Cuentan que cuando la «manía de los tulipanes» estaba en su punto álgido, un marinero holandés confundió un bulbo de esa flor con una cebolla. Lo puso a hervir, cosa que le supuso dar con sus huesos en la cárcel. «Con lo que vale el bulbo que te acabas de comer», le dijeron, «podría comprarse comida para alimentar a toda la tripulación durante un año». La anécdota es muy célebre; apócrifa quizá, pero resume a la perfección la surrealista burbuja de precios que los tulipanes experimentaron durante unos pocos años, un proceso que se produjo al margen de la gente común y que enriqueció a unos pocos, arruinando a otros en el camino. Fue la primera burbuja económica moderna, o por lo menos la primera que dejó una huella profunda en el subconsciente colectivo. Después sería esgrimida por muchos movimientos políticos como el símbolo de codicia sin control, la parábola ejemplar sobre la necesidad de regular los excesos del libre comercio. Incluso hoy, cuando hemos visto y vivido burbujas mucho peores, continúa despertando ecos muy familiares.
En 1637 un bulbo de tulipán llegó a valer mucho más que el equivalente de su peso en oro. Mucho más. Es verdad que no es la única flor que ha experimentado súbitos aumentos de precio en diversas épocas de la historia europea, cuando determinadas especies eran vendidas como artículos de lujo y una elevada demanda podía multiplicar su valor durante un periodo breve. Por ejemplo, madame de Pompadour, amante de Luis XV (y lo que hoy llamaríamos «creadora de tendencias») puso de moda los jacintos a mediados del XVIII; los aristócratas y burgueses que imitaban los caprichos de la famosa cortesana pagaban altos precios por hacerse con plantas maduras y con las propias flores. Durante el siglo XIX los floristas holandeses y alemanes exportaban jacintos a gente adinerada de medio continente y durante los picos de demanda, el valor de los jacintos se disparaba, pero por poco tiempo. El precio bajaba otra vez tan pronto la industria de la floristería incrementaba la oferta para satisfacer a los compradores. Una «burbuja de los jacintos», con las características que tuvo la de los tulipanes, hubiese resultado impensable.
El tulipán fue la emperatriz de las flores en el mercado europeo, la joya indiscutible de la jardinería. Su precio era alto de manera sostenida porque, además de su particular belleza, la oferta nunca podía crecer de forma exponencial si sucedían esos picos de demanda. Era una planta que maduraba con lentitud y no producía demasiados retoños. Para colmo, las variedades más vistosas eran las más costosas de cultivar, debido a una curiosísima carambola biológica que explicaremos un poco más abajo. Así pues, ante un incremento de la demanda, la industria del tulipán tenía poca capacidad de reacción. En consecuencia, los tulipanes, al contrario que los jacintos, nunca dejaban de ser un lujo. Siempre se pagaba mucho por ellos; nadie hubiese imaginado que terminaría generando una fiebre monetaria parecida a los cracks bursátiles de nuestra época, pero desde luego no era un producto cualquiera. Para entender por qué el tulipán pudo provocar un fenómeno semejante tenemos que remontarnos a los tiempos en que los asombrados ojos europeos contemplaron aquella flor.
La joya persa
El tulipán entró muy tarde en los jardines occidentales. Hasta el siglo X fue una flor silvestre, confinada en su hábitat natural, las montañas de Kazajistán. El Imperio selyúcida la introdujo en la actual Turquía, donde los persas empezaron a cultivarla con intención de mejorar la especie. Para cuando se fundó el Imperio otomano, a finales del siglo XIII, ya tenía presencia habitual en los jardines de la corte otomana y en las residencias de los más ricos. Eso sí, continuaba siendo desconocida en Europa, donde no se tuvo noticia de ella hasta trescientos años más tarde.
En la corte turca las vio por primera vez Ogier Ghiselin de Busbecq, natural de Flandes y a la sazón embajador del Sacro Imperio Romano Germánico ante los otomanos. Aparte de su carrera administrativa, Busbecq era un hombre muy observador (durante su paso por Turquía escribió cartas muy interesantes en las que reseñaba los usos y costumbres locales) y sobre todo un entusiasta de las plantas. Lo fascinó de manera especial una exótica flor con forma de cáliz, cuyos pétalos lucían colores de una intensidad desacostumbrada en la jardinería europea. En su viaje de regreso a Viena se llevó unos cuantos con él para deslumbrar a la corte imperial. Pues bien, entre los amigos de Busbecq se hallaba un paisano de Flandes, Charles de l’Écluse, considerado uno de los botánicos más importantes del continente, si no el más. L’Écluse, que firmaba sus obras con el mejor conocido seudónimo latino Carolus Clusius, pasó más de dos décadas trabajando con los tulipanes, para aclimatarlos al entorno holandés y encontrar la mejor manera de cultivarlos; después resumiría todos sus hallazgos en una obra titulada Un tratado sobre los tulipanes. A finales de siglo, Clusius era el único especialista en tulipanes de Occidente.
