La cultura pop debería reflejar las vidas de su gente en toda su vitalidad, dificultad y caos, no los enrarecidos intereses de unos pocos. Stuart Maconie, New Statesman.
¿Tendrían éxito hoy Oasis, cuando la música pop ha sido colonizada por pijos y patéticos? Titular en el Daily Telegraph.
Contemplando el desarrollo de la industria discográfica estadounidense durante el siglo XX, un aspecto llama mucho la atención: la importancia de la cuestión racial. La distinción entre música «blanca» y música «negra». Aunque a los músicos solía importarles poco la diferencia, la crítica y el público asumían la separación como algo natural. Era, a fin de cuentas, la manifestación del apartheid que existió durante muchas décadas en aquel país y de la fractura social que continúa existiendo. En EE. UU. se confeccionaban listas de éxitos cuya discriminación, teóricamente estilística (por ejemplo, country frente a rhythm & blues), era un mal disimulado reflejo de esa división racial. Incluso había compañías discográficas negras, como Chess Records, Motown o Stax, que grababan a artistas negros para un público negro. No sucedía lo mismo en el Reino Unido. Sus industrias radiofónica y discográfica han crecido mamando del seno estadounidense; siempre han escuchado e imitado a sus primos transatlánticos, pero sin estar tan obsesionados con el color de piel. No porque en el Reino Unido no hubiese racismo —desgraciadamente lo hay en todas partes— pero desde luego no se manifestaba con los mismos niveles de paroxismo. En las islas, un músico era un músico. Y si procedía de América y era negro, mejor, porque parecía incluso más respetable y auténtico a ojos del público.
Pero si bien en su música no tiene mucho peso la raza, sí lo tiene la cuestión de la clase social. Desde que los británicos empezaron a imitar el rock estadounidense y se produjo la british invasion liderada por los Beatles, se puso de manifiesto que en aquellos grupos emergentes había muchos individuos de clase trabajadora o clase baja. Los propios Beatles procedían de los barrios populares de una ciudad portuaria como Liverpool. Ni siquiera John Lennon, de quien sus tres compañeros decían que procedía de un entorno más confortable que ellos, podía ser considerado de auténtica clase media. Había excepciones. El líder de The Who, Pete Townshend, procedía de la clase media, pero Keith Moon o Roger Daltrey habían crecido en un entorno socioeconómico bastante más desfavorecido. Daltrey, de hecho, trabajó en la metalurgia siendo muy joven, antes de que el grupo tuviese éxito. Exactamente igual que Tony Iommi, fundador de Black Sabbath, que como sabemos se cortó las yemas de los dedos con una máquina industrial cuando era un adolescente, teniendo que aprender a tocar la guitarra usando prótesis de plástico. Son solamente algunos ejemplos, pero en el rock británico predominaba la clase proletaria.
Dado que muchos músicos (blancos) estadounidenses proyectaban la impresión —no siempre cierta, todo sea dicho— de haber crecido rodeados de mayores comodidades en un país mucho más próspero, las bandas británicas terminaron adquiriendo una fuerte conciencia de clase. En su filosofía había mucho de descontento. El cantante de Black Sabbath, Ozzy Osbourne, resumió el desencanto de la juventud proletaria británica mediante una cita lapidaria sobre la poco halagüeña existencia que habían conocido en su ciudad natal: «Birmingham es un mal chiste en mitad de Inglaterra». Las temáticas del rock inglés podían ser menos contraculturales o incluso menos abiertamente políticas que las de sus primos estadounidenses, pero desde luego sí mucho más oscuras, haciendo más hincapié en la falta de perspectivas.
