El proyectil de un fusil de asalto convertido en bolígrafo. Con esta simbólica herramienta se firmó el lunes el acuerdo —más bien el preacuerdo— entre los mandatarios de las FARC y el Gobierno de la República de Colombia.
Un gesto cargado de mensaje en un país que desde hace más de cincuenta años sueña con no ver más balas, con no oírlas y, sobre todo, con no llorarlas. Un país que ya ha visto ese sueño desvanecerse en más de una ocasión y al que se le está acabando la noche para soñar.
El presidente Juan Manuel Santos, antiguo colega del Partido Liberal de Álvaro Uribe —quien, hoy virado hacia la derecha, es la oposición más fuerte al proceso de paz— viene preparando el terreno desde que se reuniera en La Habana entre febrero y agosto de 2012, en una mesa de diálogo entre los representantes de las FARC-EP y el Gobierno colombiano.
El acto, que contó con la participación del Gobierno de la República de Cuba y del Gobierno de Noruega como garantes, y con el apoyo del Gobierno de la República Bolivariana de Venezuela como facilitador de logística y acompañante, dio lugar este acuerdo. Un acuerdo no exento de controversia, como cualquier proceso de cambio, y por el que los colombianos y las colombianas deberán votar SÍ o NO en este histórico domingo.
¿Cómo empieza un conflicto que hoy cumple más de medio siglo de vigencia?
Pues la guerra empieza con «La Violencia». Así, con mayúsculas, como nombre propio.
La Violencia se denomina en Colombia a la época transcurrida entre finales de los años cuarenta hasta los sesenta en la que tuvo lugar una guerra civil que, aunque nunca fue declarada oficialmente, dejó unos trescientos mil muertos y al país de la democracia más vieja de América Latina con casi un cuarto menos de su población.
El historiador antioqueño Álvaro Vélez Betancur, docente en la Universidad de Antioquia y activo colaborador en este artículo, nos cuenta que «La Violencia surge en la segunda mitad de la década de 1940, en principio, como una forma de venganza, de parte del Partido Conservador hacia los liberales, quienes habían tenido el poder durante dieciséis años (1930-1946, la Republica Liberal). Con la muerte del líder liberal Jorge Eliecer Gaitán la violencia bipartidista se recrudece hasta llegar a su final durante la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957) quien, por no representar ninguno de los dos partidos en el conflicto, se convierte en «neutral» y a la postre en el «pacificador» del conflicto».
Sin embargo, nos cuenta Álvaro Vélez, «los procesos de paz y la «pacificación» que se dieron durante la dictadura de Rojas Pinilla fueron tan mal ejecutados que de la violencia bipartidista se pasó a un conflicto armado con lo que luego se denominarían Guerrillas Liberales o de los Llanos (o Repúblicas Liberales) que, años después (mediados de la década de 1960) serían en germen de algunos de los grupos armados de la actualidad: FARC-EP y ELN».
A partir de ese momento, Colombia entra en una vorágine de idas y venidas, casi siempre manchadas de sangre, entre el Estado, las guerrillas, los paramilitares, el narcotráfico, la presión externa y el pueblo colombiano que por desgracia duran hasta nuestros días.
Los dos últimos intentos fallidos que podemos encontrar desde la entrada al siglo XXI para el desarme de las FARC son, por un lado, el del presidente Pastrana (1998-2002) del que la guerrilla salió más fuerte y los ataques entre guerrilleros, paramilitares y fuerzas del Estado se hicieron más crudos.
Y por otro lado el de Uribe, quien años más tarde dispuso terminar la guerrilla con fuerza militar armada. La violencia del Estado generó más violencia y abusos de poder por todos los frentes, las desapariciones forzadas aumentaron como en épocas dictatoriales y muchos colombianos fueron acusados de lo que se conoce como «falso positivo», una víctima de las fuerzas del Estado a la que se acusa de guerrillero sin haber sido comprobada la veracidad de dicha acusación.
Los llamados «Grupos de Autodefensa» o paramilitares —fuerzas creadas en un principio como respuesta urbana a la guerrilla y que acabaron sembrando otro germen de corrupción y violencia para añadir a este peligroso caldo de cultivo— se hicieron más violentos y se abrió la brecha que separaba la realidad del pueblo colombiano de una situación de normalidad.
