Estoy preparada para sentir de nuevo. Lo que sea, bueno o malo. Quiero estar viva, ahora más que nunca. (Liv, iZombie, 1.5)
Cuando te moriste, todo se convirtió en una mierda. La vida dejó de tener sentido alguno. (Kieran, In the Flesh, 1.2)
Estaba equivocado. La muerte no tiene sentido. (Milan, Les Revenants, 2.8)
Las tres citas que abren este artículo no descubren, aparentemente, nada nuevo bajo el sol audiovisual. Evidencian personajes angustiados, preocupados por sus sentimientos y confusos en cuanto a su identidad. Son diálogos de personajes apáticos, deprimidos o existencialistas, rasgos habituales en cualquier drama televisivo contemporáneo. Pero hay una sangrante particularidad: los tres personajes que rumian estos pensamientos son… ¡zombis!
Si el vampiro actúa como metáfora del amor sexual y el hombre lobo especula sobre la animalidad del hombre, el zombi apuesta por la lectura sociopolítica. Alessandra Stanley se acogía al estereotipo sexual en The New York Times para visualizar la diferencia entre monstruos: «Los zombis son de Marte y los vampiros de Venus». Desde el impulso de las novelas de Anne Rice en los setenta, el vampiro —apuesto y romántico— se ha ido humanizando, mientras que el zombi —un ente abyecto incapaz de sortear su propia corrupción corporal— le tomaba el testigo como máximo elemento de espanto. Su propia naturaleza de encefalograma plano y descomposición física bloqueaban cualquier empatía hacia el infectado. Un ejemplo: ni el espectador más avezado es capaz de atribuir entidad dramática a alguno de los miles de caminantes que infestan la popularísima The Walking Dead. Si acaso, el espejismo de lo humano —pura melancolía— que algunos se empeñaban en atisbar en Sophie o en la hija del gobernador. El zombi solo genera asco, miedo y terror, convirtiéndose en el mal por antonomasia.
Sin embargo, como el abuso de los crepúsculos vampíricos ha ido configurando un noctívago blandengue y vegetariano que ha dejado el pavor en offside, al zombi —enemigo público número uno en el ámbito del género de terror— le ha entrado la envidia mimosín: quiere que le quieran. Siguiendo la estela de la literatura y el cine, los relatos zombis de la televisión han comenzado a proponer muertos vivientes mucho más empáticos, emocionales y complejos.
The Night of the Living Dead y el cansancio narrativo
Los expertos en zombis son legión y no es la tarea de este artículo enfadarles. Pongamos la venda antes de que empiece a supurar cualquier pústula. Seguro que existe un imprescindible remake iraní de Carpenter que se nos escapa, una esencial novela en verso polaca que encierra la piedra filosofal del subgénero zombi o un precedente comiquero donde hasta los superhéroes se zombifican (este último existe de verdad: Marvel Zombies, escrito por Robert Kirkman en 2005-06). Sin embargo, el propósito de este artículo no es el de trazar una cartografía, sino el de recoger un aroma y puntear una tendencia: cómo el giro afectivo de la cultura contemporánea ha llegado a domesticar, incluso, las pesadillas más escalofriantes y putrefactas.
Frente al encanto sanguinario de los vampiros y la animalidad piadosa de los Frankenstein, los zombis eran criaturas marginales del género de terror. Escasos precedentes literarios y adaptaciones fílmicas —Lovecraft, Matheson, Tourneur, Halperin— permitieron la sacudida que George A. Romero provocó con su The Night of the Living Dead (1968). Haití, el vudú, la esclavitud y el colonialismo dejaron paso a un relato mucho más hambriento, sangriento… y polisémico.
Guiado por una gula terrorífica, el cuerpo aberrante y en desintegración del zombi ni siente ni padece. Solo emite sonidos guturales y extiende una incansable amenaza de muerte infecciosa y caníbal. Por eso los zombis, en sí mismos, son los monstruos más aburridos del terror planet: originariamente lentos, inexpresivos, gregarios, primarios e instintivos. Precisamente en ese minimalismo y en ese carácter de horda reside su fructífera capacidad metafórica.
Aunque en ocasiones la crítica cultural se haya pasado de frenada, el zombi ha servido como alegoría del terror comunista, los deseos reprimidos, los derechos civiles de las minorías, el militarismo y hasta Vietnam. Lecturas que no se caracterizan por la sutilidad. Al contrario. Un botón: la crítica del consumismo y los medios de comunicación en Dawn of the Dead (Romero, 1978). Los cuatro protagonistas huyen de la ciudad y buscan protección en un gigantesco centro comercial. Mientras contemplan la jauría que rodea las instalaciones, Francine le pregunta a Peter: «¿Por qué vienen [los zombis] aquí?». Él responde: «Instinto. Memoria. Este era un lugar importante en sus vidas». O, más adelante: «¿Qué demonios son?», a lo que de nuevo Peter replica rotundo: «Ellos son nosotros. Eso es todo».
