Cuando toco oro se convierte en polvo. (Sylvia Kristel)
Una tasación de semovientes. Eso han parecido siempre todas las noticias sobre la actriz Sylvia Kristel en la prensa española. Daba igual si era La Vanguardia en los noventa —«a sus cuarenta y un años, es una señora de buen ver»—, o El Mundo en 2007 —«conserva el pelo corto y los ojos clarísimos, a imagen y semejanza del mito masturbatorio, pero su aspecto orondo, ajado y sobrio la confunden con una catequista, con una matrona anónima o con una vecina jubilada del barrio»—. Sea cual fuera el sentido, siempre se ha atendido a sus características físicas porque nunca, ni el público ni los productores, supieron verla como algo más. No en vano, en ninguna de las tres películas de la saga Emmanuelle que protagonizó dejaron de doblar las frases que tenía que decir.
Su peripecia vital, convertirse en el máximo icono sexual mundial casi de casualidad, como por accidente, siendo durante años una especie de intrusa en el mundo del cine, ahora podría resultar anecdótica, divertida. Un puntazo. Pero si leemos sus memorias, de reiterativo título, Desnuda, hay pocas carcajadas que dar. Sylvia Kristel no tardó en pagar la fama con drogadicción y alcoholismo, fue estafada hasta la ruina e insultada en no pocas ocasiones, hasta que enferma de dos cánceres abandonó el mundo de los vivos.
Es posible que en este punto quien me lea, si es joven, se pregunte: «Vale ¿pero quién era esta tía?»; es posible que me lean personas que no tuvieron grabada Emmanuelle en una cinta escondida discretamente en la estantería. Hasta habrá gente por ahí cuyos padres ni siquiera hayan vivido sus momentos con alguna de las entregas de la saga y que el título de la misma les suene a Linux. El potencial sexual de estas películas quedó obsoleto en pocos años, en cuanto el porno saltó de los cines al VHS y la gente ya no necesitó música evocadora y un guion de más de diez folios para envolver lo que realmente quería ver a solas en su casa: penetraciones hasta que sangren los oídos.
Hagamos pues algo de contexto. Emmanuelle fue la primera película erótica para el gran público. Hasta ese momento, 1974, había habido escenas, pero no un argumento basado exclusivamente en el sexo accesible para todo el mundo. El único antecedente era El último tango en París, rodada dos años antes, pero que le resultaba soporífera a la mayoría de los espectadores. En Emmanuelle no hubo filosofía ni búsqueda en las profundidades del yo como en la cinta de Bertolucci. Se fue a saco a por lo importante, el sexo por el sexo, y su éxito fue descomunal. Una chavala holandesa que estaba empezando como modelo y había trabajado en alguna película erótica en su país se convirtió, de la noche a la mañana, en la mujer más deseada del mundo. Desde entonces, su vida fue un descenso a los infiernos. Pero empecemos por el principio, porque Emmanuelle no fue el primer escándalo de Sylvia Kristel.
Nació en un hotel, en Utrech, lo regentaban sus padres. Con nueve años tuvo una experiencia traumática que la marcaría de por vida. Uno de los empleados, tío Hans le llamaba, junto a un cliente, la ató de manos y la puso encima de una mesa. Mientras lamía su cara del cuello hasta la sien, apareció su tía y sorprendió a los dos sujetos en plena violación de la menor. El elemento fue despedido en el acto.
Hans era de alguna manera el encargado de educar a Sylvia en aquel hotel. Comía con ella, la obligaba a acabarse las verduras y la tenía siempre rondando. En una ocasión, Sylvia le vio enrollándose con otro hombre. Se conoce que Hans era un caballero muy fogoso, del tipo del que en excursión campestre muy bien podríamos haber sorprendido violando a un burro. Fue de algún modo su tutor porque sus padres no tenían tiempo para nada. En realidad, eso sí que definió su carácter, la ausencia de sus padres. Era una familia fría, que siempre estaba trabajando, y nadie reparó afectuosamente ni en ella ni en sus hermanos. ¿La historia de siempre? Más o menos, pero no. Había más.
