Cuando Francis Scott Fitzgerald trazó en Suave es la noche la historia de Dick River, su gloria y su derrota, la enfermedad mental de su mujer, el descenso a los infiernos del alcohol, su inseguridad emocional y descontrol financiero, estaba dejando testimonio escrito de su propia historia. Un recorrido vital que lo había coronado como la voz más talentosa de una generación extraordinaria, la de Dos Passos, Parker, Hemingway y Faulkner, y terminó lanzándolo al barro, vencido por sus propios demonios. En 1921, un año después de publicar A este lado del paraíso, su primera novela, realizaba una confesión profética en el artículo «Mi ciudad perdida»: «Recuerdo ir viajando en taxi una tarde entre altísimos edificios y un cielo malva y rosado; comencé a llorar a lágrima viva porque tenía todo lo que quería y sabía que nunca volvería a ser tan feliz». Trece años después, cuando terminó de escribir Suave es la noche, su cuarta y última novela, luchaba por frenar el derrumbamiento inevitable de un universo personal en ruinas.
Hollywood, la frivolidad de Los Ángeles, el brillo falso de la lucrativa industria del cine fue su último refugio en su resignada huida hacia adelante. Raymond Chandler, otro de los célebres protagonistas del éxodo de la literatura al celuloide a principios de los años cuarenta, describió con precisión esa sensación de degradación intelectual en La dalia azul, novela inacabada que se convirtió en guion: «El negocio del cine es el único negocio en el cual pueden cometerse todos los errores posibles y seguir haciendo dinero… Es el mundo del espectáculo. Hay algo barato en todo ello». El resplandor vacío pero rentable del oropel fue lo que atrajo en 1937 a un Fitzgerald arrinconado por la bancarrota, el alcoholismo, la esquizofrenia de su esposa Zelda, las carísimas mensualidades del hospital psiquiátrico en el que estaba internada y los altos costes de los estudios de su hija. Fallecería tres años después dejando evidencia de su frustración en sus últimos escritos: las historias de Pat Hobby, una serie de relatos publicados en Esquire sobre un guionista alcohólico y venido a menos que una vez fue alguien, y El último magnate, una novela sin terminar sobre la deslumbrante pero inaccesible vida de un productor ficticio de cine llamado Monroe Stahr.
O no tan ficticio. En realidad, el personaje de Stahr estaba inspirado en Irving Thalberg, el joven y exitoso jefe de producción de la recién creada Metro Goldwyn Mayer y sobrino de Carl Laemmle, fundador y dueño de Universal Pictures. Si Pat Hobby representaba el lado sórdido del mundo del cine, ese en el que Fitzgerald fue a aterrizar, Stahr era la personificación de todo cuanto fascinó al escritor en Hollywood y nunca pudo alcanzar.
Fitzgerald había trabajado para Thalberg en 1927 y 1931, años en los que tuvo sus primeros escarceos cinematográficos. Anteriormente, en 1923, se le había encargado que escribiese el guion de su primera novela, A este lado del paraíso, pero el resultado no convenció a los estudios y la película nunca llegó a rodarse. Por desgracia, la experiencia a las órdenes de Thalberg durante la época en la que, paralelamente, comenzó a escribir Suave es la noche, derivó también en fracaso. Aunque el personaje de Barton Fink, protagonista de la película homónima de los hermanos Coen, está basado en realidad en el dramaturgo Clifford Odets, su aislamiento en un hotel miserable y los continuos encontronazos con sus productores son un fiel reflejo de las circunstancias personales y laborales de Fitzgerald bajo la autoridad del infalible Thalberg, conocido como «el chico de oro». Su lema era: «Las películas no se hacen, se rehacen»; una filosofía de trabajo que desesperaba al autor de El gran Gatsby, quien veía cómo sus ideas eran continuamente reformadas y mutiladas por otros guionistas. En el magnífico ensayo The Crack-Up, Fitzgerald escribiría a propósito del cine: «Es un arte en el que las palabras están subordinadas a las imágenes, mientras la personalidad se desgasta en el inevitable engranaje de la colaboración». A diferencia de los escritores, los guionistas no eran, ni mucho menos, quienes tenían el control sobre el guion. Sobre el texto final. Este pertenecía por entero a los productores, a quienes Fitzgerald, en el mismo ensayo, denomina «mercaderes de Hollywood» en cuyas manos se encuentra «un arte mecánico y comunal».
