Fotografía: Jorge Quiñoa
Cuenta Chencho Fernández (Sevilla, 1972) que la única disciplina deportiva en la que destacó, cuando estaba en el colegio, fue en las carreras de fondo. El detalle es importante, porque de algún modo sirve también para explicar su particular relación con la música: un arte al que ha dedicado muchos esfuerzos a lo largo de su vida, pero que raramente le ha recompensado con el éxito o la fortuna. Así que es precisamente esa insistencia, esa voluntad por seguir corriendo con los dientes apretados y la mirada fija hacia adelante, la que le ha permitido llegar hasta Dadá estuvo aquí (Fun Club / Warner, 2014). Un disco que, a pesar de los más de cuarenta años del cantante, casi se podría considerar como un debut, pero que sobre todo condensa más de dos décadas de la historia oculta sevillana entre sus surcos.
Durante el Festival Bookstock de Sevilla, nos cuenta Fernández que empezó a tocar la guitarra con quince años, y que poco después coincidió con «Javi Neria, un antiguo compañero del colegio que también estaba aprendiendo. Conectamos a través de esa afición común y comenzamos a pasar tardes enteras juntos, escuchando discos e intentando tocar temas propios. Aquella fue una época iniciática pero también muy solitaria, porque en el fondo vivíamos en una especie de burbuja, así que después de un par de años decidimos contactar con otros músicos para intentar montar una banda». Cosas de la juventud, solo conocían «a unos tipos que tenían un grupo de versiones de rock americano, cosas como ZZ Top o Guns N’ Roses». Aceptaron el reto, llamaron a otro amigo, el quevediano Julián Villagrán, y se lanzaron sin miedo ni planes hacia el local de ensayo. «A mí me tocó ser el cantante», prosigue Fernández. «Ya entonces Javi y yo teníamos la idea de hacer temas nuestros y quizás tocar alguna versión, pero teníamos que empezar por algún lado y el único denominador común que teníamos todos los implicados era AC/DC. Y además, sus temas nos salían muy bien de una manera espontánea. Con lo que decidimos seguir ese camino y así estuvimos, tocando tres años como Riff Raff».
A pesar de ser un grupo de versiones, Riff Raff actuó muchísimo en directo a principios de los noventa, una época en la que no resultaba nada fácil subirse a un escenario en Sevilla. «Teníamos un público muy localizado y entusiasta a pesar del repertorio», prosigue Fernández, «y eso que solo tocábamos canciones de la época de Bonn Scott, nunca quisimos traspasar la frontera del Back in Black. Luego llegó la Expo’92 y estuvimos contratados como residentes en un bar en el que dábamos varios conciertos al mes. Fue una experiencia muy útil para curtirnos en directo, pero las limitaciones también eran muy claras, y a principios de 1994 Javi abandonó el barco para dedicarse a hacer otras cosas. Poco después le seguí yo y decidimos retomar nuestra idea inicial. Fue entonces cuando montamos Sick Buzos». Desde el principio, aquella banda funcionó como la colisión de dos caracteres complementarios. «Javi era muy inquieto, compartía habitación con su hermano mayor y les gustaba investigar a las bandas que estaban saliendo por aquella época. Mi hermano Álvaro y yo, por nuestra parte, descubrimos mucha música en la Línea de la Concepción, el lugar donde pasábamos los veranos. Mi tío vivía a cien metros de nuestra casa y tenía una discoteca muy bien surtida, sobre todo con clásicos norteamericanos de los sesenta. De todos modos, Javi y yo también teníamos afinidades. Por simplificar mucho, te diría que todo lo que hacíamos pivotaba alrededor de Syd Barrett y The Velvet Underground, esos eran nuestros padrinos en la sombra. Quizás se trataba de una reacción contra lo que habíamos hecho con Riff Raff».