En los EE. UU. la era hippie trajo una música rock en la que había un mensaje de decepción, sí, pero también de activismo y hasta de revolución. En definitiva, una demanda constructiva de cambio y un impulso de ir hacia adelante muy propios del espíritu estadounidense. En el rock británico, en cambio, primaba el cinismo. ¿Para qué reclamar cambios constructivos, si sabemos que no se van a producir? Mejor abandonarse al hedonismo tabernario, con himnos en la mejor tradición cervecera como los de Slade, o soñar con el desorden como en el punk o el movimiento Oi!, que a finales de los setenta agitaban con más fuerza que nunca la tradicional bandera del orgullo de clase. O la new wave of british heavy metal, cuyo mensaje social y político no era tan exagerado pero que también se caracterizaba por su naturaleza proletaria. Aquellas bandas punk o heavy británicas se parecían a sus homólogas estadounidenses en lo musical, pero su mensaje era mucho más crudo, incluso más ofensivo. Esta agresividad era una novedad británica que los estadounidenses adoptarían más por mimetismo que por verdadera identificación, aunque hubo rincones de América donde sí tocaba la fibra: el punk inglés fue muy bien admitido en las comunidades afroamericanas, aunque casi de inmediato el impulso combativo fue recogido por otro estilo, el hip hop, que hundía más sus raíces en la identidad negra. Aun así, no deja de resultar significativo cómo muchos jóvenes negros estadounidenses se sintieron identificados con el mensaje de unos británicos que estaban a miles de kilómetros de distancia y que, no lo olvidemos, eran mayoritariamente blancos. La conciencia de clase tiene lazos muy poderosos.
En resumen, todo el revuelo causado por el punk o el british heavy metal a finales de los setenta y principios de los ochenta no era más que la exacerbación de una tradición: el rock y el pop británicos no podían entenderse sin la clase obrera. El negocio musical era una buena salida para aquellos chavales que tuviesen talento y estuviesen dispuestos a pelear por ello, ante la alternativa de continuar malviviendo en sus barrios a base de empleos horribles y mal pagados. Esa afición a la música los juntaba sin traumas con otros jóvenes de clase media, que quizá tenían un porvenir profesional más apetecible pero que lo cambiaban por su vocación artística. Entre todos ellos realizaban una música cuyo mensaje, generalmente progresista, los representaba a todos; a los primeros, porque habían conocido en sus carnes los efectos de las desigualdades. A los segundos, porque su sensibilidad los inclinaba a simpatizar y solidarizarse con quienes habían tenido menos suerte que ellos.
Esta bandera proletaria no necesariamente implicaba un mensaje político extremo. A los grupos británicos con conciencia social les importaba poco que Elvis Presley tuviese un Cadillac rosa y una fuente de la que manaba Pepsi-Cola. Elvis era un chico de familia pobre que se había hecho rico y famoso. Bien por él. Ellos querían lo mismo y en caso de obtenerlo, pocos se permitirían olvidar sus orígenes. ¿Era una paradoja que John Lennon tuviese mansiones y fuese un izquierdista que escribiese canciones como «Working Class Hero»? Solo los más maniqueístas lo veían así. Joe Strummer, de The Clash, era hijo de un diplomático y había recibido una exquisita educación privada. Pero uno puede ser de clase media, ganar aún más dinero con la venta de discos y seguir denunciando las desigualdades del mundo.
La música pop necesita a héroes de clase trabajadora, no a James Blunt. Titular en el Sunday Times.
Pero esa tradición empezó a tambalearse con el cambio de siglo. Por una vez no podemos culpar de los males a la prensa musical británica, que no tenía grandes motivos para hacer de la cuestión social un tema candente. Es verdad que durante los años ochenta la crítica musical del Reino Unido fue volviéndose cada vez más esnob, pero nunca pretendió cambiar la visión proletaria imperante en el mundillo de la música popular. La crítica estaba más preocupada por adoptar una pose chovinista frente a los primos americanos: de repente, el rock empezó a ser mal visto, o al menos una buena parte de él. Era algo demasiado americano o, lo que es lo mismo, demasiado poco sofisticado. En cambio, el pop era el estándar con el que debían medirse las cosas. Sí, tal vez no son más que etiquetas, pero fueron adoptadas con firmeza y, durante los ochenta, el legado de grandes bandas de rock, incluso las británicas como Led Zeppelin o Deep Purple, era menospreciado como una ruina del pasado, no hablemos ya de la displicencia con la que los críticos trataban a las nuevas bandas de rock americanas.
Esta es una pose que se ha impuesto, quién sabe si para siempre, en la prensa musical británica (y en la de otros países como España) pero cabe insistir en que es una pose más relacionada con el estilo que con el asunto social. De hecho, esa misma crítica esnob que menospreciaba el rock más convencional por ser cosa de paletos, ensalzaba estilos como el punk, aplaudiendo sus reivindicaciones proletarias e incluso ennobleciendo sus excesos. Muchos críticos eran de clase media, pero quizá por ello se sentían fascinados hacia las expresiones de marginalidad. Siempre, claro, que esas expresiones viniesen empaquetadas dentro de determinados estilos: Buzzcocks bien, Guns N’ Roses mal. The Cult, según el día. Ese esnobismo y la tendencia amarillista a generar supuestos conflictos entre grupos punteros (¡Oasis contra Blur!) tenía entretenidos a los críticos británicos, pero a pocos les importaba en qué barrio había crecido cada músico, como no fuese a efectos narrativos o metafóricos. La orientación proletaria era un aspecto distintivo del mundillo musical inglés y la crítica lo aceptaba.
