Después de tu primer día de andar en bicicleta soñar es inevitable. Un recuerdo del movimiento permanece en los músculos de tus piernas, y vuelta tras vuelta, parecen desvanecerse. The Wheels of Chance (1895), de H. G. Wells.
Hay cosas que nunca se olvidan, como el momento en el que nos dimos cuenta de que nuestros seres queridos nos podían mentir a la cara: «No te preocupes, no te suelto. De verdad, confía en mí. No te soltaré. Tú pedalea y mira hacia delante». Y a los diez segundos de decir estas palabras te habían abandonado a tu suerte pedaleando en una máquina potencialmente letal. Pero contra todo pronóstico, a pesar de las lágrimas de impotencia que en ocasiones bañaban nuestros rostros, conseguíamos mantener el equilibrio. Todo un logro, aunque convendremos que no debe ser tan difícil andar en bicicleta si aprendemos cuando somos pequeños. No obstante, si lo observamos con un poco de detenimiento, a priori parece una tarea casi imposible: es un vehículo en apariencia muy inestable; no hay manera de mantenerlo en pie cuando está parado si no contamos con un tercer punto de apoyo. No debería extrañarnos tanto puesto que el contacto del neumático con el suelo es mínimo, de entre dos y diecisiete centímetros cuadrados de superficie en función de si estamos hablando de una bici de carretera o de una de montaña, respectivamente. Es decir, es como si intentáramos mantener el equilibrio sobre dos gomas de borrar separadas en torno a un metro entre sí. Y por si fuera poca complicación, tenemos que hacerlo montados sobre un artilugio formado por barras, cables, engranajes dentados y ruedas. Es más, mantenerse así, en equilibrio estático, solo está al alcance de gente entrenada y en bicicletas preparadas para tal fin con neumáticos más anchos y con poca presión. También lo consiguen los niños pequeños en las clásicas motos Moltó, aunque estas se asemejan más al coche de los Picapiedra que a una bicicleta.
Sin embargo, a todos nos resulta mucho más sencillo estabilizarnos sobre una bici cuando estamos en marcha. ¿Es todo el mérito del ciclista? En un modelo que explicaba el equilibrio en una bicicleta en el año 1948, Stephen Timoshenko y D. H. Young, dos nombres clásicos en la divulgación de las teorías de resistencia de materiales, fiaban la estabilidad de este vehículo en movimiento básicamente a la pericia de su conductor. Como imaginarán por la extensión del texto que aún les queda por leer, ni por asomo es tan sencillo. En experimentos posteriores, se ha demostrado que la bicicleta es autoestable en movimiento: si bien sin conductor es muy complicado que la mantengamos en equilibrio estático más de dos segundos, si la empujamos en vacío de la forma adecuada puede estar rodando unos veinte segundos. Piensen si no en el Mundial de Motociclismo, cuando un piloto cae y la moto continúa circulando a gran velocidad hasta que se frena en las escapatorias de grava o choca contra otra moto, en una imagen que siempre me ha recordado a las carreras de Ascot cuando los caballos siguen corriendo tras perder a su jinete en el salto de un obstáculo. De hecho, se podría decir que las bicicletas son estables incluso a pesar de sus conductores, solo hay que pensar en la desmesurada coordinación que exigiría un tándem cuando en la práctica no es una tarea tan complicada.
En este punto es lícito sospechar que, dado que la bicicleta puede rodar sin conductor sin caerse, es probable que se deba a algún concepto físico raro vinculado al movimiento. En cierto modo es así, pero poniéndonos estrictos, no es necesario que la bicicleta en movimiento se esté desplazando para que sea estable. No hablo en enigmas, aunque reconozco que se entiende mejor si echamos mano de un ejemplo: los ciclistas cuentan con diversos tipos de máquinas para calentar o ejercitarse sin moverse del sitio, sin circular. Las más conocidas son las bicicletas estáticas, que tienen un nombre muy descriptivo, pero si lo pensamos en frío estamos llamando bicicleta a un artefacto que no tiene ruedas.
