Cuando el 11 de julio de 1973 Gail Harris recibió una llamada anunciándole que su hijo había sido secuestrado, no puedo dejar de pensar que era una broma. Un chico de dieciséis años, de padres millonarios y divorciados, juerguista, habitual en las manifestaciones de extrema izquierda y entregado a una vida disipada y bohemia, no era el perfil ideal para que la policía tomara demasiado en consideración la verosimilitud del relato. Hacía más de una semana que el chico no aparecía por la residencia familiar, así que cuando una voz anunció a su madre que habían secuestrado a John Paul, Gail respondió que era una broma de muy mal gusto, colgando furiosa. Desde el principio se sospechó que era un montaje del propio Paul y sus amigos para conseguir un pellizco de la incalculable fortuna familiar. Diecisiete millones de dólares era la desorbitada cifra exigida por los supuestos captores. A la semana del secuestro, la madre recibió una segunda llamada y una carta en pésimo italiano firmada por un tal Paul en la que se le conminaba a pagar, relatando que, si no lo hacía, le cortarían un dedo. Su abuelo, el multimillonario americano Jean Paul Getty no parecía muy impresionado por la situación; llamada tras llamada, los secuestradores se encontraban con su misma respuesta: «No pienso pagar ni ceder al chantaje», negándose a ponerse ni siquiera al teléfono.
Todo cambió cuatro meses más tarde, cuando en la redacción del rotativo italiano Il Messaggero se recibió un paquete que, junto a una carta donde se reducía la petición de rescate a los tres millones de dólares, contenía un mechón de cabello pelirrojo ensangrentado, así como parte de una oreja de John Paul Getty III, con la advertencia de que, si no se pagaba el rescate, devolverían al chico en pedacitos. «Mandamos esta oreja porque la familia lleva tres meses tomándonos el pelo, diciendo que no tiene dinero para pagar». Ahora ya no quedaba ninguna duda; el nieto de uno de los hombres más ricos del mundo, «el joven de vida bohemia de hippie dorado», como lo denominó la prensa italiana, que había desapareció la medianoche del viernes 13 de julio de 1973 a la salida de una discoteca en Roma, estaba en poder de la temible mafia calabresa, la ‘Ndrangheta. «Estos tipos van en serio. Arréglelo rápido», comentó el inspector de los carabinieri a la madre del chaval, impresionado por el aviso de los captores.
John Paul Getty III había nacido en 1956 en Minneapolis, lugar de origen de la saga de petroleros. Hijo del matrimonio entre John Paul Getty II y la actriz Gail Harris, sus padres se trasladaron a Italia cuando el patriarca de la familia decidió mandar a Getty II a Italia para que manejara la filial petrolera en el país transalpino. Allí el heredero se divorciaría de Gail Harris, pasando a compartir su vida de excesos y drogas con la holandesa Talitha Pol, la cual moriría de sobredosis en 1972, dos años antes del secuestro de John Paul Getty III. Las relaciones entre Jean Paul Getty y su hijo en el momento del secuestro del nieto eran casi inexistentes. Gail Harris y su hijo John Paul seguían viviendo en Italia, en un castillo, pese a lo cual ella se dedicaba a confeccionar extravagantes accesorios, con los que comerciaba en tenderetes callejeros, en el mejor estilo de los principios de los setenta. Mientras tanto su hijo era expulsado de uno tras otro de los más exclusivos colegios de Roma (coleccionó hasta siete expulsiones), había sido detenido por lanzar un cóctel molotov durante una manifestación de ultraizquierda y había llegado a posar desnudo en una revista erótica. Una vida sumamente edificante, sin duda. Por su parte, el padre residía en Londres y era indiferente a las andanzas de su hijo, y desde hacía un año estaba conmocionado por la muerte trágica de Talitha Pohl, viviendo aislado de todo y de todos.
Tras el anuncio de sus captores, y la distribución de fotos de John Paul por todos los periódicos donde se podía ver su rostro con el apéndice mutilado, la madre del joven sufre un ataque de nervios y convence al abuelo de que comience a negociar el rescate con sus captores. El mito de la tacañería del que era considerado el hombre más rico de América era proverbial, y a él le encantaba fomentarlo. Así, se había hecho muy conocida la anécdota que contaba que había instalado una cabina de teléfono en su casa para que los residentes se pagaran las conferencias de su bolsillo. Realmente el hecho no fue tan literario ni tan llamativo. Es cierto que cuando Getty adquirió una mansión en Sutton Place decidió instalar una cabina de teléfono, pero era debido a que el trasiego de hombres de negocios, comerciantes, repartidores y obreros que trabajaban en la renovación y restauración del edificio era incesante, y se había corrido la voz de que en la mansión existía acceso directo a líneas externas, incluso internacionales (cosa nada habitual en esa época), con lo que se empezaron a disparar las facturas de teléfono debido a llamadas efectuadas por personal ajeno a la casa, a la que acudían con la única finalidad de hacer uso gratuito de las líneas de teléfono. Por todo ello el administrador decidió bloquear las llamadas, limitando su uso al personal autorizado, instalándose una cabina para el resto de las llamadas. Pero para el viejo Getty era un honor que se hablara de su frugalidad, aunque fuera de una manera figurada y no del todo cierta.
