Un padre, a veces, lejos de ser un refugio, constituye una condena. La publicación hace apenas unos meses del libro de la periodista Elisabet Riera, Fresas silvestres para Miss Freud (Editorial Berenice) —un acercamiento a la última hija de Sigmund Freud, una de las más ilustres psicoanalistas infantiles—, pone el foco en la existencia atormentada de las hijas de grandes genios de los siglos XIX y XX. A la descendiente del inventor del psicoanálisis, pueden añadirse las vidas torcidas de Lucia Joyce, Erika Mann, Lieserl Einstein o Ada Lovelace. La pregunta se vuelve entonces necesaria: ¿qué les sucedió a estas mujeres frágiles, fascinadas por sus padres, para que llegaran a romperse?
Anna Freud, la fascinación por el padre
Mirándote me doy cuenta de lo viejo que soy, porque tienes exactamente la misma edad que el psicoanálisis. Los dos me habéis causado preocupaciones, pero en el fondo espero de tu parte más alegrías que de la suya.
Carta de Sigmund Freud a su hija Anna, 1920.
«Sigmund utiliza a Anna como “material de estudio” para sus teorías en La interpretación de los sueños», explica Riera. Anna llegó a la familia por accidente. Era la sexta y última hija de los Freud, la única que Martha Bernays no amamantó. La relación con su madre fue competitiva y distante: «Nunca pudo entender los gustos austeros de Anna en cuanto a cuidados, vestuario, vida social, etc. En cambio, su hija Sophie, su predilecta, cumplió todas estas expectativas, hecho que agravó las diferencias entre hermanas», sostiene la autora. Del libro se desprende que la propia Anna desarrolló el famoso complejo de Edipo que más tarde Freud convertiría en universal: «ese ardor infantil se transformó después en admiración por el trabajo del profesor, se convirtió en su discípula». La pequeña Anna fue apodada por sus familiares como «el diablo negro», pues su hiperactividad chocaba frontalmente con el prototipo de feminidad recto, pasivo y discreto que se propugnaba en la época. Un modelo que también entraba en colisión con los impulsos masturbatorios de Anna que, según su padre, perjudicaban «el normal desarrollo de la sexualidad femenina».
Ni siquiera cuando Anna comenzó a detectar su fascinación por algunas mujeres —especialmente las que su padre psicoanalizaba: Loe Kahn, Kata Levy o Lou Andreas-Salomé—, experimentó la relación paterno filial ningún signo de erosión. Anna compartió cincuenta años de su vida con Dorothy Burlingham, pero jamás aceptó su homosexualidad. Muy al contrario, «Anna llegó a dar conferencias sobre cómo “curar” a pacientes homosexuales y se opuso a que estos ejercieran el psicoanálisis», concluye Riera. Al final de los días de Sigmund, su hija no solo se convirtió en su discípula —siendo pionera del psicoanálisis infantil y disputándole teorías psicoanalíticas a su rival Melanie Klein—, sino que también se adjudicó el papel de enfermera. Era ella la que curaba las heridas del padre provocadas por una espantosa prótesis maxilar que el psicoanalista necesitaba tras su operación de cáncer de mandíbula.
Otras mujeres indomables: Lucia Joyce, Ada Lovelace, Erika Mann
La biografía de Anna Freud empuja, de algún modo, el recuerdo de otras mujeres insignes. En ese cuarteto de hijas eclipsadas por el pesado genio de sus padres destaca Ada Lovelace, hija de Lord Byron. Cuando Ada apenas contaba con un mes de vida, su padre se separó de su esposa y abandonó el país. La baronesa Anna Isabella Noel jamás perdonó a su marido. La hija, en cambio, le recordó siempre con satisfacción, autodefiniéndose como «la científica poetisa» y solicitando que enterraran su cuerpo junto al de su padre. También se le conocía como «la encantadora de los números». Casi sin saberlo, Ada configuró un complejo lenguaje de programación de carácter general que todavía hoy tiene vigencia. Firmando un trabajo junto a su colega Charles Babbage, Ada se convirtió en la primera programadora de la historia. Pese a los intentos de su madre por alejarle de cualquier asunto que pudiera asociarle a su padre, Ada Lovelace jamás renunció a su legado. La madre quiso apartarle de las letras y contrató a reputados profesores —William Frend, Mary Sommerville y Augustus De Morgan— para instruirla. Antes de que Ada cumpliera 9 años y con las matemáticas metidas en cada neurona de su cerebro, Lord Byron fallecería desangrado en Mesolongi.
Cuando sus dotes para la danza rítmica alcancen su plenitud, James Joyce tal vez sea conocido como el padre de Lucia.
The Paris Times, 1928.
Lucia Joyce, por su parte, tuvo una existencia mucho más compleja. Alumna aventajada del bailarín Raymond Duncan y aquejada de una severa esquizofrenia agravada por un desengaño amoroso con el dramaturgo Samuel Beckett, la hija de James Joyce —autor del célebre Ulises— fue internada en numerosos sanatorios mentales. La escritura psicótica de Lucia inspiró a su padre para su obra más inabordable, Finnegan’s Wake. Los delirios de Lucia —sus insólitos ritmos verbale— sirvieron a Joyce para dar forma al personaje de Anna Livia Plurabelle, del mismo modo que los sueños de Anna Freud forzaron la escritura de Sigmund. ¿Y si no fue Nora Barnacle sino Lucia la verdadera musa del irlandés? Los monólogos alucinados, los delirios auditivos, los episodios de erotomanía, los intentos de agresiones físicas a Nora… todo formaba parte de la locura de Lucia. Una que su padre negaba constantemente y que asumía más bien como un signo de genialidad: «Lucia es un ser especial al que yo puedo entender en casi todo», confesaba el escritor en una de sus cartas. Otra de sus defensas era que los neologismos y deformaciones verbales de Lucia eran similares a sus propios escritos. Sobre todo, al Finnegan’s Wake, del que llegó a afirmar que sin la presencia de Lucia no podría haber sido escrito. Esta obra tuvo para los Joyce ciertos atributos proféticos, casi mágicos. James creía que solo si terminaba ese libro —al que con cierto estupor llamaba «el libro de la noche»—, Lucia podría salir de su particular noche, es decir, la locura.