Su tía era maniacodepresiva, también trabajaba en el hotel. Y su abuela fue una mujer calvinista hasta el extremo de reprenderla por egocéntrica y narcisista cuando se la encontraba poniendo caras delante del espejo, la única afición que desarrolló de niña en ese entorno. Encima, esos padres, además de distantes, tenían un problema con el alcohol. El que bebían ellos y el que daban a sus hijos en la cuna a cucharadas. Coñac, para que se durmieran y no dieran por saco. Al menos su padre cuando estaba borracho se dedicaba a hacer reír a los críos. Tenía buen beber. «Era mi payaso«, dijo Sylvia, recordando su niñez junto a ese hombre, medio sordo por un accidente de caza y en permanente estado de ebriedad.
El resto del tiempo, cuando no estaban bebiendo, se lo dedicaban todo al curro. «Eché de menos a mis padres cuando todavía estaban vivos». Quizá por eso el segundo escándalo que protagonizó Sylvia fue cuando una vecina la soreprendió bailando desnuda por las habitaciones vacías del hotel. La señora que la pilló vino a comunicárselo indignada a su madre, que en un instante vio hacerse añicos su reputación en el vecindario. Un dramón para la época y el país.
Aunque, pese al pánico al qué dirán, sus padres hablaban de sexo con ella con naturalidad. Especialmente cuando estaban borrachos. Un día, completamente ebria, su madre le confesó que no le gustaba el sexo con penetración. Que su marido, cuando venía oliendo mal de cazar, borracho, y se metía en la cama con intención de consumar el matrimonio, a ella lo que le daba era asco.
Estas declaraciones no eran plato de buen gusto para una niña, pero Sylvia pudo refugiarse de esta familia disfuncional con la primera televisión que entró en el hotel, de cuya pantalla fue muy difícil despegarla en lo sucesivo. Como teleadicta, el poco caso que le habían hecho de cría, se lo devolvió a sus padres en la edad del pavo. Se convirtió en una chica vaga e indolente. Eso dejó escrito.
Así que, como respuesta a su insolencia, la ingresaron en un colegio interno de monjas. Por las costumbres de su casa, Sylvia nada más entrar por la puerta le pidió a las novicias un poco de coñac para poder dormirse. Las religiosas, en su lugar, le recomendaron que rezase. No le fue mal con las hermanas a Sylvia, por raro que pudiera parecer, hasta que recibió la noticia de divorcio de sus padres. Primero se lo contó su madre por carta, que su padre tenía una amante. Luego, él mismo reunió a los hijos, se lo anunció a todos y les presentó a su madrastra. Sylvia pensó, según dijo en su libro: «A esta sí que le debe de gustar la penetración».
Mi madre no disfrutaba del grande y duro pene de mi padre. No era por su cuerpo robusto, por su lacerante olor o por lo que pesaba cuando le tenía encima estrujando sus curvas. Mi madre quería bailar. Dar vueltas grácilmente. Lo que no quería era que la agitasen.
Con estas alforjas psicológicas fue a la universidad y salió de ella tarifando. En la calle empezaron a silbarle los hombres a su paso, se vino arriba de algún modo y, en una serie de enfrentamientos que tuvo con su madre, la acusó de que si le hubiera dado mejor sexo a su padre, él aún permanecería a su lado. Sí, era otra odiosa adolescente.
Fueron cayendo también los novios. Primero Bernard, con el que se besó por primera vez. Y luego Jan, guapísmo, propietario de un Alfa Romeo, con el que empezó a salir en la época en la que descubrió el baile, como su madre, e ingresó en una academia. Los duros para pagarla venían de que fue primero camarera y, después, secretaria.
El jefe, por supuesto, intentó tirársela, pero ella lo rechazó. Por esas fechas, en una fiesta, la descubrió Jacques Charrier, exmarido de Brigitte Bardot. La invitó a París prometiéndole el oro y el moro, pero con idénticas intenciones que su jefe y el mismo éxito. Pasó de él y entonces el gentleman le dijo que cuando aprendiera francés volviera a la ciudad del amor a ver si caía algo. El mundo del espectáculo es así. Por suerte, consiguió ir haciendo trabajos como modelo en su país sin necesidad de acostarse con nadie. En este curro como maniquí le fue muy bien, aunque Kees, el peluquero que trabajaba con ella, le robó a Jan, su novio. Sorpresa. «Los perdí a los dos», se lamentó. Entendió que había hombres diferentes en una sola lección. Instantánea.