En 1593, cuando tenía sesenta y siete años, recibió un importante encargo: poner en marcha el Hortus Botanicus de la ciudad de Leiden, el mismo que hoy es el jardín botánico más antiguo de Europa. Estimulado por este nuevo trabajo, Clusius reunió una colección de plantas que resultaba impresionante para su época. Llenó el jardín con especies que había coleccionado él mismo, o que le habían enviado otros botánicos e incluso nobles europeos. Hasta se hizo con ejemplares del Extremo Oriente: aprovechando que los holandeses comerciaban de continuo con Asia, encargó a la Compañía de Indias que le trajese especímenes de plantas raras en las bodegas de sus barcos mercantes. Con semejante colección, no es raro que el Hortus Botanicus tuviese un éxito inmediato. Pero, incluso en mitad de aquel despliegue de plantas extraordinarias, tan pronto llegó la primavera y los vivaces tulipanes florecieron se convirtieron en las grandes estrellas de la exposición. Los visitantes, sobre todo los burgueses adinerados y los nobles —para quienes los jardines de sus casas eran parte indispensable de su tarjeta de presentación en la alta sociedad— ansiaron hacerse con aquellas flores de colores tan vivos. Esto hizo que los cultivadores y floristas holandeses se interesaran por el tulipán. Empezaron a establecer las primeras plantaciones comerciales del tulipán holandés, aunque entonces, claro, era mejor asociado con los turcos.
La inexplicable magia de los bulbos
En 1581, mientras Clusius todavía estudiaba los tulipanes en la sombra, varios territorios de los Países Bajos españoles abjuraron del rey Felipe II, abandonando la condición de colonia española y convirtiéndose en las Provincias Unidas. La coincidencia de varios factores políticos, sociales y demográficos, amén de la recién conseguida libertad de acción, produjeron una explosión económica basada en el intensivo comercio con Asia. Se estableció una fuerte cultura del emprendimiento y apareció una nueva clase burguesa, minoritaria pero muy rica, que no tardó en interesarse por cualquier mercancía que le pudiera servir para resaltar su nuevo estatus. Esto dio origen a la Edad de Oro holandesa, algunas de cuyas manifestaciones culturales, como la pintura, continúan despertando nuestra admiración hoy. No había nuevo rico que no encargase retratos y paisajes para sus viviendas. También los jardines se convirtieron en un símbolo visible de su prosperidad. Para un holandés adinerado, el presumir de jardín ante las visitas era tan importante como vestir ropajes caros y ofrecer enjundiosas comidas con cubertería de plata. Mantener un jardín era bastante caro, sobre todo si contenía flores exóticas. Y el tulipán, la más exótica de todas las flores, iba a convertirse en la joya de aquellos presuntuosos vergeles. Cuando florecían en primavera, la impresión que provocaban en las amistades sería duradera; así, los burgueses empezaron a competir por adquirir los más espectaculares ejemplares. Los cultivadores y floristas se esforzaban por satisfacer esa demanda, pero la oferta de determinadas variedades crecía con mucha lentitud.
La planta del tulipán podía reproducirse mediante semillas, como otras muchas, pero ello presentaba varios inconvenientes. Las plantas recién nacidas —las que provenían de las semillas— tardaban años en madurar y producir flores; demasiado tiempo para aquellos compradores que deseaban lucir aquellos colores en su jardín lo antes posible. Algo más ágil, y por lo tanto más viable desde el punto de vista comercial, era la reproducción mediante bulbos. Durante el verano, después de florecer, la planta dormía durante tres o cuatro meses; en ese periodo se podían desenterrar los nuevos bulbos que hubiese producido (nunca eran muchos) y trasplantarlos para obtener una planta que sí floreciese al año siguiente, sin necesidad de esperar a que madurase desde el estado primigenio de la semilla.
Las flores del tulipán común eran de un solo color (rojo, blanco, violeta, naranja, azul, rosa, etc.), pero había otras cuyos pétalos contenían vetas de dos colores; en algunos casos incluso bordes irregulares, parecidos a una labor de encaje, cuya magnificencia visual inspiraba a los pintores y despertaba el ansia de los compradores. Estas variedades irregulares no podían obtenerse mediante semillas. Las semillas de cualquier clase de tulipán, aun del más raro y vistoso, generaban siempre plantas con una flor común, monocolor. Para que las flores más extraordinarias conservasen las propiedades en sus plantas hijas debían reproducirse mediante bulbos.
