Durante un atraco a un banco la banda depende siempre del hombre que se queda fuera, en la calle, esperando. Del tipo que debe vigilar la posible llegada de la policía y a quien no puede temblarle el pulso si hay que abrir fuego y tirar a matar.
Así lo explicaba.
Después contaba que él siempre fue el hombre que se quedaba fuera.
Era un extranjero más en aquel Torremolinos de los años setenta en plena ebullición en el que se alojaban las estrellas de Hollywood que aún rodaban en Andalucía. Un hombre a punto de cumplir los setenta años, de pelo corto cano, de voz pausada, que jamás elevaba el tono. Vivía en el centro, en la plaza de la Caracola, en el apartamento de dos habitaciones que le cedía Gianni Tomasi, un italoamericano que apenas pasaba en la localidad malagueña dos semanas al año y a quien fascinaba la historia de su amigo y compatriota. Aquella historia hubiera fascinado a cualquiera.
Cuando llegó a Torremolinos en 1973, Alvin Karpis, Albin Francis Karpowicz, hijo de emigrantes lituanos en Canadá, nacido en Montreal pero criado en Topeka, Kansas, tenía sesenta y seis años y más pasado que futuro.
Acababa de pasar entonces los tres últimos años en su Canadá natal. Había escrito un libro y realizado una gira promocional para recaudar dinero. Lo necesitaba para tener la jubilación plácida que buscaría meses después bajo el sol español de Torremolinos. En 1969 le habían deportado desde Estados Unidos. Ya no podría volver nunca al país en el que había pasado la mayor parte de su vida.
Alvin Karpis fue el último public enemy. El último gánster en pie de la época de los grandes gánsteres de la Gran Depresión. De aquel final de los años veinte y comienzo de los treinta en el que hombres como él y sus bandas de criminales con subfusiles Thompson arrasaron el Medio Oeste norteamericano atracando bancos y secuestrando a empresarios ricos. Fue la época boyante del crimen. Cuando sus aventuras fascinaban al público y las policías estatales se veían incapaces de detenerlos. Cuando la Oficina Federal de Investigación, el FBI, se convirtió de verdad en el FBI. Cuando su director, John Edgar Hoover, empezó a cimentar su leyenda. Cuando aquellos gánsteres eran los reyes de América.
«Mi profesión era robar y secuestrar. Y era bueno. Probablemente el mejor de Norteamérica entre 1931 y 1936», escribió Karpis en aquel libro de memorias. «En otras circunstancias podría haberme convertido en un gran abogado o en un próspero hombre de negocios o haber asumido cualquier otro puesto que requiriese cerebro, estilo y actitud». Karpis no mentía. Había sido el mejor de Norteamérica entonces.
El comienzo de los años treinta fue complicado para aquellos fulanos que cruzaban las fronteras estatales con las patrullas achuchándolos. Había pasado ya aquella época de los veinte del país sin ley, de la prohibición, y Hoover, entonces un joven abogado ambicioso, tomaba el mando de la todavía ineficaz Oficina de Investigación. 1934 fue el año clave. En mayo morían acribillados por los agentes Bonny y Clyde, forajidos de leyenda romántica. En julio caía a la salida de un cine en Chicago, pitillo en mano todavía, John Dillinger, el más famoso de los public enemies. En octubre fallecía también abatido Pretty Boy Floyd. Y en noviembre completaba la lista de difuntos Baby Face Nelson, el malo con cara de niño. De las grandes bandas de criminales, solo quedaba en pie la que formaban los hermanos Barker y Karpis. Pero sus socios, Doc y Fred, cayeron también las semanas siguientes, en enero de 1935, uno detenido y el otro muerto. Karpis se había quedado solo. A Karpis, un cirujano profesional que después desapareció misteriosamente le había borrado las huellas digitales de los dedos. Karpis se había convertido en el último enemigo público en pie. En el último de una estirpe. Y así fue hasta que finalmente lo detuvo el FBI el 1 de mayo de 1936, cuando las noticias de las recompensas que se ofrecían por él y de su detención llegaban incluso a esa España en la que el canadiense, entonces, nunca pensó que acabaría. Aquel 1 de mayo de 1936, subido a su Plymouth en Nueva Orleans, rodeado de agentes con pistolas, terminaba la leyenda de Alvin Karpis, el gángster, y brotaba la leyenda de Alvin Karpis, el preso.
