«Del este de Londres la potencia resurgió, por el resto del mundo, la estirpe floreció», cantaban en 1985, proféticos, los Decibelios, en su adaptación al castellano del mítico «Chaos» de los ingleses 4 Skins. «Vuelven los skinheads, otra vez las bandas (…) Skins en todas partes, unidos para luchar. Skinheads en el paro, skinheads en el bar, skinheads en el metro, controlando la ciudad». Poco podían imaginar esos pioneros del Oi! patrio cuando alcanzaron la cima de su exigua popularidad a finales de los ochenta que esa imagen iba a producirse, sí, pero treinta años después. Las bombers son hoy, por fin, omnipresentes. Pero ya no las visten los skinheads, ni siquiera los pelaos bakalas noventeros, sino hordas de fashion victims urbanitas que apenas son conscientes de las décadas de historia que llevan a cuestas.
La revista Vogue anticipaba, en febrero de este año, que las bombers iban a ser «un exitazo» de ventas, después de haber detectado, el noviembre anterior, que «no hay celebrity sin su bomber» (Kendall Jenner o Gigi Hadid se dejaron ver con ellas). A pesar de que los círculos más vanguardistas ya las habían recuperado para sus looks pretendidamente más transgresores desde hacía unas temporadas, el modelo en seda de la firma The Upside llamado «The Souvenir» supuso un verdadero punto de inflexión. Lo irónico de la situación es que Ashlea Holdsworth, su diseñadora, vinculaba erróneamente ese modelo a las chaquetas que vistieron los soldados yanquis destinados en Japón durante la Segunda Guerra Mundial. Y con ello, de paso, obviaba las distintas subculturas urbanas que habían mantenido viva la prenda con respiración asistida durante tantos años, ajena —como sus clientas— a los nuevos significados que habían adquirido dichas cazadoras desde la década de los setenta.
Las bombers de nailon, las auténticas antepasadas de las que hoy se pasean por las calles de tu ciudad, nunca sobrevolaron el imperio del sol naciente. No fue hasta 1948, en plena resaca de la Segunda Guerra Mundial, cuando el matrimonio formado por Robert y Helen Lane consiguió un contrato con el Departamento de Defensa de Estados Unidos para fabricar chaquetas de vuelo para los pilotos de la Fuerza Aérea. Tras formar diversas empresas, la pareja acabó asociándose con Samuel Gelber, quien en 1959 se distanció de los Lane después de hacerse público un intento de soborno a un funcionario del Gobierno para lograr un contrato. En octubre de aquel mismo año, Gelber se unió a Herman «Breezy» Wynn para crear una nueva sociedad. En Knoxville, Tennessee, nacía Alpha Industries.
En un viejo sótano de una fábrica desvencijada los operarios de la empresa producían ropa militar con máquinas de coser alquiladas. El inicio de la guerra de Vietnam supuso una enorme inyección económica para la compañía, que logró cuantiosos contratos con el ejército norteamericano. El impacto del conflicto relanzó a la empresa hasta el punto de erigirse en una de las sociedades líderes de la industria manufacturera local en la década de los sesenta. Un éxito logrado, en buena medida, gracias a uno de sus productos estrella, la cazadora Flight Jacket MA-1. Una pieza que reemplazó a las chaquetas de cuero y las A-2 Jacket, de algodón, que habían lucido los pilotos de caza norteamericanos durante la Segunda Guerra Mundial, pero que habían quedado obsoletas ante la rápida progresión tecnológica de los aviones de combate, más pequeños, estilizados y capaces de volar más alto. Alpha Industries diseñó dos modelos de chaqueta específicamente para los aviadores de las Fuerzas Aéreas. Junto a la MA-1 confeccionó la CWU-45/P. La primera, que acabaría haciendo fortuna, estaba fabricada en nailon y únicamente disponible en color negro y verde militar. Contaba con dos bolsillos laterales, uno más pequeño situado en el brazo izquierdo y otro interior. De hecho, la cazadora era reversible, con un revés naranja chillón para poder localizar con mayor facilidad y rapidez al piloto en caso de ser abatido.
