Hasta el año 89, la Alemania comunista espió a ciudadanos a ambos lados del muro.
Miles de alemanes sufrieron torturas psicológicas y fueron detenidos antes de que cometieran delito alguno. Los agentes de la Stasi llegaron a espiar al 80% de los policías de la Alemania occidental. Unos doscientos mil ciudadanos delataron a sus familiares, vecinos y amigos. El Partido Comunista presumía de no dejar marcas, algunas técnicas como el Zersetzung o la descomposición psicológica volvieron paranoico a un pueblo desmoralizado. La caída del muro trajo la apertura de los archivos secretos y todo alemán tiene derecho a solicitar su ficha.
Hardy Finn era solo un joven de la RDA cuando la Stasi le llamó. A sus veinticinco años, daba clase en una escuela pública y un día apareció en su buzón una citación del Ministerio de Seguridad de la República Democrática Alemana. «Decían que querían hablar conmigo y me daban una dirección a la que acudir. Allí me metieron en un cuarto y me preguntaron: “¿Quiere usted colaborar con nosotros?”. Entonces pusieron sobre la mesa un formulario. Les dije: “¡Yo no soy un chivato!”. Firmé que no y me fui. Ahora pienso que fui un inconsciente». Desde aquel día y hasta la caída del muro, el 10 de noviembre de 1989, Hardy vivió vigilado día y noche. Angustiado. «Dejé de poder ir a los cafés a leer, porque había gente allí sentada que me vigilaba», relata. «No es paranoia, te dabas cuenta enseguida. Y todas las mañanas, absolutamente todas, durante años, hubo un coche aparcado frente a mi portal».
La Stasi o Ministerium für Staatssicherheit de la República Democrática Alemana (RDA) se fundó en febrero de 1950. Durante casi cuatro décadas, cerca de seis millones de personas fueron espiadas por noventa y un mil agentes. Ahora sabemos que también actuó en la República Federal Alemana (RFA). Una investigación de la Freie Universität Berlin ha confirmado este mes de junio que el 80% de los agentes de la «otra» Alemania también fue espiado por la Stasi. Hasta la reunificación no solo funcionó como un infalible servicio secreto, sino como una de las mayores maquinarias para controlar a la población que jamás haya existido. Ni en métodos ni en eficacia pudo superarla la KGB, que la inspiró y tuteló. Vladimir Putin, presidente de Rusia, sabe bien cómo funcionaba el espionaje de la Alemania comunista. En el mismo año que cayó el uro, el exagente de la KGB trabajó junto a sus colegas alemanes en uno de los quince distritos de la Stasi, Dresde, a 1ciento ochenta y siete kilómetros de Berlín.
¿Cuántos funcionarios hacen falta para controlar a todos los alemanes? Si bien cada agente tenía asignadas setenta «vidas de los otros», los verdaderos espías de la Stasi no vestían uniforme ni tenían sueldo de funcionario. Los ojos y oídos del ministerio eran más de doscientos mil ciudadanos anónimos que colaboraban con los servicios secretos por un sobresueldo o por miedo a que el sistema dejara de funcionar y el país volviera a hundirse. Pasaban información por carta o bien se dirigían a las oficinas del distrito con un parte completo sobre el sujeto en cuestión, que podía ser su amigo, su vecino o incluso su pareja. Ser retraído o demasiado amable, leer mucho, cantar por la calle… Cualquier comportamiento extraordinario era susceptible de ser una amenaza para el régimen. «Todos podían espiarte. En los colegios, todos los directores eran de la Stasi. En los hospitales, lo mismo. En cualquier sitio», cuenta el profesor Hardy Finn.
Con la reunificación llegó también la apertura de los archivos de la Stasi. Cada ciudadano puede hacer una petición formal al Gobierno para ver su expediente. Si pusiéramos en fila los diecisiete millones de registros que guardó la dictadura comunista, tendríamos ciento ochenta y seis kilómetros de documentos llenos de tachaduras negras. Material audiovisual, grabaciones magnetofónicas, informes, cartas personales y fotografías. Este material se conserva en el barrio que acogió la mayor central de la Stasi, en Hellesdorf, distrito de Lichtenberg, en Berlín (literalmente: «pueblo de la claridad» y distrito de la «montaña de la luz»). Esta zona, al final de la conocida Frankfurter Allee, fue durante mucho tiempo un área cerrada al público. «Solo se podía acceder con pasaporte del partido», cuenta Iván Palomar, abogado y guía en Berlín desde hace seis años. «Aquí estaba la central, que ahora es el museo, con las oficinas de los mandatarios, las salas de reuniones. El resto de edificios del complejo siguen cerrados al público».
