Hasta hace poco tiempo, la residencia de los jugadores de las categorías inferiores del Barcelona era una auténtica masía. Esta otrora casa de payeses, durante más de treinta años hogar de futbolistas y baloncestistas adolescentes procedentes de diversos puntos de la geografía española, se convirtió en el símbolo de la cantera blaugrana y, por extensión y amortizando la metonimia, de toda una filosofía deportiva. La Masía, contigua al Camp Nou, estaba cercada por una alambrada. A lo largo de su parte exterior se apostaban cada día a partir de las primeras horas de la tarde mujeres que ejercían la prostitución. La estampa rayaba en la alegoría: la alambrada apenas era una delgada línea que separaba dos universos claramente contrapuestos.
Todo residente de aquella masía, de La Masía, recuerda cómo le impactaba la escena cuando franqueaba por primera vez el gran portalón de hierro que antecedía a la mítica escultura de l’Avi: una sucesión de señoras estratégicamente alineadas, andares insinuantes y ademanes chabacanos, escoltadas por unos pocos hombres de cataduras adustas y miradas sórdidas. Mientras, coches de gamas diversas desfilaban en trayectoria circular al ralentí, esperando sus conductores el momento oportuno para entablar libidinosas transacciones. Entre aquellas mujeres se encontraba Maruja la Gallega. Era de Cangas do Morrazo y la conocí durante alguna de mis esperas nocturnas a las puertas de la cabina telefónica más cercana a La Masía. Desde que Maruja supo que yo también era gallego, noticia que recibió con hondo entusiasmo, se acercaba a la cabina para darme conversación. Se mostraba compungida por el hecho de que un chiquillo de quince años viviese a mil doscientos kilómetros de la familia: «Eso no es vida, paisaniño, ni para ti ni para os teus pais», me decía meneando la cabeza.
La Gallega se explayaba con jugosas historias en las que salían a relucir nombres de antiguos jugadores del Barcelona o conocidos directivos y relataba, con nostalgia y lujo de detalles, sus bacanales con figuras notables de la Ciudad Condal. Era muy mayor y estaba realmente estropeada. «Soy tan vieja como tu casa», decía señalando la vetusta construcción de piedra, que se erigió en 1702. En los tres años que viví allí no vi que ningún coche se detuviese delante de Maruja, lo cual no parecía hacer mella en su autoestima o, mejor, en su dignidad. Solía despedirse, altanera, con un «déixote, que me espantas os clientes».
Nunca he conseguido hablar demasiado de esas escenas almodovarianas, a pesar de lo mucho que me marcaron. Ni de Maruja. Ni de tantas otras cosas ajenas al glamour del mundo del fútbol. Desde el momento en el que un chico en edad cadete de Vigo, Castellón o la Palma del Condado ficha por el Barcelona sabe que sus allegados y amigos no le van a dar opción: hay que contarles lo que quieren oír, no lo que a uno le apetezca o necesite contar. Así que las narraciones sobre nuestra experiencia se veían muy reducidas: interesaba saber si conocíamos a jugadores del primer equipo, si hablábamos alguna vez con Johan Cruyff o qué pensábamos hacer con el dinero que íbamos a ganar cuando fuéramos futbolistas de élite. Eran preguntas comprensibles, lógicas y muy halagadoras, pero había otras que yo también necesitaba responder. Estábamos en 1994, no había internet ni teléfono móvil, a la familia se la veía cada tres o cuatro meses y uno había de gestionar muchos aspectos cotidianos y existenciales inusuales para un adolescente, circunstancias de las que, como ocurría con las escenas del otro lado de la alambrada, uno no podía abstraerse. Sin embargo, a la mayoría esta parte de mi experiencia no le suscitaba la más mínima curiosidad.
Hoy, los que tuvimos la suerte de haber formado parte de aquella cantera futbolística, una de las más prestigiosas del mundo, seguimos siendo en nuestros pueblos, barrios y entornos «el que estuvo en La Masía», «el que iba para figura» o el que «si no fuera por su lesión el gol de Iniesta lo hubiera metido él». Nos hacen aún las preguntas lógicas, pero las que nos gustaría responder a muchos —aunque ya sin la necesidad de responderlas que teníamos en la adolescencia— continúan siendo ignoradas. Damos por sentado que son las preguntas las que necesitan ser respondidas sin percatarnos de que también puede darse un proceso inverso.