Acabada la campaña en Vietnam, la MA-1 se popularizó de la mano de los veteranos, mientras los civiles únicamente la podían adquirir a través del mercado negro o las ventas de excedentes de material militar. Ante el interés, Alpha Industries introdujo algunos cambios en su diseño para adaptarla al nuevo público, ampliando su gama de colores. Las chaquetas no tardarían en volar más allá de las fronteras de Estados Unidos, encontrando sorprendentes grupos de entusiastas, tanto en Japón como en Gran Bretaña. Fue a finales de los setenta cuando la prenda fue adoptada definitivamente por los skinheads, un estilo emergente en las islas británicas desde 1965 que entonces vivía una segunda juventud y estaba a las puertas de erigirse en un fenómeno global. Las nuevas generaciones de cabezas rapadas extremaron, por influjo del punk, la imagen de sus antecesores, apropiándose el uso de la MA-1 y convirtiéndola en uno de sus referentes estéticos. Desde ese momento, las bombers o pilots, como también fueron conocidas, formaron parte del fondo de armario de los skins. Cuando en 1980 Steve McQueen protagonizó Cazador a sueldo luciendo una MA-1 caqui de forro naranja, ya no quedaba ninguna duda de que las bombers eran las chaquetas preferidas de los tipos duros.
La importación del estilo skin a España fue una tarea ardua para los advenedizos que trataban de emular la estética de sus homónimos británicos. Sin las facilidades actuales para completar su vestuario, muchos de aquellos pioneros tuvieron que esperar a que algún amigo viajero les trajera una bomber cuando volviera de Londres. Los más impacientes se conformaron con las burdas imitaciones coreanas que compraban en tiendas de ropa militar de segunda mano. Daban el pego pero no eran lo mismo. Coincidiendo con el auge de los cabezas rapadas en los años noventa, las bombers empezaron a abarrotar los fondos de los estadios. Los radicales del fútbol las adoptaron como prenda propia. Vestir una bomber era «muy ultra». Una moda bien visible cuando en el gol sur del Camp Nou decidieron copiar a los seguidores milanistas y girar sus chaquetas para lucir su reverso naranja. Lo que nació como un guiño al mágico tridente holandés del conjunto italiano (Gullit, Van Basten y Rijkaard) acabó convirtiéndose en un rasgo singular del fenómeno de las hinchadas radicales autóctonas. Una característica que les otorgó justo aquello que anhelaban: visibilidad y protagonismo. Sin embargo, este auge del estilo skin, al abrigo de su propagación en las gradas, favoreció su conversión en una moda insertada en la sociedad de consumo que acabaría siendo adoptada por colectivos, como los makineros, completamente ajenos a los principios originales de dicha subcultura.
Apenas una década después de su eclosión en el Estado, el estilo skin —presuntamente transgresor— se había reconvertido ya en otra moda destinada a saciar el ímpetu de rebeldía adolescente. Su pretensión de conculcar las normas sociales y el sistema imperante, a pesar de no articular ninguna alternativa, acabó reducida a un mero producto comercial más. La profusa explotación de su mercantilización favoreció la desactivación de su faceta subversiva, provocando que el estilo pasara de ser apocalíptico a integrador.
Como sucedió con las construcciones identitarias precedentes surgidas a finales de los años setenta, los skins también acabaron siendo fagocitados por el sistema que pretendían contravenir. Así, sus principales elementos de referencia (vestuario y música) se convirtieron en bienes de consumo de masas al generar a su alrededor una incipiente industria. Ir a Londres o Perpiñán dejó de ser una cita ineludible para completar el ajuar skin. La explotación sistemática del estilo devaluó su pósito contestatario y lo convirtió en un producto convencional al alcance de cualquier bolsillo.
El resultado de este proceso fue que aquello que en su momento resultaba atrayente para los jóvenes que buscaban construir una identidad propia alejada del control parental a través de su adscripción al estilo (como el aura de clandestinidad que comportaba asumir una imagen al margen de los cánones estéticos estándar) se acabó diluyendo al popularizarse el look skin como una moda juvenil más a partir de los noventa. De esta forma, los skinheads se perpetuaron como una tendencia en declive entre los adolescentes, y en paralelo con un escaso ascendente entre los adultos. Incluso Mark Renton abandonó su mugrienta bomber marrón cuando salió del hoyo.
