Destinos Ocio y Vicio

Una hermosa catástrofe, Nueva York

black and white city skyline buildings
Fotografía: Anders Jildén (CC).

«Me gusta Nueva York porque se me escapa». Lo decía Marilyn Monroe, que tenía la dolorosa costumbre de amar aquello que no terminaba de poseer. Arthur Miller. J. F. K. El teatro. Unos padres que no estaban. Nueva York tenía las maneras de un amante elusivo. El atractivo esquivo de un hombre que siempre se está marchando. Aquella ciudad pertenecía a otros. A los patricios criados bajo la opulencia del Upper East Side. A los hijos de la Ivy League. A los herederos. A los que se prometían en matrimonio con muchachas de buenas familias. A los que nacieron uniendo su grito al rugido interminable de las calles y ya jamás volvieron a gritar. A los que nunca tuvieron que soñarla porque se despertaron en la isla de Manhattan. A los demás.

A Marilyn se le escapaba. Como se le escapó la frase que Capote le robó para colocar en los labios de Holly Golightly. Su amigo había imaginado a aquella provincianita que merodeaba descarriada frente a los escaparates de Tiffany’s como un alter ego de la chica que amaba las joyas sobre todas las cosas. Una proto Norma Jean. Pero entre todos los diamantes que desea no hay diamante como este: Nueva York, que brilla siempre en otra mano. Es el anillo que se queda en promesa. O peor, el que deja un arañazo como tozudo recordatorio de que el amante es el marido de otra y no se queda a dormir.

Ni la mismísima Marilyn puede atraparla. Se le escapa por las avenidas verticales, por las calles en cuadrícula, por los puentes y los túneles. Su amigo Capote le ha explicado que esta es la única ciudad-ciudad real. Elevada al cuadrado de su arquitectura. Y, aunque ella ha dejado que el aire sucio del metro recorra sus muslos hasta poseerla con su calor, sabe que jamás podrá poseer a Nueva York.

Solo es de los privilegiados y de los locos, de los que lo tienen todo y de los que ya no van a tener nada. De los que vinieron a ganar y no lo consiguieron, pero se conforman con el triunfo mínimo de haber fracasado aquí. Aquí, donde el paraíso es un barrio del purgatorio en el distrito del infierno. «Nadie debería venir a Nueva York si no tiene el deseo de ser afortunado». Lo descubrió E. B. White, que alcanzó en este asfalto el extraño don de la soledad. A la isla Ellis se llega con el trébol de cuatro hojas bien agarrado entre los dientes y una sonrisa expectante. Como lo hacían los irlandeses. Como lo siguen haciendo los que aterrizan soñando con el verde de la tarjeta con la que se podrán quedar.

Todo está aquí. Todo se mueve aquí. Manhattan parece bascular sobre un resorte gigante. Sobre el trampolín de las ilusiones que utilizan los valientes para llegar. La ciudad oscila sobre las arenas movedizas de las aspiraciones descompuestas. Sobre los sueños insepultos que surgen cada noche, ya albinos, de las alcantarillas. Manhattan gira sobre sí misma, como si la aguja del Empire State fuera la punta de una inmensa peonza contra un cielo donde las estrellas ya no brillan por no molestarse en competir. Un juguete alimentado por su inercia. Una trampa cinética que nunca va a parar. Y el viraje perfecto de sus luces convierte a los pobres humanos en polillas hipnotizadas. Y se quedan enganchados en el destello que no alumbra, en el resplandor que no calienta, en el reflejo que no guía. En la ratonera de terciopelo. El limbo de tantos. Ese lugar constante y congelado del que nunca se sale. Nueva York, state of mind.

