El sistema nervioso autónomo consta de dos partes, el simpático y el parasimpático, que se encargan de regular las actividades involuntarias del organismo. El sistema nervioso simpático incluye dos largas cadenas de ganglios situadas a ambos lados de la médula espinal y se encarga de gestionar la respuesta corporal ante algunas emociones como el miedo o la ira. Ante una amenaza, el sistema nervioso simpático pone en marcha una respuesta muy básica que en inglés se expresa con un juego de palabras, fight or flight, que nosotros traduciríamos como «lucha o huye», y que consiste en preparar al organismo para una acción intensa y súbita. Para ello hace que el corazón lata más rápido, los pulmones aceleren el ritmo respiratorio, la digestión se ralentice o se detenga, se liberen compuestos energéticos —fundamentalmente grasa y glucógeno para dotar de energía suficiente a los músculos—, se dilaten los vasos sanguíneos de los músculos, constriñéndose los de otras zonas del cuerpo para disponer de esa sangre muscular extra. Y no solo eso, el oído se centra en los sonidos importantes, lo que llamamos exclusión auditiva, la pupila se dilata para ver con más claridad y el sistema visual se centra en lo que tiene delante dotándose de la denominada visión túnel. Son todo mecanismos para afrontar esa situación de peligro. Si la opción elegida es luchar, los músculos más oxigenados son los de los brazos para golpear y los de la mandíbula para morder, y cuando es huir, la sangre va hacia los músculos de las piernas. También se estimula la función coagulante, de manera que el cuerpo esté preparado ante una posible herida y tapone rápidamente una posible hemorragia, y se incrementa la sudoración para enfriar el cuerpo y evitar el sobrecalentamiento generado por la actividad muscular y el incremento metabólico. Una maquinaria perfecta con un único objetivo: sobrevivir.
El sistema nervioso autónomo está implicado también en otras respuestas más sutiles a determinadas emociones, y una de las más curiosas es controlar la cutis anserina, que es la forma elegante y latina de denominar a la piel de gallina, ese peculiar aspecto erizado de nuestra superficie corporal, en particular de los antebrazos pero también de las piernas o el cuello e incluso, en algunas personas, de la cara y el cuero cabelludo. El nombre de «piel de gallina» proviene del aspecto de ave desplumada que adquiere la piel y el mismo término se usa en portugués, catalán, rumano o francés. También lo he oído denominar «piel de pollo» y así es como se dice en holandés, chino, finés, estonio y coreano. Sin embargo, en inglés, alemán, sueco, danés, noruego, islandés, griego, ruso, ucraniano, húngaro y eslovaco, el ave de referencia es otra, denominándose «piel de ganso», mientras que en hebreo se dice «piel de pato» y en japonés, siempre con un toque poético, «piel de pájaro».
La piel de gallina es el resultado de la contracción simultánea de miles de pequeños músculos situados junto a cada folículo piloso y unidos por uno de sus extremos a la red de colágeno de la piel y por el otro al propio pelo. Esos músculos tienen el divertido nombre de músculos horripiladores o músculos erectores del pelo, y al contraerse y acortarse ponen enhiesto el vello corporal, originan pequeños montículos y depresiones en la piel y también generan cierta producción de calor que eleva la temperatura superficial.
Los estímulos capaces de ponernos la piel de gallina son muy diferentes: el frío, emociones intensas como el miedo o la euforia y también la excitación sexual. Pero puede sucedernos igualmente si oímos ese chirriante sonido de unas uñas arañando la pizarra, al recordar un momento muy grato o uno desagradable (el día que Iniesta metió aquel famoso gol o nuestra desazón al ver una película de miedo), y cuando nos sentimos sobrecogidos, esa sensación difícil de explicar que experimentamos al captar la grandeza del mundo o algo que nos supera y nos impresiona como un relato o una música con una fuerte carga emocional.
La piel de gallina es una respuesta fraguada en la evolución. En muchos animales, ante el frío, los pelos erectos atrapan aire y crean una capa aislante de mayor grosor. En caso de miedo o ira, la piel erizada hace que el animal parezca más grande y que el posible agresor se piense si merece la pena entrar en una pelea. Los seres humanos tenemos un pelaje muy fino y corto, por eso parece tener menos sentido, pero no por ello deja de tener una raíz biológica común.
