Nos debatimos entre la nostalgia por lo familiar y un impulso hacia lo extranjero y lo extraño. La mayor parte de las veces sentimos añoranza por lugares que nunca hemos conocido. (Carson McCullers).
Antes de ir al sur de Estados Unidos, yo ya sabía que allí la luna corre por el cielo amarilla y orgullosa, altiva y despreocupada del aullido de los perros, en esas noches en las que se camina y se suda bajo el aliento de la naturaleza viva mientras los reflejos en los pantanos tintinean al ritmo del canto de los grillos. Yo sabía todo esto porque las noches del sur están resumidas en la portada de Southern Nights, el disco de Allen Toussaint, o al menos eso me parece a mí. Y sabía esto porque yo con el sur siento la nostalgia de los lugares más conocidos, que son esos en los que uno nunca ha puesto pie. El Sur (con mayúscula) siempre había ofrecido a mi memoria decenas de experiencias, un inagotable carcaj de recuerdos, un desfile de momentos jamás vividos: tardes de calor y mecedora en el porche o junto al Misisipi, tumbado en la hierba con el tallo de una planta en los labios. Noches de vudú escuchando a los insectos del pantano. Antros de vasos de bourbon, gotas de sudor, banjos y paredes desconchadas. Las libélulas. Los espíritus. Negros cantando a los espíritus. Bailes interminables en barcos de vapor que descienden el curso del río y templos improvisados en las márgenes de la corriente que son refugio de predicadores devorados por la fe y por los mosquitos.
El sur es misterio, es liberación, es tenebrismo; es el fértil suelo literario, gótico, criminal, áspero y vital de las páginas de William Faulkner, Flannery O’Connor, Carson McCullers o el primer Truman Capote. Es el latido de la tierra verde, pantanosa, viva, acechante, movediza que explota y se manifiesta por medio de varios géneros musicales: si el blues dio forma al aliento vibrante y trágico de esa tierra indescifrable, el jazz fue su manifestación urbana, canalla, festiva; si el country fue la voz austera y cerril de las zonas rurales, el rock and roll fue la reverberación planetaria y liberadora de una verdadera explosión de vísceras.
Yo había estado antes en Nueva Orleans, y conté algunas cosas al respecto en una serie de artículos en estas mismas páginas. Pero en el sur, lo que se dice El Sur, nunca había puesto pie hasta el pasado verano, cuando mi mujer y yo fuimos allá a romper el hechizo de la nostalgia por los lugares desconocidos, porque mejor que ponerse romántico con lo que uno no conoce es ir y conocerlo, creo yo. Por eso echamos tres semanas de agosto a lo largo de Tennessee, Misisipi, Louisiana, Alabama, Georgia y las dos Carolinas, con fin de recorrido en Chicago. La idea era seguir los pasos de varios escritores célebres locales, empaparse de los géneros musicales paridos en esos lares y emular de alguna manera el viaje hacia el norte de ese blues cavernoso de delta y pantano que se encontró en Chicago con su explosión urbana. Fueron tres semanas y no se pudo hacer todo, porque el tiempo falta incluso donde no pasa el tiempo, qué se le va a hacer. Varias cosas salieron bien sin embargo, y no está de más contarlas.
Me parece que el country moderno no es más que un conjunto de símbolos, un modo de vestir, un colectivo al que pertenecer. En la Arkansas de mi infancia un modo de vida producía un cierto tipo de música, pero en la actualidad es un tipo de música el que produce un modo de vida. Las personas que integran el nuevo orden establecido de la música country parecen haber decidido que ya no pertenezco a él, pero yo a veces me pregunto cuántas de esas personas han cargado un saco de algodón en su vida. (Johnny Cash, 1997).