El cambio empezó a llegar desde arriba. Esto es, desde las propias compañías discográficas. Fue un cambio inadvertido, gradual, pero asombrosamente imparable. Las bandas de origen total o parcialmente proletario empezaron a desaparecer de los puestos privilegiados de los catálogos de la industria. Mientras en el mundillo rapero de los Estados Unidos la marginalidad era un reclamo comercial importante, importando casi más el aspecto gangsta de un nuevo artista que su talento, en el Reino Unido empezó a suceder algo muy distinto. La industria buscaba artistas de clase media o alta. Y la gente, claro, empezó a darse cuenta. Así se produjo una fractura que cíclicamente revolotea en los titulares de la prensa británica. Y es bien sabido que los medios de aquel país no se andan con academicismos sociológicos, véase aquel titular de la BBC que rezaba «¿Se ha vuelto pijo el pop?», que, podrán comprobar, no es particularmente sutil, pero desde luego va directamente al grano.
En el texto de aquel artículo se citaba a Pete Waterman, productor británico con más de veinte números uno en su discografía, quien se quejaba amargamente de los nuevos usos. Recordaba que durante sus años de gloria como productor —los ochenta— las discográficas elegían a los músicos por su competencia musical, mientras que en el nuevo siglo «miran el currículum y no los contratan si no tienen educación universitaria. Punto». Lo cual significa, casi siempre, proceder de una familia acomodada que pueda pagar esa carrera universitaria. También buceaba en el asunto un artículo de la revista musical The Word, publicado en 2010, que tomaba la lista de los cuarenta principales éxitos de aquel año y la comparaba con otra lista de éxitos de 1990, analizando el origen social de los intérpretes británicos. En ese periodo las cosas habían cambiado mucho. En 1990, más del 80 % de los artistas de éxito habían recibido educación en colegios públicos, lo cual se corresponde bien con la distribución de la población británica, donde el porcentaje es del 93 %. Veinte años más tarde, sin embargo, la proporción de artistas exitosos que había asistido a escuelas privadas había crecido enormemente, hasta no parecerse nada a la población británica de base y convertirse prácticamente en la norma.
Músicos de origen proletario tan famosos como Paul Weller o los hermanos Gallagher de Oasis empezaron a manifestarse al respecto. Noel Gallagher, muy particularmente, actúa casi como portavoz oficial del orgullo proletario en el mundillo musical de las islas y no se priva de citar nombres de bandas que considera demasiado «pijas» o de otras bandas que, no siéndolo, han hecho poco por apoyar la causa proletaria. Sandie Shaw, una cantante que en los años sesenta obtuvo bastante éxito y a la que se conoció como «la princesa descalza del pop», denunció el asunto en 2013 ante una comisión del Parlamento. Dijo que «los artistas son meros títeres» porque «salvo que tengan una familia rica que los apoye, se tienen que agarrar a cualquier cosa que se les ofrezca». La música, no lo olvidemos, es una profesión como cualquier otra. No siempre resulta fácil ganarse el pan. Sandie Shaw no hablaba por hablar, en su juventud supo lo que significa subir desde abajo: antes de ser famosa, trabajó en una fábrica de automóviles, incluso compaginando ese empleo con sus primeras sesiones como modelo. En fin, son muchos los músicos y empleados del mundillo que han hablado con desagrado del nuevo estado de cosas.