Ahora la bella Colombia se encuentra en un punto de no retorno. Deben votar si quieren que tome comienzo un proceso de paz que se considera mejor estructurado de la historia del país, pero que, por otro lado, no está libre de controversia. ¿Se imaginan que la decisión más importante de la historia contemporánea de todo un país quepa en una papeleta en la que ponga SÍ o NO? El pueblo colombiano está en catarsis y existen muchas voces alzadas para el NO, aunque las voces que gritan SÍ cada vez se oyen más fuerte.
¿Qué razones pueden llevar a un pueblo sumido en la guerra civil desde hace más de cincuenta años para votar NO al proceso de paz?
Ninguna decisión política está exenta de intenciones ocultas y papeles bajo la mesa, ni de detractores y recelos. Por lo que la existencia de una parte de la población que ve con malos ojos los acuerdos del proceso de paz no debe sorprender a nadie.
Las principales razones son, por un lado, el miedo a que los acuerdos de paz terminen concediendo a los exguerrilleros una impunidad que sería injusta para las víctimas, sobre todo en los casos de crímenes de lesa humanidad. Por otro, existe —y esto parece ser un mantra en la política actual— el miedo a que si las FARC-EP se constituyen en un partido político dentro de la legalidad, se llegue a una situación que el frente liderado por Uribe denomina castrochavista, una especie de eje del mal, un experimento entre Cuba y Venezuela.
El historiador Álvaro Vélez Betancur nos da una clave para entender la oposición uribista al acuerdo de paz en colombia: «Ellos —los uribistas— sustentan el NO en las urnas con un asunto más de fondo: el no reconocimiento de una guerra en Colombia. Ese fue uno de los pilares, durante los dos periodos de gobierno de Álvaro Uribe Vélez, para justificar un enfrentamiento dentro de los lineamientos internacionales de su época, la llamada «guerra contra el terrorismo». Para el Partido Centro Democrático y los uribistas no existe una guerra —o por lo menos no declarada— sino un enfrentamiento del Estado contra el terrorismo, eso deja a las FARC-EP sin estatus político y sin «piernas» para negociar un acuerdo».
Es fácil. No se trata de una guerra, por lo que no hay que llegar a un acuerdo de paz. Se trata de una lucha contra el terrorismo. Lo preocupante de todo esto es que tales discursos son viejos conocidos que nunca llevaron a buen puerto. Impresiona ver cómo el lenguaje es capaz de convertir una guerra civil de más de cincuenta años en la que ha muerto una gran parte de la población de ambos bandos en un deber del Estado colombiano. Sin culpa. Sin debate. Sin acuerdos. Sin paz.
Dijo Gerry Adams, presidente del Sinn Fein (bloque nacionalista irlandés) durante el proceso de paz de 1972 en Irlanda del Norte que «la paz es mucho más difícil que la guerra, pues en la guerra simplemente hay que matar al otro. En la paz tienes que escucharlo y ponerte de acuerdo con él».
El preacuerdo firmado el lunes, si se acepta durante el pleibiscito del domingo, implica que en ciento ochenta días —es decir, en marzo de 2017— las FARC-EP tienen que haber entregado la totalidad de sus armas. Este proceso estará vigilado por miembros de un comité específico de la ONU que garantizará, en teoría, que el proceso se lleve a cabo de forma bilateral y pacífica, pues recordemos que en el campo y la selva colombiana se libra una batalla entre militares y guerrilla y que son ambos bandos los que abandonan el campo de batalla a la vez.
Los desarmados se ubicarán en unos campamentos provisionales hasta que termine el proceso completo y pueda tener lugar la segunda parte y quizá la más compleja: la reinserción. Para facilitarla, y este es el punto que más oposición encuentra del tratado de negociación para la recuperación de la paz, los guerrilleros desarmados obtendrán una subvención durante veiticuatro meses de seiscientos veinte mil pesos colombianos —algo menos de trescientos euros— siempre y cuando no tengan otra fuente de ingresos. Acabado este plazo, cada guerrillero obtendrá una subvención única de dos millones de pesos —unos seiscientos euros— para poder empezar una vida que se entiende que ya está siendo normalizada.
