«A continuación voy a contarles un cuentecillo feo, una historia que me enferma y avergüenza de todo corazón; por suerte, tiene lugar en un país del que la mayoría de nosotros no hemos oído hablar nunca y, además, las partes más tristes son todas de oídas, “sin pruebas irrefutables”; de modo que bien podríamos fingir que no son ciertas»: así empieza William T. Vollmann uno de los capítulos de Los pobres. El cuento que les voy a contar yo ahora me enferma y entristece tanto como a Vollmann el suyo; a diferencia de este, no tiene lugar en Kazajistán o Yemen, sino aquí, y como todos conocemos a los protagonistas de estas historias aunque sea «de vista», difícilmente podríamos fingir que no son ciertas.
Aunque los vemos a diario, de los pobres no sabemos casi nada. Quien haya leído Elogiemos ahora a hombres famosos, de James Agee y el fotógrafo Walker Evans, sabrá más de la vida diaria de los aparceros de la Alabama de los años treinta que de los sintecho que duermen en nuestras calles. Es cierto que la de los Tingle, los Fields y los Burroughs —así se llamaban las familias que Agee y Evans retrataron— es una pobreza circunscrita, la miseria propia de una época, diferente en muchos aspectos a la de nuestro tiempo. Un muestrario más amplio de la pobreza puede encontrarse precisamente en el monumental, en todos los sentidos, libro de Vollmann. En Los pobres, Vollmann amplía el campo de batalla desde Estados Unidos a Rusia, sin eludir Afganistán, Vietnam o Colombia. En sus páginas encontramos a Sunee, una tailandesa alcohólica que no atina a contar su historia a derechas, a Wan, una mendiga que cree que es rica, o a Natalia, una rusa epiléptica que cree que la culpa de su situación la tiene el destino, en forma de picadura de garrapata: «Nací en un mal momento. Hay mucho veneno de garrapata en otoño». A Vollmann le pareció sorprendente la concepción del destino que tenía aquella mujer fruto de la era comunista, pero más le sorprendió que las respuestas de estas personas a la pregunta «¿Por qué eres pobre?» fuesen tan parecidas. Pese a las diferencias culturales, a la hora de explicar su situación aquellos hombres y mujeres apelaban de alguna forma al destino: unos invocaban a Alá («Alá así lo ha querido»), otros al karma («Porque fui malo en mi vida anterior»). En la mayoría de los casos, tendían a culparse y, lo que es peor, a resignarse: no se puede hacer nada para salir de la pobreza.
«Los pobres nunca, o casi nunca, pedirán una explicación de todo lo que tienen que soportar. Se odian entre ellos, y se conforman con eso». Vollmann recuerda esta frase de Viaje al fin de la noche en la introducción del libro. A su vez, la frase de Louis-Ferdinand Céline me recuerda a otro «viaje al fin de la noche»: el que emprendió el psicoanalista Patrick Declerck a finales de los ochenta. Durante más de quince años, como ese otro médico de pobres que fue el propio Céline, Deckerck atendió a los clochards de París en la calle, en centros de alojamiento y en hospitales. Su experiencia se recoge en Los náufragos, un magnífico libro que parece estar escrito desde las entrañas: «La mayoría de las veces, los odio», reconoce, «Apestan. Apestan a mugre, a pies, a tabaco y alcohol malo. Apestan a odio, rencores y envidia. Se roban entre ellos. Aterrorizan a los más débiles y a los impedidos. Acechan, como ratas, el sueño de los demás para quitarles sus miserias: botellas medio vacías, bolsas inmundas demencialmente llenas de trapos sucios y de periódicos rotos. También se matan. A veces violentamente, en la explosión de una conciencia alcoholizada o de manera muy deliberada, tras haber destilado durante mucho tiempo, resentimientos soterrados y pueriles. Violan a sus mujeres o las prostituyen por cuatro perras, por pastillas, cigarrillos o alcohol. Ellas no protestan, brujas que se ríen burlonamente con bocas desdentadas. Es imposible no odiarlos».
Pero esperen un momento, por favor, antes de juzgar a Declerck con demasiada dureza. Al fin y al cabo, son pocos los que se atreven a ir a Molokai… Como tal vez recuerden, Molokai era la isla adonde se enviaba a los enfermos de lepra para que acabaran de pudrirse. Antes de despedirse de ellos, sus familiares les organizaban un buen entierro. La ceremonia era simbólica, claro, su ataúd estaba vacío, pero para sus familiares ya estaban muertos. Peor aún, sabían que los enviaban a un lugar sin ley. De Molokai se decían cosas horrendas, como que los niños de ambos sexos tenían que prostituirse para poder comer. Nadie en sus cabales querría ir allí… Salvo el padre Damián, recuerda Declerck. Es curioso que el psicoanalista sacara a colación la historia del religioso belga en su libro sobre los indigentes. Imagino que en más de una ocasión la tuvo en mente al tratar con ellos.