Desencantado, harto de un medio que sometía el talento a semejante corsé, pero, sobre todo, despedido por Thalberg —quien en su biografía describe a Fitzgerald como un caso perdido, consumido por el alcohol y resentido por no haber triunfado en Hollywood como algunos de sus colegas— el autor intentó regresar al mundo del que provenía, pero se encontró con que este había sido cruelmente devastado por la Gran Depresión. De los felices años veinte, que descansan para siempre en las primeras novelas de Fitzgerald, no quedaban por aquel entonces más que algunas mesas de cóctel flotando a la deriva. El escritor y su mujer habían sido los máximos exponentes de la próspera década del jazz, figuras destacadas de la sociedad neoyorquina, célebres por sus fiestas, sus escándalos y sus extravagancias. Él había sido Gatsby —como antes había sido Amory Blaine y después sería Dick River y Pat Hobby— y ella había sido Daisy. Pero ahora él era un borracho arruinado y Zelda, su esposa, una mujer enferma ingresada para siempre en una clínica. «No hay segundos actos en las vidas de los americanos», reza una de sus más célebres citas. No hay transición entre el planteamiento y el desenlace. Entre el esplendor y la decadencia. Entre el ascenso y la caída. De nuevo, y como siempre, Fitzgerald vuelve a referirse a sí mismo.
Suave es la noche se resistió. Fueron necesarios ocho largos años para escribir la que él mismo consideró como su mejor novela. La comenzó un año después de publicar El gran Gatsby, en 1926, continuó trabajando en ella después de coquetear por primera vez con Irving Thalberg en 1927, no la apartó durante su estancia en Hollywood en el año 1931 ni desistió cuando hubo que internar a Zelda en el hospital John Hopknis de Baltimore en 1932. Fue en aquella época cuando decidió alquilar la finca La Paix en Towson, Maryland, para estar cerca de su mujer y, al mismo tiempo, poder terminar su novela. Para cuando la publicó, sin embargo, se hallaba en la más absoluta bancarrota y profundamente sometido por el alcohol, lo que, unido a las cautelas de los críticos, que no esperaban que el escritor del charlestón y el champán los devolviese de golpe a la cruda realidad, le obligó a aceptar la oferta que, oportunamente, llegaba desde la Costa Oeste.
Scott Fitzgerald regresaba a Hollywood en 1937, pero esta vez lo hacía con un contrato bajo el brazo con los estudios Metro Goldwyn Mayer por mil dólares a la semana que pronto lograría aumentar a mil doscientos cincuenta. Además, sus circunstancias personales y laborales en Los Ángeles habían cambiado. Vivía en un hotel de Sunset Boulevard llamado Garden of Allah y acudía todas las mañanas a su puesto de trabajo, un cubículo ubicado en alguna planta del denominado «edificio de los escritores», donde fichaba a primera hora y en el que permanecía ocho horas diarias armando guiones como quien coloca tuercas en una cadena de montaje. Porque, en el fondo, a eso se dedicaba. A fabricar uno de los muchos elementos que, unidos y ordenados, daban forma a una película.
Por aquel entonces, los guionistas eran considerados un mal necesario. En El último magnate, el narrador explica que solía confundir la planta de los guionistas con la de las secretarias, siendo la única diferencia entre ambas que la segunda olía a laca de uñas y la primera a tequila. En una entrevista de hace algunos años, Francis Ford Coppola hacía referencia a este escenario en el que los magnates del cine, empresarios de aquella industria como podrían haberlo sido de cualquier otra, menospreciaban sin tapujos el talento de sus creadores: «Ahí estaban Parker y Fitzgerald, las dos personas más cultas de aquella generación, trabajando para personas que eran… ¿fabricantes de guantes? Y siempre con el discurso de «¡Eh!, yo no fui a la universidad, pero tengo a estos escritores (…) trabajando para mí»».
Tal vez fuese ese el motivo de que la máxima más celebrada por los escritores captados por Hollywood en aquella época consistiese en aquellas tres palabras con las que Hemingway resumió la relación ideal con los estudios de cine: «Cobra y vete». Aunque, a decir verdad, no a todos les fue tan mal. John Steinbeck, por ejemplo, cuya obra fue además adaptada con éxito, como ocurrió con Las uvas de la ira, De ratones y hombres o Al este del Edén, tuvo una relación fructífera y cordial con la industria cinematográfica —si bien es cierto que pidió que se retirase su nombre de los créditos de Náufragos debido al tinte racista que Hitchcock había imprimido a la trama—. Faulkner estuvo veintidós años trabajando como guionista en Hollywood; cuando le preguntaron si su obra había sufrido por ello algún menoscabo, contestó: «Nada puede perjudicar la obra de un hombre si este es un escritor de primera. Si no lo es, nada podrá ayudarlo mucho. El problema no existe si el escritor no es de primera, porque ya habrá vendido su alma por una piscina».
A otros, sin embargo, no les fue tan bien. Ray Bradbury se las vio y se las deseó con John Huston durante la labor de adaptación del clásico de Herman Melville Moby Dick. Truman Capote tampoco hizo buenas migas con el mismo director cuando este le solicitó que adaptase la novela Beat the Devil de Claud Cockborn para parodiar El halcón maltés, película dirigida por el propio John Huston y basada en la novela de Dashiell Hammet. A Raymond Chandler se le consideró directamente incapaz de crear un guion. Su única misión era mejorar los que escribían otros.
