El tren parece meterse en una ratonera, el barranco se estrecha repentinamente, los montes no son muy altos, pero se cierran sobre él, parece que no hay salida, y de repente el embudo da paso a una meseta llana y fácil de cruzar. Hemos subido a los ochocientos metros y durante unos kilómetros el ferrocarril no se tropieza con ningún obstáculo. Pero pasamos Muniesa y vuelven las montañas. Y pasa lo mismo, las montañas se van cerrando sobre la vía, la van arrinconando, obligan al tren a curvas cerradas, terraplenes, trincheras y cuando el túnel parece inevitable, el tren encuentra un paso oculto entre dos peñascos y llega a su punto más alto, a más de mil cien metros. Esta vez no salimos a un nuevo altiplano, sino que bajamos velozmente a un valle estrecho y fértil, un valle de fondo plano y verde, con muchos campos de frutales y choperas junto al río. Ya casi hemos llegado a Utrillas, el pueblo que da nombre al tren. Pero no llegaremos hasta sus casas. Un corto pero infranqueable cañón nos detiene a muy pocos kilómetros de la localidad. El tren de Utrillas se queda en la zona conocida como Lavaderos, y desde allí se empequeñece y se ramifica en minúsculas líneas de diminutos trenecitos que suben, como pueden, hasta las minas. Desde Zaragoza ha sido un viaje lento y complicado, pero nosotros lo hemos iniciado en Belchite, que es donde el tren se partía en dos en la Guerra Civil. De Belchite para bajo estaba en poder de los nacionales. De Belchite para arriba era zona roja. Las minas de Utrillas no dejaron de funcionar en la Guerra Civil, ni el tren dejó de transportar soldados hasta las trincheras, pero la estación de Belchite, como todo el pueblo, fue salvajemente destrozada.
En este viaje no hemos parado en Belchite, porque nos resulta bien conocido, pero para los que no hayan estado nunca la visita es obligatoria. Se pueden buscar fantasmas por la noche, y se puede pasear por las ruinas por el día, pero, eso sí, el recinto ahora está vallado y las visitas se hacen por grupos y con sus respectivos guías. Y nos parece bien. Somos de los que queremos andar a nuestro antojo, sin interferencias y si puede ser en soledad, pero comprendemos que hay mucho gamberro suelto, mucho turista guarro que lo va ensuciando todo, mucho turista despistado que no sabe por dónde pisa, y muchas personas interesadas por el pasado a las que las explicaciones de los guías les resultarán muy útiles. Y, además, los visitantes dejan un dinero que a la gente del pueblo le viene muy bien, además de servir para conservar el patrimonio o lo que queda de él.
Y ahora estamos en la estación final del ferrocarril de vía estrecha de Utrillas a Zaragoza, uno de los dos grandes ferrocarriles mineros de Teruel. Ahí ya no queda nada, solo las ruinas de la estación y de la zona de lavado del carbón y de empalme con los ramales secundarios. El ferrocarril, con más de cien kilómetros de recorrido en su línea principal, funcionó hasta 1966. Después de la guerra se reconstruyó la estación de Belchite, pero no paró la violencia, ya que en esta zona los ataques y sabotajes de los maquis fueron frecuentes durante varios años. En una ocasión una bomba voló una máquina y mató al maquinista, pero lo que acabó con el ferrocarril fue la llegada de una prosperidad económica a la que el mismo tren directamente había ayudado. Aquí, como en todas partes, el transporte por carretera se convirtió en un competidor terrible. Pero dejemos el desarrollismo de los sesenta y setenta y retrocedamos al punto de partida, a 1904. Y recordemos lo que leímos cuando rebuscamos en los archivos y las hemerotecas, esos pomposos titulares de los periódicos de principios de siglo que decían que los futuros trenes y las minas que ahora se abrían a la explotación industrial iban a traer el progreso y la riqueza a la provincia. ¿Qué quedó de todo eso?
Sí, los ferrocarriles trajeron trabajo, pero se llevaron los recursos, las materias primas. Funcionaron como ferrocarriles coloniales, como esos ferrocarriles africanos o latinoamericanos que van siempre del interior a la costa, que se llevan la riqueza en bruto hasta las metrópolis industrializadas. En este caso la costa era Zaragoza, donde el carbón pasaba de un vagón de vía estrecha a un vagón de vía ancha, y desde donde partía hacia Bilbao, Sagunto, Madrid o Barcelona. El impacto económico de la construcción de los ferrocarriles mineros de Teruel, el de Utrillas y el de Ojos Negros, no fue el esperado. Pero pese a todo, estas regiones sin el ferrocarril y sin las minas a las que daban servicio se hubieran visto sometidas al brutal despoblamiento que asoló el interior del país desde los años cincuenta. Por lo menos en Ojos Negros o en Utrillas la gente tenía trabajo, por lo menos no tenían que emigrar masivamente a las ciudades. Y si la población permanece el pueblo conserva los servicios mínimos, escuela, ambulatorio, tiendas y comercios, almacenes y oficinas públicas diversas, cuartel de la Guardia Civil y parque o retén de bomberos; y todos esos servicios lo convierten en un pequeño imán para los pueblos vecinos.
Por desgracia actualmente esto solo vale para Utrillas, porque las minas de hierro de sierra Menera, origen del ferrocarril que desde Ojos Negros bajaba el mineral hasta el puerto de Sagunto, están cerradas desde hace muchos años. Si hoy en día vamos a Ojos Negros ya no veremos ni la vía, que sobrevivió abandonada al cierre de la mina, pero finalmente fue desmantelada. En la cuenca de Utrillas, pese a la crisis brutal de la minería española, aún se mantuvo en funcionamiento hasta el año 2012 una central térmica, la central térmica de Escucha. Además, allí han tenido la suerte o la posibilidad de poder convertir una mina subterránea en un museo y, por si fuera poco, aún han podido conservar una máquina de vapor y mantener en funcionamiento un pequeño trenecito turístico. Todo esto ha sido gracias al interés de los vecinos, a una política pública acertada y, sobre todo, al esfuerzo de un grupo de locos que por su cuenta y riesgo han dedicado muchísimas horas y esfuerzo a mantener vivo el recuerdo de la minería, y eso es algo muy digno de mención.
