La radio ha sido siempre —por razones inconcretas y algo arbitrarias— un refugio pequeño pero seguro. Cálido en la mayoría de ocasiones. Los grandes nombres de la intelectualidad y la cultura han mostrado una tímida afección ante este medio que nació, indiscutiblemente, con la vocación de abrigar las entrañas. La radio es la voz lanzada con pértiga directamente a nuestros oídos. A nuestras mentes. Tuvo a menudo cómplices y amantes. Algunos la desearon por las noches; otros la emplearon para explicar a los niños que el dolor llegará y habrá que combatirlo; casi todos creyeron, en definitiva, que con ella cerca no importaba andar desnudo por la casa. Por el mundo.
Poco se ha hablado, sin embargo, de la radio como adicción, como cadena permanente a la que el oyente se sujeta para comprender ese mundo por el que deambula desnudo. Algunos de esos tipos que supieron advertir en la radio un melancólico asilo en el que cohabitaban ficciones, piezas musicales, narraciones extraordinarias, voces hondas o silencios subyugantes fueron Walter Benjamin, Bob Dylan, Woody Allen y Paco Umbral. Lo que sigue no es más que el resultado de un sueño reciente de la que escribe: el de un programa radiofónico —imposible y fabuloso, titulado Lo que nunca decimos— en el que estos cuatro domadores de palabras encontrarán acomodo.
Un refugio pequeño pero seguro.
Walter Benjamin: la radio como juguete
En una de las obras más singulares de Walter Benjamin, Juguetes antiguos (1928), el filósofo alemán afirmaba que jugar siempre suponía una liberación para niños y para adultos:
Al jugar los niños, rodeados de un mundo de gigantes, crean uno pequeño que es el adecuado para ellos; en cambio el adulto, rodeado por la amenaza de lo real, le quita horror al mundo haciendo de él una copia reducida.
Benjamin supo que la radio podía ser una forma de juego que proporcionaba herramientas precisas para el pequeño mundo adecuado en el que debían habitar los niños. Es por ello que a finales de los años veinte, poco antes de la llegada del nazismo, Benjamin se puso a escribir programas de radio infantiles. Les leía cuentos, reflexionaba sobre injusticias sociales y explicaba por qué determinados desastres naturales de la historia eran invencibles. Desde el final de Herculano y Pompeya, el terremoto de Lisboa, el incendio del teatro de Cantón o la catástrofe ferroviaria del estuario del Tay… cualquier hecatombe pasaba por el filtro benjaminiano y era inoculada, a través de la radio, a las mentes más jóvenes de Alemania.
Imaginen un 23 de marzo de 1932 a las cinco y media de la tarde. Los niños acurrucados en torno a un transistor e irrumpe de pronto la voz de Walter Benjamin hablando directamente a aquellos seres que iban a presenciar el genuino horror solo unos años después:
Hace ya mucho me propuse contaros alguna vez la historia de la sociedad secreta más grande y peligrosa de América, al lado de la cual las actividades de todas las bandas de contrabandistas de whisky y de todos los gánsteres son un juego de niños: el Ku Klux Klan. («El desbordamiento del Mississippi», Radio Benjamin, Editorial Akal, 2015).
Ese mismo año, 1932, el filósofo pasó un tiempo dorado en Ibiza junto a una misteriosa mujer. Olga Parem era una atractiva germana con ascendencia rusa que conoció cuatro años antes gracias a Franz Hessel. Lo más insólito de la incursión de esta mujer en la vida de Benjamin tiene que ver con la recuperación de unos cuentos infantiles. Ola, como la llamaban sus amigos, había declarado delante del juez que dirimía el divorcio de Benjamin de su mujer, Dora Sophie Pollack. Ella intercedió para que Benjamin recuperara una colección de cuentos infantiles que le habían servido para forjar su personalidad y su construcción más intelectual. Finalmente, los libros se los quedó Dora, pero Olga supo desde aquel instante que nada es comparable a aquellos relatos que nos han hecho comprender el pequeño mundo adecuado de los niños. A Olga le pidió Walter matrimonio. Ella se lo negó, pero jamás se olvidó de su sonrisa:
Su risa era mágica; cuando reía, todo un mundo hacía su aparición. (Walter Benjamin. Historia de una amistad, Gershom Scholem, Editorial Debolsillo).
