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La maleta verde

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Ernest Hemingway en La Cónsula, ca. 1959. Fotografía: John F. Kennedy Library (DP).

1922 fue un año extraño para Hemingway, aunque conociendo la biografía del escritor americano, ese adjetivo prácticamente podría emplearse a cada periodo de su vida. Por aquel entonces tenía veintidós años y vivía en París una irregular aventura de aprendizaje literario en compañía de su primera mujer, Elizabeth Hadley Richardson, la protagonista accidental de esta historia. En septiembre de ese año, el futuro genio de la frase corta y la sintaxis sencilla fue enviado a Constantinopla con la misión de cubrir la guerra entre griegos y turcos. Lo que más molestaba a Ernest de su trabajo, como a todos los escritores verdaderos, era que el Toronto Star le encargase escribir sobre cualquier cosa. Lo mismo andaba con la inflación, la producción de chocolate suizo o las costumbres de los parisinos, y ahora tocaba la guerra. Hadley intentó por todos los medios que Hemingway no aceptara ese destino, negándose a ir ella misma. La decisión del escritor de viajar a Constantinopla y cumplir con el encargo del diario abrió la primera brecha entre ambos: no se dirigieron una palabra cuando Hemingway se marchó. Realizado el encargo, su esposa recibió al escritor de vuelta a París consumido por la malaria, en un estado febril y perforado por decenas de picaduras de insectos. Tuvo que resultarle muy difícil no caer en la tentación de decirle aquello de «Ya te lo dije».

Ernest había escrito mucho desde que llegaron a París. Vivía el periodo de aprendizaje con el que todo escritor sueña: mezclado con la bohemia parisina e intentando con todas sus fuerzas hacerse su hueco en la que después sería llamada generación perdida (John Dos Passos, Ezra Pound, Sherwood Anderson, Francis Scott Fitzgerald, entre otros), un heterogéneo grupo que de alguna forma ayudaba a moldear Gertrude Stein, aunque los caprichos del destino en el Olimpo literario hayan querido que hoy sea la autora menos leída de todos ellos. El periodismo de corresponsalía marcó tanto la escritura de Hemingway que algunos estudiosos se atreven a afirmar que tomó las líneas maestras de su gran literatura del libro de estilo del Kansas City Star, uno de los diarios para los que trabajó como reportero. En él se podía leer: «Utiliza frases cortas. Utiliza primeros párrafos breves. Escribe en un inglés vigoroso».

Un mes más tarde, Ernest tuvo que marcharse de nuevo, esta vez a Lausana, una localidad suiza a orillas del lago Lemán. Hemingway debía producir un artículo sobre el tratado de paz que allí se gestionaba y que finalmente estableció los límites geográficos de Turquía. En el momento en que abandonó París, su mujer se encontraba enferma, de manera que el autor, una vez más, viajó solo. Hemingway coincidió en Suiza con Lincoln Steffens, periodista y editor. Esto último es lo que más interesaba a Ernest, naturalmente. Steffens confesó al aspirante a escritor que sus crónicas periodísticas le habían impresionado, de manera que Hemingway no quiso dejar pasar la oportunidad de mostrarle sus relatos. Escribió a Hadley para que se reuniera con él en Suiza lo antes posible con sus trabajos de ficción. Presa del mismo entusiasmo que su marido, metió en una maleta de cuero verde todos los cuentos de Hemingway realizados en su estancia en París, incluidas las notas manuscritas, mecanografiadas y copias de carbón. Todo. Ya preparada para el viaje en la Gare de Lyon (1), Hadley acomodó su equipaje en el vagón. Entonces sintió sed, o al menos sabemos que quiso comprar una botella de agua Evian (2). Cuando volvió con la botella, el maletín había desaparecido.

Con la pérdida del portafolio no sobrevivió ningún texto de la primera producción parisina de Hemingway, si exceptuamos algún borrador de poema, copias de correspondencia y dos relatos cortos. «Up in Michigan» se salvó porque Hemingway lo había escondido en el último cajón de la casa, molesto con la crítica que Gertrude Stein había realizado del texto, del que afirmó que era impublicable (inaccrochable, escribió después Hemingway en París era una fiesta). «My Old Man» también ha llegado a nosotros porque había sido enviado unos días antes al editor de una revista. El resto fue robado. La leyenda de la maleta perdida ha llenado miles de páginas, pues ofrece los ingredientes ideales para que lectores y creadores dejen volar su imaginación. Se han creado un buen número de subproductos que especulan sobre su contenido: trabajos literarios o cinematográficos que, con mayor o menor ingenio, juegan con el posible destino del maletín y el verdadero valor de su contenido. Nada de lo que he llegado a conocer al respecto es especialmente reseñable, y el conjunto puede ser considerado una especie de merchandising sentimental de los hechos.

