Escribía Jacques Derrida en La farmacia de Platón que los libros corren «perpetua y esencialmente el riesgo de perderse para siempre», un riesgo que cuando deja de serlo para convertirse en hecho no implica necesariamente el olvido al que apelaba entre interrogantes el propio Derrida: «¿Quién sabrá entonces de su desaparición?». Como en el mejor juego semántico propio de la deconstrucción, la desaparición de los libros es, al mismo tiempo, su aparición, pues, como señala en la introducción de su Historia de los libros perdidos Giorgio Van Straten (ed. Pasado y presente), los libros perdidos «si bien por un lado siguen huyen de nosotros alejándose tanto más cuanto más tratamos de asirlos, por el otro cobran nueva vida en nuestro interior y, al final, como el tiempo proustiano, podemos decir que los hemos hallado de nuevo». El (des)aparecer de los libros se convierte así en una borradura que en su borrado aparece como aquellos bartlebies que en su dejar de escribir hacen posible la escritura, la escritura ajena, pero siempre escritura. Y como advertía Enrique Vila-Matas en el epílogo de Bartleby y compañía, «contrariamente a lo que se cree», la novela, «no habla exactamente de escritores que dejan de escribir, sino de personas que viven y un día mueren, de gente que lee y de gente que un día deja de leer y de gente que muere sin haber leído nada y de gente que ama y deja de amar o ama sin ser amada», este artículo no habla de libros perdidos y olvidados, sino libros que en su (des)aparecer, aparecieron; de libros ocultos que esperan ser descubiertos; de libros quemados cuyas cenizas siguen hablando; de libros supuestamente escritos, que viven por elucubraciones lectoras; de libros nunca leídos, que llenan páginas de tratados; de lectores que hacen aparecer textos ausentes; de ausencias que se hacen presencias; en definitiva, de bibliotecas llenas de libros que nunca estuvieron.
El valor de (des)aparecer
Decía Jean de La Bruyère —no acaso con esta cita comienza Bartleby y Compañía— que «la gloria o el mérito de ciertos hombres consiste en escribir bien; el de otros consiste en no escribir». Sin embargo, hay una tercera categoría que La Bruyère olvida mencionar: aquellos que escribieron, pero cuyos textos, o al menos algunos de ellos, nunca fueron leídos. A diferencia de los bartlebies, los autores de libros perdidos nunca dejaron de escribir, más bien fueron los textos aquellos que los dejaron a ellos, los que abandonaron a su propio autor. Y son muchas las formas de abandono: algunas fueron premeditadas, otras fueron historias de violencia y exilio; algunas fueron curiosas historias de olvidos, otras fueron consecuencia de la falta de registro; algunas fueron provocadas por los más allegados, otras fueron supuestos abandonos de textos que nunca se supo si llegaron a ser escritos.
¿Guardaba, verdaderamente, Walter Benjamin manuscritos para acabar su Libro de los pasajes en la maleta que arrastró hasta Portbou y cuyo rastro desapareció nada más suicidarse el filósofo alemán? ¿Llegó a concluir Truman Capote Plegarias Atendidas y dejó, tal y como dijo, el manuscrito en una taquilla en una de las tantas estaciones de autobús perdidas por la geografía norteamericana? ¿Verdaderamente no escribió nada Sócrates o, como insinúan algunos, no se trata de que se perdieran sus escritos y, ni tan siquiera, se trata de que nunca escribiera, sino que Sócrates no fue y no es más que una invención de Platón? ¿Fue para Hemingway una verdadera pérdida la desaparición de los relatos escritos en París o, como diría años después, la posibilidad de reescribirlos, pues no hay mejor crítico que la memoria? ¿Dónde terminaron los poemas de Práxila de Sición, de Amita de Tegea o de Nosis de Locri, todas ellas borradas del mapa de la literatura clásica? ¿Cómo debía ser 53 días, la novela de la cual Perec tan solo quiso legar manuscritos sueltos que ofrecen innumerables posibilidades y ninguna versión certera? O ¿destruyó Sylvia Plath las más de cien páginas de la que debía ser su segunda novela, Doble toma, o fue Hughes, su exmarido y albacea, quien quemó esas páginas junto a algunas de los diarios de los últimos meses de vida?