Walter Benjamin, como buen amante de la radio, fue siempre un solitario. Como lo hubiera sido Kafka, cuyos extraños relatos —siempre en el interregno de lo divino y lo demoníaco— hubieran tenido —y tienen— un notable potencial sonoro. Los guiones de Benjamin eran intolerablemente precisos, vívidos y de largo alcance. No los vulgarizaba, sino que, arrastrado por la fascinación y curiosidad que definió su existencia, reflexionaba con los niños acerca de ese misterio que resulta vivir.
Lo cierto es que la faceta de creación radiofónica es posiblemente la menos conocida de este pensador que entendía el medio —concretamente el micrófono— como un narrador omnisciente que despliega sus límites recogiendo voces en una meridiana vocación de vigilancia. Así pues, los guiones radiofónicos de Benjamin poco tienen que ver con el infantilismo y la dictadura de lo correcto imperantes en su tiempo. Él podía narrar el terremoto de Lisboa o el incendio del teatro de Cantón sin remilgos ni adornos. Parafraseando una de sus citas, «somos pobres en historias memorables contadas en la radio». Benjamin quiso combatir esta ausencia con narraciones como Los alborotos de Kasper o El corazón frío, en los que juega deliberadamente con la «ceguera» de la radio, imponiendo determinados límites visuales y forzando a los personajes a ponerse en la misma situación que los oyentes, revirtiendo el orden lógico.
Por último, Benjamin supo detectar como pocos la tiranía y crueldad de un acto tan aparentemente inocente como apagar la radio: «Nunca un lector ha cerrado un libro que había comenzado a leer tan decididamente como los oyentes de la radio [apagan] su aparato minuto y medio después de escuchar un programa hablado».
Paco Umbral: la cantinela de la vida
Los mensajes nocturnos de Paco Umbral en la radio tenían algo de epifanía joyceana; manifestaciones líricas que, con una voz cavernosa, narraban lo sucedido en la actualidad del momento o rescataban del olvido algún personaje o hecho concreto. Umbral mostraba, en aquellas columnas radiofónicas, unos cuantos instantes privilegiados que convendría aprovechar. Antes de irse a Madrid y antes de llamarse Umbral, el autor de Mortal y rosa dejó Valladolid por una ciudad más pequeña: León. El escritor no sabría que allí encontraría —literalmente— su voz. Su primo, José Luis Perelétegui, era director de Radio Falange —después Radio León— y le propuso trabajar de administrativo en aquel medio. Umbral supo adivinar que ese trabajo solo era el comienzo de una larga trayectoria periodística. Perelétegui, por su parte, tenía su plan secreto: que Umbral desbancara a Victoriano Crémer, la estrella del momento con su programa Luces de la ciudad. Entre 1958 y 1961 Umbral vivió en León y coincidió con grandes mitos de la radio como Luis del Olmo. En La Voz de León pergeñó diversos espacios radiofónicos entre los que destacaba Buenas noches, una serie de columnas dedicadas a personajes históricos como el pintor Van Gogh:
Buenas noches, Van Gogh, loco resplandeciente del arte nuevo, buenas noches. Todo el grupo genial y precursor habéis vuelto a reuniros como espíritus convocados por el golpeteo rítmico del martillo subastador. Con ocasión de una reciente subasta londinense vuestros nombres han sonado juntos una vez más. Cézanne, Manet, Van Gogh… Los de siempre, el núcleo inventor y disparatado de donde iba a salir el arte de nuestro tiempo. (Diario de un noctámbulo, Editorial Planeta).