Uno puede tomar varios caminos para tratar de conocer la reacción de Ernest a la noticia de la pérdida de toda su juvenilia (3). El más interesante para los admiradores de Hemingway, por supuesto, es la propia obra del autor. Dicen que todos los escritores de verdad escriben sobre sí mismos, así que la venganza de Hemingway, como no podía ser de otra forma, llegó en forma de literatura. Ya conocen la vieja broma del oficio literario: «Ten cuidado con lo que haces, o acabarás en mi novela». De modo que Hadley acabó en una novela, sin que Ernest se molestara —o tuviera la delicadeza, según se mire— en cambiar el nombre. El episodio del maletín perdido está presente en París era una fiesta, pero también hay un suceso similar en El jardín del edén, en el que la esposa del protagonista quema todos sus manuscritos porque siente celos de la atención que presta a su carrera artística. Cualquiera que haya leído París era una fiesta sabe que el personaje de Hadley no es precisamente el que mejor tratamiento recibe, así que se puede decir que Hemingway se cobró en la obra la pérdida accidental de su producción. «Cuando todos los manuscritos se perdieron» es una especie de estribillo que acompaña al lector durante buena parte de la novela. No obstante, también hay que tener en cuenta que la gestación de este libro es bastante particular: se trata de una obra póstuma, publicada en diciembre de 1964 (Hemingway se quitó la vida el 2 de julio de 1961) y a la que los editores y no el autor pusieron el punto final. Para sus admiradores, entre los que me encuentro, es una especie de testamento literario, y para sus detractores, una pieza extraña que desluce el conjunto.

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Hadley y Ernest en Suiza, 1922. Fotografía: John F. Kennedy Library (DP).

El otro camino, mucho menos transitado, supone escuchar la voz de la propia Hadley (4) hablando del suceso. Merece la pena contrastar la visión que Hemingway ofrece en París era una fiesta con unas grabaciones de conversaciones entre la primera esposa del autor y una de sus amigas de siempre, Alice Sokoloff. En este testimonio se descubre a una Hadley graciosa, aguda, encantadora. Para sorpresa de todos, no recuerda a Ernest Hemingway con rencor. En la larga conversación, la voz solamente se le quiebra cuando Alice le pregunta por el suceso de la maleta. Incluso se resiste a la pregunta en un primer momento: «Pero sobre eso se ha escrito ya tantas veces…», argumenta. Finalmente accede a hablar del tema, al tiempo que desliza reflexiones llenas de amargura, como cuando menciona la tremenda soledad que sentía cada vez que Ernest viajaba. Explica con tranquilidad cómo tomó cada papel que había en su domicilio parisino, incluso los relatos que no se encontraban aún acabados. Detalla que se trataba de un tren nocturno, algo que añade aún más atmósfera literaria a la historia. Relata el terror que sintió al ver que la maleta no estaba allí, los intentos que hizo para que alguien de la estación le ayudara a encontrarla, y cómo pasó una noche horrible imaginando de qué manera contaría a Ernest el suceso a la mañana siguiente, cuando se reunieran en Suiza. Contrastar el testimonio directo de la anciana con la solidez testamentaria de una obra mil veces publicada es un bonito juego de literatura y memoria.

Hemingway, una persona tan insegura que sentía la necesidad constante de ofrecer a los demás una sensación completa de seguridad, debió sentirse desquiciado por la pérdida. No quiero imaginar el vértigo que le pudo producir la sensación de haber perdido todo cuanto había escrito hasta la fecha. De pronto se encontraba junto a un editor como Lincoln Steffens y no tenía nada que ofrecerle. Afortunadamente, el interés del editor americano por el joven escritor se mantuvo en el tiempo: volvieron a coincidir en casa de Gertrude Stein —dónde si no— y propició que Hemingway mandara material a la revista americana Cosmopolitan.