Famosamente triste es la anécdota que Joyce relató en alguna ocasión: ante la desesperación de la familia que vivía en Zurich, James acudió al famoso psicoanalista Carl Jung —colaborador de Sigmund Freud— que había escrito un texto muy interesante a propósito de Ulises. Aprovechando la cercanía, Joyce le explicó que su hija era realmente una mente brillante y no una desquiciada. Le enseñó sus propios textos asemejándolos a los de Lucia y fue entonces cuando Jung pronunció su famoso diagnóstico: «Sí, pero donde usted nada, ella se ahoga».
Erika Mann, hija de Thomas Mann —autor de La montaña mágica—, mantiene algunas semejanzas con sus homólogas: fue escritora, actriz, cabaretera; sentía devoción por su padre; tuvo relaciones homosexuales con la directora Therese Giehse y rechazó a la filósofa, arqueóloga y escritora Annemarie Schwarzenbach. Ella, junto a la propia Erika y Klaus Mann, formaron el peculiar triángulo que la escritora Melania G. Mazzucco recoge en Ella, tan amada. Finalmente, contrajo matrimonio de conveniencia con el poeta homosexual W.H. Auden, del que fue gran amiga el resto de su vida.
La hija que no fue: Lieserl Einstein
Quizás la más misteriosa de todas ella sea Lieserl Einstein. La primera hija del físico alemán nació fuera del matrimonio con Mileva Maric. Unos años antes de convertirse en el célebre padre de la teoría de la relatividad, Albert Einstein renunció a su paternidad biológica. Un día de enero de 1902 Mileva concibió a una niña llamada Lieserl en la granja serbia de los Maric. Después del parto, Mileva volvió a Zúrich sin hija. Poco se sabe del paradero de la triste Lieserl. El matrimonio apenas volvió a referirse a ella. Algunos estudios aseveran que murió por una escarlatina, otros afirman que fue dada en adopción. Se presume que el físico jamás la conoció. En el año 1999 se publicó un perturbador libro firmado por Michele Zackheim —Einstein’s daughter— en el que se afirmaba que realmente la pequeña nació con algún defecto congénito cuyas devastadoras consecuencias, le provocaron la muerte. En cualquier caso, el atroz secreto de Einstein salió a la luz en 1987 en una publicación de Princenton University Press, cuando ni él ni su mujer podían señalar ya el verdadero destino de su hija.
Así era el inconmensurable genio de estos padres que hicieron tambalear el talento de sus hijas.
El hijo herido de Sylvia Plath
Me encanta Woolf […] Pero en el verano negro de 1953 yo sentí que estaba replicando su suicidio. Solo que yo sería incapaz de meterme en un río y ahogarme. Supongo que siempre seré excesivamente vulnerable y algo paranoica. Pero también soy condenadamente sana y resistente. Y tengo la sangre dulce como una tarta de manzana. Diarios. Lunes por la tarde, 25 de febrero de 1957.
El reverso de estas mujeres puede encontrarse en la figura de Nicholas Hughes, hijo de la poeta Sylvia Plath y del escritor Ted Hughes. Nicholas fue un extraordinario biólogo marino que apenas pudo gozar del amor de su madre. Si la autora de La campana de cristal se había suicidado el 11 de febrero de 1963, su vástago lo hizo cuarenta y seis años después con una soga que le ciñó el cuello hasta dejarlo sin vida. Siguiendo este perturbador legado materno, Nicholas —pero también su hermana Frieda— vivieron siempre al borde del abismo, surcados por la depresión, la locura y el desconsuelo. Un estigma que podía desvelarse en estos versos premonitorios de su madre, estampados en el poema Lady Lazarus: «Morir / Es un arte, como todo lo demás, / Yo lo hago excepcionalmente bien / Lo hago de tal manera que parece infernal / Lo hago de tal manera que parece real».
de cuantas cosas me entere hoy leyendo lo que publicastes de las hijas de famosos.gracias por vuestras publicaciones
Erika Mann no fue ninguna hija herida de Thomas Mann, al contrario vivio muy bien al lado del padre y cuidando su legado toda la vida. A quien si le jodio para siempre la vida Thomas fue a su hijo suicida y brillante escritor (hay que leer el volcan de Klaus Mann) y a su hermano Heinrich otro brillante escritor. Klaus, homosexual como el padre, nunca se entero, conscientemente al menos, de los sentimientos que provocaba en su padre y si Thomas hubiera tenido esa conversacion adulta con su hijo quien sabe si no se hubieran salvado ambos. Heinrich por otra parte, fue siempre injustamente comparado con el hermano. Ambos hijo y hermano nunca pudieron superar las sombras proyectadas por Thomas.
De toda esa familia jodida por Thomas Mann la unica que saco provecho fue Erika.
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¡Gracias!