Otras columnas noctívagas ya buceaban en el estilo lírico pero punzante que, años después, estamparía en todos sus libros y artículos:
Buenas noches, junio, mes de verdor y oro, mitad primavera y mitad estío, híbrido de musa y atlante, centauro de torso adolescente e ijares de cobre, buenas noches… (Diario de un noctámbulo, Editorial Planeta).
Y, por último, Umbral parecía poseer ya ese ritmo, esa cadencia radiofónica que se incrustaba en los oídos del oyente para nunca salir de ellos:
Buenas noches, sueño, grato traidor de cada día, buenas noches.
En realidad, este saludo de todas las noches se mete diariamente en tu terreno, invade tus aguas jurisdiccionales, quiere ser una última osadía retórica a la orilla misma de la marea que va a subir, de la silenciosa marea del sueño, y por eso tú, camarada sueño, estás siempre al fondo de nuestras palabras, como el mar está al fondo de las palabras del poeta. (Diario de un noctámbulo, Editorial Planeta).
Todas las columnas noctámbulas umbralianas confirman una de las tesis más extendidas en el mundo del transistor: que la radio, de noche, es un poco más radio. Es decir, que nada como la radio para acompañar a los solitarios. Umbral lo detectó quizás porque era uno de ellos. Su tono invitaba siempre a la confidencia, la murmuración y el susurro.
La asociación del escritor con el medio radiofónico ha permanecido, a lo largo del tiempo, sepultada. Sus novelas y, fundamentalmente, sus artículos de prensa ensombrecieron gran parte de esta corriente periodística que, ahora lo sabemos, fue esencial para su construcción posterior, pues la radio para Umbral era una suerte de laboratorio en el que ensayaba una disciplina férrea que le acompañaría toda la vida: la columna diaria. O lo que es lo mismo: la gimnasia del escribiente. Al principio escribía para otros locutores. Tiempo después y con la confianza ya puesta se decide a ponerles su grave voz. Allí dejará de ser Francisco Pérez para convertirse en Paco Umbral. Ese periodo de aprendizaje y formación fue crucial para jugar con los estilos y temas: crónicas de actualidad, columnas, noticias, relaciones con fuentes e instituciones públicas. Tal y como se recoge en el libro de conversaciones Umbral. Las verdades de un mentiroso ilustre (E. Martínez Rico, 2003), el periodista reconocía que «en León empecé a amanecer». Y aunque hablaba de madrugar, también podemos atisbar un despertar netamente profesional. Periodístico. Columnista.
Umbral, como buen detective, siempre sospechó que la radio y el fútbol fueron las grandes armas de manipulación de Franco. Es por eso que detestaba la radio franquista censurada y maquillada para la ocasión. Una radio que se nutría de concursos y folclóricas que entretenían al pueblo. Pero, ante todo, abominaba de los seriales como Ama Rosa o El consultorio de la señora Francis, contenidos que distribuían «cosmética moral de fabricación casera». Esa misma radio, escribió Umbral en el periódico El País un domingo 3 de febrero del año 1980, era la que había «hecho suya, con una rapidez y fervor emocionantes, la nueva libertad de expresión». De este alegato triunfal del medio se desprendía una teoría nada descabellada si se piensa con esmero: «Hoy, si hay democracia en España, está en el aire, no solo por el riesgo, el clima y el subconsciente colectivo, sino también por la realidad continua, fugaz, parlanchina y testimonial de la radio. Viva la radio». La radio caliente de Umbral te cogía de la mano para llevarte a las oscuridades de la noche. Y así, hablando un día de las geografías del alma y otro de las cantinelas de la vida, supo poner la primera piedra, la más maciza tal vez, del que ha sido, sin duda, uno de los mejores periodismos literarios de nuestro tiempo.