El resultado: familias enteras vienen a pasar el día o a pasar el fin de semana (porque existe una buena infraestructura hotelera) en Utrillas, bajan a la mina (que se visita con un guía), ven los museos mineros del pueblo (hay varios) y, si puede ser (el tren no circula todos los días, pero no se les puede pedir más: es gratis, y ellos, los que se encargan de su funcionamiento, son voluntarios), se dan una pequeña vuelta en un auténtico tren de vapor. Sí, puede ser poco para relanzar unas regiones interiores con una economía siempre al borde de lo precario, pero hay ganas, hay interés, hay esfuerzo y hay resultados, unos resultados que no son como para tirar cohetes pero que permiten mirar el futuro con cierto optimismo.
Pero continuemos nuestro viaje, y del presente vivo volvamos a darnos de morros contra el pasado. Muy cerca de Utrillas, en la ladera de la terrible sierra de San Just, con mil quinientos metros de altura, nos tropezamos con los túneles del ferrocarril Teruel-Alcañiz, que era una continuación del Baeza-Utiel. Este ferrocarril, desmesurado e inútil, porque no llegó a funcionar nunca, tenía que hacer un esfuerzo titánico para subir desde los menos de cuatrocientos metros de altura de Alcañiz hasta los cerca de mil cuatrocientos del túnel que hay bajo el puerto de carretera. Este desnivel, que se hace casi insalvable en las estribaciones del puerto, obligó a construir muchísimos túneles y puentes, además de largos y pesados rodeos. Es curioso que pase muy cerca de Utrillas, que entonces era un centro minero de gran importancia, y sin embargo no tenga estación. Pero por un lado la geografía de la zona impedía cualquier acercamiento y por otro lado este ferrocarril de vía ancha apuntaba muy alto, demasiado alto, queriendo llevar trenes desde el valle del Guadalquivir hasta la frontera con Francia (desde Alcañiz debía seguir hasta Lérida y de allí subir a los Pirineos), y supongo que esa fue su maldición desde el principio, porque en un país de ferrocarriles malditos (como el Santander-Mediterráneo o el Alcoy-Alicante) este es el más maldito de todos, con sus soberbias estaciones siempre esperando un tren que nunca llegará y con sus largos túneles anegados por el agua de las filtraciones. Da pena, y sobre todo uno piensa en el dinero que está aquí, enterrado bajo montes pelados, perdido en estepas desiertas. Estamos en las tierras altas de Teruel, aquí hay nieve en invierno, si los trenes hubieran llegado a circular las avalanchas y las nevadas hubieran cerrado la vía en incontables ocasiones, no hay casi pueblos y no hay casi agricultura, solo la ganadería parece ser buena para estas tierras.
Si continuamos viaje pasaremos rápidamente por otro puerto, el de El Esquinazo, a más de mil trescientos metros de altura, y desde allí una carretera de nueva construcción nos llevará directos hasta la sierra de Gúdar, y podremos subir hasta Valdelinares y esquiar si las pistas están abiertas, o simplemente pasear por sus bosques si es verano. Esta zona es conocida, tiene turistas, tiene muchísimas casas rurales, hoteles, tiene pueblos muy hermosos y bien conservados que han encontrado una manera de adaptarse y vivir en este mundo globalizado y competitivo. Pero basta con echar la vista atrás y pensar en los otros pueblos que hemos visto en el camino, en las tierras de secano que no están tan altas como para tener nieve ni deportes de invierno ni están tan bajas y tan cerca de las grandes ciudades como para tener una agricultura intensiva o entrar en la zona periférica de las metrópolis, con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva. Son tierras perdidas a mitad camino, y también perdidas entre el pasado y el futuro.
Los geógrafos hablan de «áreas deprimidas». Allí viven personas a las que muy posiblemente no les guste esa expresión. Las frías estadísticas se alían con el frío del invierno. Las nuevas carreteras sirven para que los coches pasen veloces pero casi nunca se detengan. Entre el puerto de San Just y el puerto de El Esquinazo merece la pena tomarse un tiempo y desviarse por una carretera secundaria, la carretera que nos lleva hasta Aliaga. Allí tenemos un castillo que fue carlista y tenemos lo que nosotros hemos venido a ver, otra gran ruina de la industria española: la central térmica de Aliaga. No es fácil llegar hasta ella, ni es nada aconsejable entrar dentro o incluso acercarse demasiado (es muy peligroso, de hecho), pero desde el exterior uno ya tiene una perfecta idea de su grandiosidad. Es el recuerdo olvidado de un momento en el que el futuro, el progreso, la riqueza económica, no habían dado la espalda a estas tierras. Si para el nacimiento de los trenes mineros merece la pena (aunque deje un poso de tristeza) ver los viejos periódicos, para la central térmica uno debe visionar los viejos NODOS franquistas. Ni siquiera el blanco y negro de la película deslucía en un país de radiantes obras públicas y de felices promesas de prosperidad. ¿Qué quedó de todo ello?
Fotografía: Alfonso Vila Francés
Gracias por la propuesta, es excelente.
Pingback: Entre las vegas y las cumbres: del valle del Ebro a la sierra de Gúdar
buen reportaje
¡Gracias!