Eros Ocio y Vicio

Vibradores victorianos: la industrialización del orgasmo

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Fotografía: DP.

La masturbación es la actividad sexual primaria de la humanidad. En el siglo XIX era una enfermedad; en el XX, una cura. Thomas S. Szasz.

Hace diez años se emitió en la CBC una breve serie de ciencia ficción steampunk llamada Las aventuras secretas del joven Julio Verne. Rodada directamente en vídeo, con guiones infames y actuaciones lamentables, la serie imaginaba a Verne como un aventurero que realmente experimentó todo lo que más tarde vertería en sus novelas: viajar en el Nautilus, en una expedición al centro de la Tierra o alrededor del mundo en ochenta días. En el primer capítulo, una misteriosa mujer secuestra al inexperto Verne y le tortura para obtener sus secretos atándolo a una curiosa invención: una silla vibradora. Una pequeña vibración resulta muy placentera y agradable, pero si Verne se niega a hablar, el dial subirá… Al ver esa escena no pude evitar sonreír y lamentar que Verne (el auténtico) no hubiera previsto la muy cercana invención del vibrador con el mismo espíritu visionario que le hizo anticipar el submarino.

En el controvertido ensayo La tecnología del orgasmo, la investigadora Rachel P. Maines sostiene que desde la Antigüedad clásica se consideraba que las mujeres insatisfechas sexualmente (lo que usualmente era definido como incapacidad de llegar al orgasmo mediante el coito vaginal) desarrollaban una «enfermedad» nerviosa llamada histeria, tradicionalmente tratada mediante toques manuales a cargo de una partera hasta llegar al, ejem, «paroxismo histérico». En el siglo XIX la invención del vibrador electromecánico como utensilio de fisioterapia tendría un efecto secundario no previsto pero rápidamente aprovechado por los médicos: producir estos «paroxismos» de forma más rápida y eficaz, sin poner en peligro su respetabilidad ni la de sus pacientes al estar aplicando un tratamiento médico sin connotaciones abiertamente sexuales…Un bonito caso de tecnología camuflada socialmente. Esta tesis, reflejada en películas como la reciente comedia romántica Hysteria (fallida aunque aparezca mi musa Maggie Gyllenhaal), es matizable y discutible, como veremos en detalle en este artículo. Y aunque sea divertida la imagen del pacato médico victoriano aplicando vibradores sobre los genitales de sus sorprendidas pacientes, la cosa no fue exactamente así…

En realidad la era victoriana no fue tan sexualmente pacata como se cree en la actualidad. Abundaban la literatura erótica y los grabados subidos de tono, la propia reina Victoria coleccionaba dibujos de desnudos masculinos, y es falso, a juzgar por cartas y documentos de la época, que se creyera que las mujeres no experimentaban placer sexual. Eso sí: muchas damas de clase media y alta se metían en el lecho matrimonial sin tener la más remota idea de qué se introducía dónde y cómo, lo que daba lugar a situaciones incómodas similares a las que refleja Ian McEwan en On Chesil Beach, ambientada en 1962 pero con una protagonista femenina francamente victoriana.

Pero vayamos paso a paso. Antes de llegar a los vibradores a vapor, empecemos por la tecnología digital. Literalmente digital.  

El hábil dedo de la matrona

Como consecuencia del tacto de los órganos genitales, la paciente tuvo sacudidas acompañadas de dolor y placer similar al experimentado en el coito, tras lo que emitió esperma turbio y abundante y se encontró liberada de sus males». Galeno, Del uso de las partes.

En el Timeo, Platón describe más o menos metafóricamente el útero como un animal (zoon) con tendencia a pasearse por el interior del cuerpo de la mujer en respuesta a ciertos estímulos; «tal como un animal dentro de otro animal», en palabras de Areteo. Al acumularse un exceso de líquidos («esperma femenino») en este alien errante, principalmente por causa de la abstinencia sexual, el zoon se rebela provocando todo tipo de males… En particular un trastorno difuso que se ha llamado a lo largo de los siglos histeria (de hystera o útero), furor uterino, suffocatio matricis, «melancolía de doncellas, monjas y viudas» o trastorno histeroneurasténico en la jerga psiquiátrica posterior. Los síntomas de este «desarreglo» eran ansiedad, insomnio, irritabilidad y «ganas de buscar problemas», nerviosismo, risas o llantos, fantasías eróticas, «excesiva» humedad en la vulva, sofocos…

