccia que preocupó tanto a la familia del futuro dramaturgo que decidieron que el joven escritor continuara sus estudios primero en Roma y después en Bonn, con la única intención de alejarle de ella durante un tiempo. El plan funcionó, porque allí conoció al que, se dice, fue su único amor sereno: una bella alemana llamada Jenny Schulz-Lander con la que mantuvo su relación más libre y pura, un amor de persona a persona sin que nadie de su entorno pensara en dotes, ni acuerdos, ni matrimonios de conveniencia. Merece la pena leer sus cartas de la época. A los requerimientos de que volviese a suelo alemán por parte de Jenny Schulz-Lander, un Pirandello que ya soñaba con el amor de la literatura y no con el de las personas respondió: «La pasión por el arte me ha hecho preso y me posee. Ya tengo, como cualquier buen poeta del siglo XIV, una amante ideal: el Arte. Y lo amo como si fuera una persona viva, me angustio por él, le llamo, le suplico, lo siento cuando él, después de haberme humillado, me concede su gracia».
Lo que he contado hasta ahora justifica la formación de esa fuerza entre sentimental y trágica que movía al autor cuando trabajaba lo mejor de su legado. Pero el segundo gran ingrediente de su obra, la locura, lo tomaría de todo lo que vendrá después. Pirandello no se casó finalmente ni con su prima ni con la chica alemana que tanto le echaba de menos, sino que sucumbió a las tradiciones de aquella Sicilia anclada en el pasado y los intereses y se dejó conducir por su padre a una boda de conveniencia con la hija de uno de los socios capitalistas del negocio familiar, a quien apenas conocía.
Con ella entró en contacto con la esencia del desequilibrio en su propia persona y, sobre todo, supo a través de su esposa de la energía poderosa y perturbadora de la demencia. Esto escribió a su mujer al poco de casados: «En mí hay dos personas. Tú ya conoces una; la otra, ni siquiera la conozco yo bien. Se puede decir que estoy hecho de un gran yo y un pequeño yo: estos dos señores siempre andan en guerra el uno con el otro. ¿A cuál de los dos amarás más? En eso va a consistir el secreto de nuestra felicidad». Una gran crisis económica de la familia disparó la locura de Antonietta, su mujer, que ya jamás se recuperó. Los primeros años de su demencia permanecía en casa, presa de unos celos enfermizos. Primero dirigía sus temores hacia cualquier amenaza exterior: cada ida y venida de Luigi era una excusa para una crisis. A partir de 1915, la cuestión se hizo más grave, cuando Antonietta olvidó las rivales exteriores y desarrolló la misma obsesión de celos hacia su propia hija, Lietta. En 1918 llegó a decir a Pirandello que tenía que elegir entre su hija o ella, ya que su paranoia le hacía ver una relación incestuosa entre ambos. Al oír aquello, Lietta quiso suicidarse primero con una antigua pistola —que se encasquilló, de nuevo un recurso más que novelesco en la biografía de Pirandello—, y después arrojándose al Tíber. Por fortuna, un vecino la encontró en la calle y supo calmarla. Antonietta fue recluida en una clínica psiquiátrica en 1924, de la que ya no salió viva.
Curiosamente, las grandes obras de Pirandello se escribieron en aquellos años de contacto con la locura y el caos: Seis personajes en busca de autor, Enrique IV, Cada uno a su manera. Así de misteriosas e inexplicables son las mentes de los creadores y las calderas de la creación. El suicido y la locura están presentes en buena parte de las piezas de esta época, porque cuando el autor verdadero escribe, lo hace arrancando la alegría y el dolor de su propia biografía.
Todavía hubo un amor más en la vida de Luigi Pirandello. Cuando ya era un hombre de casi sesenta años, conoció a una bella actriz de veinticinco para la que escribió un buen número de obras, aunque no las mejores. Se llamaba Marta Abba, y se cree que aquello no pasó de un amor platónico de senectud. El maestro se contentaba con escribir mientras contemplaba a la intérprete semidesnuda, recostada sobre un diván. Ella llegó a triunfar en Broadway, para abandonar poco después su carrera en Estados Unidos y vivir una vida alejada de casi todo de vuelta a Italia.
En las luces de la carrera de Pirandello está el Nobel que recibió en 1934 y esas obras universales que deberían celebrarse y representarse más. Además, no podemos pensar solamente en su teatro: no es ninguna exageración decir que en la deliciosa novela El difunto Matías Pascal ya está el realismo mágico. En el terreno de sombra está la gran mancha de Pirandello, algo mucho más grave que su miedo a ser un niño cambiado en la cuna. Me refiero a su adhesión al fascismo italiano en los años veinte. Pidió entrar en el partido en 1924, y fue nombrado por Mussolini presidente de la Academia Italiana.
Pirandello tardó mucho en encajar cuál era el lugar que Sicilia ocupaba en su vida. Descansó cuando se dio cuenta de que su conocimiento de la isla y de sus gentes no era una carga inútil, sino que le ofrecía el contacto con un microcosmos que después solamente tenía que agrandar para completar su aspiración de alcanzar los tipos universales. Tardó en ver lo que cualquier viajero en la isla percibe: que Sicilia es la esencia del ser humano, solo que una esencia ruidosa y desordenada, como si se tratase de una maqueta caprichosa e imperfecta de todo lo humano, impregnada de una tierra que siempre bascula —por los siglos de los siglos— entre la eternidad y la miseria. Italia tardó bastante más en entender a Luigi Pirandello. En el estreno en Roma de Seis personajes en busca de autor, la obra fue unánimemente rechazada al grito de «¡Bufón», «¡Al psiquiátrico!» y cosas parecidas. Tuvo que ser París quien supiera escuchar la voz de su teatro y darle un reconocimiento.
La casa natal de Pirandello es ahora un museo, en el que uno puede encontrar de todo: desde expedientes escolares (no demasiado buenos, no esperaba menos de un premio Nobel) hasta una urna con las cenizas del autor. Por ello ese enorme caserón que se encuentra en la carretera entre Agrigento y Porto Empedocle, aislado como una especie de cárcel agreste, tiene tanto de museo como de mausoleo. En mi única visita al lugar, recuerdo la casa custodiada por uno de esos grandes pinos italianos que han visto pasar la historia de Europa, pero me dicen que ya no está, que se secó por el descuido de quien tenía que ocuparse de él y por la acción de la propia aridez de la isla. No fui yo el único que se fijó en aquel pino y sintió que era una especie de símbolo de aquella casa. Me cuenta un amigo siciliano bien informado y mal pensante (como todo el que esté bien informado) que algún cerebro local ha pensado sustituir el gran árbol que era centinela eterno de la casa del caos por uno de plástico. No me extraña nada. Pirandello, con su teatro imposible, con sus novelas de venganza contra la realidad, anunció la modernidad y aún la posmodernidad. Y ya se sabe que en la sociedad moderna nada es real. Todo tiene un repuesto plástico.
Pingback: Una cuna en Sicilia
«bullicio, ruido, agolpamiento de identidades, tradición, colores, polvo, gritos y cultura». Una buena definición de Sicilia.
Uno de los atractivos de la isla es el hecho de poseer restos griegos, bizantinos, romanos, venecianos, en fin, una gran variedad. Y es que, basta con mirar un atlas para comprobar como está cerca de Europa, pero nada lejos de Africa y de Asia. Por allí han debido pasar toda clase de pueblos.
¡Gracias!