Do what thou wilt shall be the whole of the Law. / Love is the Law, Love under will.
(Hacer tu voluntad será la única Ley. El Amor es la Ley, el Amor bajo la voluntad).
Aleister Crowley.
1. Desenlace
Imaginen a un hombre vestido ante una mujer desnuda.
Podrían ser dos mujeres o dos hombres, o un hombre desnudo ante una mujer vestida, o mil otras variantes… Pero permítanme partir de esta combinación concreta. Hace cinco minutos charlaban y reían en pie de igualdad, pero cuando ella se quita la ropa la actitud de ambos cambia sutilmente. Hay aún respeto mutuo y buen ambiente, pero también una cierta seriedad, una tensión que empieza a acumularse. Él le ciñe un collar al cuello, y el sencillo gesto de cerrarlo provoca que este hombre y esta mujer dejen momentáneamente de ser personas para convertirse en arquetipos… El Dominante y la sumisa*.
Él le da órdenes pausadamente, ella obedece. Adopta esta postura, túmbate, levanta, mírame, no me mires. Luego el Dominante la inmoviliza empleando unas esposas, o las cuerdas de un complejo shibari, o una orden, o el cordón de un albornoz. Ella se concentra en la sensación físicamente erógena de la atadura y observa cómo se suma a la excitación mental, la indefensión, la entrega total y voluntaria. Devocional incluso. Él contempla a una mujer fuerte e inteligente (un Dominante no jugaría con cualquiera) que ha decidido rendirse indefensa a sus pies esperando sus designios, confiando en su habilidad y buena fe.
Tras unos minutos que se saborean como horas, él prepara parsimoniosamente las herramientas que empleará en una meditada progresión: fusta, paleta, flogger, vara, látigo. El procedimiento tiene una cierta liturgia, un sabor casi sacerdotal. Ambos saben que se aproxima un ritual intenso y reverente, doloroso y placentero, cargado de símbolos y significados. Él empieza suavemente: unos azotes en las nalgas, un pellizco y una caricia, un crescendo lento que da tiempo suficiente a que el cuerpo de ella reaccione al dolor, lo procese, lo absorba, lo disfrute.
Los ojos del Dominante se enfocan, su mirada se vuelve hambrienta y afilada. Está plenamente presente, concentrado, atento, manteniendo un control férreo sobre la situación. La mirada de ella, en cambio, se desenfoca y se vuelve vidriosa, se convierte en espejo de un estado alterado de conciencia que algunos conocen como subespacio y que podría llamarse abandono. Un abandono profundo y placentero, un buen viaje a lomos de las endorfinas, un portal hacia la expiación. La limpieza purificadora de un dolor sencillo y claro. El placer del martirio. Puede haber gritos o un silencio punteado por el sonido de los azotes. Puede haber movimiento y liberador forcejeo o una cierta inmovilidad reconcentrada. Puede haber coito, muchas veces lo hay, o puede no haberlo. Pero siempre hay sexo, una comunión de cuerpo y espíritu que usa el castigo como medio. Esto es BDSM, quien lo probó lo sabe.
2. Presentación
Ya de pequeño me gustaba atar mujeres.
Imaginarlo al menos, en lo que visto en perspectiva eran ensoñaciones presexuales aunque sumamente eróticas. Mujeres hermosas, fuertes e inteligentes que sin embargo caían derrotadas e inmovilizadas por un poder superior: un ladrón de guante blanco atrapando a una policía, un vaquero a una princesa india, un alien tentacular aferrado a una astronauta. A veces los papeles se invertían, y me visualizaba a mí mismo como el proverbial explorador amarrado a una palmera por un ejército de bellísimas (cómo no) guerreras amazonas.
No recuerdo qué edad tenía (¿doce o trece años?) cuando en una madrugada veraniega, tras una pesadilla particularmente intensa que me dejó sin ganas de seguir durmiendo, me escabullí hacia el comedor donde mi hermano mayor estaba viendo una película: Jo, qué noche, infame traducción de After Hours, de Scorsese. Así, a escondidas, vi una escena en que Griffin Dunne se encuentra a Linda Fiorentino atada y amordazada en su apartamento. Mientras corre a desatarla creyendo que han entrado ladrones en el piso, se da cuenta de que está atada con mucho mimo («¿Qué eran los ladrones, marineros?»)… Y de repente oye un ruido a sus espaldas, se gira y se encuentra con un tipo vestido de cuero, con una fusta en la mano y cara de pocos amigos.