A pesar de que el estilo skin planteó en sus inicios retos simbólicos —en términos de desafío social— estos acabaron desvaneciéndose. Así fue como culminó el proceso que permitió reparar el orden social fracturado por su irrupción, integrándolos en el sistema como un simple entretenimiento. Los folk devils de antaño fueron reemplazados por unos nuevos chivos expiatorios, las bandas latinas. Desde entonces los skins desaparecieron de portadas y tertulias para convertirse en un estilo sin proyección mediática a pesar de mantener una «presencia ausente». Hasta hoy, cuando por lo menos sus características y olvidadas cazadoras han regresado por todo lo alto.
Quejicas y nostálgicos —como nosotros— tienen ahora una nueva oportunidad si son capaces de elevar sus lamentos por encima de las risas despreocupadas de miles de jóvenes que visten orgullosas sus bombers de colores. El enfado es comprensible. En palabras de Poppy Frean, de Cargo Collective: «Me cabrea ver al punk convertido en una moda por gente que probablemente trata con desdén al mundo sucio, ruidoso, sudoroso y depravado del que proviene». Quique Gallart, al que probablemente con razón Kiko Amat bautizó como «el primer skinhead de Barcelona», denunciaba en una entrevista la perversión de su subcultura: «Una pena, nunca pensé que el rollo skin llegara a convertirse en una moda tan banalizada. La generalización rompe los códigos y los vacía de contenido». Un apunte, para contextualizar: la entrevista es de 2010 y se refería solo a las nuevas generaciones que habían expandido el culto skin, poco menos que una minoría marginal, pero la reflexión sirve también para interpretar la comercialización masiva de su prenda más icónica. Un caso de apropiación cultural en toda regla.
Sin embargo, el concepto mismo de apropiación cultural está discutido, sobre todo para menesteres más serios que una triste chaqueta. Quien sospecha de él, alega que no hay culturas puras ni fronteras estancas y que la Cultura —en mayúsculas— es, por definición, un proceso de apropiaciones constantes en todas las direcciones. Al fin y al cabo, incluso los primeros skinheads dieron la vuelta como un calcetín al uso y significado de la chaqueta de aviador, una vez esta había sido sustituida entre sus portadores originales por otras prendas que cumplían mejor su función, o sea, guarecerlos del frío. Pero, mientras que aquellos primeros cabezas rapadas se apropiaron de un objeto dejado de la mano de Dios para convertirlo en una de sus divisas más visibles, cuarenta años después sus herederos han visto cómo la industria de la moda les desnudaba sin reparos ante los ojos de todos.
No es nada personal, solo son negocios. No hay en esta explosión comercial ningún tipo de homenaje ni reconocimiento. Tampoco es asimilación, ni siquiera la pretensión consciente de aculturación de ese colectivo de jóvenes salvajes —o de buenos salvajes, en términos rousseaunianos— que alguna vez fueron los skinheads. Todo ello supondría que alguien hubiera dedicado un solo minuto a pensar en ellos, o a saber por lo menos que existían. Lo único que sucede es que una cultura dominante, casi hegemónica, usurpa un elemento característico de otra y lo deforma hasta dejarlo irreconocible en el fondo, pero confuso en la forma. Hagamos un ejercicio: pongamos a un skin al lado de una chica pija. Las chaquetas podrán parecer idénticas, pero mientras que para ella no significa nada, para él lo encarna todo. Sin duda los tiempos cambian; ahora aquella prenda que en su momento ensalzó el machismo más exacerbado, al vincularse con la rudeza de los skins, es usada casi exclusivamente por mujeres.