Este aberrante fenómeno, el que las semillas de plantas con flores multicolores siempre gestasen plantas con flores comunes y monocromas, debió de dejar atónitos a los cultivadores de su tiempo. Era como si las semillas de tulipán no transmitiesen toda la herencia. Por entonces no se conocía la genética moderna, por supuesto, pero los cultivadores sabían que una semilla debería transmitir las cualidades de la madre. Los tulipanes irregulares que solamente heredaban sus cualidades en los bulbos eran un misterio incognoscible. Este fenómeno no fue explicado hasta siglos más tarde, cuando gracias al desarrollo de la microbiología se descubrió que los tulipanes irregulares, los más bellos, no tenían ese aspecto por un capricho de la genética, sino debido a la presencia de un virus, el Potyvirus, parecido al que provoca las plagas del «mosaico» que arruinan las patatas, lechugas, tomates, pepinos y otros cultivos. El virus contagiaba los bulbos, pero no estaba presente en las semillas. Así, de una planta enferma se obtenían tanto hijas sanas (semillas) como hijas enfermas (bulbos). La misma enfermedad que en otras cosechas empeoraba el aspecto del producto era la que en los tulipanes causaba la más singular belleza. Los cultivadores sabían que los bulbos de variedades raras, escasos en número, eran los más apreciados, y por tanto los más caros. Con el paso del tiempo cada vez más gente podía tener tulipanes comunes yendo a comprar semillas o plantas nacidas de semillas, pero no cualquiera estaba en disposición de pagar un alto precio para hacerse con un bulbo «noble», infectado por un enfermizo esplendor.
La burbuja
Las variedades multicolores, pues, continuaron siendo patrimonio exclusivo de las clases altas. La gente común no podía permitirse comprar un bulbo enfermo. Para resaltar esta condición de flor reina de los jardines, aquellas variedades raras eran bautizadas con nombres sonoros de personajes históricos, con títulos nobiliarios, etc. Hacia 1630 el negocio de los bulbos era ya rentabilísimo; los cultivadores los vendían a buen precio a los floristas, quienes a su vez los hacían llegar a las clases altas. Los precios de los bulbos holandeses, ya de por sí altos debido a la enorme demanda local, se dispararon todavía más cuando empezaron a ser reclamados también desde el extranjero. Sobre todo por los aristócratas franceses, que los acababan de descubrir. Pronto los tulipanes ocuparon el cuarto lugar en la tabla de exportaciones holandesas, solamente por detrás de sectores tan establecidos entonces en el país como los lácteos, la pesca y las bebidas alcohólicas.
La competencia entre los comerciantes que intentaban hacerse con bulbos se tornaba cada vez más feroz. Ansiosos por garantizarse una cantidad del producto cada año, empezaron a firmar contratos con los cultivadores, quienes meses antes de la cosecha se comprometían a entregarles los bulbos que todavía estaban bajo tierra. Estos contratos de compraventa no tenían por qué generar una burbuja, ya que eran una compra como cualquier otra, con la única diferencia de que el comerciante pagaba los bulbos en invierno o primavera, pero no los recibía hasta el verano siguiente. Como nadie en el negocio quería quedarse sin bulbos, apenas finalizada la cosecha de un año ya se estaba firmando la compra del año siguiente.
El problema empezó a gestarse en 1635, cuando quienes eran propietarios de un contrato de futura compra de bulbos empezaron a sentirse tentados por la idea de revenderlo a otro comerciante. La demanda prevista era tal que los precios que se firmaban aumentaban en cuestión de semanas; así, revender un contrato por un precio superior al estipulado permitía obtener un beneficio inmediato sin necesidad de esperar a la cosecha. A su vez, quien compraba el contrato, viendo que la demanda prevista continuaba creciendo, podía revenderlo por un precio todavía mayor. Este trasiego de contratos se convirtió en un nuevo y boyante negocio: el mercado de futuros de los tulipanes. Unos bulbos que no habían salido del suelo iban cambiando de propietario por cantidades de dinero cada vez más elevadas. Todo justificado por la creencia de que los precios de los tulipanes raros serían cada vez mayores en el mercado final. Este curioso mercado de futuros alcanzó unas dimensiones insospechadas en cuestión de meses. Atrajo a gente ajena al negocio de las flores; brokers especializados en la compraventa de contratos que jamás ponían las manos sobre un tulipán y que nunca vendían plantas a nadie. Su único interés era el intercambio constante de aquellos títulos, basado en la especulación.
