Cuando daba conciertos me estaba tomando un descanso del ajedrez. Cuando jugaba al ajedrez estaba descansando del piano. ¡Mi vida ha sido como unas largas vacaciones! (Mark Euguénevich Taimánov)
Las vacaciones de Mark Euguénevich Taimánov han llegado a su fin. Han sido largas, noventa años, y han sido fructíferas. Casi como dos vidas en una. Fue uno de los más importantes ajedrecistas del mundo durante una generación legendaria, repleta de iconos de los tableros. Fue, además, un reputado músico durante otra generación de intérpretes y compositores que también han pasado a la historia. Y por encima de todo fue un hombre que amaba vivir, cosa que no siempre puede decirse de los que viven. Eso se desprendía de su ajedrez; jugaba como el músico que también era, porque el disfrute del arte —sobre los tableros o ante el piano— pareció mover toda su existencia.
El poeta argentino Antonio Porchia escribió en su única obra, Voces, que «se vive en la esperanza de llegar a ser un recuerdo». Pero esta idea, cabe suponer, es algo con lo que Mark Taimánov no hubiese comulgado. Siempre supo que, por lo menos en lo que se refiere al ajedrez, no se le recordaría como merece. No por nada que él hiciese mal, sino sencillamente porque en la crónica de cualquier deporte se producen acontecimientos puntuales que pueden eclipsar el brillante legado de quien tiene la desdicha de salir como perdedor. Recuerden al futbolista Roberto Baggio, uno de los más talentosos que jamás haya pisado un campo, pero del que muchos se acuerdan porque falló un penalti que le costó a su selección toda una copa del mundo. La memoria comunal es cruel porque no es objetiva, y se compone más de percepciones que de certezas.
Un resumen cierto de la trayectoria de Taimánov tiene que describir al hombre que logró la improbable hazaña de alcanzar la élite en dos carreras tan difíciles de perfeccionar y tan exigentes por separado como el ajedrez y el piano clásico. Este logro era algo poco común ya en sus años de gloria deportiva (hoy sería impensable) y a él parecía divertirle la extrañeza que eso despertaba en todos: «Los ajedrecistas me veían como un músico y los músicos me veían como un ajedrecista». Como si se empeñasen en creer que tenía que ser un aficionado en alguna de esas cosas, aunque era profesional de élite en ambas. Y él se decía feliz estando entre dos aguas, porque así podía hacer amigos en cada orilla sin que nadie se molestase en hacer de él un enemigo.
En cualquier caso, incluso en el mundo de las sesenta y cuatro casillas —donde todos los profesionales de élite, por definición y necesidad, son personas muy inteligentes—, la combinación de talentos de Taimánov merecía homenaje. Pero volvemos a lo injusto de la memoria: qué eran sus talentos o su impresionante currículum cuando se vio aplastado por la imparable avalancha de una mitología ajena; su nombre estuvo durante décadas bajo la sombra de la sangrante derrota que sufrió en 1971 a manos de Bobby Fischer, durante los cuartos de final de aquel Torneo de Candidatos en que el estadounidense consiguió, para desgracia de sus rivales, la más amplia superioridad que ningún jugador haya mostrado sobre la competencia en toda la historia del ajedrez. O eso dice Garry Kaspárov, que de superioridad sobre los rivales sabe bastante.
Aquel 1971, el estadounidense barrió a Taimánov de la eliminatoria mundial por 6 a 0, sin que Taimánov pudiese conseguir siquiera unas tablas, siendo el empate el resultado más habitual entre Grandes Maestros. Semejante paliza no se había visto en todo el siglo XX. De hecho, para encontrar el único resultado parecido entre dos jugadores de primer nivel había que remontarse a 1870, cuando un enfrentamiento entre Steinitz y Blackburne terminó con un 7-0. Cosa que incluso en el primitivo ajedrez decimonónico parecía una anomalía, un suceso aberrante destinado a no repetirse nunca. Pero se repitió, cien años después, y Taimánov, para su desgracia, se vio protagonizando lo impensable frente a Fischer: «Experimenté el terrible sentimiento de que estaba jugando contra una máquina que nunca cometía errores, y eso hizo trizas mi resistencia». Fue así como aquel hombre de enorme talento quedó apilado como un ladrillo más en los cimientos de la leyenda que Bobby estaba edificando a marchas forzadas en su ascenso hacia la corona.