Woody Allen: la inauguración de los días de radio
Muchos no supieron lo adictiva que era la radio hasta que vieron la película de Woody Allen Radio Days. Es más, muchos no se detuvieron a escuchar la radio hasta ver la película de Allen. Por otro lado, no hay facultad de Comunicación en este país que no haya recomendado a sus alumnos este film para inocularles el veneno radiofónico. Y es que la radio en el cine, lamentablemente, no ha sido abordada con demasiada asiduidad. Good morning, Vietnam de Barry Levinson se estrenó el mismo año que Radio Days de Allen: 1987. Si la primera se centraba en las divertidas peripecias del locutor Adrian Cronauer —enviado a la base de Da Nang en Vietnam entre 1965 y 1966, para animar a las tropas con sus sarcásticos monólogos—, la segunda se centraba en la vida de un niño —un trasunto de Allen— que descubre la música a través de la radio, un medio de evasión al que se sujetan los protagonistas de esta familia. Cada uno de sus miembros tiene un programa favorito: si Joe sigue fervientemente El vengador enmascarado, su madre escucha Desayuno con Roger e Irene (un programa de crónica social que narra las aventuras de un matrimonio que cada noche asiste a salas de fiesta en Manhattan, y al día siguiente lo cuentan) y su tío es aficionado a un programa sobre leyendas del deporte.
La radio, en el universo Allen, se desvela como un medio para conseguir la felicidad. O, dicho de otro modo: se trata de una escucha aspiracional, es decir, los oyentes se trasladan a una vida de lujo y ensueño que, naturalmente, no es tal, pues las estrellas de la radio que tanto admiran viven instaladas en un vacío existencial.
Días de radio es la infancia de Woody Allen como La guerra de los mundos es la madurez de Orson Welles. Quizás esos dos sean los hitos más recurrentes en el ámbito hertziano. Si el relato de Welles fue escuchado por doce millones de personas, la película de Allen ha sido infravalorada, cosechando una taquilla más bien pobre y siendo acusada de plagio por parte de Álvaro Sáenz de Heredia, sobrino de José Luis Sáenz de Heredia, cineasta que estrenó en 1955 Historias de la radio, un film que, como el de Allen, se centra en la vida de tres radioyentes. La radio que Allen filma, por tanto, tiene un extraordinario componente nostálgico, con guiños constantes a la historia de este medio: desde la escena en la que Bea y su novio escuchan en el coche, aterrorizados, La guerra de los mundos de Welles, las referencias a la catedral de la música, el Radio City Music Hall, hasta, finalmente, la colección impagable de clásicos como Duke Ellington, Frank Sinatra, Artie Shaw o Glenn Miller que tuvieron en la radio al mejor aliado posible.
Bob Dylan: el anciano locutor de radio
Es el Día de la Madre y un anciano locutor de radio con voz susurrante explica que ellas —las madres— son las únicas personas que importan. No lo dice a través de un transistor sino por los altavoces de un ordenador. Es el año 2006. La emisora online, ubicada en Washington, se llama XM Satellite. El hombre con voz de ultratumba pronuncia estas siglas en un jingle improvisado que revela su condición de recién llegado al ámbito radiofónico. Ese hombre que acaba de dar paso, con más estilo que rutina, al «Momma Don’t Allow It» de Julia Lee, es un tipo llamado Bob Dylan. A sus sesenta y cuatro años y tras cientos de canciones compuestas como truenos, debuta como locutor radiofónico en un programa que acabará siendo un hito: Theme Time Radio Hour.
Como gran cantautor, es decir, como gran contador de historias, Dylan se descubrió en su show como un inmejorable locutor que adhería a su narrativa radiofónica ciertas dotes de juglar. A diferencia de algunos programas musicales, en este uno desea con todas sus fuerzas que esa bella canción que Bobby tan bien ha escogido de su armario sonoro termine lo antes posible: cuando ese tema acabe, la voz de Dylan volverá.