Lo que está ocurriendo con las bombers no es un fenómeno nuevo, ni excepcional. Agotado casi todo lo que el escaparate del punk podía ofrecer, había que tirar del hilo para expoliar el patrimonio estético de otras subculturas. Raf Simons o Rick Owens han hecho de esta apropiación su sello personal —y su negocio— desde principios de siglo. Ayer fueron las chupas de cuero con tachuelas a miles de euros o sus versiones más asequibles —aunque todavía de piel, rozando los cuatrocientos— comercializadas en plataformas masivas como Urban Outfitters que ya incluían sus parches y parafernalia punk para ahorrarle trabajo al consumidor compulsivo (si los anarquistas Crass no tuvieran alergia a los abogados, podrían haber financiado su comuna hasta 2045). Hoy son las bombers, que van desde los dos mil quinientos euros de la versión de Gucci hasta los apenas veinte euros que cuestan en Zara o H&M. Y mañana ya se verá. Las modas duran cada vez menos. Y nadie está a salvo de la voracidad del sistema: más allá del punk y sus derivados, el movimiento rasta, el grunge, el metal o el hip hop también han caído en sus garras a lo largo de la última década. ¿Quién no se ha preguntado alguna vez «¿Por qué llevas esa camiseta si no sabes qué significa?» al ver a alguien vestido con el logo de los Ramones o Nirvana?
Grace Coddington, la cara oscura de Anna Wintour a la cabeza de Vogue, ponía de manifiesto estas contradicciones en la Met Gala de 2013, rodeada de modelos luciendo parafernalia contestataria: «Me gustaría ver a auténticos punks por aquí, auténticos punks de la calle, pero dudo que les hayan invitado». La cara de la norteamericana Hilary Rhoda era un poema.
Tras casi cuatro décadas de implantación de los skins en España, ahora una de sus prendas fetiche, la bomber, se ha convertido en la nueva blazer de moda, el complemento estrella de la temporada. La «chaqueta del 2016», según El País (asociándola equivocadamente con el movimiento rockabilly), ha sido elevada a los altares de la comercialidad más banal por marcas como Louis Vuitton o Gucci y alabada por ser sinónimo de un «look fresco, juvenil y supercool» (sic). Una tendencia que riza el rizo cuando se complementa con «botas y gafas estilo aviador. Perfectas para lucir igual de glam que las estrellas». «¡Oh, Gucci, sinceramente nos habéis robado el corazón!», exclamaban con entusiasmo en la versión británica de la revista Marie Claire, admirados ante tamaña aberración. Pero no eran corazones de lo único de lo que Gucci se había apropiado.
Quedan muy lejos aquellos años en los que los skinheads merodeaban por las discotecas pijas de Barcelona para sustraer las bombers que lucían aquellos que pretendían usurpar su imagen. Hoy en día no darían abasto.
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Hace muchos años me probé una de estas en Londres y encontré que me hacían gordo a pesar de medir 1’86 y pesar 80 kilos. Además, mi intuición hizo que me apartara de ellas porque, decid lo que queráis pero todo el mundo sabe lo que supone vestir de esta manera y de otras por el estilo: Llevar escrito en la frente el estigma de PERDEDORES.
Perdedores confilictivos. Nunca lo entenderas.
Nada que no pueda arreglarse con cargas policiales o del ejército, si fuera menester…
Pues sí. Yo tengo una cría adolescente que lleva unas Dr. Martens y una bomber estampada (sí, la hay) por qué es lo
más.
Yo le digo que va vestida para apalear a otras tribus. Ella me mira como la vaca que ve pasar el tren. Yo me descojono.
Acabo de estrenar la cuarentena y viví, de adolescente, la época (principios de los 90’s) en que una noche acabaría muuuuy mal para tí si te encontrabas en un callejón oscuro con una pandilla de tíos rapados, calzados con botas militares y llevando bombers verdes y/o de camuflaje (y si llevaba cosida a la chepa una toallita publicitaria de marca de cerveza guiri, peor que peor). Aún así, hasta yo me acabé comprando una (sin toalla, claro), y la conservo. La verdad es que me queda de lujo, combinada con unos pantalones «chinos», otra herencia de los pilotos norteamericanos en la Guerra de Corea (1951-53), por cierto.