Para saciar curiosidades ajenas —y, no lo niego, cierta vanidad propia— suelo contar cómo fue la llegada desde la Pobla de Segur a La Masía de Carles Puyol con diecisiete años y su periodo de prueba en el Juvenil A, equipo en el que yo entonces militaba. Este periodo de prueba fue más largo de lo normal, síntoma de que la consumación de su fichaje por el club en el que llegaría a ser capitán quizás pendió de un hilo. Resulta agradable hablar de Puyol, pero también me gusta hacerlo, aunque no se me incite a ello, sobre la habitación que compartí con él, aquel espacio austero de cuatro literas desde el que si se dejaba la ventana abierta por la noche lo primero que se veía al despertar, era, majestuoso, el coliseo culé. Algunos, para buscar ese efecto motivador y hasta poético, dormíamos del revés, es decir, con los pies en la parte destinada a la almohada. En mi caso, además, si quería obtener una mejor perspectiva, había de recostarme sobre mi lado derecho. Con el tiempo leí que esta postura es la más propicia para tener pesadillas, pero entonces solo nos permitíamos soñar bonito.
Me regocijo también cuando me preguntan sobre Víctor Valdés, un crío rechoncho de doce años a la sazón, y me dan pie a rememorar nuestro pacto en virtud del cual yo le ayudaba con sus deberes y él me traía el fin de semana el Sport a la cama. Pero también disfruto hablando de los desayunos fríos de La Masía, a pesar de que nadie mantenga esta conversación cuando saco este tema. Los Puyol, Gabri, Rufete, Celades y otros ilustres se iban a la escuela sin poder tomar el Cola Cao caliente. El cocinero y las encargadas de la limpieza, que eran los únicos que tenían acceso a la cocina, empezaban su jornada laboral avanzada la mañana, por lo que el desayuno se dejaba preparado el día anterior. A aquella residencia llegó antes el Canal Plus que el microondas, aparato que, finalmente, tras largas reivindicaciones que casi acaban en revuelta, nos fue concedido, y cuyo advenimiento celebramos como un título deportivo.
Me gusta desmitificar leyendas sobre La Masía, como la que cuenta que lo primero eran los estudios y que quien descuidara sus obligaciones académicas sería desterrado sin miramientos del paraíso futbolístico: las represalias por «hacer pellas» o suspender respondían a un calculado criterio en el que se tenía en cuenta el acto de indisciplina académica, cierto, pero también, y sobre todo, las expectativas deportivas que el club hubiera depositado en el díscolo estudiante. Iván de la Peña, estandarte en aquel momento de la cantera culé y ya personaje popular en el panorama futbolístico nacional, fue mi cicerone en mi primer día de clase en Barcelona. Aunque él era dos años mayor que yo, ambos estábamos matriculados en 2.º de BUP en uno de los cuatro colegios por los que éramos dispersados los habitantes de La Masía. Ya en el aula, cuando pasaron lista y dijeron su nombre, De la Peña pronunció protocolariamente «presente», se levantó con el mismo descaro con el que meses después pediría a Ronald Koeman o Pep Guardiola que le pasaran la pelota, me dio una palmadita en la espalda y se despidió con un «hasta luego» tan sutil como el toque de balón que caracterizaba su juego; aquellas palabras fueron las últimas de Iván de la Peña como estudiante, al menos de bachillerato. Sería ingenuo pensar que el Barça, porque «los estudios están por encima del fútbol», fuese a prescindir del Pequeño Buda, quien, con diecisiete años, se intuía como aspirante a mejor jugador del mundo en poco tiempo y al que el Real Madrid y otros equipos de prestigio europeo hacían ojitos.
Los directivos y los responsables de La Masía supervisaban, lato sensu, el rendimiento escolar, pero entre eso y el concepto casi platónico que existía sobre la formación educativa que recibían los integrantes del fútbol base hay un mundo. Los primeros que se dejaban embaucar por este mito eran los padres. Ni a sus hijos, ni al Barcelona, les convenía desengañarlos y las malas calificaciones siempre se podían justificar con las ausencias prolongadas con motivo de torneos internacionales o convocatorias con las distintas selecciones (factores, efectivamente, muy a tener en cuenta). Los que éramos de fuera de Cataluña contábamos, además, con el pretexto de que nos costaba entender a los profesores, al ser muchas de las clases impartidas en catalán. Me gusta contar que mi rendimiento como estudiante es mi mayor motivo de orgullo durante aquella etapa, aunque cuando explico los hándicaps que hube de superar me vea interrumpido por un «¿Y Valdés qué notas sacaba? ¿Y Puyol iba a clase?». No puedo ocultar la admiración que siento hacia los que cumplieron o superaron las expectativas futbolísticas, pero si he de presumir de lazos forjados durante aquella etapa, me remito a mi relación, prácticamente de hermano, con aquel granadino que acabó el bachillerato con una media de matrícula de honor, obtuvo la tercera mejor nota de España en selectividad y, compatibilizando su carrera futbolística en varios equipos de primera división con sus estudios, se licenció en Educación Física, se graduó en Fisioterapia y es doctor por la Universidad de Granada en el área de Psicología del Deporte: Ismael López.
