1836. Gertrudis de Avellaneda observa desde el pasamano de proa cómo se aleja su adorada isla al otro lado. Cuba se marcha, pero deja en ella su nombre grabado a fuego en la partida de nacimiento y en el interior de su corazón, que a esas alturas de la vida (veintidos años) ya amenaza con girar hacia el Romanticismo. La joven desembarcó en Europa como debe desembarcar un poeta: buscando la luz de París. Pero pronto puso rumbo a su verdadero país, entendido este como aquello que se encuentra entre las fronteras de su lengua, así que decidió establecerse en A Coruña como primer refugio en la península. Tula, que así fue conocida siempre, le daba la bienvenida a un destino repleto de actitudes misóginas, de racismo colonial, de clasismo social. Contra todas esas aristas del destino terminó luchando Gertrudis a través de la más afilada de sus armas: la literatura. Pero, de momento, de aquel viaje nos queda en este texto la aparición del mar en varios rincones de su obra y un poema, llamado «Al partir», que ya deja que se intuya su genio:
¡Perla del mar! ¡Estrella de occidente!
¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo
la noche cubre con su opaco velo,
como cubre el dolor mi triste frente.
Fragmento «Al partir» (1836).
Tratándose de la primera mitad del siglo XIX, el lector ha de comprender que este relato se teje sobre la época más convulsa de la historia de España, germen de gran parte de los males que azotarían el país más tarde. En esa coyuntura, la aparición de una mujer valiente, capaz de aguantarle la mirada a cualquier poeta e incluso opacarla, resultaba un soplo de aire fresco. Para combatir la misoginia, Tula consiguió labrar una corriente poética que marcaría una época y en cuyo trasfondo siempre puede intuirse la igualdad que nadie, por entonces, imaginaba. En cada verso y en cada renglón, Gertrudis no solo persigue la creatividad, también agita la protesta.
Para colmo, a la lucha contextual añadía una pelea interior, azuzada por los acontecimientos de una autobiografía que se había empeñado en disparar contra ella. Perdió a su padre a los nueve años para ganar a un padrastro con el que ni siquiera pudo mirarse a los ojos. Perdió el reconocimiento (y la herencia) de su abuelo por renunciar a un matrimonio convenido. Perdió, sucesivamente, a su primer amor por despecho, a su segundo por la locura amatoria y al tercero por la aparición súbita de la muerte. Entre toda esta vorágine, solo un rayo de luz: tuvo una hija, Brenhilde, que también perdió a los siete meses. El hecho de que este párrafo haya sido construido casi en su totalidad gracias el verbo «perder» ya prepara a la protagonista para asaltar el movimiento que cubría de oscuridad (elegante, pero oscuridad al fin) el siglo XIX. Con la justicia, Tula clava su tristeza en el corazón del Romanticismo.
¡Mil veces desgraciado
quien —al fulgor de tu hermosura ciego—
en su alma inerte y corazón helado
no abriga un rayo de tu dulce fuego;
que es el mundo, sin ti, templo vacío,
cielo sin claridad, cadáver frío!
Fragmento «A la poesía» (1851).
El feminismo romántico
En 1841, Gertrudis Gómez de Avellaneda saca del cajón un manojo de papeles. Es el canto a su propia rebeldía, esa que no va a permitir que la igualdad escape del movimiento. Es un hecho que la caterva de poetas y dramaturgos románticos han hecho de la igualdad una bandera: el sujeto mantiene su dignidad siempre, desde el pirata hasta el miserable, desde el putero barroco hasta el mismo Mefistófeles. Sin embargo, en el Romanticismo español, la figura de la mujer no goza de una gran reivindicación, de un puñetazo sobre la mesa que coloque sus derechos en el mismo plano literario (a la realidad le faltaban muchas décadas). Puestos a otorgarle la dignidad perdida al personaje marginal, nadie aún había hecho lo propio con el personaje femenino. La mujer había sido condenada al papel de mera receptora de la hermosa palabra del poeta. La mujer era un personaje mudo. El manojo de papeles que será el encargado de dar el puñetazo será conocido en el mundo de las letras como Sab.
¿Y cuál es la mujer, aunque haya nacido bajo un cielo menos ardiente, que no busque al entrar con paso tímido en los áridos campos de la vida la creación sublime de su virginal imaginación?
Sab, capítulo III, primera parte (1841).