Ese único suceso, más que ningún otro, se empeñó en apellidar la biografía de Taimánov de cara a los medios más generalistas y al aficionado casual; lo cual es injusto, insisto, pero sucedió así. Él, claro, nunca lo olvidó. Unos veinte años más tarde, durante una exhibición en Italia, un seguidor abordó al Gran Maestro ruso y le pidió que firmase un cuaderno manuscrito en el que había anotado y comentado todas las partidas importantes de su ídolo. Taimánov empezó a pasar las páginas. Su expresión, según cuentan, se ensombreció cuando llegó a las transcripciones de aquellas infaustas seis partidas en las que Fischer lo había hundido en la miseria. El propio Taimánov parecía resignado a llevar sobre los hombros la carga de ser recordado como la primera gran presa del tiburón estadounidense en su camino hacia el título mundial, no en vano escribió una crónica sobre el enfrentamiento y la bautizó de esta manera: Cómo me convertí en la víctima de Fischer.
Ese título no era una hipérbole. Estando en plena Guerra Fría y jugándose el prestigio nacional, las autoridades soviéticas no se tomaron bien el resultado. Y no porque Taimánov hubiese perdido, que era lo previsto, porque para entonces el mundo había entendido ya que Bobby Fischer estaba en pleno «Big Bang». Lo que enfureció al Kremlin fue que su representante hubiese perdido de manera tan aplastante, con un vergonzante rosco en el marcador, dándole así a los Estados Unidos un material propagandístico de primera. Se convirtió en un apestado para el régimen. No es que nadie fuese a recibirlo al aeropuerto, que por descontado no fueron, sino que anduvo cerca del precipicio mientras en el Partido decidían si debían incluso considerarlo un traidor y juzgarlo como tal:
Se me privó de mis derechos civiles. Se me quitó el sueldo. Se me prohibió viajar al exterior y se me censuró en la prensa. Era impensable para las autoridades que un Gran Maestro soviético pudiera perder de semejante forma ante un americano, sin que hubiese una explicación política. Por lo tanto me convertí en objeto de calumnia; se me acusaba, entre otras cosas, de leer libros de Solzhenitsin en secreto. Se me apartó de la sociedad. Fue también la época en que me separé de mi primera mujer.
El calvario se prolongó durante dos años, aunque cabe decir que no estaba destinado a durar mucho más, porque en la URSS pronto supieron que la humillante derrota de Taimánov no era culpa suya. Sus compañeros, los Grandes Maestros rusos que dominaban la escena mundial, lo habían defendido ante los comisarios políticos, asegurando que Taimánov no había jugado tan mal como indicaba el resultado, e insistiendo en que era Fischer el que parecía haber ascendido a un estado de gracia. Los hechos, además, lo demostraron cuando ya en la semifinal del Candidatos, Bobby le infligió otro 6-0 al Gran Maestro danés Bent Larsen, por entonces número tres del ajedrez mundial. Nadie podía creerlo, claro. Pero para Taimánov fue, por lo menos de cara a medio plazo, una buena noticia. Ya no era el único que había caído en la trituradora. En la final del Candidatos Fischer también aplastó al antiguo campeón mundial Tigran Petrosian, por un marcador de 6.5 a 2.5, aunque Petrosian salvó algo de honrilla competitiva anotándose una partida y rompiendo la racha de victorias de Fischer, que casi con toda seguridad el ajedrez jamás volverá a contemplar, salvo que aterrice un alienígena y la FIDE le permita federarse. El Kremlin entendió que Taimánov no había sido el problema. Eso no le libró de la preceptiva cuarentena social que demandaba el orgullo soviético herido, pero al final pudo recuperar su vida y sus dos carreras, aunque ya era consciente de que su papel como víctima propiciatoria del huracán Fischer había quedado marcado a fuego en su legado.