Aunque los estudios no estaban por encima del fútbol, al menos de facto, la persona sí primaba sobre el futbolista. Observo que cuando se quiere desvirtuar al Barcelona como institución, se hace chanza con la palabra valors, concepto muy interiorizado en la filosofía blaugrana y que en absoluto es una pose, sino una manera efectiva de entender la competición. En la cena de final de temporada, mientras en la mayoría de clubes se premiaba al mejor jugador o al máximo goleador, el Barça daba un trofeo al que había sido votado por los componentes de su equipo como el mejor compañero. El fallo deportivo más clamoroso jamás fue juzgado por un entrenador con la severidad con la que se juzgaba la más mínima desconsideración con un árbitro, un compañero o un rival. Y, anticipándome al retintín con el que muchos darán rienda suelta al escepticismo que les suscitan los buenos modales, diré que no, no se llegaba a «mear colonia», pero se respiraba compañerismo por todas partes.
Me gusta hablar de esos valors y ese compañerismo sin los cuales La Masía, en vez de una residencia de jóvenes deportistas, hubiese acabado convertida en una especie de camarote de los hermanos Marx. Aquella casa de piedra era un espacio superpoblado en el que podían convivir jugadores de un mismo equipo, alguno ocupando una misma posición en el terreno de juego, lo que suponía que si uno era titular el otro era suplente, como ocurría con los porteros Pepe Reina y Valdés, entonces integrantes del infantil A. En un microcosmos tan particular había amigos, compañeros de equipo, de clase, hasta chicos que se quitaban —o incluso compartían— novia con relativa deportividad, lazos prácticamente fraternales, pero, por encima de todo, coexistían treinta rivales. Que una puerta se abriera para uno podía significar que a otro se le cerraba. No obstante, nunca, más allá de los roces puntuales inevitables de cualquier convivencia, la armonía se veía realmente amenazada.
Los dos encargados de La Masía, a los que podemos, en un acto de generosidad, llamar tutores, pocas veces permanecían allí después del periodo vespertino; el cocinero y alguna de las encargadas de las tareas domésticas se iban después de servirnos la cena. Solo un adulto quedaba al cargo de la prole por la noche: un guardia de seguridad sin ninguna responsabilidad pedagógica y con muy poca autoridad e influencia en nuestros comportamientos, por lo que aquello era una «infantocracia» con riesgo de degenerar en un remake de Los chicos del maíz. Y, sin embargo, nunca se le ocurrió a nadie envenenar el Cola Cao frío de aquel que entorpeciese sus cotidianos quehaceres o sus expectativas profesionales. La principal misión del guardia de seguridad era cerrar el portalón a las 12:00 e informar a uno de los tutores si algún residente no aparecía a esa hora, hasta la cual teníamos plena libertad para entrar y salir. Así, un crío de trece años que habría de levantarse a las 7:00 de la mañana para ir al colegio podía estar a las 23:30 deambulando por cualquier punto de Barcelona o bailando la sardana a las 23:55, al otro lado de la alambrada, con las compañeras de Maruja y sus proxenetas, que, dicho sea de paso, siempre se dirigieron a nosotros con exquisita educación y respeto.
El único aspecto que generaba cierta tensión en aquel ecosistema era el madridismo de alguno de sus próceres. Yo mismo había sido, además de celtista, un merengue convencido, admirador de la quinta del Buitre, que en aquellos momentos daba sus últimos coletazos. Pero cuando se comenzó a fraguar mi fichaje por el Barça mis sentimientos se tiñeron de blaugrana. No en todos los que llegaban a La Masía se producía esta conversión. Había quien no ocultaba su madridismo. Otros, reticentes a expresar públicamente sus pecaminosas inclinaciones hacia el principal enemigo deportivo, aprovechaban algún momento propicio para la confidencia y, en petit comité, salían del armario para mostrarnos a unos pocos su lado blanco. También Maruja era madridista y echaba pestes contra el Barça, a pesar, o quizá por ello, de los muchos integrantes de varias de sus plantillas con los que según decía tuvo contacto carnal. La Gallega era del Madrid y del Alondras, el equipo de 3.ª división de su pueblo.