Ese ellos son nosotros es Hobbes destilado. Homo homini lupus est. «Todo este tiempo huyendo de los zombis… te olvidas de lo que los humanos son capaces de hacer», se lamenta Maggie Greene en The Walking Dead (3.8). El relato zombi clásico, ubicado en un paisaje agónico y apocalíptico, cabalga sobre una paradoja: para que la raza humana sobreviva ha de comportarse de forma salvaje, despiadada y utilitaria. Como un animal. Como un zombi.
Tanto la violencia brutal como la estructura narrativa survivalista son dos claves del género. Pero, como se sabe, todo género hace malabares entre la repetición y la novedad de unos temas y un estilo. Una tensión constante entre familiaridad y diferencia. Los géneros, como en aquel anuncio de Cucal, nacen, crecen, se reproducen, pero, en lugar de morir, desembocan en la parodia o la deconstrucción. El agotamiento narrativo provoca que una y otra vez se reinicie el ciclo, aunque no siempre de manera consecutiva. De hecho, lo habitual es que dentro de un mismo género convivan obras clásicas junto con otras que renuevan, trastornan o subvierten los códigos. Así, al mismo tiempo que el remake hollywoodiense de Dawn of the Dead (2004) gozaba de intenso eco mediático con sus enrabietados corredores, Shaun of the Dead le aplicaba una irónica y divertida mirada al género. Algo similar años después, en 2013: la World War Z de Brad Pitt o la hemorragia del tercer año de The Walking Dead cohabitaban con una «zombedia romántica» (Warm Bodies) y un tirabuzón clínico-afectivo (In the Flesh).
La humanización del zombi
El blanqueamiento que ha sufrido la representación pop del zombi se inscribe en lo que la sociología ha denominado «el giro afectivo» o la «cultura emocional». Esto es: la creciente presencia del discurso terapéutico y la sentimentalización en todas las esferas de la vida social; un «yo» obsesionado por conocerse a sí mismo a través de las emociones: siento, luego existo. Y por legitimarse socialmente mediante la exhibición de esos sentimientos. Porque solo partiendo de ese yo contemporáneo —que ejerce el conocimiento mediante la afectividad exacerbada— es posible entender cómo hasta lo espeluznante logra endulzarse. Esta domesticación de lo espantoso se manifiesta, además, como vehículo terapéutico para la superación del trauma, la convivencia con el duelo, el alivio de la pena o la pregunta sobre la propia identidad. Esta emocionalización de todas las esferas del ámbito público es lo que explica la conversión de los Dráculas en criaturas mansas, sociables y apoteosis de lo cool. Como estamos tratando de evidenciar en este artículo, el zombi también atraviesa en los últimos años un proceso análogo de civilización.
Como cualquier elemento de la cultura popular, el zombi ha sido reciclado en todo tipo de formatos: desde míticos vídeos musicales (el Thriller de Michael Jackson de 1983) hasta un divertido episodio de George of the Jungle («FrankenGeorge», 1.11). Sin embargo, más allá de esas refriegas lúdicas, el canon está asistiendo a una progresiva humanización del zombi. Para lograrlo es necesario que lo intersticial, lo impuro, deje de serlo y vaya recobrando la forma humana: es decir, que emerjan zombis capaces de pensar, poseer voluntad y exteriorizar emociones. Así se va facilitando la identificación del espectador y la simpatía hacia el monstruo. Los primeros pasos los transitó el vengativo Bub de Day of the Dead o, en una versión más sofisticada —donde los zombis pueden organizarse cuasi militarmente para asaltar la fortaleza en la que moran los hombres privilegiados—, el Big Daddy de Land of the Dead, ambas de George A. Romero. Incluso los zombis pueden llegar a convertirse en seres estimados por los humanos: en las comedias Fido y Shaun of the Dead los monstruos acaban «domesticados», como amigos de los protagonistas. El siguiente paso en la innovación genérica pasa por convertir al zombi en objeto de amor romántico. Es lo que propone Warm Bodies, donde, además, el relato está narrado desde el punto de vista de la aberración. La ficción televisiva ha sido la última en abonar esta tendencia, ahondando en la humanización de una criatura hasta hace poco temible y viscosa.
TV Zombi: las vísceras se hacen mainstream
Es lógico que la ficción televisiva esté generalizando la desnaturalización del zombi al dibujarlo como personaje atormentado y empático, con más aristas dramáticas que cicatrices físicas. El relato expandido durante decenas de capítulos permite —en lugar de centrarse en el shock y en la difusión repetida y explícita del horror— bucear en los miedos colectivos y las respuestas emocionales de los personajes ante sucesos paranormales, horrendos o sobrenaturales. Una retórica de la reacción, no de la acción.