Pero, sin duda, uno de los que peor encajó en el negocio del cine fue Fitzgerald. Todo su sueldo era absorbido al instante por los enormes gastos que suponían la hospitalización de Zelda y los estudios de su hija, y la gran mayoría de su trabajo terminaba siempre en el montón de los proyectos fallidos. Como por ejemplo la adaptación de la obra de Clare Boothe Luce The Women, que los estudios consideraron demasiado inocente y terminaron por adjudicar a Anita Loos. O los guiones de Madame Curie y Un yanqui en Oxford, películas que finalmente fueron rodadas sin incorporar sus ideas y, en consecuencia, sin incluir su nombre en los créditos. Incluso se pasó dos semanas trabajando codo con codo con el productor David O. Selznick en un guion de Lo que el viento se llevó que jamás llegó a ver la luz.
En realidad, de una forma u otra, ya fuese escribiendo, reescribiendo o depurando diálogos, colaboró en docenas de guiones, aunque la única película en la que figura oficialmente como guionista es Tres camaradas. Y tampoco en este caso fue un camino de rosas. Cuando recibió el guion terminado de la película comprobó que el productor, Joseph L. Mankiewicz, se había encargado de reescribir algunas partes. Fitzgerald le envió una nota cargada de sarcasmo: «He escrito entretenimiento de éxito y mis diálogos se supone que eran de lo mejor. Pero he aprendido del guion que de pronto has cambiado que no son buenos y que tú puedes hacerlo mucho mejor en unas pocas horas». Mankiewicz, trece años más joven que Fitzgerald, diría décadas más tarde: «Me han atacado como si hubiera escupido en la bandera americana porque una vez reescribí diálogos de Scott Fitzgerald».
Sheila Graham, una columnista de sociedad con la que por aquel entonces vivía el autor, confesó que en 1940, el año de su muerte, Fitzgerald había recibido un total de trece dólares en concepto de royalties. Para la historia permanece una carta que el escritor envió a su hija Frances Scott, «Scottie», explicándole que había hecho todo lo posible para conseguir una posición más relevante en la jerarquía de los estudios, mayor libertad para escribir, pero había sido inútil.
El 21 de diciembre de 1940, F. Scott Fitzgerald moría en su apartamento de Hollywood debido a un infarto de miocardio. Según sus biógrafos, el escritor, que nunca gozó de buena salud, arrastraba una tuberculosis crónica desde 1919, una enfermedad que, sumada a sus graves problemas con el alcohol y a los dos ataques al corazón que había sufrido a finales de los años treinta, había deteriorado severamente su organismo. El día antes de su muerte, Sheila y él habían acudido al estreno de This Thing Called Love en el Pantages Theater, donde el escritor sufrió un mareo y se encontró indispuesto. Al advertir la reacción de los asistentes al evento, se dirigió a Sheila y, muy molesto, exclamó: «Creen que estoy borracho, ¿verdad?».
A la mañana siguiente estaba realizando anotaciones en una libreta mientras repasaba la revista semanal de su universidad cuando, de repente, se levantó de un salto, se agarró a la repisa de la chimenea y cayó desplomado al suelo. El día de su funeral, Dorothy Parker, rescatando una frase del propio Scott en El gran Gatsby a propósito de la muerte de Jay, murmuró entre lágrimas: «El pobre hijo de puta». Tal vez, como el desdichado de James Gatz, Jay Gatsby era todo lo que Scott Fitzgerald siempre había ansiado ser. Un destino que, desde luego, no se encontraba en Hollywood.
Quizá fue su amigo Billy Wilder quien mejor definió los años de Fitzgerald como guionista y quien mejor entendió por qué nunca llegó a encontrar su hueco en la industria del cine. Lo sintetizó en una sola frase: «Fue como contratar a un gran escultor para realizar un trabajo de fontanería». Resulta difícil explicarlo mejor.
Un siglo y dos décadas antes antes de la muerte de Fitzgerald, el poeta británico John Keats escribía su obra más conocida, Oda a un ruiseñor. He aquí un extracto de su cuarta estrofa:
¡Lejos! ¡Lejos!
He de volar hacia ti
No acarreado por Baco y sus leopardos
Sino en las alas invisibles de la Poesía
Aunque la mente obtusa vacile y se detenga
¡Ya estoy contigo! Suave es la noche
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Budd Schulberg «The disenchanted» …….
Me ha encantado. ¡Gracias por traer a gente fascinante! (¡y por escribir tan bien!).
Una lástima que no adivinase que, en 1976, Elia Kazan filmaría El Último Magnate. Hoy, cuando casi todas las películas deben ser trepidantes y repletas de efectos especiales digitales, se encuentra, se emite en la marginalidad de los canales de pago exclusivos para cinéfilos de otro tiempo y a escondidas apenas -ni el director ni el elenco significan poco más que la nostalgia de otras maneras de hacer y ver cine; como de escribir.
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¡Gracias!