Debido a la delicada situación económica en Colombia, este es otro de los puntos más controvertidos del acuerdo, aunque el Gobierno de Santos y el equipo negociador coinciden en que mantener la guerra conlleva, además de una mayor pérdida económica, una importante pérdida de capital humano. Por otro lado añaden que se trata de una forma de evitar la marginalidad y la «metástasis violenta» en los pueblos y ciudades donde regresen los excombatientes.
Insiste Álvaro Vélez en que tengamos en cuenta que «Colombia no es ajena a los procesos de paz con grupos armados al margen de la ley y mucho menos con los consecuentes procesos de desmovilización, como en el caso de los guerrilleros del M19, a partir de 1989, y de los miembros de los grupos paramilitares, a partir de 2006 (tan solo por mencionar dos casos)».
La pregunta que queda es obvia. ¿Cómo vuelve una persona tras vivir escondido, armado hasta los dientes, a un lugar donde el resentimiento es palpable?
Muchos de los diecisiete mil quinientos combatientes de las FARC, (siete mil quinientos guerrilleros y diez mil milicianos colaboradores, según las estimaciones oficiales más altas) partieron a la selva desde edades muy tempranas, tras ver —en muchos de los casos— cómo las fuerzas del Gobierno o los paramilitares asesinaban a sus familias o quemaban sus tierras. Por otro lado, los pueblos y ciudades a las que regresarán los guerrilleros desarmados han descreído a las FARC-EP por la muerte de personas inocentes y seguirán mirando con recelo a todo aquél que venga de la selva.
Este es quizá el punto que más preocupa a los analistas y negociadores, pues tienen muy presente el fracaso a largo plazo de la reinserción de los guerrilleros en otros países vecinos como Guatemala y El Salvador.
Por otro lado están las víctimas. El rencor, el odio, las ganas de venganza y la sensación de impunidad ante los crímenes de la guerrilla hacen que en amplios sectores de la sociedad colombiana los acuerdos sean vistos de forma suspicaz. La respuesta de Alvaro Vélez a nuestra pregunta es contundente: «Los acuerdos de paz con las FARC-EP garantizan un nivel de justicia, pero no todo el «peso de la ley», porque se trata justamente de eso, de acuerdos. Hay que acordar hasta qué punto, y para quiénes, en qué sentido y cómo, llega esa justicia. Si esos tópicos se resuelven de la mejor manera se puede decir que la justicia ha actuado dentro de los marcos del acuerdo de paz y podríamos tener un escollo salvado».
Quedan muchos flecos colgando y nadie sabe lo que va a pasar. Se trata de un proceso duro, en el que tanto el equipo negociador como los propios guerrilleros y los ciudadanos de Colombia van a tener que poner de su parte, pues imaginan la magnitud histórica que este proceso conlleva. Son heridas profundas, que aún huelen a sangre fresca y que siguen ensuciando los campos y ciudades del país, pero esto se irá curando con nuevas generaciones que nazcan en tiempos de paz, sin rencor. Como escribió la periodista colombiana Diana Uribe —firme precursora del SÍ al acuerdo en las urnas— a propósito del proceso de desarme, «cuando la venganza deja de ser el proyecto y el odio no se hereda, es posible comenzar un proceso de paz».
Para Álvaro Vélez Betancur el secreto está en «el reconocimiento a las víctimas, el poder de cierto modo compensar su tragedia e intentar repararlas de la mejor forma posible; no solo es un paso enorme sino fundamental para que quienes fueron victimarios, en el pasado, puedan quizás alcanzar un estatus de civiles en la sociedad, para calmar los resentimientos y el deseo de venganza».
Mucha suerte, Colombia.
Y aunque no lo crean, gano el NO. Colombia debería llamarse Macondo
Pues increíblemente ganó el hoy y van 24 horas desde que dijeron el resultado y todavía siento, tristeza, pena, desilusión. Pero es cierto todavía hay muchas heridas abiertas, pero lo que no se puede negar es que la desinformación y la ignorancia así como la incredulidad que ha ido aumentando en el estado colombiano pasaron factura y sobretodo fue duro a los que apoyamos el sí.
También hay que ver que las zonas del país donde más se ha sufrido la guerra apoyaron el si pero las ciudades menos golpeados decidieron la suerte de estas personas apoyando el no, en fin dos años largos viene para Colombia pues pronto llegan las nuevas elecciones presidenciales y esperar los abanderados del No qué es lo que proponen, por ahora el país está esperando ojalá sea lo mejor.