Un saco de algodón da coherentemente la bienvenida a la primera de las salas del Johnny Cash Museum de Nashville, Tennessee, un espacio erigido con toneladas de cariño y respeto por el intérprete que repasa su vida y obra con veneración casi catedralicia. El museo prepara al visitante para la verdadera catedral de la ciudad, el Ryman Auditorium, sede entre 1943 y 1974 del legendario Grand Ole Opry, el programa de radio que llenó millones de oídos del país con el country más festivo y su reverso en forma de varias baladas de desgarro. Entra uno al Ryman y parece que le están contando la historia de la Scala de Milán o del teatro The Globe de Shakespeare, pero las reservas iniciales se desintegran a los pocos segundos gracias a ese buen hacer tan americano para contar lo propio de la manera más amena posible: en este caso la historia de cómo un comerciante fluvial de los años posteriores a la guerra civil, algo tarambana y un poquito crápula (pues permitía que en sus barcos se jugara y se bebiera, habrase visto) tuvo una revelación, abrazó la buena fe puritana y lo celebró construyendo el edificio para cederlo a una comunidad evangélica sureña. Tras la Gran Depresión el lugar conservó algo de esa función devota, pues se convirtió en la «Madre Iglesia de la música country», nada menos.
Y es que el country es tema y monotema en Nashville. Bien está. La ciudad alberga de hecho el Country Music Hall of Fame y su espléndido museo, dedicado a narrar la historia de un género que es un relato intergeneracional en sí mismo, con su tradición, su solera, su glosa y su leyenda: una exposición temporal del museo, sin ir más lejos, cuenta la estancia de un tal Bob Dylan en la ciudad en los meses anteriores y posteriores a su mítico accidente de motocicleta en 1966. El flamante premio Nobel abrió la senda para que parte de la vanguardia musical del país se dejara caer por esta estupenda ciudad dada ya entonces por anticuada, en una tendencia que tiene en Jack White, que vive y es propietario de una tienda de discos aquí, a su último baluarte. Por lo demás, el downtown de Nashville ofrece en Broadway una trampa para turistas en forma de varias tiendas de botas de cowboy y locales de música en directo, pero ya quisieran todas las trampas para turistas ser así. Pese a que en Broadway puede uno encontrarse con conciertos excelentes sin demasiado esfuerzo, el Bluebird Café, a las afueras de la ciudad, es bastante más infalible. Por eso hay que hacer colas de hasta dos horas para entrar. Valen la pena. Con creces.
La tierra era perfectamente llana y nivelada, pero centelleaba como el ala de una libélula bajo la luz. Parecía rasgada, como una guitarra que alguien acabara de tocar. (Eudora Welty, Boda en el Delta).
La tierra del estado de Misisipi vive, literalmente. Al abrir la puerta del coche los ruidos de los insectos y el vuelo de las libélulas (las hay, a decenas) le recuerdan a uno que conviene comprobar si se pisa suelo duro o tierra pantanosa, cosa frecuente. Rowan Oak, la magnífica residencia de William Faulkner erigida en medio de un bosque de árboles vivientes, recuerda a aquella casa de Otras voces, otros ámbitos (deslumbrante novela juvenil de Truman Capote) que era absorbida por la tierra hambrienta.
El propio Faulkner escribió en Mientras agonizo: «la única razón para vivir es prepararse para estar muerto durante mucho tiempo». Misisipi es una tierra en la que lo muerto parece estar furiosamente vivo desde tiempos inmemoriales. Quizá por eso se presta a vistazos al otro lado, a encuentros con aquellos a los que la parca cortó el hilo de la vida hace siglos. Ello explica que muchos creyeran a Robert Johnson cuando vino de Clarksdale contando que el diablo en persona le había explicado cómo extraer de su guitarra el aliento del blues a cambio de su alma. En Estados Unidos no se pierde una oportunidad de aprovechar un relato, y por ese y otros motivos Clarksdale se reivindica hoy como cuna del blues y exhibe en el lugar del célebre encuentro (el cruce de las highways 61 y 49) un estrafalario monumento de guitarras cruzadas.
El blues nació como mito, dio voz al llanto interior de una comunidad rural, la negra, excluida y estalló en una onda expansiva que rompió cristales hasta en Chicago, cuna del blues urbano. Más allá de Clarksdale, la mejor manera de comprender el origen, carácter geográfico y herencia cultural del género es acercarse al estupendo museo que Indianola dedica a la historia del blues del Delta del Yazoo y del Misisipi, con atención especial a B. B. King, que está enterrado en el jardín del edificio. Pero para interiorizar el lamento inherente al blues, nada como poner la radio del coche y bajar por la legendaria highway 61, la blues highway, hasta Natchez, ciudad que alberga toda la belleza solemne y culpable de las impresionantes mansiones del siglo XIX de los esclavistas propietarios de plantaciones.