Sin novio, se presentó a un concurso de belleza y ganó. Fue siendo conocida en Holanda, salía en la prensa, y trabajó en su primera película Because of the Cats, un thriller erótico. El film se iniciaba con una sádica violación, muy al gusto de la época. Tras el espantoso asesinato de Sharon Tate, esposa de Polanski, por Charles Manson y su pandilla execrable, ese tipo de escena se convirtió en recurrente en el cine más barato. Aunque el papel de Sylvia en esa cinta iba de lo contrario, hacía el amor en el mar con un chaval al que luego ahogaban un grupo de mujeres en una emboscada mortal. Ese argumento y planteamiento daban para escándalo, lo que más cotizaba en los setenta, pero la censura le metió mano y quedó como obra menor, por llamarlo de alguna manera.
No obstante, Sylvia siguió con su ascenso. Ganó un concurso de belleza internacional en Londres, conoció al hombre de su vida, el escritor Hugo Claus, veintitrés años mayor, y fue elegida para protagonizar una película francesa. Emmanuelle, se titulaba. Iba a ser la adaptación de la presunta autobiografía de Emmanuelle Arsan, un libro prohibido en la Francia de los cincuenta por su alto contenido erótico, o pornográfico, que circulaba clandestinamente. Hugo le dijo a Sylvia que no dudase en aceptar el papel, que el libro estaba muy bien, que en su día recibió muy buenas críticas y elogios, incluso de André Breton, nada menos.
La coprotagonista era Marika Green. Dijo Sylvia en sus memorias que esta actriz pertenecía al «cine underground», pero más bien venía de la televisión tras haber debutado en el celuloide con Pickpocket, de Robert Bresson, maravilla calificada por el programa Días de cine de la época de Antonio Gasset como una de las diez mejores películas del siglo XX.
Durante el rodaje en Tailandia estuvieron a punto de ser detenidos todos por escándalo público. Hubo que sobornar a un príncipe, acabar la película atropelladamente y salir huyendo del país. El resultado estuvo a la altura. Emmanuelle es una película carente de sentido. Una inocente Sylvia Kristel se iba iniciando en el sexo libertino, entre cóctel y cóctel, propio de los franceses expatriados en el sudeste asiático. Lo que comienza con unas escenas lésbicas jugando al squash, acaba en un supuesto clímax sexual en el que Emmanuelle es llevada a meterse opio a un fumadero donde la violan entre varios, para acto seguido irse a presenciar un combate de boxeo y ofrecerse al ganador a cuatro patas en mitad del ring con un púgil que se cobra el trofeo sin dudarlo frente un público que observa atentamente con mirada bovina. En fin, una comedia más disparatada que Aterriza como puedas que por lo visto dio para más de una paja.
Sin embargo, los productores tuvieron la osadía de venderla como un ejemplo de la liberación de la mujer de aquel tiempo tan moderno. Ninguna feminista mínimamente seria vio en la película tal cosa. Más bien entendieron que era una fantasía sexual masculina personificada en la delicada Sylvia. Todo lo contrario. La única nota discordante con este discurso tan evidente en nuestras latitudes la dieron en Japón. La actriz contó en sus memorias que allí las mujeres, en el cine, se ponían de pie para aplaudir la escena en la que Emmanuelle se colocaba encima de su marido haciendo el amor. Aquello allí supuso una liberación. Pues nada: Japón, liberado. Enhorabuena.
Dos factores influyeron en el éxito del film. La muerte del presidente de la República Francesa, Georges Pompidou. Por lo visto, en su mandato, con su religiosa mujer, la película nunca habría sido clasificada para todos los públicos, pero el nuevo equipo entrante de Gobierno de Valéry Giscard d’Estaing quiso darse una pátina de modernidad no censurándola. El efecto fue inmediato. Desde el primer día los cines se llenaron.
¿Por qué? Por lo que podríamos describir como un fenómeno viral de aquellos tiempos. Con El último tango en París, la gente acudió en masa al cine, aunque se aburriera como una ostra, por la escena en la que les habían comentado previamente en la calle o sus amigos que Marlon Brando se untaba mantequilla en el nacle y penetraba analmente a una chavala de veinte años. Imaginen ahora ustedes las escenas de Emmanuelle anteriormente descritas cómo circularían en el boca oreja. Según la teoría del rumor, exageradas, exaltadas en sus aspectos más morbosos hasta la hilaridad —más, si cabe— convirtiendo automáticamente en tonto a todo aquel que no la hubiera visto.