Javi Neria había conocido a la que sería la bajista de Sick Buzos, Concha Laverán, y los tres descubrieron que había una química interesante; una química que terminó de cristalizar cuando entró Dani Cascales a la batería. «Comenzamos a crear con total libertad y sin ningún tipo de prisas», continúa Fernández. «No nos interesaba demasiado tocar en directo, porque la idea era que nuestras canciones crecieran. Pero un día un conocido vino a uno de los ensayos y decidió ponernos en contacto con Andy Jarman, que nos ofreció tocar en un concierto con varios grupos más». Jarman, un inglés de raigambre independiente (había tocado en varios grupos indies ingleses, como A Popular History Of Signs y hasta había sido mánager de The House Of Love), acababa de formar en Sevilla el Colectivo Karma, una asociación de bandas independientes de la que saldrían proyectos como Sr. Chinarro, Long Spiral Dreamin’ o Strange Fruit (la banda del propio Jarman), y tras ver a Sick Buzos en directo decidió ficharlos para el segundo recopilatorio del colectivo, titulado «¡Bang!» (1996). Fernández recuerda que grabaron «tres canciones, que supusieron nuestro primer encuentro con un estudio profesional. Y a partir de ahí comenzamos a tocar mucho en directo y a integrarnos dentro de la escena que estaba surgiendo en Sevilla».
A la hora de escribir canciones, Sick Buzos funcionaba de dos maneras. «Por un lado, Javi aparecía por el local de ensayo con un riff o un arreglo de guitarra, que se convertía en el leitmotiv de la canción», explica Fernández. «Luego yo estructuraba esa idea y le añadía una letra. Otras veces era yo el que venía al ensayo con una canción escrita por completo, que es la forma de componer que siempre he seguido. Mi manera de trabajar pasa por buscar siempre una estructura: voy conciliando un riff, una textura, un arreglo… enseguida aparece una melodía y comienzan a llegarme las palabras, versos y temas que encajan en ese estado de ánimo que estoy buscando». Lo que significa que, desde el primer momento, Chencho Fernández ya exhibía un funcionamiento autónomo. «Siempre ha sido así», confiesa. «Cuando estaba aprendiendo a tocar la guitarra, con quince años, ya empezaba a escribir mis propias canciones. Componía sobre todo en castellano, porque era la manera que tenía de acercarme a las muchachas que me gustaban». En cualquier caso, la conexión entre los dos amigos funcionaba, y Sick Buzos empezó a darse a conocer, dentro de las limitaciones que cualquier banda de provincias debía soportar en aquella época. «Llegamos a tocar en algunos festivales, como el Contempopránea», recuerda Fernández, «y al final, a través de Andy Jarman, contactamos con Rafa López», que más tarde montaría la distribuidora Green Ufos, y que entonces tenía un sello que se llamaba Ovni Records. Sick Buzos grabaron para él un mini-LP, «Introducción en blanco y negro», media docena de canciones empapadas en psicodelia, que certificaban el amor de la banda por las cadencias hipnóticas de The Velvet Underground, la voladura mental de Syd Barrett y las nubes de electricidad estática.
Poco después, la banda grabaría un EP compartido con Polar, pero antes siquiera de que llegara a publicarse, Fernández decidió que debía mudarse a Londres, un paso difícil de comprender a primera vista. «Estaba estudiando filología inglesa y me pareció que era lo coherente si quería aprender de verdad el idioma», explica. «Me marché sin becas, sin ayudas. Fue una experiencia bastante dura, pero también muy enriquecedora, me ayudó a comprobar si era capaz de defenderme en la vida. Claro, esa decisión también significó ralentizar la marcha ascendente del grupo, pero yo siempre sentí que estaba pidiendo una excedencia dentro de la historia de Sick Buzos». Cuando regresó un año más tarde, sin embargo, las cosas no fueron tan bien. «Reactivamos la banda con bastante ambición porque había compuesto muchas canciones en Londres y había progresado mucho con el inglés. Comenzamos con mucha actividad, tocando mucho en directo y además nos volvimos a sumergir en el local de ensayo para hacer una serie de canciones que suponían una evolución muy tangible respecto al material anterior. Si en ese periodo todo hubiera salido bien; es decir, si hubiéramos encontrado un sello discográfico, todo hubiera sido muy diferente. Al no tener esa perspectiva el grupo se desgastó, y además yo decidí que ya era hora de cantar en castellano, algo que Javi Neria no llegó a ver claro, y que contribuyó a que los miembros del grupo fuéramos tomando caminos diferentes».