Es el estilo que define varias propuestas recientes que lidiaban con los muertos que regresan: Les Revenants, su reciente remake americano The Returned y la fallida Resurrection. La premisa no es nueva y ya había sido abordada antes desde propuestas tan dispares como Yomigaeri (un film japonés de 2003), El cementerio de animales (una novela de Stephen King) o, salvando las distancias, el sci-fi de Los 4400 (2004-07), por sacar algo de músculo enciclopédico.
¡De acueeeeerdo, hay que poner otra venda!: el revenant no es un zombi, sino un fantasma que regresa para perseguir a los vivos que le dañaron. De acuerdo. Y, sin embargo, su trama, esquematizada, entronca con las típicas del género; lo que cambia es la forma, deliberadamente ambigua, de afrontar el prodigio de los difuntos que regresan en cuerpo y alma. La serie de Canal Plus Francia avienta un aura misteriosa, fascinante y lírica que la aleja del tono habitual del terror contemporáneo. La puesta en escena explora la suavidad estética y preciosista del melodrama, desterrando el sobresalto. Porque Les Revenants se vale de lo inexplicable para indagar en la pesadumbre de la ausencia, los lazos familiares, el ansia de maternidad, el estrés postraumático, la validez de la fe religiosa o el peso del pasado. En consecuencia, con Les Revenants la figura del no-muerto se desplaza desde la interpretación social y política hacia una lectura psicológica y espiritual.
Como explicaba Freud, lo siniestro emerge cuando lo que nos es cercano y familiar adquiere matices extraños y abominables. Los personajes que regresan de la tumba mantienen su apariencia intacta, «cercana» y «familiar», sin ningún distintivo externo que marque la distancia entre los vivos y los revenants. Esto permite, por un lado, que el juego de emociones se ensanche al interaccionar unos y otros, con el añadido del terremoto afectivo que supone volver a tocar a seres amados a los que se había perdido. Pero, por otro, el insondable misterio del regreso de los muertos y la imposibilidad para discernir el «nosotros» del «ellos» implica una siniestra fuente de ansiedad constante. Los resucitados ejercen como ventiladores emocionales: remueven el pasado agitando culpas, tuercen el curso del presente dislocando aflicciones y condicionan el futuro revolucionando un pequeño pueblo de los Alpes franceses.
«¿Cómo sabes que eres inmortal?» (2.2), le pregunta Virgil a Camille. Son seres existencialistas, atormentados por su identidad y atenazados por los remordimientos metafísicos. En todos los personajes —vivos y muertos— el regreso del pasado implica que su emocionalidad herida pasa a un radical primer término, en un vano intento por encontrar un sentido a lo inexplicable. Un tormento similar —más medicalizado que trascendente— comparten los protagonistas de In the Flesh, estrenada un año después en la televisión británica.
El zombi deprimido
Tras una guerra civil contra los zombis, los humanos han vencido y la sociedad ha conseguido dominar a los rabiosos —así los denominan aquí— y catalogarlos como enfermos crónicos. Los tienen confinados en gigantescos centros sanitarios donde médicos, biólogos y psiquiatras tratan a estos afectados por el «síndrome de parcialmente muertos». Cuando están «curados», los devuelven a sus vidas antiguas. La serie explora, en consecuencia, el regreso a casa, a una familia que no tiene manual de instrucciones para el retorno de los muertos; la confrontación con un hábitat hostil: un pequeño pueblo que creó una milicia para combatir a los salvajes; y, sobre todo, el drama adolescente de alguien que no encuentra su sitio.
No es casualidad que las primeras escenas nos muestren a Kieran, el protagonista, recibiendo una suerte de psicoterapia en la que el médico-científico le insta a reinsertarse en la sociedad cuanto antes: «Precisamente por eso estás preparado: ¡estás sintiendo!». La «cultura emocional» que citábamos antes se presenta como catalizador, de forma explícita: lo que convierte al zombi en hábil socialmente, incluso en aceptablemente humano, es su capacidad para sentir.
Poco después, cuando Kieran le expresa que sus padres no le aceptarán porque es un rotter y ha matado gente, el facultativo le obliga a repetirse a sí mismo una frase que ahuyente el estigma, incluso del propio apelativo «zombi»: «Sufro un “síndrome de parcialmente muerto” y lo que hice en mi estado sin tratamiento no fue culpa mía» (1.1). Esta escena del piloto explicita que los rabiosos doblegados por los humanos guardan memoria de las atrocidades que ejecutaron tras alzarse de las tumbas, lo que agrava la culpa y la vergüenza ante su regreso social y familiar.