Y en segundo lugar, el film se convirtió en leyenda gracias a la civilización más legendaria de Europa: ¡España! Los españolitos, con el Invicto Caudillo prácticamente derrotado ya en las garras del Parkinson y otros tantos hechos biológicos, acudieron en masa a ver la película a los cines franceses fronterizos de Perpiñán y Biarritz. Las salas estaban llenas a rebosar en cada sesión y en ellas solo se escuchaba la lengua de Cervantes en la mejor versión del Dúo Sacapuntas. El efecto «españoles» fue una publicidad añadida para Emmanuelle que, tras varios meses en cartel, volvió a experimentar otro descomunal aumento de la recaudación cuando fueron apareciendo en los periódicos las odiseas y viajes que se metían nuestros compatriotas para verla en Francia. Se vendieron tres millones de entradas solo en París.
Se dice que la película cambió los hábitos sexuales de una generación. Sería por la inclusión de posturas incómodas. Ese vicio contemporáneo de follar a disgusto pero estéticamente puede que comenzase con esta película, quién sabe. Una de las escenas, de las más recordadas, era en la que Emmanuelle se lo montaba en el baño de un avión. A Sylvia Kristel se la recordaron cada vez que se subía a uno. Llegó a un punto en el que evitaba a toda costa entrar en el WC de uno de estos viajes, aunque la travesía fuese larga. Lo contó el gran Enrique Herreros, publicista de productoras de cine estadounidenses en España, que también fue testigo de cómo en Japón en un restaurante la hicieron llorar los de la mesa de al lado recordándole, otra vez, momentos de la película. Todo el mundo y en todas partes se creía con derecho a confundir actriz y personaje.
En las miles de entrevistas que dio, la Kristel siempre tuvo que repetirle a los periodistas que su vida sexual no era como en el film y ponía el ejemplo de John Wayne: «¿Iba él luego por la calle disparando a los indios?». No le sirvió de nada. En España, en el programa de TVE Dos por Dos, estuvo a punto de levantarse de la mesa y largarse por las invectivas de Mercedes Milá. Años después, antes de acudir al programa de Ángel Casas, en la rueda de prensa que ofreció a los medios locales, la primera pregunta fue: «¿Lleva usted ropa interior?». Y después otro periodista dijo: «¿Se considera un payaso con tetas?». Qué alto pusimos el listón.
Ella se defendía como podía cada vez que se encontraba con estas especies de muchedumbre agitando antorchas y herramientas de labranza con pase de prensa: «Sé que he dado una imagen sexual, pero es mejor tener una imagen sexual que no tener ninguna», se vio obligada a sentenciar. Le tenía que encantar España. Cuando vino al Festival de Cine de Sevilla, en 1980, contó el ABC que en la habitación del hotel se encontró con que le habían metido en la cama una rata muerta con un letrero clavado que decía: «Márchate de aquí, so golfa».
Graciosamente, cuando luego rodó Emmanuelle 2, la antivirgen, estrenada en 1978, en Francia la etiquetaron, ahora sí, como pornográfica, pero en España no. Tras el óbito del caudillo, apareció como clasificada «S», una marca que nunca se supo a ciencia cierta qué quería decir, si «sensibilidad» o «sexo», y que al final actuaba más como reclamo que como reparo. En ese mismo año se inició la época del destape en la piel de toro y los españoles acudieron de nuevo en masa a ver esa segunda entrega de Emmanuel, pero esta vez en el cine de su barrio.
En cambio, la noticia estuvo en que no solo fueron a verla españoles, sacudiéndose en la butaca del cine los años de nacionalcatolicismo con los que habían sido machacados durante décadas, sino que también vinieron a nuestros cines los muy libres y educados ciudadanos franceses. Ahora la frontera se cruzada en dirección sur para eludir la censura, lo cual sirvió al productor de la saga para afirmar solemnemente que no solo había liberado a la mujer con Emmanuelle, ¡también había convertido al personaje en un símbolo de la democracia! Sí, esa democracia era la nuestra, la española, la del 78. Pueden hacer todos los chistes que quieran con analogías sexuales.