El primer paso de Tula y de su novela tiene como objetivo construirse una voz propia en un panorama que, como ya se ha escrito en algún lugar de este texto, no tiene sitio para la voz femenina. Y, obviamente, serán las protagonistas de la obra las encargadas de sugerir no solo que la voz ha de ser escuchada sino que la voz será escuchada le guste o no al lector. El personaje femenino de la novela, representado con las etiquetas de Carlota y Teresa, es un personaje que desea escapar, un personaje que antepone su deseo al arquetipo. El personaje femenino de Sab no contrae matrimonio con un hombre que no ama solo porque así lo dicte el argumento. El personaje femenino de Sab, por fin, se escucha a sí mismo.
¿Cuánto hay de autobiográfico en este argumento? Quizá todo, pero ese es precisamente el crimen del machismo decimonónico: la biografía de Avellaneda es la biografía de todas las mujeres. Por eso ella, como sus personajes, intentó por todos los medios escapar de su propio destino, aunque fuese a través de la página.
Pero el mérito del discurso de Tula no se limita a dar voz a la mujer, sino que además consigue que la figura femenina vertebre una historia que tiene que ver con los derechos del ser humano: su personaje es protagonista de la primera novela antiesclavista de la historia. Por tanto, la mujer de Avellaneda es una mujer que lidera el progreso de una generación, es decir, que no solo iguala al hombre sino que de algún modo lo supera, en un claro indicio de lo que supondría el feminismo en épocas posteriores.
¡Yo! —exclamó—, yo soy esa mujer que me confío a ti; ambos somos huérfanos y desgraciados…, aislados estamos los dos sobre la tierra y necesitamos igualmente compasión, amor y felicidad. Déjame pues seguirte a remotos climas, al seno de los desiertos…, ¡yo seré tu amiga, tu compañera, tu hermana!
Diálogo entre Teresa y el esclavo Sab. Sab, capítulo II, segunda parte (1841).
Pero no solo de Sab vive su feminismo. En su novela Dos mujeres, la mujer vuelve a escapar de los convencionalismos. Ahora son ellas las que utilizan sus dones para llevar a cabo la conquista, abofeteando la silueta donjuanesca que cubre todo lo romántico. Además, aborda desde la naturalidad temas tan controvertidos, siempre colocados sobre una boca femenina, como son el adulterio o el aborto.
Pero la literatura, como siempre, se había adelantado a la realidad. Zorrilla diría de ella que «era una mujer, pero lo era sin duda por un error de la naturaleza». Bretón de los Herreros no rehuyó la comparación: «Es mucho hombre esta mujer». Hasta José Martí, más tarde héroe de la independencia cubana y abanderado del modernismo en castellano, quiso azuzar la hoguera: «No hay mujer en Gertrudis Gómez de Avellaneda, todo anunciaba en ella un ánimo potente y viril». Aunque, sin duda, el mayor golpe a su dignidad femenina llegó de puños de la Academia de la Lengua, que rechazó la candidatura de la divina Tula en 1853 por su condición de mujer.
De aquellos académicos y de su labor, por cierto, nada queda hoy. Sin embargo, Gertrudis y su pelea están más vivas que nunca.
Vuelta a Cuba
Pocos años antes de marcharse para siempre, Gertrudis Gómez de Avellaneda volvió a Cuba para que el clima caribeño sanara las heridas de su marido. Este había sido apalizado al enfrentarse a un hombre que había lanzado un gato al escenario durante el estreno una obra de teatro firmada por Tula. Esta vez, observa desde el pasamano de proa cómo se acerca por fin su adorada isla. Como buena romántica, la desgracia le persigue. Gertrudis terminará viendo morir también a su marido.
Puede explicarse el ansia, la locura
con que el amor sus fuegos alimenta,
puede el dolor, la pena mas violenta
exhalar por el labio su amargura.
Fragmento «Mi mal» (1841).
A esas alturas, ya es una estrella literaria. Su corpus poético ha igualado la firmeza del poeta más afamado, sus más de veinte estrenos teatrales demuestran la pasión que despierta entre el público. En Cuba deciden proclamarla poetisa nacional. Sin embargo, ella ha perdido ya la batalla contra el destino y tras un nuevo golpe, esta vez provocado por la muerte de su hermano, desfallece. Ya no le quedan fuerzas, y deambula por distintos países hasta que la muerte le sorprende en Madrid (como podría haber sido en cualquier parte) el 1 de febrero de 1873. Sí les queda fuerza, sin embargo, a todas las mujeres de su literatura, que serían las encargadas de mantener vivo su legado feminista. Un legado que hoy, siglos más tarde, se antoja más necesario que nunca.
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