No estamos ante una novela al uso. La extravagancia es un conjunto de documentos que pretende describir un movimiento literario llamado extravagantismo (ficticio), así como las vicisitudes de sus dos únicos impulsores, el joven funcionario y regente de una librería de segunda mano Leo Romance, y la dependienta en una papelería Ana Couteau.
En el libro se menciona que el legado extravagantista consiste en más de cinco mil hojas sueltas, cuarenta y seis cuadernos, cartas manuscritas, recortes de prensa, mil ciento cincuenta fotografías en el ordenador, una grabadora digital en cuya memoria hay cuatro carpetas jalonadas de grabaciones, los manuscritos originales mecanografiados de ambos autores… en fin, un conglomerado del que, para confeccionar La extravagancia, se han seleccionado algunos fragmentos y se han ordenado en forma de libro.
De esta manera, Francisco Daniel Medina ha concebido algo más que una novela: estamos ante una metaficción compilada por un tal Alejandro Heintzman que nos sirve para explorar la vida de dos obsesos de la literatura, así como algunas de sus intimidades, como los correos electrónicos que intercambiaban, versión naïf de la comunicación epistolar de Sartre y Beauvoir. Un juego metaliterario en forma de mosaico desordenado que recuerda a los primeros artefactos de José Carlos Somoza y que pone en el ojo de mira la creación literaria, el arte y la vida misma como el Faroni de Luis Landero.
La historia, pues, es casi un palimpsesto, y sus ideas se bifurcan y se ramifican, a veces contando las idas y venidas de los protagonistas, otras veces plasmando fragmentos de lo que ambos escriben enfermizamente. Todo cabe. En ese sentido, La extravagancia es una novela muy posmoderna, muy audiovisual, de prosa directa y sin florituras, donde priman los diálogos antes que una descripción que pueda romper el ritmo. Esta concepción de cajón de sastre, sin embargo, puede dar la sensación de que las páginas se llenan con cualquier cosa aunque no haya relevancia (y eso que estamos abordando un libro de algo más de cien páginas).
En consecuencia, si omitimos lo que se explicita en La extravagancia, podemos ir un poco más allá y buscar en lo que subyace, que puede llegar a muchas más páginas de análisis. Por ejemplo, tanto si eres de Hobbes como de Rousseau, lo que deja paladina constancia el texto es que el ser humano es un riesgo para el propio ser humano cuando dispone de demasiado tiempo libre: es decir, cuando las necesidades básicas de la pirámide de Maslow están cubiertas y, entonces, puede consagrarse al ocio y a la realización a través del arte.
Ay, el arte. Nadie es capaz de ofrecer una definición unívoca de arte, pero todos lo usamos como estandarte de nuestros nobles objetivos vitales o sencillamente para fanfarronear entre amigos y allegados. Pero en el arte no hay artistas malditos, sino también consumidores y diletantes malditos. En lo tocante al arte ocurre como la respuesta en Asesinato en el Orient Express: todos lo hicieron, todos están implicados, todos son culpables tanto de sus luces como de sus sombras. Por eso existen personajes como Leo y Ana. Monstruos aburridos porque no están obligados a cazar para comer.
La narración, pues, va trazando una espiral neurótica y psicodélica que para unos presentará a dos personajes fascinantes, y para otros un par de zoquetes que deberían pedir hora al psiquiatra. Por consiguiente, lo que manifiestan ambos tendrá más miga que la hogaza para unos, pero para otros serán pensamientos inanes o postureo de enfant terrible. Una ambivalencia que también puede inspirar un personaje totémico que se menciona en el libro: Leopoldo María Panero.
Se advierte en la sinopsis que la obra bebe del cine de la Nouvelle vague, pero incluso así se hará un tanto difícil digerir en algunos estómagos las reflexiones de esta pareja que puede llegar a defecar en mitad del salón y ponerse a reír (y luego desmayarse por el tufo). Reflexiones que, por otra parte, podrían resultar demasiado obvias o ensimismadas, impropias de dos individuos tan raros y esquinados: en puridad, mucho de lo que dicen o piensan es puro mainstream.
Con todo, dejando las filias de cada uno, la narración es solvente, e incluso logra despertar el interés acerca de las peripecias del movimiento extravagantista: por eso, finalmente, sabe a poco este acercamiento a una postura tan romántica como enclaustrarse para hacer una única cosa: escribir y leer. Quizá por la escasez de páginas, quizá porque se crean muchas expectativas que finalmente no son satisfechas.
En definitiva, La extravagancia es algo más que un libro (aunque podría haber sido incluso mucho más), que bien podría haber adoptado el soporte aviñetado de un cómico, por qué no, el digital de un DVD con múltiples menús y hasta easter eggs. Y, precisamente por eso, se echan en falta ríos de contenidos a lo broma infinita de Foster Wallace.
Más información en el blog de Siníndice .
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Menuda reseña. Después de lo leído aquí, suponiendo que toodo esto haya llegado en realidad a ser exacto y justo y no una putada (y cualquier suposición implica un error), todo apunta a que el autor debe volver a intentarlo: aquí se busca y se exige una consumación. Será que el susodicho tiene talento. No lo he leído, pero ya tiene mi simpatía. Adelante. A ver qué pasa.
¡Gracias!