Para esta segunda parte el dinero era japonés. Una inversión segura. La película ya estaba vendida a todas las distribuidoras antes de filmarse. Solo había que rodarla a toda prisa. Y así salió, otro despropósito, peor que la primera, pero con grandes raciones de más de lo mismo. Sylvia Kristel volvió a salir doblada, lo cual la decepcionó enormemente. Y de las prisas y por las malas condiciones de rodaje, cogió un virus en un ojo en el que nunca volvió a recuperar la visión del todo. Se quedó medio tuerta. Encima, meses después, Hugo, con el que había tenido un hijo, la abandonó. Necesitaba su espacio, se excusaba, pero el niño se lo colocó a ella. El poeta y escritor no era enemigo de los estereotipos y el crío, cuando era pequeño, no le gustaba. Mostró interés pasados varios años, explicó Sylvia en Desnuda. Único como literato, banal y predecible como persona. Otro más.
Entretanto, la actriz se aficionó seriamente al alcohol. En un anuncio televisivo de café que tuvo que hacer para una marca japonesa, pidió que le rellenaran la taza con ron añejo para no aburrirse repitiendo las tomas una y otra vez. Más ameno fue el idilio que tuvo con el director del spot, Roger Vadim, exmarido de Jane Fonda y director de Barbarella, pero con el que no aprendió cómo se las gastaba la gente en según qué niveles aunque lo tuviera delante de sus ojos. A Sylvia le extrañaba que este hombre nunca tuviese un duro, hasta que descubrió que era un ludópata. Pero era su forma de vida, le disculpó despreciando el peligro.
Tras Une femme fidèle, con Varin, rodó Immoral Tales, a las órdenes de Walerian Borowczyk. En su contrato observó los precios de su desnudo. Se dijo, literalmente: «¡Mi cuerpo tiene un valor de mercado fluctuante!». Aprovechó entonces para exigir Don Perignon ilimitado en cada película. Las ingestas de bebercio comenzaron a ser monumentales y ella, lejos de avergonzarse, ideó el truqui de llevar siempre consigo una buena cantidad de pastillas mentoladas para disimular el aliento.
Una cosa debió de llevar a la otra y, según confesó, se iba tirando a medio equipo de rodaje en cada película. Aprovechó y presumió de esa época de liberación sexual antes de la llegada del sida lo mejor que pudo. Es de las pocas medallas que se cuelga en sus memorias. Eso sí, sus películas no tuvieron éxito ninguno. Y seguía saliendo doblada. Al menos, cuando hizo The Fifth Musketeer con el director Ken Annakin, el de La batalla de las Ardenas, se llevó una alegría al ver que su personaje era una infanta española. «Por fin pude llevar falda larga», se choteó.
Entre el plantel de estrellas de esta película, con Ursula Andrews y Beau Bridges, se encontraba el gran Ian McShanne, y digo gran porque se ganó ese título interpretando a Al Swearengen en la maravillosa serie de HBO Deadwood. No obstante, en aquella época, a juzgar por los recuerdos de Sylvia, como persona dejaba un poco que desear, aunque ella sintió amor a primera vista y su romance fue rodado.
Tras sucumbir a sus encantos, luego se percató no muy sutilmente de lo mucho que aguantaba ese hombre de fiesta. Días y días seguidos. Un día le preguntó que cómo lo hacía, él se echó a reír y le contestó, me lo imagino como en un anuncio de televisión: «Pues con farlopa, naturalmente». Desde entonces ella le acompañó en ese pacto con el diablo de la diversión y al poco tiempo se ponía, como él, hasta las cartolas. Incluso se embarcaron, contó, en una especie de competición a ver quién aguantaba más días bebiendo y drogándose.
Los cambios de humor no tardaron en llegar y a Ian le dio por humillarla insultándola hasta hacerla llorar. «Como actriz, no sabes ni hablar y caminar al mismo tiempo», fue lo más delicado que le escupió. Pero no le importó mucho a la actriz, se fueron a vivir a Los Ángeles y continuaron con sus aficiones.
Rodó la última parte de la trilogía inicial de Emmanuelle en las Seychelles, ya le daba igual si la doblaban o no, y al llegar se encontró con que un periódico holandés había publicado que de niña la violó su padre. Vemos en la hemeroteca de El País que el periodista fue condenado, pero cotejando con las memorias, igual el plumilla no fue tan malintencionado: ella reconoce que estaba completamente borracha mientras hacía la entrevista y contó lo de Hans en el hotel de su padre. A saber que entendió el reportero entre llantos, sollozos y copazos.