Dejando de lado disquisiciones filosóficas, hay otros sistemas que están ideados para rodar con la montura habitual del usuario, como es el caso del llamado rodillo de tres rulos; en los momentos previos a las contrarrelojes del Tour seguro que habrán visto a los corredores calentando en uno de ellos. Se compone básicamente de un bastidor que sujeta tres rulos, dos más próximos entre sí que son sobre los que se coloca la rueda trasera de la bicicleta, y el tercero a una distancia ajustable para apoyar la rueda delantera. Una vez montado sobre la bici presentada sobre los rulos (maniobra que requiere cierta práctica), el ciclista comienza a pedalear y se mantiene con soltura en equilibrio: la bicicleta no se desplaza pero está en movimiento. Y cuanto más rápido se pedalea, más fácil resulta mantener el equilibrio. Para evitar accidentes, porque si te sales del rodillo o te desequilibras caes al suelo como fruta madura, los rulos no son cilindros rectos si no que son paraboloides de revolución para así facilitar que las ruedas estén en el punto bajo central del rulo; no obstante, y en parte por condicionantes psicológicos por la rara sensación que se siente sobre todo al principio, el equilibrio exige algo más de atención que cuando se pedalea de la manera convencional. El rodillo de rulos cuenta con una particularidad interesante: al pedalear giran tanto la rueda como, por contacto, los rulos traseros, pero el rulo delantero también rota al estar conectado a los traseros en general mediante una cadena de transmisión, por lo que la rueda delantera que está apoyada sobre él también gira. En otro tipo de rodillos la rueda trasera se levanta sobre una especie de caballete, lo que hace innecesario mantener el equilibrio, si bien se sigue rodando sobre un rulo que le ofrece resistencia. En este tipo de rodillo, en cambio, la rueda delantera permanece fija, no gira. Esto nos tiene que dar otra pista: de alguna manera, es importante que la rueda delantera esté girando para poder estabilizarnos.
Tradicionalmente, se ha comparado la estabilidad de una bicicleta a la de un aro, una moneda o una peonza: mantenerlos en pie es complicado, mientras que si los hacemos girar es bastante fácil. Este fenómeno tiene unas características que se ilustran a la perfección con un par de ejemplos que pueden experimentar en su casa si no me creen ni a mí ni a los numerosos vídeos de YouTube que lo muestran. El primero de ellos consiste en coger una rueda de bicicleta y colgarla de su eje con dos cuerdas, una a cada lado, como si fuera un columpio. Si la hacemos girar con suficiente velocidad y retiramos una de las cuerdas, la rueda no se cae hacia ese lado y sigue girando con su eje sensiblemente paralelo al suelo como por arte de magia. El otro ejemplo consiste en agarrar con ambas manos el eje de la rueda colocado en posición vertical y sentarnos en una silla giratoria bien engrasada. Si hacemos girar la rueda no sucede nada… hasta que rotamos la rueda invirtiendo la orientación del eje, momento en el que nuestra silla también comenzará a dar vueltas por sí misma en sentido opuesto al de la rueda. Conocido comúnmente como efecto giroscópico, estos sucesos que parecen atentar contra el sentido común se deben al momento angular, una magnitud vectorial que depende de la masa de la rueda, de su radio y de la velocidad de giro. El momento angular tiende a conservar su módulo, dirección y sentido por lo que opone una resistencia ante una causa externa que intente cambiar alguna de sus características. Es decir, en el primer ejemplo anterior, evitaba que la rueda cayera para no cambiar su magnitud, mientras que en el segundo caso al modificar la orientación del eje hacía girar la silla en sentido contrario para que el conjunto silla-persona-rueda lo conservara.