Mark Taimánov nunca fue, sin embargo, una figura melancólica o trágica. Lo pasó mal a principios de los setenta, sin duda. Pero su vida fue más plena y exitosa que la del propio Fischer en todos los ámbitos excepto en el tablero. Siempre pareció destinado a cosas grandes. En 1937, cuando tenía doce años, un equipo de rodaje fue hasta su ciudad, San Petersburgo, para realizar una película en la que debía aparecer un niño interpretando piezas de Beethoven con el violín. El pequeño Mark tocaba el piano por influencia de su madre, pero jamás había tocado un violín. Aun así, se aplicó en la tarea y con una velocidad pasmosa consiguió tocar aquel nuevo instrumento lo bastante como para que le diesen el papel: «Parece que hice un trabajo aceptable, porque la película fue un éxito y hasta le concedieron un premio en el festival de cine de París».
Aquel prodigio musical, sin embargo, se decantó hacia otro amor. En aquella misma época el estado soviético le ofreció estudios especializados para formarse en la profesión que él eligiese, dado que era un alumno de grandes capacidades y Moscú tenía un programa especial de desarrollo de niños superdotados. En el entorno de Mark esperaban sin duda que optase por estudiar piano, pero él se salió por la tangente: «Una voz en mi cabeza me susurró: ¡ajedrez!». Así, le dijo al Estado que su primer objetivo era convertirse en campeón, y entró en la infalible fábrica soviética de Grandes Maestros para estudiar nada menos que junto al futuro campeón mundial Mijail Botvinnik. Mientras se entrenaba para la élite de los escaques, continuó con sus estudios de piano. Así conoció a su primera mujer, Lyubov Bruk, también pianista. Con ella empezó a girar interpretando piezas para cuatro manos; se convirtieron en uno de los dúos pianísticos más solicitados del planeta. Con el tiempo, de hecho, uno de sus discos sería seleccionado por la casa Phililps como parte de la colección Los cien mejores pianistas del siglo XX. Taimánov, que siempre dijo sentirse como «un aficionado» en las dos difíciles profesiones que ejercía, sonreía como un niño cuando le recordaban que había entrado en ese distinguido centenar: «¡Estoy ahí, con los grandes!».
Y lo estaba. Fue colega y amigo de gigantes de la música como el famoso compositor Dimitri Shostakovich (seguro que les suena su «Romance»), el pianista Sviatolav Richter, el violoncelista Mstislav Rostropovich o Aram Khachaturian, autor de la celebérrima «Danza del sable». Esto es algo de lo que Fischer, quien apenas pasaba de escuchar la radio mientras bebía una Coca-Cola, nunca pudo presumir. Pero fue precisamente Fischer quien dijo «el ajedrez no es como la vida, el ajedrez es la vida», y por descontado esta es otra sentencia que Taimánov se hubiese negado a asumir. Para él, el ajedrez era una parte importante de su vida, sí, pero ni mucho menos la única. A veces le preguntaban si no pensaba que sostener sus dos carreras al mismo tiempo había perjudicado su rendimiento en ambas. ¿Hubiese sido un aspirante más serio a al campeonato mundial de haber abandonado la música? ¿Hubiese sido un concertista más famoso de haber abandonado los tableros? Recuerden que Albert Einstein, amigo del campeón mundial Emmanuel Lasker, lamentaba que este «perdiese el tiempo» con el ajedrez, siendo como era un matemático profesional cuya inteligencia consideraba equiparable a la suya propia. Pero Taimánov no pensaba en esos términos. ¿Por qué renunciar a una de sus dos vidas? Decía, con mucha sensatez, que nada le hubiese garantizado obtener todavía mejores resultados en cualquiera de las dos profesiones de haberse entregado por completo, pero sin duda hubiese perdido la mitad de sus experiencias renunciando a una mitad de sí mismo. «Por fortuna tengo un carácter débil, así que nunca me pude decidir por una de mis dos profesiones», dijo, aunque como en sus inescrutables combinaciones de jugadas, es difícil precisar si lo decía en serio. Hasta sus últimos años fue así: vivir no le agotaba. Décadas después de haber formado una familia, fue padre, ¡a los setenta y ocho años!