El autor de «Hurricane», el muchacho del pelo eternamente ensortijado, parece haber escuchado todas las canciones del mundo y, como un Spotify hecho carne, ha sabido agruparlas por los temas más universales: el dinero, el amor, la noche, la sangre, la guerra, la fruta, el trabajo o la nada. Decenas de temas fueron abordados por Dylan con avaricia y rigor. Con entusiasmo y serenidad. Parece que el cantante dejó el programa en el mismo momento en el que se le agotaron los temas: ¿cómo seguir cuando lo has cantado y contado ya todo? Las tres temporadas completas de Theme Time Radio Hour pueden escucharse ahora con la misma vigencia que cuando fueron lanzadas. A través del podcast —ese nuevo cofre sonoro que contiene los mayores tesoros—, el oyente volverá a recuperar algo de lo que Dylan nos legó con su voz secreta.
Lo que nunca decimos
El programa que soñé se emitía de madrugada, naturalmente. Empezaba con una historia de las que le gustaban a Walter Benjamin. Una hecatombe narrada: el periplo del Arca de Noé que la Biblia recoge con temor y asombro. Entonces Bob Dylan decía que a veces le gusta pensar en todos los animales que Noé salvó. Ejercía el sagrado atributo del silencio en la radio. Uno. Dos. Tres segundos. Y pinchaba el maravilloso tema de The Marvelettes, «Too Many Fish in the Sea». Umbral, quejicoso y oscuro, decía que el gato que más le gustaba en el mundo era Ava Gardner y le dedicaba una columna de las suyas donde le daba las buenas noches y, tímidamente, la invitaba a bailar un día. Woody Allen se reía de todos, anotaba sus chistes en cuadernos infinitos, bromeaba con la seriedad de Umbral, le decía a Dylan que «Hurricane» tenía demasiadas estrofas y a Benjamin que le prestara sus cuentos infantiles. Walter, Paco, Bob y Woody se entendían maravillosamente en aquella charla imposible. No recuerdo en qué idioma conversaban. No hablaban de series, sino de películas, libros y discos. De Melville. De la hija loca de James Joyce. Bebían y fumaban. El micrófono, de hecho, era capaz de registrar sus caladas. Luego se cansaban y apagaban la tertulia. Allen terminaba afirmando eso de que «la vida no imita al arte, imita a la mala televisión». Y añadía al final: «Menos mal que todavía tenemos la radio».
Este articulo es una maravillosa Oda a la Radio, a Umbral, a Dylan, Allen, a benjamin. A ti, a Jotdown. Fantástico!
En internet deberia de haber una distinción, un simbolo o algo que clasificara a estas paginas webs como objetos de «culto» A fin de poder localizarlas mas fácilmente en medio de todo este océano de información que es internet.
Falta solo el locutor de » Radio Oso » de la serie doctor en Alaska
El asunto del «plagio» de Allen a Sáenz de Heredia no se basa en que se trate de una historia con tres radioyentes (de hecho, la película española no va de eso), sino concretamente en un episodio de la película de Heredia, que Allen pone literalmente en la suya: el de la llamada de un concurso radiofónico a un teléfono que suena en un casa donde se está cometiendo un robo, atendiendo la llamada los ladrones. Ese chiste es el que Allen «copia». Seguramente no se trata de plagio, aunque el neoyorquino ve mucho cine clásico internacional, sino simplemente una idea parecida surgida en la mente de dos cineastas.
Ojalá la radio volviera a engancharnos. A diferencia de la tele, no nos abduce ni nos separa, podemos escucharla fascinados mirándonos a los ojos, bailando, hablando o cocinando. Y a solas, si el programa es bueno, es como un gran libro. Echo de menos la radio nocturna, la que seducía sin invadir, suavemente. Lo último a lo que me enganché fue a Cifu y a Melodías Pizarras, pero hace tiempo que me dejaron y los dejé (cosas de la vida). Un millón de gracias por el artículo y por el enlace: ¡son una pasada!
Maravilloso artículo, mis respetos María Jesús.
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¡Gracias!