Lo peor son las versiones contemporáneas con estampados zoológico-botánicos…
Parece que he vivido en la luna todo este tiempo pensando que los skins eran neonazis ultravlolentos que gustaban de patear cabezas con sus botas militares; ahora resulta que eran exponente de sana rebeldia juvenil … vive y aprende.
Está claro que ni conociste ni conoces a los sharps (skinheads against racial prejudice). En muchos sitios eran mayoría. Me parece que quedaste en el estereotipo…
Los sharperos en general también eran gente encantadora, sana y muy zen
Echadle un vistazo a la película THIS IS ENGLAND. Imprescindible. Entre otras cosas, te enseña que el movimiento skin no tiene nada que ver con la ultra derecha hasta que ésta se introduce para pervertirlo.
No he visto la peli, pero sí la serie, muy buena. Aquí la gente cree que Downton Abbey es exponente de lo british, cuando lo realmente british es «This is England», con todo ese caldo del cultivo al sí al brexit.
¿Este artículo va en serio o es una sátira estilo Sokal del infantilismo identitario? Que unos señores adultos puedan manifestar la más mínima inquietud por los usos por lo visto espurios de una prenda de vestir o un peinado equis, y lleguen a tacharlos de apropiación cultural, me provoca una inenarrable mezcla de pereza, tedio y, sobre todo, vergüenza ajena.
Exactamente. Si ya es penoso que los dictadores de la moda agotados de originalidad recurran a una prenda que era uniforme del mas penoso y triste de los lumpemproletariados, el que salga uno llorando «yo la llevaba antes» da mas angustia que respirar aceite quemado de buñolera.
Los uniformes son odiosos, antes ahora y siempre.
Yo flipo con esta frase: «una década después de su eclosión en el Estado». ¿Qué quiere decir? ¿Qué se puso de moda entre los funcionarios? ¿O más bien, que si los autores escriben «España» les salen sarpullidos?
Teniendo en cuenta que la palabra «España» sale dos veces en el artículo, supongo que o los autores van llenos de sarpullidos o se trata de un sencillo recurso estílistico de evitar la reiteración constante de términos. Si el término «el estado» te provoca sarpullidos, también podría usarse «el reino» o incluso «la península» (aunque eso incluya Portugal).
Es un ardid, estrategia social o, seré cauta, podría serlo. El mundo del siglo veintiuno más que nacer, ve morir. Adiós al Estado del bienestar. Adiós al mundo hermanado en la lucha por la paz, la justicia, la igualdad, la dignidad. Surgen insurgentes (llamad poesía a la cacofonía y me ahorro otra neurona) en muchos países y son una válvula necesaria porque, mientras distrae, desahoga y se enseñorea en la marginalidad del antihéroe: ni presiona, ni espera ni exige esperanza. Sin embargo, esa válvula debe ser manejable y, si no, reducible. Entonces clonamos la superficie y la pegamos por todas partes, ya no se sabe si es o no es, y casi seguro que no será, «¿y qué era?» y cuando te vas a enterar, alguien dice que ya no mola. Pero a mí tampoco me va lo punk, no sé ni por qué me cabrea.
Errata sin fe: Se me han cruzado los cables: quise decir skins.
Mi primera me la compre en londres en el 83 en negro y nueva, me dedico a la moda y nadie en mayor o menor medida es agena me refiero a la moda.
Estoy de acuerdo con todos y con parte del articulo que sirve como campaña de publicidad al fabricante original. Skinheads (red) o rojos por el color de sus cordones y fascistas con cordones blancos las llevaron también y después otras tribus como bien explica aunque con exceso de verborrea periodística.
Hoy es como dice ella solo una revisión de productos del pasado al que volver para sacarle rentabilidad destinado a aquellos que reviven los 80 a sus diez y…como entonces se reviso una prenda de los 60-70.
Las versiones de hoy intentan no copiarla igual por su mas marcada imagen que recirdamos hoy la de ultras.
Me quedo con la portada de stage de David bowie.