Los interrogantes envuelven las historias de los libros perdidos, historias, dice Giorgio Van Straten, todas ellas distintas, pero con una misma conclusión: «El libro en cuestión parece perdido para siempre, aunque a veces sigue viva la hipótesis de que alguien, en alguna parte…». Y precisamente la idea de una (des)aparición que puede perder su prefijo hace de estos libros presencias intangibles: son libros que, a pesar de su intangibilidad, a pesar de la imposibilidad de la lectura, constituyen elementos claves en la recepción de sus autores. Como dijera Stuart Kelly hace algunos años en la introducción de La biblioteca de los libros perdidos, perderse no es lo peor que le puede pasar a un libro: «un libro perdido, como a la persona que nunca te atreviste a pedir un baile, se vuelve infinitamente más atractivo por la simple razón de que puede ser perfecto tan sólo en la imaginación». De la misma manera que nadie olvida ese compañero de baile con el que nunca bailó, nadie olvida ese libro que pudo haberse leído. «La memoria», le decía Ezra Pound a Hemingway, «es el mejor crítico» y la imaginación, podría añadirse, es la más perfecta idealización: los libros (des)aparecidos, tal como comenta Kelly, aparecen como las obras perfectas de sus autores, como las obras magnas que el «divino infortunio» de Pound hizo desaparecer.
Ante la imposibilidad de leerlas, sigue Kelly, las imaginamos: Chyntia Ozick imaginó el reencuentro del manuscrito del Mesías, la única novela escrita por Bruno Schulz, que desde mitad de los años treinta hasta su muerte, en 1942, se había dedicado a la escritura de este texto que, sin embargo, desapareció para no volver a ser encontrado. «Ocurre a veces que los libros desaparecidos son capaces de evocar otros nuevos, de empujar a otros escritores a escribir, a llenar los vacíos que se han creado», comenta Giorgio Van Straten, que, no acaso, construye la historia de unos libros que nunca fueron. Ozick, Straten y Kelly no son los únicos en sentirse atraídos por los libros (des)aparecidos: Bruno Arpaia imaginó el posible encuentro entre Walter Benjamin y un joven partisano español, a quien entrega, como había entregado a Bataille el manuscrito de El libro de los pasajes, los manuscritos custodiados en su maleta; sin embargo, el joven partisano, obligado por el frío de los pirineos, decide hacer fuego con esos papeles, que, de esta manera, vuelven una vez más a desaparecer. En La última frontera, Arpaia, como haría Ozick en El mesías de Estocolmo, salva de la pérdida los manuscritos para, luego, en la misma ficción volverlos a hacer desaparecer haciendo del prefijo des- un elemento inseparable del -aparecer: aparecer para poder (des)aparecer o (des)aparecer como forma de aparecer: (des)aparecer es, así, un aparecer borrado.
«¿Recuerdas que llevaba una maleta y una cartera, y que en el algún momento de la noche pasé parte del contenido de la cartera a la maleta?», le pregunta en una carta Dylan Thomas a Charles Elliott, «pues bien», sigue el poeta, «en cualquier caso, me olvidé la cartera en algún lugar. Creo que debe de estar en el Park Hotel. He escrito al gerente, pero ¿serías tan amable de entrar a ver si está si pasas por allí? Me urge bastante: el único ejemplar del mundo de esa especie de obra mía, de la cual leo fragmentos, está en esa cartera abollada, sin correa, con el asa atada en un cordel». Dylan Thomas recuperó ese ejemplar para volverlo a perder en Londres, donde, sin embargo, volvió a encontrarse. A pesar de su intento por extraviar el manuscrito, Bajo el bosque lácteo parecía obcecado en volver a aparecer. Como La Colmena, rescatada in extremis del fuego por Rosario Conde, mujer de Cela, Bajo el bosque lácteo se resistía frente a los intentos de su autor de hacerlo desaparecer. Dylan Thomas parecía saber, como Stuart Kelly, que la (des)aparición no era lo peor que le podía pasar un libro. Al contrario, Thomas parecía estar convencido de que, en ocasiones, el peor destino de un libro es su publicación. Como Kafka, cuyos intentos por no ver publicada su obra fracasaron gracias a Max Brod; como Cela, cuyo intento, más o menos voluntario, de quemar la que sería su novela más aclamada, Thomas fracasó. A diferencia de lo que sucedería con la maleta de Antonio Machado, extraviada tan solo un año antes de la desaparición de la de Walter Benjamin, el manuscrito de Thomas estaba destinado a (re)aparecer continuamente, tachando el des– y borrando aquel destino que para su autor «no era lo peor que le podía pasar a un libro».