Podría pensarse que esto es un conflicto ficticio más de los que provocan las revistas musicales de la Pérfida Albión, pero, siendo verdad que les encanta refocilarse con los cruces de declaraciones, hablamos de un problema real, que está ahí y ha sido estadísticamente comprobado. Las cifras hablan por sí mismas y muestran que las discográficas ya no quieren a bandas de clase baja. Cuanto más se parezcan sus nuevos fichajes a grupos de origen acomodado como Coldplay o Mumford & Sons, mejor. Por si fuera poco, la crisis ha barrido a las compañías más pequeñas que sí estaban dispuestas a arriesgar por nuevos talentos proletarios. También han desaparecido muchos clubs y salas de mediana capacidad que los grupos novatos podían utilizar para empezar a captar un público y labrarse una futura carrera. Esto, naturalmente, perjudica más a los grupos de origen humilde, que tienen menos dinero para grabar discos, para promocionarse y para financiarse conciertos y giras. Alguien podría objetar que los músicos proletarios siempre experimentaron esas dificultades iniciales, pero cabría responder que cuando las superaron fue gracias a que las discográficas los descubrieron, los ficharon y les dieron su apoyo financiero. Ahora es mucho peor. Ahora las compañías ya no los quieren. Y eso los deja sin salida.
Pero, ¿cuál es el origen de esto? De haberse mantenido siempre esa política discográfica, nunca hubiesen existido los Beatles. Ni los Beatles ni el 90 % de los grandes músicos que han salido de las islas desde mediados del siglo XX y cuyo peso en la música popular mundial era solamente inferior al de los provenientes de los hegemónicos Estados Unidos. Lo cierto es que las discográficas británicas han descubierto varias cosas. Una, que los grupos de origen acomodado con miembros filtrados en la educación privada son más fáciles de dirigir que las siempre imprevisibles combinaciones de caracteres difíciles que se pueden producir en bandas proletarias como Oasis, ejemplo perfecto de grupo exitoso pero consumido por una combustión interna con raíces en infancias y adolescencias complicadas. Las discográficas también han descubierto la fórmula para ahorrarse el trabajo de buscar talentos debajo de las piedras. Están por ejemplo los concursos televisivos en plan The X Factor (la Operación Triunfo británica), mecanismo ideal para encontrar artistas dóciles y dispuestos a dejarse manejar para obtener el éxito.
Con todo esto, el mensaje reivindicativo tradicional en el pop-rock británico ha desaparecido. Los ejecutivos de las discográficas no podrían sentirse más satisfechos, pero la crítica y el público se muestran perplejos cuando no indignados. La industria musical ha dejado de tener sensibilidad social. Incluso una cantante como Adele, que no proviene de las capas altas de la sociedad británica precisamente, ha terminado adquiriendo un discurso de señorita burguesa, quejándose del 50 % de impuestos que ha de pagar sobre sus cuantiosas ganancias y diciendo que cuando vio el recibo de los impuestos sintió ganas de «comprar una pistola y ponerme a disparar a diestro y siniestro». Probablemente lo dijo en tono jocoso, pero fue una declaración que no sentó nada bien. Demostraba que la cantante está muy lejos de tener un ápice de la conciencia de clase que han mantenido músicos millonarios como los Lennon o los Gallagher. En el diario The Guardian le recordaban a Adele, y no con tono de mucha simpatía, que los Beatles llegaron a pagar un 95 % de impuestos durante las legislaturas de Wilson y Heath (George Harrison también se quejó, pero al menos lo hizo en forma de canción: «Taxman») o que echar pestes de ciertos servicios financiados públicamente («los trenes siempre llegan tarde») no tiene sentido si Adele asegura que ya no puede usar el transporte público a causa de su fama. Esto ha empezado a alienar a muchos de sus fans, quienes obviamente todavía utilizan trenes y también pagan impuestos, solo que en su caso tienen auténticos problemas para llegar a fin de mes. Adele es un ejemplo perfecto de que hoy día incluso artistas de origen modesto han perdido el contacto con el grueso de su público, quien espera escuchar de ellos algún tipo de mensaje de comprensión y aliento, no quejas de millonario.