Yo creo que solo hay una clase de personas: personas. (Harper Lee, Matar a un ruiseñor).
Volviendo a Tennessee, en Memphis un museo se erige literalmente sobre una de las grandes heridas abiertas de este país: el Lorraine Motel, donde fue asesinado Martin Luther King en 1968, se ha conservado tal y como era en los días del magnicidio, y un ala recientemente construida abraza el edificio original a lo largo de un recorrido expositivo que explica al visitante varias cosas inexplicables sobre la historia de la población afroamericana en la primera potencia del mundo. El National Civil Rights Museum da para varias reflexiones sobre la desigualdad en Estados Unidos, y la histórica división racial americana es un discurso inevitable en este país, pues impregna todos los aspectos de la vida. También el musical que nos ocupa: si bien Johnny Cash cantó en los cincuenta la receta del rock and roll («Get rhythm when you get the blues»), los historiadores recuerdan que varios músicos negros ya conocían la receta, ese alegrar el blues del delta con ritmos del country blanco, y la tradición asegura que Ike Turner y Jackie Brenston, afroamericanos ambos nacidos en Clarksdale, inauguraron el género en 1951 con «Rocket 88». Y sin embargo Sun Records, el legendario estudio de Sam Phillips de Memphis, ejerció de big bang planetario del rock and roll por medio de una nómina de artistas mayoritariamente blancos, como el propio Johnny Cash, Carl Perkins, Roy Orbison, Jerry Lee Lewis y, por encima de todos ellos, un chaval de Tupelo, Misisipi, que se presentó en el estudio para grabar por primera vez en su carrera y cuando la secretaria de Phillips le preguntó «¿A qué artista te pareces, hijo?», respondió lacónico: «Yo no me parezco a nadie, señora». Tenía razón, porque se llamaba Elvis Presley.
Sun Records se puede visitar, y los voluntariosos y amabilísimos guías te explican que eso es Tierra Santa, como si fuera necesario. Donde no hace falta que te lo recuerden es en la gran atracción turística de Memphis, situada a las afueras del downtown: hablamos, claro, de Graceland, la encantadora y delirante mansión-mausoleo de Elvis. Cuatro palabras bastan: moqueta en el techo. También hay una impresionante colección de coches del rey, varios niveles de mitomanía y hasta su avión privado, el Lisa Marie, aparcado al otro lado de la calle y que también se puede visitar.
Memphis es una de esas ciudades americanas más bien feas que no encandilan por sus activos materiales (Graceland aparte) pero agotan adjetivos para los inmateriales: es la tierra de Sun Records y de Elvis, pero también del sello Stax, del inmenso Al Green, que sigue ejerciendo de predicador en una iglesia de por aquí, o de la Beale Street de B. B King y compañía. También la ciudad natal de Aretha Franklin. Quizás por eso el centro urbano tiene algo de páramo inhóspito, agotado y consumido tras haber vomitado tanto bien al mundo.
Hay tres ciudades en Estados Unidos: Nueva York, San Francisco y Nueva Orleans. Todo lo demás es Cleveland. (Tennessee Williams).
Ya habíamos estado hace unos años en Nueva Orleans, pero con ciudades así pasa como con las grandes películas: siempre hay que volver a ellas. Por eso vinimos dos días para recordar que aquí (y en todo el sur, de hecho) se come estupendamente bien, que en el Maple Leaf hay barra libre de gambas, pues se sirve la pesca del día antes del concierto, que la avenida St Charles ofrece un inagotable catálogo de porches sureños con jardín y que la vida es esa cosa que te cabe hasta en una procesión funeraria.