Después de la separación de Sick Buzos, Fernández desapareció de la escena artística. «Al principio estaba desconcertado, porque Sick Buzos había sido una presencia tan importante en mi vida que sentía un vacío emocional», recuerda, «pero decidí seguir ese nuevo impulso creativo que había descubierto y que terminaría por revelarse como el germen de lo que hago ahora. Junto a Jesús Solís, que había sido bajista en la última época de Sick Buzos, comencé a trabajar en una nueva hornada de canciones, esta vez en castellano. Al principio estábamos solos, en un estudio de grabación que Jesús tenía en casa, pero luego reclutamos a mi hermano y a un batería. Aquel grupo podría haberse llamado ya entonces Chencho Fernández, pero decidimos ponerle Mistral y grabamos un disco en el año 2001, en el estudio de Jordi Gil». Aquel disco, que se tituló Música del exilio, contenía sobre todo canciones largas y enrevesadas, y aunque Fernández no lo sabía entonces, «dejaban entrever algo que me iba a estallar en la cara: tenía una depresión muy profunda, que se debía a lo que había sucedido con Sick Buzos, pero también al final de una relación que tenía en aquel momento y a mi decisión de abandonar definitivamente la carrera de filología. Me encerré en mí mismo y terminé por mudarme a la casa de mi madre en San Roque, donde estuve aislado durante varios meses».
A mediados del año 2000, y al mismo tiempo que Sick Buzos se derrumbaba, Fernández había comenzado a colaborar con Lavadora, un proyecto que «tal y como explica Santi Amodeo en el libreto del primer disco, fue un poco fruto de la casualidad». Amodeo y Alberto Rodríguez habían producido su primera película, El factor Pilgrim, y a la hora de hacer la banda sonora querían utilizar canciones que ya existían. «Sin embargo, al ver que la gestión de los derechos de autor lo convertía en algo inviable, Santi decidió montar una banda propia, tirando de músicos que le gustaban como Miguel Rivera, Javi Vega, Jordi Gil o yo mismo». Es decir, un proyecto de laboratorio que siempre «funcionó alrededor de las películas. La idea se repitió con la primera película de Alberto Rodríguez, El traje, y también con la primera de Santi Amodeo, Astronautas, ya en 2004. Pero después de aquello, la banda ya no volvió a funcionar».
Después de aquello, y mientras seguía lidiando con su depresión, Fernández volvió a entrar en lo que él llama «una fase de transición. Como te he dicho antes, nunca he parado de componer, y guardo memoria de casi todas las canciones que he compuesto. A Lou Reed le sucedía una cosa con la que yo me siento muy identificado, y es que él siempre fue muy fiel a su propio repertorio. Era un tipo cuya dinámica de composición y publicación no se ajustaba al cliché. Quiero decir, la mayoría de los músicos dedica unos meses o unos años a componer una serie de canciones, un trabajo que concluye en la publicación de un disco. Luego se termina esa etapa y comienza de nuevo todo el proceso. Lou Reed, en cambio, componía de una manera continua e iba publicando sus canciones a medida que sentía que su momento había llegado. Yo creo que es algo que se debe a que The Velvet Underground no tuvo apenas éxito durante su carrera, así que si él consideraba que a una canción determinada no se le había hecho suficiente justicia, o no se había grabado bien, la revisitaba o incluso la rehacía tal y como la entendía en ese momento». Fernández confiesa que él se siente de algún modo así, «y creo que en mi caso tiene que ver con la falta de sincronía que siempre ha existido entre mi productividad y la realidad, entre las canciones que yo produzco y las que he sido capaz de publicar. Es decir, lo que tengo publicado es apenas la punta de un iceberg de todo lo que he escrito a lo largo de mi vida. Pero es algo que me parece positivo, porque las canciones son un poco como seres vivos que se consolidan en su supervivencia. Así que solo las que pasan el test del tiempo, esas a las que me entran ganas de volver una y otra vez, siguen ahí conmigo».