El androcéntrico razonamiento subyacente era que si una mujer no alcanzaba el orgasmo de forma «normal» y «saludable» (únicamente mediante la penetración vaginal), padecía una enfermedad con su propia sintomatología… y tratamiento. Si la abstinencia provocaba acumulación de fluidos en el útero, el coito terapéutico parecía la mejor opción de cura, o a falta de ello, la mano hábil de una partera o incluso la ayuda de un dildo. En los Consilia de Ferrari de Gradi, en el siglo XV, puede leerse: «habiendo una matrona envuelto un dedo con un pedacito de tela y habiendo mojado ese dedo en aceite de lis en el cual se habrían disuelto mirra y nuez moscada, meterá ese dedo en la vulva y le hará toques con el fin de que su naturaleza de mujer sea excitada y así no retenga la materia que debe evacuar hacia abajo. Y así se le ayudará hasta el momento en que tenga una relación con el propio marido. Y si él no puede satisfacer totalmente su deseo (maior delectatio), se elaborará un instrumento en madera que se revestirá de tripa de animal; se untará con el aceite y el polvo del que hablamos antes, y enseguida se le introducirá a la paciente, agitándolo hasta la emisión del esperma femenino».  

(Abro un paréntesis: el dildo no producirá estimulación clitoral, pero menos da una piedra… Aún faltaban siglos para la vibración mecánica, a menos que nos creamos la leyenda apócrifa según la cual Cleopatra construyó un rudimentario vibrador con un tubo hueco de cobre relleno con abejas vivas).

En el siglo XVII Pieter van Foreest repite la sugerencia masturbatoria en Observationem et Curationem Medicinalium ac Chirurgicarum Opera Omnia, reconociendo haberla extraído de los Consilia pero apuntando más lejos hacia el pasado: «Galeno y Avicena, entre otros, recomiendan esta estimulación de la mujer hasta el paroxismo, especialmente para las viudas, para las que llevan una vida de castidad y para las mujeres religiosas; se recomienda con menos frecuencia para mujeres muy jóvenes, públicas o casadas, para quienes es mejor remedio la cópula con sus parejas».

Un análisis más detallado de lo que realmente decía Galeno pone en duda que esta recomendación fuera tan clara como parece. En un documentadísimo artículo llamado Galeno y la viuda: hacia una comprensión de la masturbación terapéutica en ginecología antigua, la profesora Helen King pone en duda el uso de los clásicos llevado a cabo por Maines en su libro, y destaca que Galeno no recomendaba realmente la masturbación ni menos aún la practicaba él mismo, sino que describía de forma neutra el uso de la misma por parte de matronas como «remedio tradicional» para la histeria.

En cualquier caso, sea por un prurito pacato o por simple confusión ante la respuesta femenina, muchos textos médicos llaman a la explosión orgásmica de la masturbación «crisis histérica» o «paroxismo histérico». En el siglo XVI el cirujano Ambroise Paré lo describía como «un éxtasis, un desmayo y arrobamiento de los espíritus, como si el alma estuviera separada del cuerpo». A principios del XIX, Franz Joseph Gall llamaba crisis histérica al sonrojo de la piel acompañado de «sensaciones voluptuosas, vergüenza y confusión» tras una breve pérdida de control, normalmente inferior al minuto.

No es que el orgasmo femenino fuera desconocido por la medicina, sino que durante siglos se asoció únicamente al coito y a la posibilidad de que aumentara la posibilidad de embarazo. Así pues, se aconsejaba llegar al orgasmo femenino para aumentar la fertilidad, pero también evitar efusiones similares fuera del lecho matrimonial. Durante el siglo XIX y buena parte del XX la masturbación femenina se vio como algo inapropiado, inmoral y peligroso; causa o síntoma de enfermedad física o mental. Sigmund Freud, sin ir más lejos, calificaría el orgasmo clitoral como señal de infantilismo… Cualquier excitación sexual femenina que no culminase en un coito con fines reproductivos era considerada insalubre y podía producir todo tipo de trastornos.

En 1866 el presidente de la Sociedad Médica de Londres, un ginecólogo llamado Isaac Baker Brown, culpó a la masturbación femenina de producir epilepsia, locura e histeria, entre otros males. Como tratamiento, Brown abogó por la clitoridectomía, es decir, la extirpación quirúrgica del clítoris. A muchas de las pacientes a las que se les mutiló el clítoris para ser «sanadas» no se les informó de qué tipo de operación se les iba a practicar, solo de que iban a recibir «un pequeño ajuste en sus partes externas». Brown no fue ni mucho menos el primer médico victoriano en usar este tipo de «remedios», pero sí quien más los defendió, con una arrogancia que le hizo ganarse enemigos entre sus colegas. Por ello acabó siendo destituido: más por rivalidades internas y cuestiones de ética procedimental que por considerarse incorrecto su tratamiento.

Este horror por la masturbación deja solo un resquicio a las mujeres «histéricas» sexualmente insatisfechas… ¿Y si la masturbación pudiera camuflarse como un «tratamiento terapéutico» para  trastornos femeninos? ¿Podría entonces alcanzar el éxtasis orgásmico una mujer de clase media-alta conservando su respetabilidad?