Quizá lo que más le gustaría que recordásemos es su legado, cultivado bajo la premisa de que el ajedrez como un arte. Cuando le preguntaban por sus jugadores favoritos, respondía sin dudar: Alekhine, Mijáil Tal, Kaspárov. O lo que es lo mismo, tres de los más significados genios del ataque y la improvisación. Esa era la filosofía ajedrecística que él compartía: crear belleza sobre el tablero. Él mismo relacionaba esa actitud con su faceta de pianista. Y produjo partidas memorables bajo ese enfoque. En 1977, cuando Anatoly Kárpov era el intratable titular de la corona mundial, arrasando sin piedad en torneos, acumulando trofeos con furia y con sus poderes en su punto álgido, Taimánov hizo la machada de ganarle con una de esas combinaciones de jugadas que van a las enciclopedias de ajedrez solamente porque no pueden ser colgadas como un lienzo. Ambos se enfrentaron en un torneo conmemorativo del sesenta aniversario de la Revolución soviética. Toda la cúpula del ajedrez mundial estaba mirando y los mandamases de la política local estaban bien atentos. Taimánov, quien había sido tratado como un paria hasta apenas meses antes, doblegaba al campeón con una combinación sorprendente, tan «sencilla» como difícil de ver sobre el tablero. A Kárpov se le escapó y no digamos al aficionado medio. Tanto es así, que aquella combinación fue incluida en libros de ejercicios como uno de esos rompecabezas de solución cristalina y armoniosa que nacen del genio imaginativo de algunos ajedrecistas, aquellos que se empeñan en mirar más allá de lo convencional.
Al año siguiente, por cierto, Taimánov volvió a maravillar en una partida contra Alexander Shashin, sacrificando dos alfiles, uno detrás de otro, para atacar al rey contrario en la mejor tradición del ajedrez romántico, ese que prima la belleza por encima de la matemática. Taimánov tenía una facilidad notable para revivir el carácter poético del ajedrez del siglo XIX. En 1963, durante el Torneo de Candidatos y jugando contra el correoso Tigran Petrosian, ofreció un alfil envenenado que su rival no podía capturar, y justo después ofreció también la dama, por igual envenenada, para al final lanzar una torre suicida contra la muralla de peones tras la que se resguardaba el rey de Petrosian, dejándolo repentinamente indefenso, sorprendido por un diluvio de creatividad. Algo parecido le hizo a Lev Polugaevsky en 1960, «regalando» una dama que Polugaevsky no podía aceptar sin perder… aunque rechazándola perdía también, con su rey huyendo por el centro del tablero hasta que, cuando la partida llevaba solamente veintitrés movimientos, tuvo que inclinarse. No hay nada tan bello en ajedrez como la caza inclemente del rey enemigo por caminos enrevesados, cuando además se sacrifican piezas propias en pos de una victoria que parece emerger de la nada. En ese terreno es donde brillaba Taimánov, un compositor sobre el tablero.
Los jugadores como él, los creadores de arte, no siempre abundan en la élite. Es probable que vayan a ir abundando cada vez menos. Por eso es doloroso despedir a Mark Taimánov; es uno de esos hombres con los que los admiradores de una disciplina sienten que se marcha una época. Por fortuna, sus grandes partidas quedarán ahí, inmutables, enrevesadas, sorprendentes, para quien quiera verlas. Y por supuesto, su música, para quien quiera oírla. Hasta siempre, Maestro.
Robert Fernández, Robert Baggio..¡¡lo catalán es trendy!! : p
Que lindo artículo! !! Y ojalá que a raíz de la última gran final , el ajedrez resurja como algo de interés a nivel mundial como lo era en los tiempo de grandes maestros como Mark Taimanov
Se va uno de los últimos «ilusionistas», de los que jugaban a crear, a embellecer una partida, uno de los últimos bailarines de los tableros, de los que se arriesgan (todo lo contrario a lo que se ve hoy en día en los campeonatos mundiales).
Aún nos queda inabarcable la figura de Kasparov, pero cada vez más se va muriendo un Estilo (así, con mayúsculas) tal vez menos efectivo, pero mucho más efectista.
Hasta siempre Maestro Mark Taimánov.
Da gusto leer textos bien escritos, documentados, que rezuman respeto y cariño. Yo no he pasado de ajedrecista diletante, no recuerdo haberme sentado frente a un tablero desde hace más de diez años, y sin embargo he disfrutado plenamente de su lectura… gracias!
¡Gracias!