Aquel negocio no era ilegal en Holanda, pero tampoco era legal, porque el país carecía de una regulación a favor o en contra. Se trataba de un fenómeno nuevo en el que las autoridades, embebidas por la mentalidad mercantilista de su tiempo, no deseaban interferir sin necesidad. Eso sí, sabemos que no todos en el Gobierno lo veían con buenos ojos, como demuestra el que algunos importantes funcionarios calificasen aquel intercambio de contratos como windhandel, «venta de aire». Desconfiaban sobre los posibles efectos secundarios de aquella escalada de precios. Aun así, en una nación donde la empresa mercantil era sacrosanta poco podían hacer para detener el proceso, sobre todo porque no se vislumbraba un final determinado. Era un fenómeno nuevo, pero parecía tener su base: el bulbo de tulipán era uno de los productos de lujo más buscados por la gente más rica de Europa, así que resultaba imposible concebir una inversión más sólida.
En la entonces reciente Bolsa holandesa se llegó al extremo de establecer puestos dedicados en exclusiva a este intercambio de contratos. Pero también las posadas y tabernas eran escenario habitual de compraventas, celebradas ante suntuosas cenas, a las que acudían hasta doscientos y trescientos inversores. Como se ganaba mucho dinero en esas veladas, no se reparaba en gastos; el alcohol fluía en abundancia, había espectáculos en vivo y tampoco era inhabitual la presencia de prostitutas. También hubo personas ajenas al negocio de las flores (artesanos, marinos, etc.) que se sintieron atraídas por aquella máquina especulativa de hacer dinero y acudían a los brokers en busca de beneficios rápidos, fáciles. Los agentes les recibían a cambio de una tarifa —bautizada, de manera muy significativa, «tarifa del vino»— y con un par de firmas ofrecían esa rentabilidad inmediata. Ya no había que esperar a que se cosechasen los bulbos para ganar dinero.
El carácter no clandestino pero sí un tanto apresurado de aquel negocio hizo que apenas quedasen registros mercantiles que los historiadores puedan consultar. Sin embargo, se conocen datos muy impactantes, como que algunos contratos de compra de bulbos cambiaban de dueño más de diez veces en un solo día. Cada bulbo de tulipán multicolor que todavía estaba bajo tierra podía aumentar de precio una decena de veces en veinticuatro horas. Los más avispados brokers podían ganar hasta setenta mil florines en un mes; esto es, más de cinco mil veces el salario medio de un trabajador holandés, que percibía un sueldo de entre doce y trece florines mensuales (ciento cincuenta florines al año, el equivalente de unos mil setecientos euros actuales). El poder adquisitivo de las clases bajas no era muy elevado (aunque en otros lugares de Europa, desde luego la situación era mucho peor) y la vida era cara. Una pieza grande de queso o un barril de cerveza costaban unos ocho florines, más de la mitad de un sueldo mensual. Una oveja o un barril de vino valían diez florines; un cerdo, veinticinco; una vaca o un abrigo, cincuenta. Aún más costosos eran los caprichos de los burgueses: un traje caro o una única pieza de cubertería de plata costaban entre ochenta y noventa florines. Un buen mueble, no menos de ciento cincuenta. Pues bien, cuando en 1635 la fiebre de los contratos de futuros de los tulipanes entró en su apogeo, un único bulbo de alguna variedad muy buscada (como el llamado «Virrey») pudo llegar a costar dos mil quinientos florines, el equivalente de quince años de salario de un trabajador. Un único bulbo. Una remesa de cuarenta bulbos cambió de manos por cien mil florines; una auténtica fortuna con la que podrían haberse comprado diez mil ovejas, o dos mil vacas, o doce mil barriles de cerveza, o cincuenta toneladas de alimentos, o una cubertería verdaderamente palaciega consistente en más de mil trescientas piezas de metal precioso. En otro caso, un único bulbo de la variedad Semper Augustus fue adquirido a cambio de un terreno de cincuenta mil metros cuadrados, seis o siete veces la extensión de un campo de fútbol.
Durante 1636 y principios de 1637 muchos inversores ganaron fortunas sin hacer más que comprar y vender unos documentos que nunca parecían dejar de valer más y más. El gran problema de este negocio, claro, era que los precios crecían solamente sobre la base de expectativas, sin la seguridad de que al final, llegado el momento de la cosecha, habría de verdad gente dispuesta a comprar tulipanes por aquellos precios tan exagerados, inflados de manera tan veloz durante los meses anteriores. En principio nadie pareció reparar en este inconveniente, o por lo menos nadie lanzó una voz de alarma lo bastante sonora como para que aminorase la marcha del asunto, y como hemos visto, ni siquiera las reluctantes autoridades intentaron que se impusiera el sentido común. Todos parecían confiar en que las leyes del mercado estaban sosteniendo todo el proceso.