Todo esto podría parecer mero postureo político, pero varios músicos que hoy son ricos y famosos han hablado de la importancia que tuvo para ellos, en sus difíciles años como niños y adolescentes de barrio, el poder sentirse identificados con los mensajes de sus ídolos musicales. Uno no se sentía alienado escuchando a Police. Ni siquiera a unos David Bowie o Marc Bolan que, pese a su empeño por mostrarse sofisticados y over the top, difícilmente podían ocultar que tampoco provenían de la burguesía acomodada. Los músicos eran un referente para la mayoría desfavorecida. Gente que provenía de abajo y que convertía la música pop —término que obviamente viene de «popular»— en un revulsivo, algo que compensaba el antiguo predominio de las restringidas sensibilidades burguesas sobre otros mercados artísticos. Pero hoy, incluso los críticos más esnob sienten que la música británica ha perdido una esencia fundamental. Como si el cine neorrealista italiano hubiese pasado de repente a contar las vidas de aristócratas y no las vicisitudes de la gente de la calle. Es el desalentador reflejo del mundo en que vivimos, donde de manera ya indisimulada las clases altas han decidido retomar la hegemonía que, suponemos, consideran que nunca debieron perder, incluso en una forma de entretenimiento que lleva el sello de «popular» en su mismo ADN. El Reino Unido, uno de los dos corazones de esa industria antes hecha desde y para el pueblo, ahora se ha quedado sin su mayor vehículo de expresión artística. Es el signo de los tiempos; casi era de prever que sucediese algo así en la era después de Thatcher. Pero nada para ilustrar este asunto como una certísima cita del periodista Rod Liddle. Los periodistas musicales británicos, con todos sus defectos y con toda su afición a la pose, tienen grandes momentos cuando se dejan llevar por arrebatos de un subjetivismo adorablemente prosaico. Porque, recuerden, el que una visión sea subjetiva no necesariamente implica que no haya verdad en ella:
«Usted recordará la canción, creo. “You’re beautiful, you’re beautiful, you’re beautiful, it’s true”. Cantada en una especie de empalagoso y dolorido gimoteo. Goteando como ántrax soluble en todas las radios hace unos nueve o diez años. “Tú, pringado”, puede que usted murmurase al oírla, “ten un poco de autoestima y entereza”. El cantante, por descontado, era James Blunt. Y la canción es lo que sucede cuando las clases medias-altas se involucran en la música popular, en vez de estar gestionando fondos de inversión, despachos de abogados o agencias estatales».
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Emilio de Gorgot = E.J Rodriguez ??
Joder, buen artículo, pero ese último párrafo mentando la dichosa cancioncilla del Blunt me ha dejado un regusto amargo. Coincido con el tal Rod pero ahora la tengo en la cabeza y No. La. So. Por. To!
La verdad sea dicha, cuando un músico me gusta, no me preocupa mucho si proviene de una familia humilde o acomodada. Yo vengo de una familia que mi padre definió en una ocasión como «la franja superior de la clase pobre». Pero en el caso de los artistas siempre me interesó más ver adónde van y no de dónde vienen. Saber que un músico fue pobre puede que haga que le tengas más simpatía, pero en ningún caso hará que te guste más.
No importa de dónde venga el artista, pero si importa su mensaje. Si el mensaje es realista, o es de niño mimado.
Mejor no hablemos de España, donde el pijerío, real o fingido, ha copado todos los canales de la cultura.
con la diferencia de que parece que UK es un buen bastion de criticos y periodistas con un minimo de decencia, y no como los «criticos musicales» en españa que son solo publicidad a nomina fija de las discográficas.
Cada vez que Alejandro Sanz saca un disco solo hay que ver las noticias en tele, radio, los periodistas, los criticos musicales, las radioformulas, etc,.. intentando meterte semejante bosta por la garganta bien adentro.
Y cuando surje un «pobre» como el bustamante te venden un «clase baja prefabricada», la sobada historia de «cualquiera puede triunfar con esfuerzo y talento», que ya cansa por falsa y por idiota
Mira que me gusta Emilio de Gorgot, mira que repelee el pijerio.
Pero no le prohibiria a los pijos grabar canciones, tampoco le diria a la gente que tiene que gustarles, tengo 32 años, asi que se supone que el siglo XXI deberia ser mi periodo musical, aun asi defiendo pocas bandas britanicas de este siglo, Franz Ferdinand, Kaiser Chiefs (sobre todo su primer disco) Libertines, Artic Monkeys, no tengo ni idea de como de desahogada fue su posición economica en sus mocedades, tampoco me da mas,Alex Turner es un genio, con independencia de su cuenta corriente, y los Gallagher serian mucho menos acomodados que el binomio Graham Coxon-Damon Albarn, pero prefiero mil veces a Blur, La culpa Bruto, no es de las estrellas, si no nuestra. Por consumir basura, sin importar de donde proceda.