Lo que hay que leer… Los modelos de nylon satinado, llamados «souvenir jacket» SÍ los vistieron los soldados americanos en la 2ª GM. No eran modelos militares, que como dice el artículo, eran de cuero, sino modelos civiles con bordados alusivos al destino del militar americano de turno. Hay souvenir jackets con motivos japoneses, alemanes, etc, etc… eran, como su propio nombre indica, «recuerdos» que el militar de turno se llevaba a su tierra tras su destino. En ocasiones figuraban el nombre del regimiento, o de la «pandilla» a la que este formaba parte, o simplemente elementos culturales del país.
A ver si antes de ponernos a pontificar y criticar al prójimo, hacemos los deberes propios.
Efectivamente, son de la II Guerra Mundial. Yo tuve en mis manos una original de los Flying Tigers (es decir, anterior a la entrada formal de EEUU en la guerra) a un precio superprohibitivo hace bastantes años
Yo tengo una original comprada en Tokio, de terciopelo y con tigre bordado, y es original de los 40. Muy chula.
Y en la línea del articulo, cuando empecé a ver los modelos cutres rollo inditex me quedé de piedra, pero bueno, las modas, modas son.
Una cosa son las Sukajan (estas chaquetas souvenir que mencionas) y otra, las bómbers. El corte es distinto, el uso, la época, todo. La que ha hecho fortuna comercial masiva es la segunda y es de la que habla el artículo.
El artículo se refiere al principio a un modelo «de seda» llamado por su diseñadora «souvenir» y dice que la explicación referida a los soldados americanos en el Japón tras la 2 GM era errónea. Y no lo era en absoluto.
Tienes razón en que esas souvenir jackets no tienen nada que ver con las flight jackets de nylon inventadas para la guerra de Korea, pero en esta nueva moda se está llamando «bomber» tanto a unas como a otras.
Ya lo han dicho, pero eso de «una década después de su eclosión en el Estado» deja entrever lo ridículos que son los articulistas. Sed independentistas si queréis, las opiniones son como los culos, pero dejad ya esa chorrada de evitar decir España. El Estado español no es España y España no es el Estado español. Qué irritante, por Dios.
Pues yo no tengo ni puta idea de la historia de la chaqueta en cuestión, pero recomiendo con fervor a todos los comentaristas, especialmente a es@ que hablaba del peor «lumpenproletariado» creo que es esa la expresión que usa, la lectura de «Rompepistas» de Kiko Amat, porque me parece un libro cojonudo, porque hay cazadoras bombers, botas militares, skin-sherpa y el grupo con el nombre más guay que hemos tenido en «el estado».
Skin-sharps, no skin-sherpas.
Puto corrector…
La bomber era, es y será una prenga garrula. En su contexto militar original, seguramente era práctica. Los skins eran garrulos y no tenían ningún gusto al vestir, como demuestra el hecho que adoptaran un uniforme para su tiempo libre. Las Kardashian y Justin Biebers que ahora se ponen la bomber, no son más que garrulas y garrulos forrados de pasta. El buen gusto no se compra.
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En mis tiempos de salir de juerga (mediados-finales de los 90) estaban las bombers y las alphas. Las bombers las llevaba todo el mundo (TODO) desde pijos hasta bakalas pero las alphas eran otra cosa. Iban asociadas a pelo-cenicero y si te encontrabas de cara a un grupo de gente con alphas lo mejor era cruzar de acera o darse la vuelta.
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Super completo el artículo. Saludos
¡Gracias!
Igual de banal es el fashion victim, que no sabe que en una cierta época 4 matados violentos y fascistas adoptaron esa prenda para intentar sembrar miedo en una parte de la sociedad (a la mayoría no nos acojonaron en absoluto, al contrario, el look siempre nos pareció bastante pallasil) que el «Skinhead» que se puso una prenda específicamente producida para el ejército que aplastó su supuesta ideología Neonaci (Sí, en otra época, pero fueron los Americanos, no?) No nos engañemos, la mayoría de los que iban con bomber creían que Mein Kampf era una marca de Frankfurts. Venga hombre, con la épica gratuita. Es una chaqueta yankee, punto.
De hecho fueron los sovieticos quienes acabaron con los nazis, y la chaqueta incio con los skins que eran antifascistas, que llegaran después imbeciles con aires de superioridad racial a ocupar la misma ropa es otra historia