Pero ¿y esa otra piel de gallina, ese temor reverencial, esa sensación de recogimiento y asombro que nos eriza la piel? Los anglosajones lo llaman «awe» y no estoy seguro de que tengamos una palabra equivalente. Es una emoción que sentimos en rituales colectivos, en celebraciones, en actividades como la música o la danza, en reuniones religiosas o al oír un buen discurso como en el famoso I have a dream de Martin Luther King. Podemos sentir un escalofrío en la espalda y, sí, se nos eriza la piel. Son momentos en que de alguna manera trascendemos, pasamos de nuestro ser individual a sentirnos parte de un grupo, una tribu o de toda la humanidad. Ese momento de inspiración nos ayuda a conectarnos con otros, nos motiva a trabajar en grupo, a colaborar, a ponernos retos colectivos que seríamos incapaces afrontar como individuos aislados, esa emoción convierte a unas cuantas personas en una comunidad.
Hay un experimento curioso realizado en 2015 en la Universidad de California, Berkeley, por el psicólogo Paul Piff. El campus tiene una centenaria arboleda de eucaliptos de Tasmania, algunos de más de sesenta metros de altura. Mucha gente que pasea por allí siente esa sensación de sobrecogimiento, de trascendencia, de inmersión reverencial ante la belleza y majestuosidad estos árboles. Siendo conscientes de ello, los investigadores pidieron que un grupo de personas mirase a los árboles más impresionantes, mientras que otro grupo debía centrar su atención en un elemento neutro, un edificio cercano sin ninguna cualidad especial que pudiese generar emociones positivas o negativas. En ese momento tenía lugar un pequeño accidente, aparentemente fortuito aunque en realidad formaba parte del experimento: una persona tropezaba y se le caían un montón de bolígrafos que llevaba en una caja. Como es lógico, los participantes en el experimento acudían en su ayuda, pero se comprobó que las personas que habían pasado el minuto previo mirando los árboles, un tiempo corto pero suficiente para experimentar esa sensación trascedente, recogían más lapiceros que las que habían estado contemplando el edificio, es decir, ayudaban con más energía y determinación a aquel desconocido.
Otros estudios, siguiendo este mismo diseño experimental de gente mirando los árboles, encontraron que esta experiencia previa inducía a la gente a tomar decisiones más éticas, disminuía su sentido de propiedad e impulsaba los valores prosociales, aquellos en los cuales se presta más atención a las necesidades de los demás que a las propias. Dichas conclusiones, por otra parte, encajan con las de otros experimentos donde las personas a las que se les pone la piel de gallina ante situaciones que les conmueven, sobrecogen o maravillan de este modo, son más generosas, comparten más, cooperan más con los demás, se implican más en comportamientos clave de la vida social, que los que no tienen esta respuesta física.
Piff dice que esa emoción es «la percepción de algo tan vasto física o conceptualmente que transciende nuestra visión del mundo y nos hace necesitar encontrar cómo acomodarlo». Más aún, «es un sentido básico que te indica que lo que has experimentado no encaja en tus expectativas del mundo y por eso tienes que recalibrar». El proceso no va solo hacia fuera, de nosotros hacia el grupo, también va hacia nuestro propio interior. Esa sensación de asombro imbuye a la gente de una mirada distinta sobre nosotros mismos, nos hace sentir más pequeños, más humildes y parte de un todo, de algo mayor.
Creo que es algo que entendemos con algunos paisajes: el mar, grandes desfiladeros, los glaciares, los paisajes abiertos de mi Castilla y León, pero también se experimenta con cosas como vídeos de tormentas o volcanes, lo que indica que la fuerza de la naturaleza, destructiva o no, tiene el poder de causarnos ese sobrecogimiento ¡y de convertirnos en mejores personas!
Da que pensar si esta emoción está desapareciendo de nuestras vidas. En la actualidad pasamos menos tiempo en contacto con la naturaleza o compartiendo experiencias y momentos felices con otras personas, las principales fuentes de esa piel de gallina. También ha caído nuestra participación en actividades culturales, vividas no de manera virtual sino en compañía de otros, que eran parte de esa experiencia sobrecogedora. Recordemos esa escena de Shakespeare enamorado, cuando al finalizar la representación de Romeo y Julieta se genera un silencio de estupefacción hasta que alguien rompe a aplaudir y el teatro se llena de gritos y lágrimas. Leer, ir al cine o al teatro, el senderismo y visitar museos y exposiciones, pueden ponernos en contacto con ese tipo de emociones, son las arcas donde guardamos estos «pasmos».
