Solo existe un problema con los libros de Andrea Camilleri: el hambre atroz que le sobreviene al lector. Siciliano de pro, poeta, dramaturgo, Camilleri —se supone— come tanto y tan bien que sus personajes son un fiel reflejo de su pasión por los placeres de la mesa. Nada hacía sospechar que este viejo cascarrabias del sur de Italia se convertiría en profeta en su tierra: sus primeros libros fueron recibidos con la misma indiferencia que se le dispensa al camarero que te llama dottore y te sirve un ristretto.
Sin embargo, todo cambió con la llegada de Montalbano. Es bien sabido que el personaje que ha llevado a Camilleri a vender diez millones de libros es hijo putativo del escritor Manuel Vázquez Montalbán: un homenaje del sabio italiano al sabio barcelonés. Si Barcelona tiene a Pepe Carvalho, Sicilia (y la localidad inventada de Vigata) tienen a Salvatore «Salvo» Montalbano. Los dos son particiones de la misma gota de agua: tipos listos, intuitivos, bon vivants, amantes del mar y el vino y, al mismo tiempo, implacables perros de presa.
Cuando uno empieza un libro del italiano ya sabe lo que le espera. Camilleri jamás ha pretendido —como tantos otros— reinventar la literatura. Es un narrador solvente, dialoguista excepcional y un excelente observador. El tipo que se para a la luz de una farola y es capaz de deducir cuándo cambiaron por última vez la bombilla. Además, al de Porto Empedocle le importan sus creaciones tanto como para prestarles la atención debida o castigarlos cuando se portan mal (una vez definió a Montalbano como «un asesino de personajes» por la cantidad de tiempo que debe dedicarle al comisario, un personaje que casi respira solo) y dejarles tropezarse de vez en cuando. El escritor y guionista estadounidense Dennis Lehane dijo una vez que «cuando te enamoras de tus personajes ha llegado el momento de asesinarles» y Camilleri ha tenido mucho cuidado de que el cariño no se convierta en amor, no vaya a ser que haya que cargarse a alguien.
En realidad, todos los libros de Camilleri que tiene como protagonista al comisario Salvo Montalbano claman a plena vista su receta magistral: una parte de costumbrismo siciliano, dos partes de Sherlock Holmes, un tercio de mafiosos y delincuentes habituales, unas cuantas bellezas del sur dotadas de inacabables curvas que el policía no puede dejar de admirar y un kilo de comida italiana: fresca, festiva, deliciosa. De sfincione a melanzane, de lasagna a risotto, de gamberi a burrata, de maltagliati con l’aggrassatu a baccalà con le pere: nada escapa a las fauces del comisario. El lector avezado podría incluso determinar en qué página Montalbano acudirá a interrogar a un testigo justo en el momento en que este saca del fuego un estofado. Inevitablemente, comisario y testigo acabarán compartiendo pan, vino y vitello.
Pero si hay algo que caracteriza a los libros de Camilleri (ahora romano de adopción) es su facilidad para conectar con el italiano de a pie. Ese que añora la villetta a pie de playa, el baño a primera hora de la mañana en aguas plácidas; el amante del cigarrito, el café y el whisky. Montalbano es —en realidad— la antítesis del italiano del norte. Jamás tiene prisa, recorre el mismo camino para ir y volver del trabajo, parando en los mismos bares para tomar lo mismo. Va siempre a los mismos restaurantes, y frecuenta a los mismos amigos, pero nada sustituye a su deseada soledad nocturna, aquella en la que se toma un fritto misto a la luz de la luna, en la terraza de su casa. Hasta su novia, Livia, vive a unos cuantos kilómetros de Vigata y se sugiere una y otra vez que los auténticos amores del comisario son la ley y el pescado fresco.