No pude contenerme más y pregunté en voz alta: «¿Qué están haciendo?». Mi hermano se dio cuenta de que estaba ahí, rio y contestó: «Están jugando» antes de devolverme a la cama. En ese momento cristalizaron varios pensamientos en mi psique que viene al pelo explicar aquí para quien desee entender la pasión sadomasoquista. Por un lado, su núcleo lúdico: el «están jugando» de mi hermano me remitió al concepto de diversión placentera a pesar de su áspera apariencia externa. Entendí también que esas ataduras tenían un trasfondo sexual, a juzgar tanto por las risas de mi hermano como por mi propia (ejem) respuesta. Y también deduje con algo de preocupación que estos juegos podían ser malinterpretados y confundidos con crímenes o malos tratos.
A partir de ese día mis fantasías sadomasoquistas aumentaron de frecuencia y se volvieron abiertamente sexuales. Y ahí empezó la sensación de culpa y pecado, una insidiosa hidra de cuerpo judeocristiano y múltiples cabezas. Por un lado el miedo a ser machista: más adelante conocí a centenares de mujeres que disfrutan plenamente del BDSM en diferentes roles, pero por aquel entonces no paraba de preguntarme si mi sexualidad era en sí discriminatoria. Además, mis fantasías más intensas empezaron a incluir no solo ataduras sino también dolor (¿para qué sirve una fusta?) y ciertos tipos de sometimiento. Ya había llegado a la conclusión de que esto no podía compartirlo con cualquiera, y me sentía muy solo al respecto… La cabeza más insistente de mi hidra pecadora quería que yo fuera «normal»: me paralizaba el miedo a no encontrar jamás una mujer que disfrutara de lo mismo que yo. Y, en fin, por último descubrí la pornografía japonesa, lo que basta por sí solo para desequilibrar a cualquiera.
En la era preinternet no era sencillo acceder a pornografía especializada, así que mi yo jovenzuelo se vio obligado a vagabundear por quioscos buscando revistas como Sumissa, la Tacones Altos de Luis Vigil o la joya de la corona, el SM Comix, con dibujos fetichistas de genios como Saudelli, Stanton, Von Gotha o Pichard. Desgraciadamente, mi sentido de culpabilidad me ponía cardíaco, y se me volvía insoportable el miedo a que el quiosquero me hiciera caer víctima del gag de Woody Allen en Bananas, es decir, preguntar por megafonía el precio de Colegialas Masocas. Para colmo, hasta la llegada gloriosa de Secretary a la gran pantalla en 2002, las apariciones del S&M en el cine eran casi siempre negativas o directamente psicopáticas. Fue inevitable acabar preguntándome: ¿seré una mala persona?
Decidí librarme del pecado para siempre, y elegí para ello un método muy narrativo: asignar a mis fantasías un desenlace adecuado, un último capítulo, un finale. Así que imaginé que tenía ante mí a una hermosa mujer atada de pies y manos con una de las complejas ataduras japonesas que había visto en las revistas. Y me visualicé desatándola lentamente y con seguridad, cargando de gravitas cada movimiento. Cuando terminé de desatar a la mujer en mi mente, la abracé con fuerza, susurré «nunca más» y le hice el amor: así llamaba en esa época a follar con cariño.
Por supuesto, la estrategia solo sirvió para redoblar mis fantasías. Mi primer error fue creer que es tan fácil renunciar al núcleo de la propia identidad sexual. Y el segundo fallo fue no tener en cuenta que la acción de desatar podía ser tan sensual, acariciadora y erótica como la de atar… Con esa ensoñación descubrí que el proceso de liberación de la damisela en apuros era también muy placentero, lo que inevitablemente aumentó mi repertorio imaginativo con escenas de caballero andante: Perseo desatando a Andrómeda (¡qué precioso es el óleo de Doré que la muestra encadenada!), San Jorge rescatando a la princesa o, en fin, Shrek. Por no hablar de que para desatar a una mujer alguien tiene que haberla atado antes, y nunca he creído en las subcontratas… El método que debía librarme del pecado se convirtió en una nueva epifanía sadomasoquista, junto al satori psicosexual de Scorsese.
La verdadera revelación llegó sin embargo años más tarde, cuando gracias a la generalización de internet pude conocer en persona a gente con pulsiones similares. «Fue como si se hubiese retirado una cortina. Podía ver con claridad lo que antes había permanecido parcialmente oculto. (…) Esto era lo que había estado esperando. Ahora sé que otras personas sentían lo mismo que yo. Ya no estaba solo». Según cuenta Houllbrook en Queer London, esta sentida parrafada la soltó un tal señor Hutton tras su primera relación homosexual en el Londres de entreguerras, aunque podría perfectamente haber salido de mis labios el día en que conocí a la mujer que se hacía llamar Isabelle de Jour.