Durante esos episodios de piel de gallina aumenta la actividad en una zona cerebral llamada el núcleo accumbens. Este núcleo forma parte del circuito de recompensa, una red de neuronas que se activa cuando tenemos sed y bebemos, cuando tenemos hambre y comemos, cuando sentimos un orgasmo, hacemos el bien a un desconocido o tomamos drogas. Sí, cuando una canción nos pone la piel de gallina las neuronas del accumbens liberan dopamina, que es lo mismo que hacen al consumir cocaína o anfetamina. Hágame caso, la música es más sana y más barata.
Hagamos el experimento. Distintas personas a las que se preguntó acerca de qué pieza de música lograba ponerles la piel de gallina proponían maravillosas obras clásicas como el Adagio de Albinoni, las fugas de Bach, el concierto para piano nº3 de Rachmaninov o el Réquiem de Mozart. Ahora propondremos algo más popular: Susan Boyle cantando en el programa Britain’s got talent la canción «I dreamed a dream». Es una buena muestra de que ver y escuchar a esta mujer de cuarenta y siete años, con su aspecto inenarrable, conquistar al jurado y a la audiencia, puede tener un impacto intenso en nuestro núcleo accumbens. Aquí está:
Si todo esto es así, si el experimentar momentos trascendentes tiene ese efecto sobre nuestro comportamiento social, es posible que nuestro cambio de hábitos explique también en parte un cierto cambio en la sociedad. Nos hemos vuelto más individualistas, más materialistas, más narcisistas y menos conectados con los demás. Así que una buena «medicina social» debería ser buscar actividades que nos pusieran la piel de gallina, salir de noche a ver las estrellas, mirar en silencio las olas rompiendo en un acantilado y también observar los gestos de las personas, ese chaval lleno de tatuajes que se levanta y cede su asiento a una embarazada, esa niña que sigue con los ojos muy abiertos el camino de las hormigas, esa pareja mayor que pasea cogida de la mano. Hágalo por usted y, si no, hágalo por la humanidad.
Referencias:
- Jeffries E (2015) «Seeing awe-inspiring natural sights makes you a better person». New Scientist. Enlace.
- Piff PK, Dietze P, Feinberg M, Stancato DM, Keltner D (2015) «Awe, the small self, and prosocial behavior». J Pers Soc Psychol 108(6): 883-899.
- Piff P, Keltner D (2015) «Why Do We Experience Awe?». The New York Times. 22 de mayo. Enlace.
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Qué bien escribir algo con ese título y conseguirlo en tus lectores!
Gracias
¡Gracias! ¿Qué más puedo decirte? Pensaba que era un artículo complicado, hablando de ganglios del sistema nervioso autónomo y esas cosas mías pero está claro que la piel de gallina nos hace sentirnos vivos como pocas cosas y nos conecta unos con otros.
Excelente artículo, como todos los del autor. Mis felicitaciones.
¡Tengo un fan! Mil gracias, Luchino. Lo de escribir siempre es solitario y recibir una respuesta amable es un verdadero regalo.
Genial artículo!! Me encanta el sutil camino de empezar hablando de un tema para acabar con otro hilado con elegancia y rigor.
¡Gracias, Raúl! ¡Me pongo colorao! A veces, cuando escribo tengo la sensación de crear una pequeña melodía, intento que me sigáis, sorprenderos con unos tambores o que solo suene una flauta en el silencio. No siempre sale, claro, pero cuando me dices que ese hilo lo has descubierto, es una sensación muy especial. ¡Un abrazo!
Gracias por un artículo tan bien escrito y tan rico en buenas ideas y mejores intenciones. Necesitamos que alguien nos recuerde que la ira y la malevolencia que nos hostigan continuamente —desde el vecino del tercero hasta la columna del periódico, el discurso político, el contertulio avinagrado o el borde del coche de atrás— nacen de frustraciones mal resueltas, que absurdamente acaban siendo contagiosas si nos descuidamos. Necesitamos que nos recuerden que lo bueno también se contagia, y dónde buscar.