A finales de 1636 algunos empezaron a sospechar que quizá los precios eran tan altos que los compradores finales, aquellos que no querían adquirir contratos sino las propias flores, ya no iban a estar dispuestos a comprarlas. Los precios se habían encarecido demasiado, tanto, que se antojaría una adquisición insensata incluso para los bolsillos más pudientes. Durante los primeros meses de 1637 la especulación continuó sin freno, pero los tanteos del mercado hicieron patente que las mencionadas sospechas podían tener fundamento. Los tulipanes eran demasiado caros. Los comerciantes y los exportadores empezaron a tener problemas para colocar sus futuras remesas a los precios que se habían negociado en aquella «bolsa de valores». Cuando por fin se entendió que la oferta había sobrepasado por mucho los precios que la demanda estaba dispuesta a asimilar, cundió el pánico. Los contratos se habían convertido en un activo tóxico; su valor se desplomó. Hasta entonces, quien había tenido un título de compraventa en sus manos estaba en posesión de dinero seguro; ahora, de repente, sabía que nunca podría recuperar lo invertido. Un buen número de inversores quedaron atrapados en el estallido de la burbuja. El mercado de los bulbos de tulipán había saltado por los aires. Un montón de dinero que estaba «en el aire» desapareció de un plumazo.
Las consecuencias
La crisis de los tulipanes no produjo efectos económicos a gran escala en Holanda, o no tan terribles como se describió a posteriori. Hubo gente que se arruinó, por descontado, pero la burbuja tuvo efectos limitados. Este es un hecho que quizá pueda sorprender, sobre todo si la comparamos con algunas burbujas más recientes. Pero hay varios factores que lo explican. Para empezar, los inversionistas, que eran una minoría adinerada dentro del conjunto de la población holandesa, pudieron asumir el golpe financiero en buena parte de los casos. Los bulbos eran un producto no muy abundante, así que la base del castillo de naipes no pudo extenderse más allá de ciertos límites. Por otra parte, la clase trabajadora o las clases medias-bajas participaron muy poco en aquel negocio porque no tenían tanto dinero para invertir y no existía una «generosa» red de préstamos hipotecarios como sí sucedió en la burbuja inmobiliaria. Acudir a un prestamista de la época era mucho más arriesgado, y quienes lo hicieron sin duda terminaron en la más completa miseria. Pero no fueron muchos. A la mayoría de los trabajadores ni se les pasó por la cabeza invertir en un bulbo de tulipán que valía años enteros de salario. Con todo, el factor más importante que evitó mayores desastres fue la actitud de la propia industria. En las crisis recientes ha habido grandes empresas que se han salvado de la quema gracias a los rescates estatales; en la crisis de los tulipanes sucedió algo parecido, aunque no se produjo un rescate en forma de inyección de dinero por parte del Estado, sino de los propios productores y distribuidores.
Los primeros en entender que su sector peligraba fueron los cultivadores y floristas que habían vendido los bulbos en primera instancia. Supieron que los contratos de compra no se iban a formalizar, porque los bulbos no podrían venderse a tan alto precio. Dicho de otro modo: se arriesgaban a no cobrar un solo florín cuando llegase el momento de la cosecha. Algunos intentos de hacer cumplir los contratos por lo legal demostraron que la vía judicial iba a resultar ardua y, con frecuencia, desfavorable a sus intereses. Aquel tipo de especulación, desconocido hasta entonces, no estaba recogido por la legislación y los jueces no sabían cómo tratar la deuda adquirida mediante aquellos contratos; un tribunal llegó a dictaminar que era equivalente a una «deuda de juego», cuya devolución no podía ser forzada según las leyes holandesas (hasta tal punto resultaba inhabitual semejante sistema de inversión que podía llegar a ser asimilado con una especie de timba). Así pues, interponer una demanda podía terminar de dos maneras; los cultivadores la perdían, o, de ganarla, arruinaban a su cliente o como mínimo lo alejaban del negocio. Ante esa oscura perspectiva, los productores de tulipanes decidieron ser flexibles. El gremio de floristas propuso que los contratos a futuros se convirtiesen en contratos de opciones. Lo cual significaba que a quienes se habían comprometido a quedarse con los bulbos y ya no podían o no querían formalizar la adquisición, se les permitiría liberarse del contrato abonando un 10% del valor total, en concepto de indemnización. Esta parecía la única solución que evitaba el hundimiento total de los ingresos del negocio de los tulipanes y de muchos inversores que habían sido atrapados por la burbuja. Aunque la conversión de futuros en opciones no estaba recogida por la normativa vigente, el Parlamento holandés sancionó la decisión del gremio y le confirió legitimidad al proceso, entendiendo también que era la única salida. Esto hizo que los propietarios de contratos evitasen un 90% de sus pérdidas y que los floristas ganasen algo de dinero en vez de quedarse a cero.