Desde la central se observa una ciudad de hormigón, fría y callada. Todo está tal y como quedó cuando cayó el muro, a excepción de los archivos, en un edificio cercano. «Cuando se reunificó el país, se organizó un tumulto y el pueblo ocupó las oficinas de la Stasi. Los días siguientes a la caída del muro, cientos de archivos se quemaron o se destruyeron». Hardy Finn tuvo suerte. Durante años documentó sus sospechas y cuando el Gobierno le dio la posibilidad, pidió su dosier. «Me enviaron un volumen de sesenta páginas, muchas de ellas ilegibles por los borrones de tinta… Y no me mandaron todo». Finn descubrió entonces que se le acusaba de ser una amenaza para el sistema educativo por calificar a sus alumnos «de forma justa»; fuera de los baremos de excelencia del país. Sin embargo, esto solo era una excusa: «¿Sabes desde cuándo me espiaban? Desde los dieciséis años».
Nunca sabremos si Philip K. Dick conocía los métodos de la Stasi o los precog de Minority Report (1956) inspiraron a los alemanes. El caso es que las cárceles de la Alemania comunista estaban llenas de detenidos que nunca cometieron un delito. Pero cualquiera era susceptible de cometerlo, por lo que lo más eficaz era adelantarse a lo que pudiera pasar. Al partido le aterraba que pudiera haber una revuelta, así que, por si acaso, procuró conocer a todos sus ciudadanos. Pinchazos telefónicos, vigilancia a pie de acera, interceptación de correspondencia. Había cámaras y micrófonos en los sitios más insospechados. Conectados a los botones de las gabardinas y hasta en los buzones, para controlar quién dejaba una carta y a qué hora y así poder rescatarla para revisar destinatario y contenido. En los troncos de los árboles, en los coches aparcados, en las lámparas de las casas, en las teteras, en la llave de la luz. Durante mucho tiempo se extendió la creencia de que lo único verdaderamente seguro era ir desnudo. De ahí que se pusiera de moda el naturismo. Lagos y ríos eran los únicos sitios donde, en principio, los alemanes podían sentirse libres. Hay cartelería de la época que fomenta el nudismo con ese eslogan. Aún hoy, los alemanes siguen siendo una de las sociedades con menos prejuicios en este sentido.
Harry Santos fue arrestado en la berlinesa Senefelderplatz después de una manifestación… de bicicletas. A día de hoy, aún no sabe de qué le acusaban. Le condenaron a cinco años, pero cumplió ocho meses en prisión preventiva en la cárcel en la que ahora es guía, Hohenschönhausen. Santos describe aquellos meses como de «puro terror». «Te retenían en una furgoneta camuflada de camión de reparto de fruta. Te daban vueltas por la ciudad, durante horas, para desorientarte y que pensaras que te habían llevado a Leipzig o Dresde, pero estabas allí, a pocos metros de tu casa en una prisión de alta seguridad». El Partido Comunista presumía de no golpear jamás a sus detenidos y así era. La Stasi no dejaba cicatrices en la piel: la violencia se dirigía directamente al cerebro. Las celdas, un agujero húmedo con cristales translúcidos que no tuvieron agua corriente hasta los años ochenta, estaban comunicadas por un sistema de tuberías que filtraba sonidos de otras áreas. En cada nicho se escuchaban gritos, insultos, sonidos inquietantes o conversaciones de la sala de interrogatorios.
El expresidiario cuenta su vivencia plantado delante de un pasillo con una veintena de puertas de acero. Cada una tiene una mirilla que, entonces, se descubría al gusto del guardia de turno. «Para que no olvidásemos que siempre nos estaban vigilando. Todo estaba pensado para que nos muriésemos de miedo. Las luces, los sonidos, las cámaras, los ojos a través de las puertas. Hubo algunos que no lo soportaron y se suicidaron». Santos, que se gana la vida como artista plástico, confiesa al principio de la entrevista que aún no duerme bien por las noches. Su encierro no fue largo y, aunque según él, «vivió todo tipo de experiencias traumáticas», lo que más le marcó fue darse cuenta de que todos estaban allí «para ser reprogramados». «Recuerdo haberle dicho a mi compañero: “Olaf, ¿tú crees que nos hemos equivocado de bando? ¿Nosotros? ¿Contra todos ellos?”. Olaf me respondió: “Ellos son los que están contra nosotros”».
La tortura psicológica de la RDA no solo se llevó a cabo en las cárceles. La del día a día minó a la población de tal manera que en el país existen organizaciones que brindan ayuda psicológica para superar los traumas de aquella época. Gegenwind (literalmente, «contra el viento»), con sede en Berlín y financiada con subvenciones públicas y donaciones anónimas, es una asociación que ayuda a las víctimas de las dictaduras totalitarias a superar los traumas de la época. Miles de alemanes fueron víctimas del Zersetzung, literalmente «descomposición psicológica», una técnica utilizada por la Stasi para volver locos en su día a día a todos aquellos que pudieran ser una amenaza potencial contra el partido, descolocando elementos de su rutina diaria. Muebles idénticos pero con distinta tapicería, conservas en un estante diferente… Incluso cartas de amor de personas fallecidas imitando la letra del remitente fantasma. Estas misivas fueron algunas de las estrategias más crueles y comunes del Zersetzung.