Si Lou Reed es uno de los puntales de Fernández, un artista al que cita de manera recurrente y cuya influencia se transparente de manera evidente en sus canciones, el otro es Bob Dylan, un músico al que siempre ha sentido como un guía espiritual. «Por supuesto, hay más nombres», puntualiza. «Por ejemplo Serge Gainsbourg, que consigue que me concilie con mi condición de europeo. Pero volviendo a Dylan, lo descubrí de una manera casual. En la época de la casa de mi tío solía grabarme cintas con los temas que más me gustaban entre los que iba descubriendo. Grabé dos canciones de Dylan en una de de estas cintas, “Blowin in the wind” y “I want you”, un poco al azar, y al poco tiempo las estaba escuchando de manera obsesiva». Esas dos canciones, que no podrían haber sido más diferentes entre sí, fueron llamando cada vez más la atención de nuestro hombre por muchas razones. «La primera de ellas la voz: no sabía si cantaba bien o mal, o si ni siquiera me importaba, pero sí que aquello me agarraba por dentro». Así que terminó comprando Blonde on blonde, un disco que le supuso una auténtica epifanía. «Una obra de arte completa por muchos motivos: por la textura, por las letras… en Dylan es muy importante este factor, saber comprender el idioma para disfrutarlo por completo. Puedes escuchar a The Rolling Stones sin saber inglés, porque transmite un cierto salvajismo, una cierta potencia, o puedes ser muy fan de The Cure sin entender las letras. Es una paradoja, pero forma parte de la magia de la música pop. Sin embargo, en el caso de Dylan esa relación no es posible, porque la poesía inunda todo lo que escribe, todos sus textos tienen ese aire como literario, y eso le convierte en un personaje único, al mismo nivel que un William Shakespeare».
En 2005, y con ayuda de algunos músicos que todavía le acompañan hoy día, como Israel Diezma o Pablo Florencio, Chencho Fernández grabó un disco autoproducido que se llamó Nuevo debut. «Ahí comencé a sentir que por fin había encontrado una voz propia, una base sólida y consistente sobre la que podía construir mis futuras canciones. Por desgracia, y por motivos económicos, tuve que viajar durante los años siguientes. Pasé un par de años en Lanzarote, un par de años más en Barcelona, una temporada en La Línea… épocas en las que seguía escribiendo. Finalmente volví a Sevilla, que es el lugar al que siempre regreso. Y al tiempo que reactivaba el grupo que había dejado atrás, monté otro que se llamaba Las Muñecas de la Calle Feria, una maravillosa gamberrada que se nos ocurrió a principios de 2011, en la que estaban músicos como Pablo Caravaca, Miguel Díaz o Antoñito Picante». Las Muñecas de la Calle Feria era una banda de glam rock, algo que resulta curioso teniendo en cuenta la trayectoria en la que Fernández se había embarcado, y que parecía llevarle cada vez más cerca de un rock entre lírico y eléctrico. «Se trataba de algo que deseaba hacer: tocar en un grupo lúdico, salvaje y desinhibido, un auténtico grupo de rock. Al mismo tiempo, como me sentía más cómodo y confiado a la hora de componer canciones, me veía capaz de tener heterónimos. Me veía capaz de trabajar con otras voces narrativas, y de hecho cada uno de los miembros de la banda adoptó un alias en inglés como parte del juego. Era una especie de nihilismo que me apetecía muchísimo, que llegó a materializarse en un disco autoproducido que en algún momento tendremos que reivindicar».
Dadá estuvo aquí, el disco que terminaría por descubrir a Fernández, comenzó a grabarse en 2013. La mayoría de las canciones tenían unos cuantos años, «estaban compuestas durante esa travesía en el desierto que pasé por Lanzarote y Barcelona. Quizás las más recientes fueran “Muchacha rural” o “Dadá estuvo aquí”. Pero como te decía antes, hasta que no grabo una canción no termina de salir de mí porque no alcanza una forma más o menos definitiva. Al grabarla, y sobre todo al publicarla, estoy permitiendo que de algún modo se emancipe y sea libre». El disco se materializó con ayuda de Israel y Pablo, los dos músicos que le habían ayudado hasta ese momento, a los que se sumaron Juano Azagra, Goyo Campos, Manolo Martínez y el productor Jordi Gil, un elemento fundamental en la ecuación. «Jordi es una de las personas que siempre han confiado en mí y que me han alentado a que siguiera adelante», explica Fernández. «Cada vez que coincidíamos me decía que teníamos que trabajar juntos, y al final consiguió que sucediera: no hablamos en principio de dinero, nos quitamos de encima muchas presiones, y eso nos permitió crear un entorno que era a la vez amistoso y profesional. Él, y todos los músicos que han participado en la grabación, son responsables directos de lo que ha salido. Ha existido mucha generosidad».