Isabelle era una mujer sumisa en su sexualidad bedesemera y guerrera en su vida diaria, una combinación bastante habitual. Tenía mucha más experiencia práctica que yo y una capacidad de enseñanza digna de Mrs. Robinson… Ya sé que el cliché exige que el Dominante experimentado enseñe a la sumisa novata, pero en mi caso fue al revés: ella me enseñó a dominar las bases técnicas del spanking, las ataduras, los azotes, los juegos con cera y pinzas… También me descubrió a Michel Foucault, dejen que le cite: «La creencia de que la práctica del sadomasoquismo es un medio para liberar una violencia latente y dar rienda suelta a la agresividad es poco menos que estúpida. No hay ninguna agresividad en las prácticas de los amantes sadomasoquistas: inventan nuevas posibilidades de placer haciendo un uso creativo de partes inusitadas del cuerpo, erotizándolo.(…) No se trata sino de sondear el placer y todas sus posibilidades». ¿Cómo marcar entonces los límites entre la patología y la sexualidad mutuamente gratificante? Un buen punto de partida sería ese «mutuamente», me señaló Isabelle con infinita paciencia.
Me absolvió también de otros posibles pecados. Al ver mis dudas ante la posibilidad de que mi afán de dominación escondiera un machismo subterráneo o reprodujera una desigualdad social, Isabelle me citó a Foucault de nuevo: «a veces se intercambian los roles en una pareja, pero incluso cuando los papeles son permanentes, los actores saben perfectamente que se trata de un juego en que existe un acuerdo, tácito o expreso, por el que se establecen ciertos límites. Pero no es una repetición de la estructura de poder social en la esfera de la relación erótica, sino una representación a través de un juego de estrategias capaz de proporcionar placer sexual». Qué agradecido le estuve al calvo filósofo francés.
Con Isabelle aprendí que mis dudas eran comunes entre quienes descubren a cualquier edad su pasión por el BDSM, y poco a poco encontré mi lugar en el mundo. Como ven, la gestación de un sadomasoquista no tiene nada que ver con las estúpidas explicaciones de psicología coelhiana de Cincuenta sombras de Grey: no hacen falta en absoluto traumas infantiles, y las únicas heridas del proceso suelen ser autoinfligidas o provocadas por la propia estupidez.
3. Nudo
Todas las historias deberían terminar en el nudo… Y con un nudo. Superada la tensión del desenlace, comprendido su origen en la presentación, tan solo queda seguir adelante con la vida. Continuar aprendiendo incesantemente. Inventar nuevas liturgias, nuevas ataduras, nuevos delirios de la carne. Seguir persiguiendo el dolor en el placer y el placer en el dolor, un yin yang de sudor, sangre y saliva. Durante mi aprendizaje cometí errores absurdos y pecados imperdonables. Até mal, azoté mal, la cagué con errores que nada tienen que ver con el sadomasoquismo… Pero, al mismo tiempo, procuré no cometer el mismo error más de una vez. Conocí a personas fantásticas, visité decenas de locales, fui copropietario de un club social BDSM durante cinco años, estudié con maestros japoneses de shibari persiguiendo la mística de las cuerdas y los nudos.
Pero todo eso no importa. Si les he hablado de mí mismo no ha sido más que como muestra, posible atisbo de una ruta de entrada. Al principio de este texto (el desenlace de mi razonamiento) hablé de arquetipos sadomasoquistas, y en realidad me convertí en uno. Hay muchos otros, una enorme variedad de géneros y roles: la Dómina, el Switch, la esclava, el Masoquista, la Sádica… Un auténtico Tarot BDSM. Si su ruta vital les acerca en algún momento a las cuerdas o los látigos, no se dejen atrapar por las dudas y déjense llevar por su verdadera voluntad. Escúchenla. No es difícil de oír.
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*N. del A.: en el mundillo del BDSM se suele reflejar mediante el uso de la mayúscula la diferencia jerárquica de los roles de los participantes, por eso términos como «Dominante» aparecen con mayúscula inicial, mientras que otros como «sumisa» o «esclavo» lo hacen en minúscula. El autor aclara que no así «Masoquista», pues no tiene necesariamente connotación de diferencia jerárquica.
Entretenido, claro, amistoso e inteligente, ¿qué más se puede pedir? ¡Muchas gracias!
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Bravo, pulpo.
Este es un tema fascinante. Autor, me podrías recomendar libros sobre el tema, en especial quisiera saber el libro de Focault de donde sacaste aquella frase.
Saludo
La frase de Foucault no salió de un libro exactamente, sino de una entrevista de 1982… Para encontrarla puedes buscar «Sexo, poder y la política de la identidad», que es como titularon la entrevista. En cuanto a más libros sobre el tema… Depende de lo que busques: novela, no ficción o poesía. Escribí un artículo entero sobre eso, que solo está en papel: http://www.jotdown.es/store/#!/Jot-Down-Smart-nº-9/p/68318117/category=19221178
Simplemente genial. Me encanta. ¿Habrá segunda parte?
Excelente artículo sobre un mundo a veces desconocido pero que cada vez es más popular sobre estamos completamente de acuerdo a que el mundo de internet a levantado la cortina que existia para que gente con las mismas inquietudes se conozca.
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¡Gracias!