Chess Metaphors Ciencias

Verdad o belleza, un paseo por la oscuridad del bosque

Caissa, la diosa del ajedrez, por Domenico Maria Fratta.
Caissa, la diosa del ajedrez, por Domenico Maria Fratta.

En los cuentos populares el bosque es un ámbito de desgracias. Estas narraciones milenarias, dicen, son parte de la mítica y mística que reflejan la propia cultura, de la que parten y a la que dan forma. Son una manera de reflejar la realidad; en última instancia, representan una única verdad, arquetípica, en muchos casos estereotipada, acerca de nosotros mismos. Las historias que nos cuentan se han ido transmitiendo y mutando a ritmo del cuentacuentos del pueblo; en ellas hay ecos que se balancean en lo más profundo de nuestros temores: bosques donde las niñas son perseguidas por lobos, las princesas duermen un sueño eterno dentro de un castillo, los niños se pierden en la espesura y llegan a la casa de la bruja, un leñador no tiene más remedio que cocinar una sopa de hacha y un señor con barba azul descuartiza doncellas. Como la vida misma, claro, porque vienen de la vida misma, de los mismos horrores y terrores que han ocurrido y que por desgracia ocurren y seguirán ocurriendo en algún lugar del planeta.

Y hete aquí que la mismísima diosa del ajedrez es un espíritu de los bosques, una dríada, llamada Caissa. Nació de la pluma de un poeta italiano del siglo XVI, Marco Giorolamo Vida en su poema «Schacchia Ludus». Caissa asoma su rostro desde su morada, tímida, divertida, y nos contempla. Ríe mientras millones de aficionados se devanan los sesos por comprender jugadas, planes estratégicos o teoría de finales. Baila cuando nadie la ve, cuando el crepúsculo llena el espacio sombrío de verdor y frescor de estío. Habitar el bosque, como Caissa, es morar en la escena lúdica de todos los niños del mundo y por extensión, de todos los adultos que poseen todavía la capacidad del juego. ¿Quién no recuerda estas palabras mágicas?:

¡Juguemos en el bosque mientras el lobo no está…!

El canto resuena todavía en la memoria; el bosque oscuro, las linternas, las formas acechantes de los árboles en penumbra. Las chispas elevándose sobre el fuego del campamento. Noches de verano en el recuerdo. El bosque mismo, su propia geografía, es una metáfora del juego: un lugar sagrado, de seres vivientes y misteriosos, inundado por el silencio de los lobos, de las bestias que se mueven por filas y columnas de frondas, setas y hojas mustias de otoño en el tiempo absoluto de la memoria.

El tablero de ajedrez es un bosque y el juego es un paseo por sus misterios donde solo un jugador sale victorioso. O no, o los dos se dan la mano y entablan, se miran, ríen, analizan los qué, los cómo, los quizás, los cuándo y los porqué. «Aquí debía haber jugado esto y aquí aquello», «no tenías que haber tomado el alfil con la torre», «el rey debía haber movido a h1, no a h2». «¡Venga, a tomar unas cañas!». Sentencias profundas en el abismo horizontal del bosque donde habita Caissa.

El 11 de noviembre comenzó el match por el campeonato mundial, entre el defensor del título, Carlsen, y el retador, Kariakin. Son momentos para la historia, el genio noruego contra el solidísimo ucranio-ruso, dos dignos moradores del bosque, dos grandes jugadores. Pero de todos los campeones del mundo de ajedrez, hubo uno que supo comprender la verdadera naturaleza del espíritu del bosque. Hubo uno que realmente sentía el juego como un paseo entre fresnos y robles, donde nada puede verse bajo sus copas y la oscuridad contrasta con el sol de justicia más allá del verdor. Su nombre aparece en estos artículos muy a menudo porque es difícil no empatizar con su juego, con sus paseos, con la magia de sus propuestas. Se trata, claro está, del mago de Riga, el incomparable Mijaíl Tal. ¿Cómo describir las partidas de este gran genio del ajedrez? Quizás esta frase suya, mi favorita, la que define un ajedrez con el que me identifico plenamente, ilumina sus obras de arte:

Hay que llevar al oponente a un bosque profundo y oscuro, donde 2+2=5 y el ancho del camino de salida solo deja pasar a uno.

¡Ah! Más allá de la lógica, más allá de la razón, más allá del cálculo y de la valoración se encuentra el bosque oscuro, la complejidad que abruma, el misterio de los fantasmas que acechan tras las hiedras en cualquier encrucijada del camino. Caissa confundiendo la razón. Los puristas del razonamiento y la lógica, que los hay, y muchos, dirán que sus partidas eran juegos de artificio, humo. Sus jugadas deslumbrantes, erróneas; sus sacrificios, equivocados. Dirán que no resistiría una partida con cualquier súper Gran Maestro de la actualidad. Quizás. Pero Tal no jugaba para encontrar la verdad, sino para hallar la belleza. Y la belleza se enriquece con la imprecisión, con la asimetría, con la incertidumbre que nace a partir de la complejidad de la posición. El bosque oscuro y misterioso. El balbuceo del otro, la incredulidad ante la jugada imposible.