Además, los secundarios de sus libros son el resultado de hacerle la autopsia a Italia y dividir los resultados para crear tres países nuevos. Catarella (que en la versión televisiva, de la que hablaremos luego, llega a su particular Everest con la descomunal interpretación de Angelo Russo) es el torpe sureño que en el norte consideran el prototipo de habitante de la zona pero al que Camilleri da la vuelta convirtiéndole en un genio de la informática sin dejar nunca de reseñar sus habilidades para dar portazos involuntarios o su facilidad para confundir cualquier dato de una forma delirante.
Catarella es una versión avanzada y neoromántica del maravilloso Fantocci, aquel personaje de Paolo Villaggio al que un día su jefe obligaba a ver El acorazado Potemkin en el cinefórum de la empresa. Al salir, el cabreadísimo empleado exclamaba, con una precisión que debería asombrar a cualquier crítico de cine: «La Corazzata Potemkin e una cagata pazzesca».
El cénit de Montalbano llegó con la versión de la RAI. Luca Zingarettti daría vida al comisario y el pueblo natal del escritor sería Vigata, la pequeña patria de creador y criatura. El éxito fue (y es) apabullante, no solo en Italia sino en sitios tan alejados en todas las instancias como Rusia y el Reino Unido. Naturalmente, se siguieron a rajatabla las instrucciones de Camilleri y poco después, más allá del éxito de la adaptación catódica, la venta de los libros del policía más famoso de Italia se dispararon (en España lo publica la editorial Salamandra) y el inconsciente colectivo siciliano se abrió paso en Europa más rápido de lo que uno tarda en decir «cannoli».
No es difícil imaginar al escritor, cigarro en mano, pensando qué demonios va a comer el comisario en la siguiente novela mientras él mismo se zampa un bocadillo de porchetta en uno de esas primaveras romanas en las que todo parece posible. Tampoco es difícil imaginar que a sus noventa y un años, Camilleri no le da demasiadas vueltas a nada que no sea o bien fútil e insignificante o bien de vida o muerte. La juventud puede ser de grises, los viejos lobos no.
Sicilia y Camilleri son hermanos siameses, pegados el uno al otro hasta el fin de los tiempos pero en las obras del siciliano también asoman los rostros de Monicelli, Gassman y hasta Abatantuono, con esos secundarios para los que hasta un italiano necesita subtítulos, pero —sobre todo— brilla la capacidad del escritor para subrayar que aunque la felicidad sea una falacia, es bastante posible estar contento al menos tres veces al día: desayuno, comida y cena.
Interesante y divertido artículo.
Yo, como imagino que muchos, hemos visto algún episodio televisivo de Montalbano, aunque no hemos leido sus novelas.
Puedo comprender que el pescado ( italiano o español ) sea uno de los auténticos amores de alguien – compárese con el odioso fish and chips inglés – . La ley ya me cuesta más comprenderlo.
Un par de coletillas: Livia, la novia de Montalbano, vive en el Norte, en Genova (concretamente en Boccadasse), o sea casi en el extremo opuesto de Italia. Con todo lo que esto conlleva, de diferencias y distancias.
Y luego no es Fantocci, es Fantozzi. En italiano el matiz es importante.
Por último siempre me he preguntado como serán las novelas de Camilleri traducidas…
Están escritas en una mezcla de italiano y de dialecto siciliano y la continua interacción entre los dos registros lingüísticos, representa la gracia y la fuerza de la escritura de Camilleri.
Algunos personajes, como Catarella o Adelina (la señora que prepara las cenas del comisario), perderían mucho o, me temo, practicante todo en la traducción.
Y la misma forma de pensar de Montalbano (aquí también dos registros, el italiano para algunos pensamientos y el siciliano para otros), o sea su identidad como personaje literario, se desvanece bastante.
Estupendo artículo, Toni. ¡Nos has llevado a la trattoria de Enzo! Montalbano nos gusta tanto a los fieles de Camilleri porque parece más persona que personaje, porque, como has contado muy bien, come, lee http://bit.ly/2jyRUQo y, como nosotros y su creador, envejece http://bit.ly/2iBbPic Tomo nota del intesante comentario de SfefanoB. Un saludo cordial.
¡Gracias!
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