Los madridistas de La Masía finalmente se veían abocados a «revisar» sus convicciones, puesto que, además de suscitar no pocos recelos entre el resto de los residentes, aquello suponía una suerte de incompatibilidad. El Barça costeaba alojamiento, manutención y estudios, cuatro billetes de avión al año para viajar a ver a nuestras familias, dos billetes de avión a Barcelona y cinco días de hotel durante su estancia a nuestros padres; además, nos retribuía con cantidades que iban desde las quince mil a las cuarenta mil pesetas mensuales en función de la edad y pagaba a unos empleados para que viviéramos como marajás y nuestras obligaciones domésticas se vieran reducidas a hacer la cama. Invertir en jugadores, ya no digamos escasamente comprometidos con la causa blaugrana, sino simpatizantes del eterno rival, era comparable a que la CIA financiase a infiltrados del KGB. Al menos así se veía desde las altas instancias del club responsables de la cantera. Estas altas instancias eran, básicamente, Alexanko, el coordinador de las categorías inferiores. Alexanko, hasta hacía poco integrante del primer equipo del Barça, se encargaba de tomar decisiones muy importantes para nuestras vidas: subir a un jugador de categoría, echarlo, autorizar a los residentes de La Masía a viajar a su tierra durante las fiestas navideñas… Poco amigo de la palabra nítida, tenía una particular manera de comunicarse. En sus días buenos, si se dirigía a un futbolista de las categorías inferiores (la mayoría de las veces porque este le preguntaba algo), respondía con onomatopeyas; si su jornada había sido complicada, con chasquidos o borborigmos. La muy noble actividad de articular fonemas, ya no digo frases, debía de parecerle un despilfarro de tiempo y un esfuerzo innecesarios.
Alexanko constituía una singularidad entre aquellos responsables del fútbol base, que siempre se mostraron cercanos y afectuosos con todos los jugadores de la cantera y especialmente con los de La Masía. Recuerdo con particular cariño a Juan Carlos Pérez Rojo, mi primer entrenador en el cadete, cuya carrera deportiva en el Barça, truncada prematuramente por una grave lesión de rodilla, yo conocía y admiraba. A las dos semanas de mi llegada a La Masía salí corriendo de allí y cogí un avión rumbo a Vigo, abrumado por una mezcla de morriña, angustia vital y pánico. Algunos directivos y, sobre todo, el míster, Rojo (que incluso me planteó la posibilidad de irme a vivir un tiempo a su casa con él y su familia si no me aclimataba a La Masía), fueron los responsables, con su actitud paciente y comprensiva, de que recapacitara y regresara a aquel recinto delimitado por una alambrada, a aquella fábrica de sueños, de preguntas y de respuestas abandonadas.
Finalmente no pude dedicarle a Maruja un gol en el Camp Nou ni conseguir que acabase haciéndose del Barça, lo cual me deja un cierto sabor amargo, pero creo que le hubiese hecho ilusión saber que años más tarde, en el ocaso de mi intrascendente carrera futbolística, jugué, y disfruté, tres años en su Alondras.
Me parecen una belleza de artículo y de persona. No se advierte doblez. No soy fan del fútbol ni del deporte en general, pero me admiran el empeño, el sacrificio y el talento de los deportistas auténticos. Este parece uno de ellos. Aunque tengo que reconocer que, haga lo que haga en la cancha, me encanta su forma de redactar.
Simplemente decir mi ídolo. Sobran palabras
Un artículo extraordinario . Muchas gracias
Una lectura placentera sobre un tema que si bien es muchas veces mencionado pocas veces recibe un trato de detalle.
Muy chulo. Me encanta, mas?
Muy bueno el articulo David, me ha gustado mucho el enfoque q le has dado.
Un abrazo
Está muy bien escrito y describes muy bien el lado humano de los jóvenes de la Masia.Me gusta mucho cuando haces referencia que aún ahora hay gente que te trata y pregunta por cuestiones de jugadores.
El contenido de la redacción me parece muy auténtico y sincero. Está muy bien escrito y de fácil lectura. Muchas gracias por compartir con los lectores un cachito de tu experiencia en La Masía. Ha sido un placer leerlo.
la única pega es…¿por qué carajo es tan corto? debería durar horas…
¿Habrá segunda parte? todo un gusto de lectura…
Text backing…
Te recuerdo.
Doy fe de que todo lo que hablas es cierto.
En un mundo justo, Rojo tendría una estatua en la puerta de la Masía.
Gratitud.
Me ha encantado saber de los entresijos de la vida dentro de la masia. Gracias….de un madridista, entrenador de juveniles en Australia
¡Gracias!