Llegó un momento en que los excesos eran de tal envergadura que tuvo que enviar a su hijo a Europa para que mejor lo criara su abuela. Encima se quedó de nuevo embarazada, pero en una bronca con Ian se cayó por las escaleras y perdió el bebé. El disgusto la llevó a hacerse la ligadura de trompas. Esterilizada.
Al rescate de su carrera salió la maravillosa productora Cannon de Menahem Golan y Yoran Goblus. Private Lessons, sobre cómo una mujer madura seduce a un adolescente, recaudó cincuenta millones en Estados Unidos. No se sabe si una cifra así se puede calificar como buena o como mala noticia para alguien adicta a la cocaína. Un día, encerrada en casa poniéndose, pensó que se había colado en su chalé Clint Eastwood para raptarla. Vestida solo con un tutú y completamente enfarlopada, salió a pedir ayuda a los vecinos. Tras escuchar la historia pacientemente, el hombre que vivía enfrente llamó a la policía de forma muy cabal y los agentes, al ir a buscar a Clint Eastwood a su jardín, se encontraron con diez gramos de cocaína esparcidos en el tocador. Se libró porque le dijeron que les daba pena, que hiciera el favor de tirar la coca por el váter y entonces ellos harían la vista gorda. Este detalle, sumado a que su contable le anunció que estaba arruinada y también a que el médico le dijera que tenía el hígado de una persona cirrótica que va a morir en pocos meses, fue lo que la gente que está atravesando una etapa de cierta inestabilidad en su vida denomina «señales». Había que cambiar.
Pero todavía se casó en Las Vegas con el millonario Alan Turner, que la abandonó a las dos horas de luna de miel en una suite con camareros vestidos de centuriones romanos, y luego volvería a desposar con Phillip Bolt, un aspirante a director de cine que había avalado un préstamo millonario con los pocos bienes que le quedaban a ella. Lo terminó perdiendo todo, estafada por ese sujeto, pero bueno, al final encontró a Freddy De Vree, un hombre decente, y el Anatabuse, un medicamento que te hace vomitar en el acto si das un sorbo de alcohol. Así se enderezó mínimamente.
Nunca se había apañado en Los Ángeles por detalles como que se negaba a conducir, al tratarse de una diva que debía tener chófer, y se aburrió como una ostra en la ciudad californiana donde al vehículo le llaman pies. Además, en los saraos, a los que las estrellas hollywoodienses acudían casual, en vaqueros, ella iba con vestidos largos de noche al estilo europeo de fiestorro monegasco y parecía, en el fondo, un pulpo en un garaje por mucho glamur del continente que creyera estar desprendiendo. Encima, de regreso a Europa no le fue mucho mejor. Invitada al jurado del Festival de Cine de Marsella, escuchó decir entre bambalinas: «¿Qué cojones hace Emmanuelle aquí si ni siquiera es una actriz?».
Murió su padre de un infarto y a su madre le diagnosticaron demencia senil, falleció poco después. En 2001, el médico le dio la espantosa noticia a Sylvia de que tenía cáncer de garganta. En 2004, por un dolor en la espalda, descubrió también que tenía cáncer de pulmón. Ese mismo año murió Freddy, su última pareja, de un ataque al corazón.
Trescientos millones de personas vieron Emmanuelle. Hubo más de ochenta secuelas. Se estima que recaudó cinco mil millones de dólares. Como marca, llegó a competir con Coca-Cola. Sylvia Kristel nunca cobró regalías por su participación. Tampoco guardó un recuerdo dorado de la experiencia: «Será un problema psicológico, pero al cabo de quince minutos de proyección de cualquiera de los tres Emmanuelle que protagonicé, me duermo indefectiblemente». Murió con sesenta años de edad en 2012. «Nunca he pertenecido a nadie, ni a mí misma, y me arrepiento». Esas fueron sus últimas líneas. ¿Y nosotros? pues también jugos gástricos perfumados con aroma mentolado. Nada mucho mejor.