Nueva Orleans es la ciudad musical por antonomasia del país, pero ya hablamos de su escena local en tres artículos por aquí. Además, no solo de Nueva Orleans vive el inmenso edificio de la música americana, y de hecho esta sigue omnipresente desde los propios carteles de bienvenida de los dos siguientes estados de nuestra ruta: «Welcome to Sweet Home Alabama»; «We’re glad Georgia’s on your mind». En un país donde lo privado, es decir casi todo, lo es de modo implacable, casi furioso, uno pasaría horas repartiendo abrazos a los héroes ciudadanos dedicados a preservar con su propio dinero lugares de interés cultural y otros destinos de peregrinaje del aficionado medio. Por ejemplo, en Montgomery (Alabama) nos explican cómo un matrimonio salvó de la demolición la casa en la que vivieron Francis Scott y Zelda Fitzgerald en 1931 y 1932, convertida hoy en un excelente museo dedicado a la pareja, y financiado exclusivamente con donaciones y capital privado. Gracias a héroes parecidos puede uno ir a la casa de Savannah (Georgia) donde pasó sus primeros años de vida Flannery O’Connor, contemplar el inquietante retrato infantil de su tía que presidía la sala de estar y comprender varias cosas sobre el carácter de sus relatos.
Visto lo visto, se queda uno con la conclusión de que en Europa el interés cultural es público, se preserva, se financia y se explica a las nuevas generaciones por medio de recursos de la Administración, al menos en parte. En Estados Unidos suele suceder al contrario: la preservación nace directamente del entusiasmo del público, del que depende las más de las veces. Es el público el que loa, homenajea y conserva la memoria. También el que va a la Administración a pedir ayuda para su misión preservadora y suele darse allí con un canto en los dientes. Otro ejemplo: el pequeño y simpático museo que Montgomery dedica a Hank Williams, el gran trovador del country, que en apenas cuatro salas exhibe toneladas de memorabilia del genio en torno a la joya de la corona: el Cadillac azul en cuyo asiento trasero se paró el corazón del músico el día de año nuevo de 1953. Tenía veintinueve años.
Savannah es Lo que el viento se llevó con mescalina. (John Cusack en Medianoche en el jardín del bien y del mal, 1997)
Clint Eastwood vino en 1997 a Savannah a adaptar la novela de non-fiction en la que John Berendt narraba sus vivencias con lo más estrafalario de la vida social de esta perla sureña. Y supongo que desde entonces es imposible visitar esta ciudad sin pretender buscar atajos a lo oculto, reversos verosímiles, pliegues de la realidad que le lleven a uno un ratito a ambientes de jazz y bourbon, diversión y asesinato, borrachos y fantasmas, fantasmas borrachos, bailes de gala y cementerios de ultratumba. Al menos eso nos pasó a nosotros: dimos largos paseos por el deslumbrante centro ciudadano (de lejos uno de los cascos históricos más encantadores de Estados Unidos), por sus muchas plazas (más de veinte, en una distribución urbana que mantiene la disposición original de los primeros colonos del siglo XVIII) y por sus templos culinarios de southern food buscando las dobleces de lo real. Subyugados, totalmente condicionados. En las plazas de Savannah, con sus misteriosos árboles llorones de los que cuelga lo que aquí llaman «musgo español», es fácil ver a tipos gigantes con pinta de santones criollos llevando hojas de palma al hombro. La finalidad no nos pareció muy clara al principio, pero no nos entraron ganas de averiguarlo en su momento. Preferimos pensar que formaba parte de algún rito vudú caribeño de origen arcano. Por eso juzgamos mejor no preguntar, dejarnos llevar, vivir en la fantasiosa ignorancia, no fuera a ser que las horas que esos tipos echan en las plazas no escondieran sino una vulgar caza de pokémones. La realidad fue, como suele, menos frívola y más implacable, y tiene que ver con gente del sector más excluido de la sociedad que se gana la vida para comer como buenamente puede vendiendo hojas de palma secas a las que dan forma de rosa.