¡Gracias, Pse! Estoy contigo, no solo todos podemos decidir en parte al menos en qué mundo preferimos vivir sino también podemos ayudar, aunque sea un grano de arena, a crearlo también un poco. Como bien dices, lo bueno también se contagia y está a nuestro alrededor. Un abrazo grande
Enhorabuena por el artículo. Excelente, entretenido y bien argumentado. Me ha gustado mucho. Ya había escuchado, y me parecía muy acertada, la idea de que las experiencias positivas y la capacidad de conectarnos con nuestro interior aumentaba nuestra empatia y conexión con los demás. Leerlo en el artículo de forma tan elocuente, elegante y bien fundamentada ha sido una maravilla
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¡Gracias, Luis! Siempre me dicen que escribo largo pero creo que una historia no siempre puede ser un flash, sino que tiene que «seducir» al lector y tiene que contar cosas. Vivo en una tierra fría y aquí había la costumbre de el el invierno contar historias alrededor de la lumbre. Si ha sido entretenido y bien argumentado, mis ancestros estarán satisfechos ;-) Fuerte abrazo
La última parte del artículo y los comentarios previos demuestran que hay esperanza para la humanidad: que lo que hoy en día lo que nos pone la piel de gallina no sea el frío o el miedo (que también) sino la emoción dice mucho y bueno sobre nosotros mismos. Y si alguien nos lo hace ver en un largo artículo que se nos hace CORTO, mejor. Digno de ser contado, y escuchado, en un filandón.
¡Miguel! Llevo varios meses reuniendo cosas para un «filandón». Pensaba llamarlo «filandón de la ciencia» pues son los temas que me gustan pero ha sido una sorpresa -grata sorpresa- leer tu comentario. Es un proyecto para el 2017, ojalá consiga salir con el empeño. Un abrazo desde cerca del fuego.
José Ramon Alonso, por casualidad estaba escuchando «Now we are free» de Hans Zimmer en mi rutina mañanera (después de otra semana de universidad, trabajo, deporte, banda y diversos deberes sociales (he dormido unas 12 horas)) y, con su aquiescencia, debo admitir que su artículo es uno de los mejores que he leído desde hace semanas, no solo en cuanto a contenido, sino en cuanto al vocabulario que emplea. Una belleza que se ve muy pocas veces, debido a esta imparable y ominosa biblioteca de babel que ya describió Borges en su momento y que para mí resulta ser una analogía perfecta al mar de sinsentidos que es internet hoy en día (para bien o para mal).
Me parece que tiene un estilo muy delicado y atento, una mezcla entre el mundo de Borges, la fluidez de Cortázar y el ojo analítico de Ernesto Sábato, que hace que muchos lectores rompan la equidistancia que se suele mantener con la información que se recibe de internet y se sumerjan de lleno con concupiscencia a devorar su sabiduría.
Cuando alguien hace algo tan mirífico, no me importa expresar mi más profunda gratitud.
Gracias.
No juego en la liga de esos señores, ni de lejos, pero me da mucha alegría cuando algo de lo que escribo le gusta a un lector. Lo que más envidia me da, además de esa agenda tan sugerente, es dormir 12 horas. ¡Hace tanto que no lo consigo! Un saludo muy cordial
Esto parece un concurso de alabanzas, y me sumo encantado.
No me atrevería a comparar el estilo de JRA con ese trío de argentinos geniales. Su estilo es también es cuidado y creativo, pero creo que la divulgación va en distinto plano que la narrativa.
Como comparación, tomaría el libro de geografía de Casiano de Prado que Ferlosio citó en «El Jarama». Ciencia narrada de forma concisa y exacta, en maravilloso español.
Tengo claro que mis libros de JRA (la serie «historias de neurociencia») es de lo mejor que de mi bliblioteca. Resiste la comparación con Gould, Sagan, J.Stewart, Comellas, L.Thomas… y alguno más de las baldas de los selectos.
Rigor y accesibilidad, todo. Que abren puertas a más lecturas, también.
Pero lo que destacaría es la forma humanista de contarlo. He leído sobre Phineas Gage a muchos autores, es una historia más que repetida. Pero nadie la cuenta con la empatía de JRA. Ni siquiera Sacks, otro hombre cercano al hombre.
Con todo mi agradecimiento a tanta estupenda lectura.
¡Jó, Lluis, me has alegrado la mañana! No es falsa modestia, no creo escribir tan bien como ellos, pero que me tengas en tu estantería con Gould, Sagan y compañía me hace levitar y me hace pensar que debo esforzarme por estar a la altura de tus palabras. Me ha gustado mucho que mencionaras a Lewis Thomas, mi favorito y que merece ser más leído. Ojalá algún día la vida me dé la oportunidad de darte las gracias en persona. Hasta entonces, vaya este agradecimiento por adelantado
un abrazo muy fuerte.
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