«A lo mejor todo se reduce a un acto de fe. Algo que en Nueva York, técnicamente hablando, se requiere incluso para el simple gesto de salir a la calle». Thomas Pynchon, neoyorquino agazapado en su guarida del Yupper West Side, sabe que hasta encontrar un taxi puede ser la prueba impuesta por un dios exasperante con tendencia a bromear. Pynchon nos ha enseñado que la ciudad es un laberinto trucado en el que se anda deprisa para que no te alcance la rabia que corre como un comecocos. Es lo que ve desde lo alto de su teclado de francotirador. Contempla el sinsentido de las moléculas humanas buscando el equilibrio entre los coches y el escándalo, entre el aturdimiento y la prisa. Como si en la isla el tiempo avanzara de una forma distinta al resto de los lugares de la Tierra, multiplicando su velocidad. Y, a pesar de la locura darwinista que Nueva York nos propone —vence, evoluciona, compite, sigue adelante, adelanta, adelántate, never-give-up—, frente al acrónimo de su nombre solo nos sale poner un corazón. Lo hace también Pynchon, que tiene en esta ciudad la misma fe desgastada y gratuita que tiene en la humanidad: cree en sus calles y en su mugre, en su belleza subterránea y en la que reflejan los rascacielos que no le terminan de gustar; cree en las lámparas encendidas tras las ventanas sin cortinas, en los «depósitos de agua dispuestos como cohetes antiguos en tejados cuya capa de impermeabilización fue fregada por última vez por manos de inmigrantes muertos hace generaciones». Cree en el ruido y la furia. En su vigor animal.

Quizá Pynchon es quien mejor puede probar que esta es la capital de la excentricidad, el puerto de las almas singulares, de los que no encajan en el patrón. Nueva York es una oda a la excepción. Para bien. O para peor. En ningún sitio la pasarela del ego se contonea de forma tan descarada sobre la lápida del anonimato total. Por estas calles pasean los que se saben ejemplares únicos, se miden la mirada en cada cruce, enfrentan sus barbillas levantadas, pisan el cemento desconchado como si mereciera la muesca de su tacón. Pero aquí también se atrincheran los ojos velados de los que fueron abducidos por la nada, la multitud narcotizada que antes de amanecer se despereza en un suburbio plomizo que no deja de ser Nueva York. Bienvenidos a la fiesta del que es todo y del que es nada. La ciudad os necesita a los dos. Con placer o con espanto, os devorará.

Nueva York, caníbal exquisita. Nueva York, la hermosa catástrofe de la que hablaba Le Corbusier. Nueva York, centrifugadora de almas, apisonadora de realidad. Siempre reclama kilovatios de vida. Siempre parece conectada a una fuente infinita de electricidad. Como si bajo las aceras grises aguardara una reserva del fulgor del big bang. Dice una ley no escrita de la termodinámica neoyorquina que la energía ni se crea ni se destruye si no pasa por aquí. Será por eso que más allá del traqueteo de los vagones del metro, en los túneles, vibra algo primordial. Algo que se contagia a la superficie: la magia telúrica de un lugar donde todo puede resplandecer. Aquí se viene a hacer lo mejor. Sin saber muy bien qué es, pero con la esperanza de que Nueva York nos lo descubra. Como un oráculo. Como un charlatán.

Los que deciden quedarse consienten vivir en ebullición. Ese es el secreto del zumbido, del ruido que no cesa jamás. En la ciudad que nunca duerme el silencio ha quedado abolido por decreto de la modernidad. Sacrificado al Moloch al que aullaba Allen Ginsberg. ¿Qué es Nueva York sino ese rugido desaforado que parece venir de los supervivientes del fin del mundo? ¿Ese estertor constante de los que sospechan que han empezado a languidecer? Es el clamor acallado de las mejores mentes de cada generación. La carcajada complacida de los que se creen que lo son. La maldición del borracho al que han cerrado todos los bares. El arrastrar de una maleta del que se rinde y se va. Los besos enmudecidos por el traqueteo de Penn Station. El insomnio que rezonga en cada cama desde Chelsea hasta el sur. Los tacones desacompasados cuando vuelven de bailar. Los basureros que hacen ruido porque sí. Sin razón. El borboteo de las cloacas donde la isla juega a evaporarse. El estrépito innecesario de las grúas que quieren levantar un rascacielos más. El rumor que anticipa que algo va a pasar. Porque Nueva York vive en la inminencia de lo excepcional que está por suceder. La ciudad nos hace creer que nos regalará la oportunidad de ser testigos de una eclosión. La posibilidad de dejar de ser espectadores sin rostro para convertirnos en cómplices de una representación sin igual.