Otro genio del ajedrez, Kaspárov, dijo de Tal en una entrevista para una radio rusa traducida al inglés en chess.com: «Es el único jugador que no calculaba variantes, las veía». Es una apreciación esclarecedora. El cálculo de variantes es uno de los pilares del ajedrez, es la columna vertebral del célebre libro Piense como un Gran Maestro de Kotov, es lo que pareciera que distingue al maestro del aficionado. Pero, de repente, tenemos un personaje como Tal que no calcula a fondo sino que «ve» las variantes. ¿Qué significa esto? ¿Cómo puede verse una variante si no es por medio del cálculo?

Es posible llegar a ello; no en una partida, cargada de tensión y sometida a la dictadura del tiempo, sino en la resolución de un problema de ajedrez. Antes de saber la solución del problema, todo es cálculo, pero cuando se sabe la solución, toda la secuencia de movimientos, incluida la posición final, se ve como un todo. Saber la solución nos permite, sin necesidad de llevar a cabo un cálculo de las variantes, ver al mismo tiempo la posición que hay sobre el tablero y la posición final. Seguramente es el mismo proceso que permitía que Tal, mientras jugaba, encontrase combinaciones complejísimas, sin necesidad de calcularlas a fondo, llevando al otro jugador a ese espacio estrecho de misterio dentro del laberinto del bosque. A Tal se le aparecía el problema y su solución en cada encrucijada.

En una reciente partida entre dos supermaestros, Topalov se encargó de llevar al bosque oscuro a Caruana. Topalov, con blancas, sacrifica un alfil en posición aparentemente inocua, Caruana lo acepta. Los comentaristas coinciden: el sacrificio es erróneo, Topalov está perdido. Las máquinas le dan la razón: las negras ganan. La verdad. Sin embargo, Topalov sigue con su plan: atacar al rey negro que se encuentra un tanto desprovisto mientras gana tiempos presionando a la dama. Finalmente, Caruana sucumbe al empuje de Topalov. La belleza. Caissa sonriendo. Siempre, siempre, hay que creer en la belleza.

Topalov-Caruana, en St. Louis, noviembre de 2016. A la izquierda, la posición antes del sacrificio de Topalov. Juegan blancas. Dg3!? Sacrificio dudoso, la verdad. A la derecha, la posición final, Caruana se rinde ante la inminente entrada de la dama blanca. La belleza.
Topalov-Caruana, en St. Louis, noviembre de 2016. A la izquierda, la posición antes del sacrificio de Topalov. Juegan blancas. Dg3!? Sacrificio dudoso, la verdad. A la derecha, la posición final, Caruana se rinde ante la inminente entrada de la dama blanca. La belleza.

Hablábamos acerca del compromiso ético del arte en un artículo anterior, una vieja proposición filosófica: el arte es ético porque embellece la realidad, haciéndola mejor, ayudándonos a vivir más allá de la monotonía. ¿Pero es la belleza verdadera? Otro viejo problema filosófico. Quizás no, quizás lo cierto es feo y por supuesto, menos interesante que lo no-cierto, es decir, lo imaginado, aquello a lo que aspiramos o lo que nos gustaría ser-hacer-decir-sentir-experimentar. Entonces el arte es engaño, es solo la verdad del artista, su verdad que no es la mía, ni la de nadie más; la belleza que crea es una ilusión que resuena en el lugar común de la estética colectiva. Pero es la belleza del bosque, la que hace sonreír a las dríadas.

Por el tablero, ese bosque repleto de enigmáticas casillas, se desplazan personajes arquetípicos del subconsciente: reyes, castillos, caballeros, mensajeros y guerreros, igual que en los cuentos tradicionales. Todos tienen su misión especial en la batalla; el propio juego, las aperturas, los patrones de redes de mate, las estructuras de peones, son todos arquetipos que responden a lo aprendido por el ajedrecista. Recorrer la misma apertura una y otra vez es adentrarse en el bosque por el mismo camino, familiar, cómodo, generoso con nuestra ignorancia, pero temerario con su complejidad. Es el conjunto de conocimiento ajedrecístico que conforma la verdad. Entrar por el estrecho sendero del bosque oscuro, donde dos más dos son cinco, requiere ir más allá, arriesgarse a buscar la belleza.

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