Este artículo es un avance de nuestra revista impresa dedicada al malditismo #JD17
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Me ha encantado. Y genial la frase «Ese vicio contemporáneo de follar a disgusto pero estéticamente puede que comenzase con esta película, quién sabe»
Es una putada, pero la vida es chunga. Cada vez que alguien me dice lo feliz que ha sido su toda vida, toda su infancia, toda su adolescencia, todo su matrimonio (el «todo» no se suele decir pero se sobreentiende), tengo que llamarme al orden para recapacitar y decirme «pues claro que es posible, en la vida hay de to», y también puede ser que cada uno cargue las tintas y extrapole al conjunto de lo vivido aquello que más valora o lo que más espanto le causa de cuanto ha experimentado, y con todo derecho (quién va a decirle a nadie cómo tiene que juzgar su propia vida), aunque a veces distorsione un poquito el balance (bueno, y qué). Unos lo hacen por materialismo puro: saco más de victimista o de ganador. Otros con toda la honestidad: con cada estado de ánimo se califica la vida desde un punto de vista diferente (la cosa sigue siendo un misterio, y no está mal que lo sea). Aparte de eso, no dudo de que su vida tuvo que ser muy difícil, y se añade a la tristísima lista de los actores que llegaron a la fama huyendo de la miseria, el abuso y el desamparo, y después hicieron lo que pudieron para soportar una gloria que no tenía menos de mezquina, hipócrita o salvaje. Quizá la vida de los que no se hacen famosos no sea menos difícil, y precisamente por eso es valioso como reflejo. Una especie de solidaridad.
No entendí, no fue feliz, no hizo feliz a nadie y la gente se dedicó a mostrar lo infelices que eran creyendo que alguien era feliz por hacer un trabajo en una sociedad en la cual algunos si creen en este tipo de evolución del ser humano, lo que es, mostrar que cada cual puede hacer una vida, sin que unos y otros perjudiquen a la vida del otro y luego alguien pregunta si se puede ser feliz o mas feliz no teniendo que teniendo o teniendo lo que otros no tienen…la escapatoria feliz, educar, educar, pero no esa educación abc, o xyz, sino la educación de que si la matemática existe es para enseñar ala gente que el margen de error del acierto es del 1% cuando no del 0.01%, pero es mejor enseñar que agruparse contra algo contra alguien es mas satisfactorio que participar en mostrar tu lado mas amable como algo único y personal y traspersonal. Que les pasa a los que nunca les pasa nada, que creen que tienen la vida resuelta porque siempre pueden ir al lugar donde ellos creen se encuentran otros iguales a ellos. Como es posible que sea mejor vivir sin vivir que vivir sin hacer daño a otros mostrando al mismo tiempo, el cine, que existen otras vidas donde tampoco se le hace daño a ninguno de los que participan en esa vida, y al final esa pelicula emmanuel no tiene nada de malo, es uno de los despertares de la conciencia, dura un período de tiempo en la vida de cada humano y se repite por siglos y por siglos nadie lo entiende, y ud. por ello no es mejor y ud. por aquello tampoco es mejor y ud. por lo otro tampoco es mejor, ahora les va a tocar a todos reconstruir roca a roca todas las ciudades que poco a poco irán cayendo por los siglos de construcción que llevan en pié y ud. se creerá mejor cuando llegue a su casa con su deseo sexual después de haber trabajado? si, fue uno así el que hizo esa aberración.
El articulo muy interesante.
La vida devesta pobre señora, parece muy triste.
Pero la frase «Se conoce que Hans era un caballero muy fogoso, del tipo del que en excursión campestre muy bien podríamos haber sorprendido violando a un burro» es desternillante.
Gracias!
Esta mujer ha dejado un dulce recuerdo en muchos chicos de la época.
Para mí fue inolvidable por un doble motivo. La ví con una amiga a la que acompañe a abortar allí, en 1974
Gracias solo puedo dar las gracias a esta gran mujer
Me encantó la nota, muy bien escrita y cómo refleja la época, los setentas. Sin dudas, fue modelo de otra etapa de emancipación sexual, claro, antes de la llegada del SIDA. Pero éste fue un break y se convivió con la peste. Luego vino las placas de siliconas y los juguetes sexuales.
El artículo, muy entretenido. Los giros y expresiones del autor, para partirse de risa. Gracias por un rato divertido.