Karin Riter, enfermera en la RDA, perdió la cabeza después de que la Stasi le hiciera desconfiar de familiares, amigos y de su propio reflejo en el espejo. Su caso ha sido recogido en un documental producido por la ZDF, la televisión pública alemana. Según testimonios de sus amigos, «cuando Karin volvía a casa, encontraba el té guardado en un tarro diferente, o un cuadro que ella misma había colgado en la pared puesto en otro sitio». A Riter la atacaron también en el hospital donde trabajaba, haciéndola vulnerable e insegura ante sus pacientes, lo que le provocó el estado de paranoia que la llevó al psiquiátrico.
Los métodos de espionaje, muchos de los cuales pueden verse en el museo de la Stasi de Hellersdorf, eran tan sofisticados para la época que parece imposible no verse vigilado en cada minuto. «Entrar aquí puede hacer pensar que el mundo en el que vivimos está controlado al milímetro», cuenta Iván, «pues si esto era antes, ¿qué no estarán captando nuestros smartphones ahora mismo?». La sociedad alemana es, en el mundo occidental, una de las que más tarde ha aceptado las nuevas tecnologías de la información. En 2012, mientras en España prácticamente toda la población menor de cincuenta años tenía un teléfono inteligente, en Alemania era raro ver alguno. Aunque ahora el panorama ha cambiado con la llegada masiva de extranjeros, los alemanes aún son reticentes a usar banca electrónica o conectarse a internet en un bar. Los periódicos publican con frecuencia noticias, reportajes e informes sobre la inseguridad de la red.
Se entiende también que, para muchos germanos, Edward Snowden sea un héroe. Cuando en verano de 2013 saltó el escándalo de las escuchas de la NSA, la mismísima canciller Angela Merkel llamó en persona al «líder del mundo libre», Barack Obama para pedirle explicaciones. Por aquellas fechas, la opinión pública alemana se manifestaba a favor del asilo de Snowden, el extrabajador de la CIA que había sacado a la luz todo tipo de documentos que revelaban que Estados Unidos había espiado a Alemania y sus políticos. Hasta hace bien poco, cientos de pegatinas y carteles con la cara del estadounidense decoraban farolas, vallas y ventanas de muchos coches en la capital, especialmente en el barrio multicultural de Kreuzberg, donde vive Julián R., hijo de un colombiano y una alemana espiada por la Stasi que acaba de pedir información sobre su perfil.
«Mi madre se casó con un colombiano, por lo que estamos seguros de que la espiaron», explica Julián. Este, sin embargo, no es el único motivo por el que pudo ser vigilada. Su madre fue una de esas personas que tuvo, sin saberlo, contacto indirecto con un agente de la Stasi. «Su compañera de piso en Dresde se casó con un agente. Pero aunque era su esposa, no lo supo hasta muchos años después. Vivió esa mentira como parte de su vida». El silencio parece, sin duda, la estrategia por la que han optado muchos alemanes para pasar página. Esta periodista ha intentado hablar con exfuncionarios de la RDA que trabajaran para la Stasi (para escribir el reportaje que tienen entre manos), pero ha resultado imposible contactar con ninguno de ellos. Por estadística, toda una generación de padres y abuelos que viven hoy en el país colaboraron con los servicios secretos, señalando a familiares, amigos y vecinos como delincuentes en potencia.
¿Por qué espiaban, por qué delataban, por qué traicionaban a sus seres queridos? Solo se comprende un comportamiento de este tipo entendiendo los traumas a los que el pueblo alemán se ha enfrentado durante el siglo XX. Derrotado en dos guerras mundiales que él mismo provocó y con la vergüenza del Holocausto a cuestas, ve levantarse de la noche a la mañana un muro que lo parte en dos. La moral queda por los suelos y el sentimiento de inseguridad se hace insoportable. Aquella época marcó irremediablemente el carácter y la forma de hacer política del país. La misma canciller Angela Merkel creció en la RDA, a cuyas juventudes comunistas, la Juventud Libre Alemana, perteneció. En ese contexto, más de doscientos mil alemanes anónimos, abrumados por la inseguridad de un país que llevaba medio siglo derrotado, colaboraron con la Stasi. En la segunda década del siglo XXI, por primera vez, Alemania ve hacerse mayor de edad a una generación que ya nació lejos del muro. Ha recuperado su confianza y el liderazgo. No solo económico. En un mundo controlado por el espionaje a gran escala, Alemania se defiende gracias a las duras lecciones aprendidas.
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Fantástico artículo. Felicidades a la autora. Ciertas cicatrices que escapan al primer vistazo devastan tanto o más que el resto.
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¡Gran artículo! ¡Gracias!
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