También se acusó al patriarca de ser el último responsable de la pérdida de la oreja de su nieto por no tomar en serio a los secuestradores. Al margen de consideraciones éticas de que siempre el responsable es quien amputa el miembro, no fue el millonario la única persona que no creyó en la verosimilitud del secuestro; la policía italiana le aconsejó desde el primer momento que ni entablara la más mínima negociación con los supuestos captores. Parece ser que el inspector encargado del caso manejaba información (que creían fidedigna) sobre que el secuestro se había llevado a cabo por un grupo anarquista con el beneplácito y colaboración del joven John Paul. Aun así, años más tarde en su biografía Getty explicaría cómo durante años se sintió culpable del pago del rescate, no solo porque pensaba que pondría en riesgo al resto de su familia al demostrar que estaba dispuesto a pagar si eran secuestrados, sino por una razón de más amplitud y calado.
La segunda razón de mi rechazo tiene una base mucho más amplia. Entiendo que acceder a las demandas de criminales y terroristas solo garantiza el aumento y dispersión de la ilegalidad, violencia y otras amenazas como el terrorismo, secuestros aéreos y la cacería de rehenes que plagan nuestro mundo presente.
Pensamiento que no difiere mucho de la conocida tolerancia cero de determinados países con los chantajes de grupos criminales, por ejemplo Gran Bretaña, o España, donde pagar en caso de secuestro es un delito penado por la ley.
Cuenta la leyenda que lo primero que hizo Paul Getty fue reunirse con sus asesores financieros para estudiar la mejor fórmula de cara a desgravarse del monto a desembolsar por el pago del rescate, llegando a la conclusión de que podría poner de su bolsillo dos millones, prestándole a su hijo el restante millón, montante que debería ser devuelto con un 4% de intereses. Gente que trabajó con Getty esos años dijeron que no fue cierto, que solo fue un ardid propagandístico para intentar disuadir de nuevos secuestros a miembros de su familia, cuestión que le comenzaba a obsesionar, pero la verdad es que la familia nunca llegó a negar taxativamente que el dinero del rescate fuera un préstamo con tasa de retorno a Getty II. Sea como fuere, el 13 de diciembre, siguiendo punto por punto las instrucciones de los secuestradores, la familia terminó de pagar, en entregas parciales debido al inmenso volumen de billetes pequeños, ciento setenta mil millones de liras, algo así como tres millones de dólares.
Finalmente, el 15 de diciembre de 1973, un camionero encontró a un joven deambulando por la autovía Salerno-Reggio. Estaba desnutrido, sucio, confuso y llevaba una grotesca venda en su cabeza. Le faltaba la oreja derecha. Era John Paul Getty III, que había estado encerrado en una cueva en el sur de Italia. No deja de ser casualidad que aquel día se celebrara la octogésima primera onomástica de su abuelo. El secuestro se había alargado cinco meses, durante los cuales John Paul cumpliría los diecisiete años. La policía nunca dio con los secuestradores. De la docena de personas que parece ser estuvieron involucradas en el secuestro, solo dos fueron condenados, rumoreándose que el secuestro contó con la aquiescencia de altos cargos del Ministerio del Interior y de la policía, cosa que nunca ha podido ser confirmada, aunque no parece descabellada dada la relación de Don Mommo Piromalli, el capo en esos años de la mafia calabresa, con diferentes estamentos del poder.
A partir de esta experiencia traumática, Paul nunca volvería a ser el mismo. Aquellos cinco meses encerrado en una gruta marcaron para siempre al joven (más tarde contaría cómo fue anestesiado a porrazos por sus captores y cómo la oreja le fue cercenada con un cuchillo jamonero). Abandonó los estudios (aunque tampoco es que antes se esforzara en demasía), sumergiéndose en una espiral de drogas y excesos. Dicen que lo primero que hizo John Paul fue telefonear a su abuelo para darle las gracias por el pago del rescate, pero el patriarca no quiso ponerse al teléfono. Se rebeló contra su familia, se dedicó al mundo hippie, se casó con Gisela Zacher, una fotógrafa y directora de cine alemana, trasladándose a vivir a Nueva York, donde se hizo un hueco en el círculo de Andy Warhol. John Paul Getty fue sometido a una cirugía para reconstruir la oreja cortada, en un vano intento de también reconstruir su vida y su personalidad. Alcohólico y adicto a multitud de drogas y fármacos, se trasladó a vivir a Los Ángeles, donde sufriría un infarto debido a un cóctel de opio, valium y metadona que le dejó sin movilidad, ciego de un ojo e incapaz de pronunciar una sola palabra. Fallecería en Londres a los cincuenta y cuatro años de edad, tras más de tres décadas postrado en una silla de ruedas, y habiendo tenido que pleitear con su padre para que este se hiciera cargo de sus gastos médicos. Su padre había muerto en 2003, venerado por los conservadores de Margaret Thatcher por sus grandes donaciones al Partido Conservador y nombrado caballero por la reina de Inglaterra debido a su filantropía y mecenazgo en el mundo de las artes (entregó unos setenta millones de dólares a la National Gallery y más de veinticinco millones de dólares al British Film Institute). Una generosidad que excluyó a su hijo paralizado, mudo y ciego. «¿Por qué le voy a pagar las curas médicas si en estos líos se metió solo?», se justificaba Getty II sobre su negativa a pagar los gastos médicos de su hijo.
Un secuestro tan cinematográfico y una vida tan desgraciada no podían menos que llamar la atención de la industria del celuloide; así, el equipo que realizó la oscarizada Slumdog Millionare está rodando una serie sobre la vida y miseria de John Paul y su peculiar familia. Y es que pocas veces se ha visto un secuestro con tasa de retorno.
Para Daniel Lacalle, Marhuenda y los de su ralea, seguro que John Paul Getty fue demasiado generoso al imponer un tipo de interés tan bajo por el préstamo que fue parte del rescate…
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