El efecto sociológico, en cambio, fue bastante más profundo y duradero. La mayoría de los holandeses era gente humilde que se sintió insultada al conocer los precios que se habían estado pagando por aquellas flores. Quince años de salario, o más, por un único bulbo de tulipán. Una planta que no servía para nada (los bulbos ni siquiera eran comestibles, excepto si eran preparados de manera muy cuidadosa, porque eran tóxicos) salvo para adornar los jardines de los ricos durante dos o tres semanas al año. Aun así, se había convertido en el producto más caro del país. Esto, de manera sangrante, hacía patente la brecha entre clases sociales de Holanda. La famosa anécdota del marinero fue probablemente inventada (o por lo menos no existe indicio alguno de que se produjese en la realidad), pero la imagen de un hombre encarcelado por comerse un mísero bulbo de una planta de jardín ilustraba la indefensión que sentía el sufrido ciudadano común ante el capricho de quienes manejaban la economía. Quizá por ello, pese a que el estallido de la burbuja no fue catastrófico para el conjunto de la nación, la «locura de los tulipanes» se convirtió casi de inmediato en un símbolo de los peligros de la codicia incontrolada: fue denostada con frecuencia por aquellos que deseaban una economía más sensata; verdadera o no, fueron muchos quienes se sintieron identificados por la historia del marinero y su injusta condena.
En cualquier caso, aun descartando todo lo que pudiera parecernos hiperbólico en los relatos posteriores, aún hoy se la toma como ilustración del componente irracional que pueden tener los mercados en ausencia de regulación. Una visión que, de manera bastante curiosa, ha sido contestada en tiempos recientes. Un artículo de The Economist, titulado «¿Fue la tulipomanía irracional?», trataba de defender la noción de que los inversores del mercado de futuros de los tulipanes estaban actuando de manera responsable, usando el argumento de que ya anticipaban la conversión legal de los contratos de futuros en contratos opcionales, cuando en realidad esta conversión fue un parche que se puso a la crisis con posterioridad. Una nueva interpretación que busca desmitificar aquella crisis y su valor simbólico como potente argumento en contra de las inversiones no reguladas, pero que es dudoso que vaya a tener mucho éxito. La burbuja de las «puntocom», en concreto, hizo recordar la de aquellas flores que costaban miles de florines. También el hundimiento de la empresa Enron siguió patrones parecidos. Cualquier mercado, sujeto a los impulsos humanos, corre el riesgo de terminar manejado por decisiones irracionales y cortoplacistas, basadas en la idea de que el aire puede aumentar de precio indefinidamente.
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La flexibilidad a costa de los de abajo ha tenido siempre un no sé qué tan tradicional…Y tiene una raíz tan antigua —y tan necesaria y entrañable, dirán los de arriba— que el honor y la grandeza y la justicia son simplemente novedades desfasadas a su lado.
Un artículo muy bien escrito, da gusto leerlo (gracias!)
La nota me parecio excelente. El desarrollo del idioma castellano lo encontrado, correctamente equilibrado. Da placer encontrar una nota tan balanceada donde el escritor usa el idioma como si fuese la paleta de un pintor. El único error que encontré es que un campo de fútbol posee una hectárea es decir 10.000 metros cuadrados. Por lo tanto 50.000 metros cuadrados son 5 campos de fútbol.
bueno hombre, qué puntilloso: un campo de fútbol oficial tiene desde 90×45 hasta 120×90 , me parece que la media del escritor está bien sacada, en España es una especie de demencia nacional identificar las hectáreas con campos de fútbol… el texto tiene otros errores más de «bulbo» léelo otra vez
Sí que tiene errores de «bulbo», sí, jeje. Pero lo peor es que se le ve el plumero ideológico a la legua. En fin, por concretar los «bulbos» más grandes: Flandes y resto de Países Bajos NO eran colonia de España; estaban en unión personal. De hecho, Castilla se rebeló contra Carlos V precisamente porque se sentían colonia de Flandes y no al revés, aunque en época de Felipe II se cambiaron las tornas. En cuanto a la Compañía Holandesa de Indias Orientales, difícilmente pudo colaborar con Clusius aún bajo Felipe II, si ni se había fundado ni se habían independizado aún las Provincias Unidas. De hecho, se fundó poco antes de la muerte de Clusius (1602 por 1609). Pero el mayor error de «bulbo» es cuando dice que el mercantilismo favorecía el librecambio; es justo al contrario. Esa doctrina económica era favorable a la intervención estatal en la economía, y CONTRA ella escribió (tiempo después) Adam Smith. De botánica no sé mucho, pero me ha parecido detectar alguna contradicción en el tema de los tulipanes, pero no me arriesgaré a dar información que desconozco en gran parte.
Ah, y hay una contradicción de «bulbo» gigante cuando primero dice: «el comerciante PAGABA los bulbos en invierno o primavera, pero no los recibía hasta el verano siguiente», pero luego cuando estalla la burbuja afirma: «los cultivadores (…) se arriesgaban a no cobrar un solo florín cuando llegase el momento de la cosecha». O cobraban por adelantado al firmar el contrato como dice primero (e indica la lógica y lo que sé de los contratos de futuros), o cobraban a la entrega.