La perdurabilidad de la (des)aparición
Moscú, 24 de febrero de 1852 del calendario gregoriano. Nicolás Gogol, arrepentido por la publicación de la primera parte de Almas muertas, llama a su sirviente y le ordena que encienda el fuego, que él seguiría avivando con las páginas del manuscrito de la que debía ser la segunda parte de la novela. Folio por folio, Gogol destruyó esas páginas de una novela que, según la planificación de su autor, debía configurarse estructuralmente como la Divina comedia de Dante: se salvó el infierno, mientras que el purgatorio ardió, tan solo nueve días antes de que su autor, Gogol, falleciera el 4 de marzo de 1852, año bisiesto. Ha pasado siglo y medio y, desde entonces, son innumerables las páginas escritas acerca de lo que debía ser el proyecto voluntariamente inconcluso del autor ruso; transcurrido más de siglo y medio, y aquellas páginas, cuya existencia tan solo conocían los más allegados a Gogol, siguen dando que hablar. Escribimos sobre lo que pudo haber sido, escribimos sobre escrituras borradas, sobre escrituras que nunca llegamos a leer. Lo mismo pasa con Aristóteles, cuya última parte de su Poética, teóricamente destinada a la comedia, ha procurado más páginas de las que aquella nunca habría llegado a tener.
Decía Italo Calvino que los clásicos son «una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos»; lo mismo puede decirse de los libros (des)aparecidos, con la diferencia de que mientras los clásicos «se sacuden continuamente de encima» el polvillo crítico, los libros (des)aparecidos aparecen a través de él: el polvillo crítico, pero también las ficciones que se generan a su alrededor, ficciones como la de Ozick, la de Arpaia o al del Umberto Eco de El nombre de la rosa, son memento vita en cuanto hacen acontecer aquello que quedó inerme. Las ficciones como los discursos críticos hacen del (des)aparecer un aparecer y, sobre todo, hacen de los libros perdidos unos libros recuperados desde la ausencia, unos libros que, desde su inexistencia, funcionan como los clásicos de Calvino, pues «ejercen una influencia particular», evidentemente no por lo inolvidable de sus textos, pero sí porque «se esconden» —nunca un término fue más apropiado— «en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual». En El espacio literario, a la pregunta «¿Qué es un libro sin un lector?», Maurice Blanchot contestaba: «Algo que no está escrito». Los libros (des)aparecidos, sin embargo, subvierten la respuesta del crítico francés, pues son libros escritos, cuyo lector no lee sus páginas, sino que las crea a partir de páginas ajenas, a través de bibliografías que hablan de ellas. Porque los libros (des)aparecidos son como los bartlebies, viven a través de escrituras ajenas. Los bartlebies siguen componiendo páginas, que escriben sin escribir; los libros perdidos aparecen a través de una (des)aparición tachada, porque como el Libro tachado de Patricio Pron, los libros (des)aparecidos contienen, en su tachadura, todos los libros posibles. Todos los libros que hubieran podido ser y no fueron.
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Me encanta el artículo. Me encantan los amores imposibles. La leyenda de los libros perdidos, la de los mitos de civilizaciones desaparecidas, las historias antiguas de terror que se contaban alrededor de una vela, los cuadros maestros siempre quizá irrecuperables, la pasión eterna, las constelaciones invisibles de nombres cautivadores, la biblioteca de Alejandría, y todo lo que ardió para siempre a lo largo de los siglos a manos de lo fortuito o de la brutalidad,. Todos esos tesoros malditos que de tan inalcanzables se convierten en compañía.
Qué buen artículo. Es cierto que muchas veces una posibilidad llena más nuestra imaginación que un hecho concreto.
Estupendo artículo. Donde se menciona a Hermann Broch, ¿no se trataría, en realidad, de Max Brod?
Sí, donde pone Hermann Broch debería poner Max Brod.
Perdón por el error
¡Gracias!