Sea como fuere, uno echa de menos Savannah nada más salir de la ciudad, aunque el esplendor sureño de Charleston, en Carolina del Sur, devuelva parte de la magia. Pero también ahí llega el momento de irse, y en estas cavilaciones andamos cuando llegamos a Asheville, Carolina del Norte, donde nos encontramos con la mayor y más voluminosa prueba material de que nadie, ni siquiera el hombre más rico, puede tenerlo todo en la vida. Biltmore Estate es desde 1895 la casa más grande de Estados Unidos. George Vanderbilt se la hizo construir siguiendo el modelo de los castillos franceses del Loira, y la llenó de doscientas cincuenta habitaciones dotadas de las mejores maderas, mármoles, una impresionante biblioteca y paredes en las que cuelgan algunos originales y muchas reproducciones de varios maestros europeos. Paseando por el impresionante interior del edificio y sus gigantescos jardines acaba uno intuyendo que nada de tan apabullante despliegue terminó de saciar el apetito de Vanderbilt, pues seguramente lo que este ansiaba de verdad era otra cosa: haber nacido europeo. Vaya putada, George.
—¿Qué piensa hacer?
—Nada.
—Lo matarán.
—Supongo que sí.
—Debió andar metido en algo en Chicago.
—Imagino —dijo Nick.
—Mal asunto.
(Ernest Hemingway, Los asesinos).
Terminamos en Chicago, la ciudad de Ernest Hemingway, que nació a las afueras, aunque su mirada y su vida, como es sabido, abarcaran el mundo entero a lo largo de tantos mares y tantos bares. También es la ciudad de Michael Jordan, claro, ¡y de los Blues Brothers!, y de Al Capone. Y de Nighthawks, el icono de Edward Hopper del que ya hablamos por aquí, que está custodiado en un museo, el Art Institute of Chicago, que agota bastantes adjetivos.
Chicago es también un fin de parada bastante lógico de nuestro viaje, pues el último día visitamos Chess Records, hogar de tantos bluesmen del delta del Misisipi que dieron forma eléctrica y urbana a latido musical de su tierra.
Porque la tierra del sur late, literalmente. Durante el avión de vuelta a casa guardo como impresión más vívida del viaje un adormilado anochecer de domingo en el Garden District de Nueva Orleans en el que, tras una feroz tormenta, la calle desierta fue tomada poco a poco por varias lagartijas. Salían de enormes grietas que las aceras han visto abrirse tras sus décadas de lucha perdida con las raíces de los imponentes árboles frondosos del barrio. El mismo barrio que preside uno de esos cementerios de Nueva Orleans en el que las tumbas se erigen sobre el nivel del suelo dada la imposibilidad de descansar en paz bajo tierra, pues ahí todo es tumulto animal, aliento húmedo, corrimiento de tierra empapada, río de savia, fluido vivo.
La tierra del sur exhala el hálito de la vida eterna, y todos los escritores allí nacidos sabían esto ya antes de venir al mundo. Como Flannery O’Connor, esa autora que dijo una vez: «Yo escribo para descubrir qué es lo que sé».
Fotografías: Iker Zabala
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Es una maravilla de artículo, y una muestra de generosidad compartir las imágenes del viaje (no esas de selfies y del «yo aquí ante», sino las mentales, las valiosas). Todo ese sur, y quizá todos los sures de este mundo, son tan inspiradores, seductores y peligrosos que no sé si es más fácil dejarse subyugar por su encanto literario que por el tangible, o tal vez todos sean estados fugaces de una misma realidad que se aparta de los curiosos. Creo que yo tampoco podría olvidar «Medianoche en el jardín del bien y del mal» porque parece fundirlo todo: la superficialidad de la vida social y lo oculto bajo ella, lo prohibido, lo ignorado, la fatalidad y la magia, y una belleza amarga y deslumbrante.
Buenas noches. Donde he leido antes este articulo? Me suena bastante si no es igual muy parecido. Un saludo
Extraordinario. Cómo no recordar ese otro sur, el del cuento de Borges, oportunamente titulado «El Sur». Ese lugar fuera del tiempo donde uno acude con la vaga esperanza de descubrir quién es.
Si alguien piensa emprender un viaje guiado por el espíritu de este artículo, visite, si quiere, Oxford (Misisipi) para ingresar apasionadamente en el condado de Yoknapatawpha y visite, además de la casa victoriana de Faulkner, los cementerios para blancos y negros de la pequeña ciudad. Entenderá la dureza de la segregación…
¡Gracias!