A los negros yankees les gustaba el punk britanico? I don´t believe it at all. No veo a ningún negro (que pesadez y erróneo el termino afroamericano, si ninguno de ellos ha estado nunca en Africa. Ni ganas que tienen. Lo del origen no me vale) y menos, estadounidense, que le gustasen los Sex Pistols, o los Clash. No, no me lo creo. Mas bien lo contrario.Dirian , «que mierda de ruido es ese», dirian.. No estoy de acuerdo con que era ruido, claro, pero entiendo, dado su gusto musical habitual, y sus influencias ,que ese «ruido» les gustase. Otra cosa es que, de alguna manera, tuviesen cierta «simpatía» por el movimiento punk, por su rebeldia , pero de ahi a gustarle la musica o siquiera la estetica, ni de coña. Cuantos negros ha visto Vd. en conciertos de punk’ en los 70-80 en Inglaterra? y en USA ?. Uno o ninguno. mas bien fueron los punks los que si «admitieron» o les gustaba el ska, reggae jamaicano (obviamente músca negra), pero no al revés…y menos a los yankees.
Sí, es lo mismo que los negros de los años 40, 50 e incluso 60, que si iban a los conciertos de Sinatra era para cachondearse, después de haber asistido a uno de Ray Charles, por ejemplo…
A los Bad Brains, pioneros del harcore punk de USA siempre reconocieron que les encantaban los Sex Pistols y se definían así mismos como «punk rock». Ni más ni menos.
Negros y de USA. Que luego te metían un tema reggae, oks la cabra tira pal monte, pero siendo minoría también habían negros punkys en EEUU.
Y los BAD BRAINS no son una banda cualquiera, ojo. Que están al nivel de lo más granao del punk/harcore americano junto a Black Flag, los primeros Misfits, Flipper, Poison Idea, Circle Jerks o Dead Kennedys entre otros.
De ese mismo grupo iba a hablar en cuanto he leído el comentario de Gondisalvo. Para mí, su disco «Rock for light» es una obra maestra del punk y de la música en general.
A los negros yankees no se, pero conozco de primera mano a un par de negros ingleses a los que en los 90 tanto blancos como otros negros insultaban por la calle por ir de punks. Asi que, como tu dices, yo no me lo creo tampoco.
Y lo de «afroamericano» es tanta chorrada como lo seria decir «euroamericano», que nadie lo usa.
¿Y acaso tú sí estabas en EE.UU. en aquella época para saber con esa jactancia si a los negros les gustaba la música punk o no?
Cómo me vienes con eso?
que se podría decir de los ya citados Bad Brains y los protopunk Death.
Igualmente te invito a que veas la serie Hip Hop Evolution e investigues sobre la escena punk/hip hop de nueva york y cómo organizaban sus eventos, quiénes compartían sus espacios.
Qué se podría decir de esta apropiación de look?
https://www.youtube.com/watch?v=d7rYFW6Tvc4
A lo mejor no es que el rock se haya vuelto pijo sino que sencillamente Coldplay y Adele no son «rock»?
Interesante artículo… para un medio británico. Hubiera sido interesante como todo este cambio ha afectado a nuestro país, tanto a los músicos, como a la crítica, la industria y el público. En los últimos 20 años el tan cacareado «indie» nacional no es sino un reflejo de este creciente pijismo musical importado de las Islas, que alcanza su paroxismo en Benicássim o en el primavera Sound. Mientras, el rock español que siempre ha gozado de buena salud, y sigue teniendo su público, es denostado por toda la modernez que escribe y comenta en los medios, incluida también y muy especialmente Jotdown, que solo los saca en plan nostálgico.
Maldición, una de los momentos de los que me arrepiento en la vida fue de ese en el que pensé, bah devuelvo el libro (el que bautiza al anterior comentarista) lo devuelvo porque me ha molado mucho y me lo compro pa mi, y no hay puta forma de encontrarlo en ningún lado.
Yo es que tampoco esperaría gran cosa del rock mainstream británico. Siempre lo he visto muy amanerado y almibarado. Incluso cuando salen bandas más o menos respetables como Blur. Si uno escarba un pelín, se encuentra bandas como Sleaford Mods, que no disfrazan precisamente su acento y no tienen un estilo dulce y delicado. O Savages, que nada tienen que ver con esa imagen empalagosa de Adele ni saldrán en la banda sonora de ningún James Bond o cualquier adaptación cinematográfica de JK Rowling.
Bueno, los Rolling Stones abandonaron Inglaterra para instalarse en el sur de Francia por un tema de impuestos, todos ellos de clase baja, creo
¡Gracias!