Mas la memoria también es física. Kieran mantiene las cicatrices de cuando se sajó las muñecas y necesita, como todos los zombis rehabilitados, de lentillas y maquillaje para simular una apariencia externa humana. Es decir, la diferencia se esconde para aparentar normalidad. Los zombis de In the Flesh no solo luchan por recuperar su individualidad, sino por poder exhibirla en la esfera social, algo que logran al aprender a expresar sus emociones abiertamente. En este sentido, la serie se opone a esa pulsión de masa, asimilatoria, que caracterizaba al zombi tradicional. Una criatura, además, que buscaba contagiar esa radical despersonalización. In the Flesh traza el camino inverso: el del monstruo que restituye el «yo».
Hacia el superheroísmo zombi
Tras los revenants que regresan angustiados del más allá, los zombis que se enamoran y los rabiosos rehabilitados con síntomas de depresión, solo queda un último tramo por transitar: el del heroísmo. Es lo que propone la juvenil y amable iZombie: invertir el mito maligno del muerto viviente al contraponerlo con el altruismo valiente de su protagonista. Liv es una estudiante de Medicina que ve cómo su vida —amorosa, laboral— gira ciento ochenta grados cuando es misteriosamente infectada. Abandona a su prometido, se vuelve taciturna y comienza a trabajar en una morgue, para así poder tener fácil acceso a cerebros que la mantengan estable. Ahí radica la primera ruptura de la serie con las convenciones genéricas: la maldad puede contenerse mediante el libre albedrío del «infectado».
Es decir, los zombis conservan una apariencia normal, así como su personalidad, su memoria y su inteligencia… siempre que no descuiden su dieta a base de sesos humanos. Al igual que ocurría en los aseados vampiros de True Blood o The Vampire Diaries, Liv ha encontrado una fórmula para embridar su pulsión salvaje. La violencia caníbal, tan definitoria del género, ha desaparecido, dejando paso al humor negro para parodiar sus situaciones más potencialmente sangrientas. Los cuerpos purulentos, desfigurados y repulsivos han dejado paso a una zombi bella y joven, de modo que el espejo resulte mucho más asequible.
El empleo de la voice-over, además, nos presenta una zombi autoconsciente, que hace cómplice al espectador de sus dudas íntimas y sus problemas para adaptarse a su nueva situación. Con sus dosis de personaje alienado, obsesionado con ese narcisismo propio de nuestra cultura emocional: «¿Está probablemente mal que cada vez que veo un cadáver piense “qué demonios estoy hacienda con mi vida”?» (1.1). No es el único recurso narrativo que comparte con Warm Bodies. En aquel film, R. se enamoraba de Julie tras haberse comido los sesos de su novio. De forma análoga, en iZombie los cerebros del depósito de cadáveres de los que se alimenta Liv le permiten desarrollar una empatía extrema: es capaz de tener flashbacks de los recuerdos de ese muerto, compartir sus habilidades e, incluso, adoptar ciertos rasgos de la personalidad de los despojos que acaba de degustar. Esto convierte a la serie de The CW en un thriller psicológico stricto sensu: cada cerebro sirve para disparar el caso de la semana. Liv colabora con la policía, escondiendo su conocimiento de los secretos de tal o cual muerto bajo la excusa de que posee poderes psíquicos. La subversión genérica es total: el zombi, antaño paradigma de la repulsión, incapaz de sentir, desemboca ahora en alguien que puede encarnar la mente y el alma de otros. Con sus recuerdos, sus destrezas y sus afectos.
iZombie también desata un motín en la moralidad zombi: lejos de ser el malo, la amenaza, aquí emerge un personaje imprescindible para el bien común, con unas habilidades empáticas que rayan en el superheroísmo. El paralelismo es tal que Liv hasta cuenta con la complicidad de un confidente —el doctor Ravi Chakrabarti— que conoce su identidad secreta. De aquellas hordas grotescas, violentas y abominables hemos desembocado en una guapa superheroína capaz de desfacer cualquier entuerto, gracias, precisamente a su condición de muerto viviente.
Como los ejemplos analizados demuestran, el zombi está dejando de aventajar al vampiro como fuente de miedo y repugnancia; al contrario, está emulándole en su proceso civilizatorio, integrador, higiénico. Hace décadas que los colmillos del vampiro se perfumaron con Paco Rabanne y ahora son las vísceras del zombi las que se emboscan en lágrimas y buscan cobijo en el diván del psicoanalista. Hasta el punto de que cada vez es más fácil toparse en la televisión con un puñado de no-muertos que se encuentran, como cualquier hijo de vecino, al borde de un ataque de nervios.