Si el mundo tiene un secreto, se oculta aquí: en el tríptico de esta realidad que es como El jardín de las delicias. Con su tabla del Paraíso, ese ático para dos en Central Park West. Con su fuente de píxeles en Times Square, abarrotada y superficial. Con su tabla del infierno patrocinada por la Comisión de Transportes. El abismo del Bosco recuerda al chiste del que ha visto su carne licuarse en cualquier andén: «si viajas en el metro dos veces al día es difícil creer en la inmortalidad».

Y, sin embargo, a veces, la isla se entrega como si fueras su primer náufrago. Te sonríe, inesperada, y te ofrece su costa. Te promete una Arcadia levantada con metal pulido y con cristal, con ladrillos rojos y escaleras de incendios. El camino luminoso donde la Vía Láctea encuentra su reflejo de color. Y, por un momento único e irrepetible, comprendes que no hay lugar en el mundo comparable a este pedazo de tierra, a estos sesenta kilómetros cuadrados donde la gente viene a dejarse llevar o dejarse morir. Entiendes que no es cierto que como en casa no se está en ningún sitio. Solo es cierto que en ningún sitio se está como en Nueva York. Y cuando, por fin, llegues a aborrecerla, sabrás que los crusties de St. Marks Place tienen razón. Cuenta su leyenda que, aunque basta con desearlo para ser de aquí, en realidad solo se logra cuando empiezas a odiar este disparate colosal.

Los taxistas tienen una costumbre ancestral que parece una alegoría perfecta de Nueva York: cuando entran desde el JFK lo hacen por un puente, pero para largarse eligen un túnel. Quizá lo hacen para evitar el lento desvanecimiento del perfil de la ciudad. Mejor perderla de vista de repente, mientras las lágrimas no nos dejan ver. Fundir a negro y despedirse. Solo así saldremos de nuestro hechizo de estatua de sal y podremos dejar de mirar ese vértice sobre el que gira la isla, el mundo, la realidad.

«Me gusta Nueva York porque se me escapa». Pero nosotros ya no podemos escapar de ella. Aunque nos marchemos. Es como el amante esquivo que permanece en la ausencia. Como la catástrofe perfecta a la que queremos volver. Y cerraremos los ojos solo para comprobar que el hueco que sentimos palpitar bajo el esternón tiene la medida exacta de la punta de la antena del Empire State.

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3 Comments

  1. bdeperdigo

    Brillante y fiel descripcion. No muy lejos de lo que para mi ha sido Londres:
    https://inconformistasferoces.wordpress.com/2016/08/15/londres-es-una-amante-muy-puta/

  2. Maestro Ciruela

    Inspirado texto. Me ha hecho recordar, una vez más, que Holly Golightly debiera haber sido interpretada por Marilyn. Ninguna otra «llegaba», estando ella en el mundo.

  3. silviadomngz

    Escribes bien, Marta; quizás no tan bien como el neoyorquino Thomas Pynchon (a quien admiras, y a quien admiro yo también), pero lo haces de un modo proporcionado; aceptable. Hay en tus escritos una cadencia, un ritmo y un compás, que he disfrutado en otras ocasiones en la Jotdown Smart, maravillosamente voluptuosos, no eróticos sensu stricto, sino propios de esa «obesidad textual» con que te defines en twitter, con los que nos hace a los lectores «frenar y acelerar», leer a veces las líneas de forma muy fluida, y otras muy, muy, muy despacio… Igual que hace Abott obligando al lector a agacharse. Mi más sincera enhorabuena.

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