En la caja de Pandora se escondía un vibrador

Masaje de agua como tratamiento de la histeria. Ilustración: DP.

Me gusta considerar el sexo oral, el manual y el coito como juegos preliminares al sexo con vibrador. Betty Dodson.

Los dildos terapéuticos propuestos por Ferrari de Gradi fueron evolucionando con el avance de la tecnología, aunque bajo disfraces menos evidentes que el «instrumento recubierto de tripa de animal». Durante los primeros años de la era victoriana la tecnología masturbadora estrella fue la ducha a presión de agua fría dirigida hacia la vulva. En los departamentos femeninos de los balnearios de lujo era frecuente encontrar estas duchas «estimulantes locales de la región pélvica». El médico Henri Scoutetten describía su funcionamiento con estas palabras involuntariamente cómicas: «La primera impresión producida por el chorro de agua es dolorosa, pero pronto el efecto de la presión, la reacción del organismo al frío, que causa enrojecimiento de la piel, y el restablecimiento del equilibrio, crean una sensación tan agradable para muchas mujeres que hay que tomar precauciones para que no excedan el tiempo prescrito, normalmente cuatro o cinco minutos. Tras la ducha, la paciente se seca, se abrocha el corsé y regresa a su habitación con paso vivo».

Desgraciadamente estas duchas eran costosas, nada portátiles, dependientes de un suministro constante de agua y difíciles de emplear con la precisión necesaria para producir resultados fiables (léase orgasmos). Algo parecido ocurría con el Manipulator, el enorme «aparato vibratorio de masaje accionado mediante vapor» patentado por el médico estadounidense George Taylor en 1869. El sueño húmedo de toda aficionada al steampunk, el Manipulator consistía en una gigantesca mesa almohadillada con un agujero a través del que una esfera vibrante masajeaba la pelvis. Sus principales clientes eran los balnearios, a los que Taylor dedica un aviso: su aparato debe usarse con supervisión constante para evitar una «satisfacción excesiva».

Pero el punto G de esta historia llega en 1880, cuando el británico John Mortimer Granville culmina su estudio sobre desórdenes musculares inventando un pequeño chisme percutor accionado mediante baterías… O, por usar la aséptica descripción de Maines, un «aparato electromecánico que aplica presión a un ritmo rápido sobre el contorno de una superficie». Es el primer vibrador eléctrico portátil de la historia, acompañado de un práctico kit de accesorios (vibrátodos) de diferentes formas y tamaños. Desgraciadamente, Granville era un aguafiestas y jamás quiso que su invento se utilizara para tratar a mujeres histéricas, sino únicamente en fisioterapia: «he evitado y evitaré tratar mujeres mediante vibración, simplemente porque no deseo ser engañado por los caprichos del estado histérico ni colaborar a que confunda a otras personas». Demasiado tarde: la caja de Pandora estaba abierta y el uso de vibradores para «tratar» la histeria se extendió de forma discreta pero muy lucrativa.

Podemos seguir el rastro de varios modelos de vibrador a través de los anuncios aparecidos en revistas médicas de finales de siglo. Maines describe algunos: «muchos se sostenían en el suelo sobre rodillos, otros eran portátiles, y los había que se colgaban del techo de la clínica como una llave de impacto en un taller de automóviles moderno». El rango de precios va desde los quince dólares de los más baratos, que funcionaban dándoles cuerda (¡no quiero imaginar el bajón de tener que parar para darle unos minutos a la manivela!) hasta el Chatanooga, un monstruo deluxe al prohibitivo precio de 200 dólares de la época.

Durante esos años se vivió un boom de la «vibroterapia» como presunta cura para todo tipo de males: artritis, estreñimiento, amenorrea, infecciones… Sin embargo, los anuncios no dejaban lugar a dudas de cuál era el objetivo principal del aparato: «resulta una ayuda impagable para el médico al tratar todas las molestias nerviosas femeninas», o «mejora inmediatamente el nerviosismo causado por los ovarios o el útero».

Según la tesis de Maines, el «paroxismo asistido médicamente» mediante vibradores se volvió muy popular, tanto (obviamente) entre las pacientes como entre el estamento médico. Un lento y artesanal masaje vulvar podía durar perfectamente una hora sin provocar la crisis histérica, dependiendo de la habilidad del médico o la partera… En cambio el vibrador provocaba el paroxismo en pocos minutos, permitiendo así tratar (y cobrar) a un mayor número de pacientes. Además, las damas que acudían a la consulta ni morían de su «enfermedad» ni por supuesto se curaban, con lo que seguían acudiendo gustosas una y otra y otra y otra vez a recibir regularmente un tratamiento tan placentero. Todo eran ventajas.