Balanceado es incorrecto. Correcto: equilibrado
Es una historia en la que podemos contemplar, que pasa cuando nos da, a los seres humanos, por endiosar a cualquier cosa de la creación. El tulipán llegó a sr tenido como la flor del paraíso, la flor del universo y la flor del no va más. Fue, por un tiempo, una especia de dios delos botánicos, pero terminó, como todos los dioses que nos creamos, por ser uno entre muchos. Por eso hoy hay tulipanes en todo lugar y ya no vale un bulbo su peso en oro. ¡¡A Dios gracias!!
joder qué buen artículo!! felicidades Rodríguez
Muy bueno.
Buen artículo.
Una cosa, las Provincias Unidas, Flandes… NO eran una colonia del imperio Haubsburgo de Felipe II. Formaba parte del Imperio, de ahí el trauma que supuso una pérdida intrínseca del Imperio. Flandes no era México.
Por favor, corríjanlo porque en términos históricos es una barbaridad. Es como decir que la Unión Europea es un Imperio o que Australia es una colonia porque son súbditos de Isabel II.
buen articulo. Gracias
Este artículo está fantásticamente escrito y el contenido es excelente. De verdad da gusto leerlo, ¡muchas gracias!
!Vaya! !Qué gusto leer algo bien escrito!
Da gusto leer artículos tan bien escritos. Enhorabuena!
Buen artículo, aunque en mi opinión deja entrever constantemente la posición ideológica del autor.
Habla de que «todos parecían confiar en que las leyes del mercado sostenían el proceso» , cuando el concepto de ley de oferta y demanda no es formulado por A.Smith hasta el 1767, o la ley de Say, conocidas como leyes del mercado, hasta 1803.
Se habla de las autoridades holandesas como fieles militantes del liberalismo económico, cuando aun faltaban unas cuantas décadas para que Adam Smith naciera.
Por tanto, se podría decir más bien que los agentes envueltos en el episodio (vendedores, compradores, cultivadores, brokers, autoridades ) actuaron siguiendo la (i)lógica habitual, y la omnipresente avidez humana, y no unas creencias a pies juntillas en las leyes del mercado y su autorregulación.
Excelente artículo. Hay un librito muy bueno sobre el tema, «El hombre que cambió su casa por un tulipán», de F. Trias de Bes, ed.Temas de hoy.
Un muy bien ejemplo de la necesidad de regular los mercados, que, en contra de lo que afirman los neoliberales, no se autorregulan. Además, eso del «mercado libre» siempre ha sido una falacia: el mercado no es libre, ni mucho menos, esto del mercado libre es como la física, que trabaja en concidiones ideales, que nunca se dán en la práctica: ausencia de rozamientos, de fuerzas externas, etc.
El desmesurado crecimiento de la economía especulativa ( producido sobre todo desde la desregulación financiera de M. Thatcher y R. Reagan ) es la consecuencia de los males actuales: aumento cada vez mayor de la brecha entre ricos y pobres, al coste de un enorme sufrimiento de las clases populares.
Muy curioso es de: «deja entrever constantemente la posición ideológica del autor». ¿ Habrias dicho lo mismo si hubiera sido al revés ? Curiosamente, cuando alguien sostiene posiciones de izquierda, se suele afirmar eso de que se significa ideológicamente, como si hacerlo desde la posición contraria no fuera posicionarse ideológicamente.
Excelente artículo pero estoy de acuerdo que tiene cierto aire «tendencioso».
El libre mercado no esta en contra de la regulación. Es más, sin regulación no puede existir el concepto de capitalismo porque se iría al «garete». Adam Smith, padre del liberalismo económico defendía que el Estado solo y únicamente debía proveer aquellos bienes que el mercado no era capaz de proveer por sí mismo de forma eficiente: Educación, Infraestructuras, Justicia, Sanidad y Defensa.
Y además encargarse de obtener impuestos para financiar estos servicios y ser árbitro para que hubiera «fair play».
Es decir, el liberalismo dice que si los mercados son un partido de futbol, el Estado debe ser un árbitro pero no poner zancadillas a los jugadores o intervenir en sus estrategias de juego.
Establecer comparativas entre ricos y pobres es del siglo XIX. No creo en la igualdad sino en la igualdad de oportunidades y eso solo se consigue con una buena educación y un Estado eficiente que regule el mercado pero que no fastidie la iniciativa privada.
Muy bonito todo, sí.Lástima que la realiidad se parezca a esto como un huevo a una castaña.
¿ De verdad crees que hay fair play , o sea que se actúa con imparcialidad y honestidad ? ¿ Te parece que los poderes empresariales, financieros y económicos no hacen trampas ? No hay más que ver lo que ha sucedido con el posible pacto Psoe-Podemos, que se han encargado de hacerlo imposible, porque iba claramente en contra de sus intereses .