Sucede con Dadá estuvo aquí que se trata de un disco de canciones sueltas: Chencho tenía estas canciones, las ha grabado, las ha ordenado graciosamente y ahí están. Pero al mismo tiempo se puede sentir la sombra de un fantasma que parece atravesar todas esas canciones, que les da un cierto aire unitario. «Después de terminar el disco yo también comencé a ver matices en los que no había reparado», explica el interesado, «y una de las cosas que más me llamó la atención fue precisamente esa especie de hilo argumental del que tú hablas. Y creo que se debe a que, al final, todas las canciones funcionan como recreaciones de mi vida; se trata de una serie de vivencias con un mismo protagonista. Y el hecho de que todas las canciones sean autobiográficas le da al conjunto una cierta coherencia argumental». Y eso a pesar de que en el disco existen canciones muy viscerales y otras que recuerdan a ejercicios de estilo, como es el caso de la citada «Muchacha rural». Fernández reconoce que también podrían serlo «Dadá estuvo aquí» o «Radio Fun Club». «Cuando escuchó por primera vez el disco, Santi Amodeo me dijo algo parecido: que había canciones cuya presencia no era capaz de explicarse, pero que de algún modo entendía que estuvieran ahí. Y se refería a estas tres canciones. De todos modos, “Muchacha rural” es un caso aparte. La compuse porque unas amigas querían montar un grupo de country solo de chicas, y me ofrecí a escribirles algo. Y como aquella banda no llegó a materializarse, al final la canción terminó en mi repertorio. Eso sí, cambiando la letra y modificando la estructura para poder traerla a mi terreno». En cualquier caso, Fernández insiste en que la presencia de esas canciones «ayuda a quitarle gravedad a la criatura. Si todas las canciones hubieran sido viscerales posiblemente habría salido un disco interesante, pero también mucho más lineal. Y yo no quería que fuera un disco demasiado grave, ni que fuera un disco demasiado frívolo o lúdico, me interesaba encontrar un equilibrio».
Otra cosa que sucede con Dadá estuvo aquí es que tiene muchas referencias locales. En el fondo, Fernández se ha convertido en una especie de cronista de la Sevilla oculta, algo que no existía en la ciudad desde los tiempos de Dogo, Silvio o Pata Negra. Eso sí, su imaginario de Sevilla no es el del tiempo presente, sino que abarca retazos de los últimos veinte años. «Quería transmitir una sensación iniciática, recordar ese lugar geográfico en el que habitaba hace unos años», reconoce. «Pero en el fondo hablo de mi relación particular con esa geografía y de cómo afectaba a mis sentidos. Sin saberlo muy bien, cuando era más joven estaba inmerso en una especie de periodo fundacional, estaba ayudando a dar forma a algo que sigue vigente a día de hoy, y por eso me concentro precisamente en ese punto, en todos esos bares y esa gente a la que llegue a conocer. Porque me veía deslumbrado y seducido por esa forma de vivir, por las personas afines que me iba encontrando. Y aunque sigo manteniendo una relación de amor y odio con la ciudad, aunque no sea un lugar que me guste del todo, es cierto que le debo gran parte de mi formación». Lugares como el Fun Club, ese club de rock que está en la Alameda de Hércules y que tiene incluso una canción dedicada dentro del disco, «Radio Fun Club». Una canción «que quería dedicarle a ese local y a todo lo que conlleva y significa para una generación, la mía, que descubrió multitud de bandas y de música entre sus paredes. Un lugar que poco a poco fue convirtiéndose en una especie de parroquia, con todas sus virtudes y sus defectos, y que al mismo tiempo tiene que ir renovándose, para no convertirse en un cementerio de elefantes. Aunque muchos de sus antiguos habitantes no se reconozcan ahora allí». Algo que resulta muy interesante, porque ahora que las escenas han desaparecido, disueltas en esa globalización que todo lo invade, reivindicar la pertenencia íntima a una ciudad de provincias parece hasta transgresor. «Siento un regocijo secreto acerca de que toda esa gente que ha estado ahí, cerca de mí durante todos estos años, sabrá entender ciertas claves que hay dentro del disco» concluye Fernández. «Y que lo hará de manera diferente a alguien que provenga de otra realidad, geográfica o mental. Esa persona recién llegada intuirá una especie de misterio, pero se tratará de elementos que no sabrá muy bien cómo descifrar, que quedarán fuera de su alcance».
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