Una cuestión que siempre me ha llamado la atención respecto a la leyenda del maletín perdido es que a Hemingway nunca pareció pasársele por la cabeza poner un anuncio en el periódico para intentar que le fuera devuelto. A lo sumo alguna vez dijo que pensó ofrecer una recompensa de ciento cincuenta francos, alrededor de diez dólares. Quizá la psicología del novelista superó el trauma y se rearmó pensando que lo que escribiría después sería aún mejor que lo que había perdido. A lo largo de su carrera, parecía convencido de que todo lo malo que te podía ocurrir te hacía mejor y más fuerte. En una carta a Scott Fitzgerald de 1934, escribió: «… tienes que sentir dolor de verdad antes de que puedas escribir en serio. Y cuando estés realmente herido, úsalo…». Se puede suponer que, superado el trauma inicial, llegara a pensar que sus siguientes textos serían mejores, así que no merecía la pena pensar en los anteriores. De todas formas, no soy el único que piensa que la pulsión principal que movió a Hemingway a escribir París era una fiesta tantos años después fue la tremenda nostalgia de aquellos años y la necesidad de dejar algún testamento literario de la época una vez que todos sus escritos de entonces desaparecieron en la estación. Al parecer, Hemingway distinguía entre dos tipos de historias: las personales y las auténticas. Las primeras eran las que había vivido de primera mano, y por tanto estaban realmente unidas biográficamente a él. Se supone que eran además las más queridas por el autor. Historias auténticas eran las que había investigado, comprobado y dado por buenas como periodista. Le parecían legítimas, pero no podía valorarlas de la misma forma.

Hemingway y Hadley estuvieron casados menos de cinco años, y hay quien dice que la pérdida de la maleta con todos los manuscritos precipitó la separación de ambos. Hubo otras razones, naturalmente. Hadley era la pareja ideal para Hemingway cuando era una persona de costumbres austeras, que desdeñaba el lujo y pensaba que gastar dinero en ropa era una solemne tontería. Cuando cambió de actitud y cayó en la tentación del lujo y la ostentación, una chica sofisticada como Pauline Pfeiffer, corresponsal de Vogue e hija de una familia rica, parecía una compañera mejor. Siento pena al pensar que Hadley puede ser más recordada por ser la responsable de haber perdido toda la ficción temprana del autor que por ser la primera mujer de Hemingway y su compañera de la época de aprendizaje. Ernest volvió a cambiar de opinión con respecto a Hadley hacia el final de su vida, no obstante. Resulta fácil suponer que los sucesivos fracasos matrimoniales y el amargor de muchas de las etapas posteriores le llevaron a idealizar esas primeras aventuras compartidas con aquella chica sencilla de Missouri. Ahora que el mundo de la edición, con esa ambición de perro buscatrufas que la caracteriza, busca agujas en los pajares para ofrecer nuevos textos de autores que suponíamos agotados (Harper Lee, Sylvia Plath y hasta nuestro Baroja), solo faltaría que alguien diese con la maleta verde de la pobre Elizabeth Hadley Richardson.

Notas:

(1) Fuentes distintas citan la pérdida en Gare de Lyon, Gare St. Lazare, e incluso en territorio suizo, lo que parece mucho menos probable. En las grabaciones realizadas a Elizabeth Hadley en las que cuenta la historia, afirma que se produjo en la Gare de Lyon.

(2) También hay distintas versiones acerca de cuál fue la razón que propició que Hadley abandonara momentáneamente el vagón y descuidara la maleta. He incluido la que me parece más literaria.

(3) Como curiosidad, en los textos en los que Hemingway escribe sobre la pérdida de su primera escritura, siempre escribe «Juvenalia», en lugar de «Juvenilia», el término apropiado.

(4) Las grabaciones a las que aludo pueden encontrarse en la web www.thehemingwayproject.com.

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4 Comments

  1. Pingback: La maleta verde – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE

  2. Jesús Iribarren

    No hay tal, quiero decir, probablemente le robaron la maleta o la extravió, pero cualquiera que haya escrito 2 o 3 cuentitos e hipotéticamente los pierde, los puede recuperar y reescribir en un día, un manojo de cuentos en una semana o un mes y mejorarlos, jamás me he creido ese cuento de Hemingway.

  3. Pingback: Tres estadios del escritor – Qué cuento

  4. Parlache

    ¡Gracias!

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