¿ Crees que el Estado es neutral ? ¿ te suena «eso la Fisicalía te lo afina» ?
Mira, la teoría capitalista es muy bonita: todos tienen oportunidades, todos tienen sus medios de hacer presión, etc; la pena es que luego, la realidad, no se parece en nada: en pocas palabras, el pez grande se come al chico.
¿ Comparar entre ricos y pobres es del siglo XIX ?
Eso ves a decirlo en algún comedor social, o en la cola de Cáritas, verás que risas… Como dijo Cospedal, eso de que los ricos deben pagar mas impuestos es demagogia.
Iba a intentar explicar los fallos de tu argumentación Luchino, pero veo que unknownobservator ya lo ha hecho por mí. Excelente réplica.
Criticar el liberalismo con esos argumentos es como criticar la economía y la sociedad Inca solamente conociendo de oídas como funciona, intentemos informarnos antes de realizar criticas injustificadas (ésto también va por el autor), y no achaquemos al liberalismo (que no «neo», o capitalismo de amiguetes) económico los errores de los que se creen más listos que nadie haciendo negocios, que han existido, existen y existirán.
unknownobservator lo único que ha hecho, como digo en mi comentario de las 12:10, es exponer las supuestas virtudes del capitalismo, y sus bondades teóricas ( la regulacion, el fair play, la igualdad de oportunidades ).
El problema es que, eso es la teoría y está, sobre el papel, muy bien. Pero la práctica, o sea la realidad, no tiene nada que ver con eso.
Ejemplo: los trabajadores tienen, ante supuestos abusos de los empresarios, sus métodos de hacer presión ( principalmente la huelga ), con lo cual habría un equilibrio – todo el mundo tiene su forma de presionar – . Pero lo cierto es que el trabajador es la parte débil y muchas veces, aunque el salario o las condiciones de trabajo le parezcan malas, no tiene más remedio que aceptarlas, porque si no se muere de hambre.
¿ De verdad creeis que, en una sociedad capitalista, las partes actúan con fair play, con honestidad ? ¿ no hay trampas, martingalas, y juego sucio por parte de los poderes económicos y empresariales ?
lo de “deja entrever constantemente la posición ideológica del autor” no es curioso. Es descriptivo.
El texto aparenta ser una narración, descripción y explicación de lo que pasó en la época, pero sin embargo el autor incurre en aquello de arrimar el ascua a su sardina, o mejor, lo de que el Pisuerga pasa por Valladolid, para dejar apuntada su posición ideológica al respecto del liberalismo económico. Y en ese punto es donde el texto pierde el sentido, porque incurre, para acercar el ascua al máximo posible , en a introducción de conceptos y valoraciones que se alejan del contexto de la época.
Me parece genial que se intente teorizar , en base a una postura previa, sobre un tema. Pero no disfrazándolo de «esto es lo que ocurrió» , porque no es así.
Y como digo, habla de las leyes del mercado, del liberalismo de las autoridades, cuando ni si quiera existían entonces esos conceptos.
Luchino, lo que tú consideras ser «la parte débil» no es más que el hecho de que el empresario es el que posibilita el puesto para el trabajador a cambio de un salario todos los meses, mientras que la empresa paga al día y espera obtener beneficios en el medio-largo plazo (y sí, hoy en día los impagos y las quiebras son habituales, pero no por ello estoy describiendo algo ideal o utópico); así que dime: ¿El trabajador es el punto débil por ser un asalariado que todos los meses recibe su nómina? o ¿No será que el empresario (la empresa) que es el que realmente arriesga su propio capital tiene la última palabra en las cuestiones importantes dentro de la misma?. Es una posición de ventaja en muchas ocasiones, sí, pero no por ello es una injusticia.
Sobre el tema del juego sucio y las trampas de las que hablas no entiendo cual es el objetivo de la critica: trampas, la última vez que miré, las hacían todos, desde el administrativo que pasa horas mirando el Facebook en su puesto de trabajo hasta el empresario que cobra en B a sus clientes, es algo (sobre todo en nuestra cultura) intrínseco al ser humano, ley del mínimo esfuerzo.
Excelente artículo, que explica la situación de manera correcta y amena.
la parte débil*
Gracias a los correctores.
Gran artículo! Informativo, muy bien escrito y ameno de leer. Julian, desde Holanda :-)
¡Excelente artículo! Hace no mucho emitieron un documental en la 2 que explicaba justamente esta burbuja de los tulipanes.
Holanda estaba al pil-pil en aquellas décadas, con lo de la crisis esta, los artistas flamencos y el descubrimiento del dodo
Gran artículo, ¡Gracias!
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¡Gracias!