Karpis pasó los siguientes veintiséis años encerrado en la cárcel de Alcatraz. Trabajando en la cocina, donde aprendió a diferenciar los alimentos por su nivel de grasas, como después les explicaría a sus novias pasajeras en Torremolinos cada vez que una quería ponerse a dieta. Y en la biblioteca, donde leyó y leyó, donde se convirtió, como me cuenta Robert Livesey, un canadiense septuagenario que es hoy el único amigo vivo del criminal que queda en el mundo, que lo conoció en Canadá y lo visitó en España, en un conversador excelente capaz de hablar de casi cualquier tema. Karpis no abandonó Alcatraz hasta 1963, pocos meses antes de que la prisión del peñón cerrase para siempre. «Cualquiera que entra en la cárcel piensa que no estará allí mucho tiempo, que algo pasará y que saldrá. Yo no me engañé: sabía que me quedaría», escribió. Karpis nunca se rehabilitó allí. Incluso bromeaba ya de nuevo como hombre libre diciendo que las mejores vistas de la bahía de San Francisco se conseguían desde el bloque de aislamiento. Pero fue trasladado a la prisión de McNeil, en el estado de Washington, donde el alcaide Paul J. Mardigan supuso una inesperada influencia positiva para él. Karpis cambió entonces de actitud. Jamás llegaría a arrepentirse de nada de lo que hizo, como me revela Livesey. Ni siquiera de ese número que nunca concretó de entre tres y catorce hombres muertos. Asesinatos que jamás demostraron, lo que evitó así que fuera condenado a muerte.
En McNeil fue donde Karpis conoció además a un joven recluso que se haría famoso, muy famoso, mucho más famoso que él, siete años después: Charles Manson. El criminal más icónico del siglo XX, aún leyenda maldita hoy, cumplía entonces condena por falsificación de cheques. Karpis fue quien le enseñó a tocar la guitarra. Era un pobre muchacho hijo de una prostituta por quien nadie se había preocupado nunca y él lo hizo. Manson aún recuerda hoy a su mentor. Hace cinco años, durante una entrevista que me concedió desde la cárcel de Corcoran, en California, donde está encerrado desde hace más de cuarenta años y donde morirá, me contaba que Karpis fue «uno de esos viejos ladrones que me criaron, uno de los tíos de los que más aprendí». Manson también me contó que su colega le había enviado años después una guitarra comprada en Madrid a la cárcel. Pero hoy resulta imposible comprobar si la anécdota es cierta o no. Seis años después, por fin, en 1969, Karpis fue puesto en libertad y deportado a Canadá. Terminaba así la leyenda de Alvin Karpis, el preso, el condenado que cumplió la pena más larga en Alcatraz, y brotaba entonces la leyenda de Alvin Karpis, el hombre.
Durante sus últimos años de vida en Torremolinos se dedicó a vivir. Aún se despertaba algunas noches de improviso y agitado sin saber bien dónde se encontraba y si estaba libre o seguía encerrado. Bebía y fumaba y guardaba silencio si lo hacía de más, como había aprendido a hacer en aquella época en la que hablar de más salía caro. Y sobre todo buscaba nuevas conquistas, mujeres veinte o treinta años más jóvenes, como me cuenta su amigo, y que tuvieran dinero para financiarle sus gastos. Ellas eran de las pocas personas con las que compartía su verdadera identidad y a las que desvelaba su pasado. Para el resto era un extranjero más viviendo un plácido retiro al sol.
Karpis no fue tan famoso como otros gánsteres porque su vida nunca llegó a los cines. Y eso que alcanzó un acuerdo durante aquellos años con la productora de Burt Lancaster para que así fuera. Le pagaron por ello un adelanto y tenían ya escogido al actor: Steve McQueen, con quien el viejo criminal se sentía identificado. Pero el proyecto murió en un cajón.
En Torremolinos Karpis aún sentía aquella antigua adrenalina bullirle dentro. A Livesey, su amigo, le contó que había visto dos sucursales bancarias en el centro del pueblo que sabía que podría atracar. Había pensado incluso cómo. Separadas ambas por una tienda, la clave estaba en colarse en ella, abrir agujeros en ambas paredes y forzar después las obsoletas cajas de caudales para llevarse el dinero. No haría falta que nadie esperase fuera. Este no sería un trabajo como los que convirtieron a su banda en la más dura de los años treinta, según reconocería el propio Hoover años después en sus memorias.
Pero aquello era solo una fantasía. Karpis era ya entonces un jubilado. El hombre que moriría el 26 de agosto de 1979 y que fue enterrado en el nicho número 2300 del cementerio malagueño de San Miguel. Aquel extranjero que, cuando alguien le preguntaba dónde había estado destinado durante la Segunda Guerra Mundial, siempre respondía lo mismo: «Es una isla en el Pacífico». Y no mentía.
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El director del FBI era J Edgar Hoover, no Edward J Hoover.
¡Gracias!