Pero tampoco es esta la explicación definitiva. Aparte de que se ha conseguido rodar en equilibrio en bicicletas experimentales en las que el efecto giroscópico es nulo, se ha demostrado que si se bloquea la dirección del manillar, impidiendo su giro, la bicicleta no puede estabilizarse y caerá al suelo tanto parada como en marcha. El giro libre, y en muchas ocasiones espontáneo, del manillar también contribuye de forma decisiva a la estabilidad. Cuando llevamos la bicicleta rodando empujándola únicamente del sillín o cuando se circula sin manos, podemos apreciar cómo la rueda delantera se adapta a las pequeñas imperfecciones del firme o a las mínimas variaciones en las fuerzas que actúan sobre ella (el peso descompensado del ciclista, el pedaleo, etc.) girando mínimamente hacia el flanco que amenaza caída, enderezándose y recobrando el equilibrio. Este mecanismo de autoequilibrio está presente también en estático: si inclinas una bicicleta parada, el manillar gira por sí solo hacia ese lado. Estos movimientos libres se deben al diseño de la horquilla de la bicicleta, que no es vertical sino que forma cierto ángulo con el suelo, y a un parámetro denominado caster, lanzamiento o avance que representa la distancia entre el punto de apoyo de la rueda delantera y la prolongación del eje que trazan las patas de la horquilla. Un ejemplo muy visual de este efecto lo experimentamos en las ruedas de los carros del supermercado que, independientemente de cómo lo empujemos, se orientan en la dirección del movimiento. Si esta distancia es muy larga, como en el caso de las choppers, la marcha es muy estable, pero se complica la maniobrabilidad especialmente en los giros de poco radio; por el contrario, si la distancia es muy pequeña (incluso negativa), la bicicleta es muy complicada de gobernar, como en las tipo BMX, más orientadas a los trucos que a los paseos, en las que no es raro que giren el manillar hasta 180º en ocasiones y circulen en esa posición algunos metros.
Aun así, tampoco tenemos la explicación definitiva puesto que, nuevamente, prototipos experimentales sin efecto caster han funcionado bastante bien. Está todo inventado: se han fabricado auténticas aberraciones con fines investigadores o lúdicos. Por ejemplo, en una ocasión se añadió un engranaje al manillar para que cuando lo giraras a la izquierda, la rueda lo hiciera hacia la derecha. Nadie que supiera andar en una bici normal conseguía arrancar, entrando en juego teorías cognitivas (con el paso del tiempo y mucha práctica, el conductor reaprendía a equilibrarse en esa bicicleta). O prototipos sin mucha utilidad en los que la rueda directriz era la trasera. Etcétera: aprendices de Frankenstein frustrados hay en todos los ámbitos.
Por finalizar, según las investigaciones del Dr. Arend L. Schwab, integrante del departamento de ingeniería biomecánica de la Delft University of Technology y una de las voces más respetadas en el asunto, en el equilibrio de una bici entran en juego hasta ¡veinticinco factores! Visto así, si desconociéramos su morfología y tuviéramos que crear desde cero una bicicleta a partir de los principios físicos que ha de cumplir, puede que su diseño fuera una de las tareas más complejas a las que se ha enfrentado el ser humano. Por suerte, se construyó y alguien aprendió a andar en ella antes de siquiera plantearse este dilema. Aunque seguramente le mintieran a la cara.
Para saber mucho más y bastante mejor:
- Jones, David E. H. «The stability of the bicycle». Physics today, 34. 1970.
- Kooijman, J. D. G.; Meijaard, J. P.; Papadopoulos, Jim M.; Ruina, Andy; Schwab, Arend L. «A bicycle can be self-stable without gyroscopic or caster effects». Science, 332. 2011.
- Sánchez Real, J. La física de la bicicleta. Ediciones de la Torre, Madrid, 1988.
- VV. AA. La ingeniería de la bicicleta. Fundación ESTEYCO. 2010.
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OjO que lo que pasa con las motos de carreras es que llevan instalado un «amortiguador de dirección» que dificulta el cambio de dirección de la rueda delantera.
«Piensen si no en el Mundial de Motociclismo»
El libro que abre este artículo está circulando por ahí editado por Ediciones Menguantes :)
¡Gracias!