Sin embargo, muchos historiadores opinan que Maines exagera, llevada por el entusiasmo. Es indudable que los aparatos existieron y que al menos unos cuantos médicos los usaron para «tratar» a mujeres histéricas, pero probablemente de modo mucho más discreto y subterráneo de lo que parece indicar Maines. El vibrador no aparece en novelas pornográficas de la época, aunque eso no es tan raro si el uso masturbatorio estaba exitosamente camuflado como terapia médica reservada a mujeres de clase alta. Por otro lado, en una época en que la imagen pública lo era todo, resulta difícil creer que los médicos se arriesgaran a ser acusados de comportamientos impropios con sus pacientes.

De sofisticado equipo médico a sofisticado juguete sexual  

Hay formas morales e inmorales de usar un arma de fuego… Pero no hay ninguna forma moral de usar un vibrador». Dan Ireland, predicador baptista.

En cualquier caso, unas décadas más tarde el cortocircuito social que camuflaba el aspecto sexual del «paroxismo histérico» empezó a resquebrajarse. En películas eróticas a partir de 1920 empezaron a aparecer vibradores; terapeutas sexuales de los años treinta defendieron abiertamente el uso de estos aparatos para casos de «frigidez femenina»; los anuncios de vibradores saltaron poco a poco de las revistas médicas a las publicaciones femeninas de moda o costura, más o menos explícitamente vendidas como auxiliares sexuales («todos los placeres de la juventud vibrarán en ti»)… En 1952 la Asociación Estadounidense de Psiquiatría retiró la histeria o «trastorno histoneurasténico» de su lista de enfermedades, quedando al fin clasificados los «síntomas» bajo el epígrafe de simple deseo sexual de una libido sana.

En el episodio «Indian summer» de Mad Men, la redactora publicitaria Peggy descubre por accidente los efectos erógenos de un cinturón vibrador supuestamente pensado para adelgazar, y decide lanzar una campaña bautizándolo como «El Rejuvenecedor» y asignándole un eslogan insinuante: «amarás el modo en que te hará sentir». Es significativa la frase que emplea para describir a sus colegas el efecto del aparato: «proporciona el placer de un hombre, pero sin el hombre», una descripción que conecta con el atávico miedo masculino a ser desplazado y volverse irrelevante.

La industrialización del sexo que representa el vibrador merece una atención particular. De los orgasmos artesanos, lentamente trabajados y dependientes de la habilidad individual se pasó, gracias a la tecnología, a la producción mucho más fiable de orgasmos en serie… La totalidad del género masculino se arriesgaba a ser sustituido por las máquinas, como los artesanos y los obreros de los telares durante la Revolución Industrial. Muchos hombres empezaron a incluir vibradores como una herramienta más de su arsenal sexual, pero otros se tomaron la misma existencia de estos juguetes como una crítica implícita a su habilidad para hacer correrse a una mujer con la penetración vaginal (del cunnilingus y la masturbación mutua manual ya hablaremos otro día).

Este molesto miedo, sumado a la pérdida del camuflaje social de respetabilidad médica, marcó el pistoletazo de salida de la guerra contra el vibrador. En países como India o Pakistán es ilegal comprarlos, y tres estados de los EE. UU. tienen leyes (¡aún vigentes!) contra la distribución de juguetes sexuales. Es especialmente gracioso el caso de Alabama, cubierto en varios reportajes por el periodista Jacob Appel. A finales de los noventa, un senador se embarcó en una cruzada para prohibir los espectáculos de striptease. No lo consiguió, pero durante el debate subsiguiente un predicador baptista llamado Dan Ireland  convenció al fiscal general de Alabama, Troy King, para pasar una ley contra la distribución y venta de artefactos eróticos. Desde entonces cualquier distribuidor de juguetes sexuales en Alabama se enfrenta a una multa potencial de diez mil dólares, que aunque no suela aplicarse prácticamente nunca, sí actúa como elemento disuasorio.

Poco después de lanzar una agresiva campaña homofóbica, se descubrió que King había tenido alguna aventurilla homosexual… Así que no descarto que esa aversión por los dildos se complemente con la posesión de una colección de vibradores prostáticos a pilas. En cualquier caso, se lanzó una campaña para comprarle entradas a King para una obra de teatro de Sara Ruhl llamada In the next room, muy apropiada para cerrar el artículo. Su argumento: en la era victoriana, un médico descubre que los aparatos vibrátiles con que esperaba tratar lesiones musculares tienen un efecto insospechado en una de sus pacientes…

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Imagen: DP.

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7 Comments

  1. Pingback: Vibradores victorianos: la industrialización del orgasmo

  2. Padre Karras

    Gran tema, gran artículo. Ameno y brillante. Gracias, Josep.

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  7. Parlache

    ¡Gracias!

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