El libro de Vollmann tiene el mérito de ofrecer una visión panorámica, y al mismo tiempo a ras de tierra, de la pobreza. El americano está familiarizado con los bajos fondos, la violencia, las putas… Está acostumbrado a trabajar a pie de calle. Sin embargo, al igual que Agee, Vollmann es rico: «A veces me dan miedo los pobres […] Mi miedo a las personas a las que defino como pobres forma parte de lo que me define como rico». Los ricos miramos a los pobres desde arriba; tal vez desde la compasión; en el mejor de los casos desde el respeto; siempre desde la distancia. Declerck, como el padre Damián, no duda en arrodillarse en esas islas de Molokai que son algunas aceras. No los mira desde tan alto. Además, se atreve a mirarlos de frente, con los dos ojos. Como Nietzsche, el francés cree que «para ver algo por entero, el hombre debe tener dos ojos, uno de amor y otro de odio».
En el invierno de 1985, Patrick Declerck se pone sus calzoncillos «de aventura» (por cosas de la vida, datan de la liberación de Bruselas ¡en 1944!) y un par de collares antipulgas (uno en el codo y otro en el tobillo). Se camufla bajo la ropa más andrajosa que es capaz de encontrar y, una vez escondidos los documentos de identidad en su habitación, se infiltra entre los indigentes en el Centro de Acogida de Nanterre. Declerck sabe lo que le espera. Él mismo conoció la indigencia, aunque brevemente y de forma muy atenuada, cuando se instaló en París procedente de su Bruselas natal. Sabe lo que es pedir. Sabe lo que es tener que defecar entre dos coches. Conoce el miedo a que te meen encima mientras duermes. Y a que te roben (muchos indigentes duermen con los zapatos atados al cuello para no despertarse descalzos). Conoce su rabia, una rabia infinita, «un odio sin objeto», contra el mundo entero… Y sabe lo que es vagar a la intemperie durante horas. «Caminar es, en cierto sentido, lo contrario de vivir en una casa», escribe Tomas Espedal. Y a Declerck fue precisamente ese caminar sin rumbo lo que le salvó: «Después de tres o cuatro horas, ya no se está de pie, se está casi a caballo. A caballo sobre uno mismo. Para llevarse más lejos. Más lejos todavía. A pesar de uno mismo. Contra uno mismo». Sin duda, los conoce bien. No obstante, no está preparado para lo que ve en Nanterre. De modo que, cuando sale de allí, decide dar parte a la policía de lo que ocurre. Como era de esperar, nadie hace nada. Fuera de Nanterre nadie cree que una parte del siglo XIX pueda perdurar en pleno siglo XX.
Poco después decide volver a Nanterre para atenderlos, y lo hará durante quince años, tras los cuales llega a la siguiente conclusión: «He ayudado a cuidarlos. Creo haber aliviado a más de uno. Sé que no he curado a ninguno». ¿Curarlos? ¿Exactamente de qué? Este es un punto que conviene aclarar, ya que nos encontramos en terreno pantanoso. A la pobreza la rodea una especie de bruma comparable al estado mental de aquellos que despiertan sobre cartones cada mañana. Las fronteras de este Molokai que es la pobreza no están bien definidas. Intuimos que por el norte linda con el alcoholismo; por el sur, con el analfabetismo; por el este, con la enfermedad mental; por el oeste, con el desempleo… Pero las líneas de demarcación no están trazadas con exactitud. Es evidente que no se puede explicar la situación de estas personas apelando únicamente a aspectos socioeconómicos. Al leer las historias que Declerck recoge en su libro, queda claro que hay además otros factores personales a tener en cuenta. Sin embargo, gran parte de la psiquiatría cree que la indigencia, como no es un diagnóstico psiquiátrico, ni siquiera un síntoma, no es exactamente de su competencia. Este tirarse la pelota los unos a los otros, de lo social a lo psiquiátrico y viceversa, solo contribuye a perpetuar el naufragio de estas personas.
Al margen de las historias individuales, y las interpretaciones de Declerck, el libro contiene información muy valiosa de la que habría que tomar nota si de verdad queremos ayudarlos. Si algo muestra el libro de Declerck es lo poco que sabemos de ellos. Sorprende ver cómo reaccionaron los internos de Nanterre a la limpieza y renovación de las instalaciones en 1995: «La limpieza, la novedad y la sobria claridad de la arquitectura resultaron insoportables para muchos. […] Locales devastados, paredes embadurnadas de excrementos. Los albergados combatieron la asepsia ambiental eludiendo masivamente lavarse y limpiarse la ropa. Algunos se pusieron a amontonar desperdicios en sus habitaciones, transformándolas así en cubos de basura gigantes». Y que algunas medidas que se tomaron para preservar su dignidad y seguridad tuvieran efectos antagónicos: la eliminación de la obligación de ducharse hizo que aumentaran los problemas de higiene y las enfermedades; el hecho de que los internos pudieran cerrar las puertas de los dormitorios desde dentro hizo que incrementase su sensación de desamparo.
Tampoco estaría de más reflexionar sobre cómo ha cambiado el perfil de la pobreza en los últimos años. Declerck dice en su libro que los migrantes, especialmente los que provienen de Europa del Este, son ahora quienes ocupan más plazas de los albergues, desbancando así a los «indigentes clásicos». Los propios indigentes dicen sentirse amenazados por los migrantes. Al igual que muchas personas fuera de Nanterre, piensan que han venido a comerse su sopa. Como señala Declerck, ni siquiera a la miseria le gusta compartir… Además, la inseguridad es tal que las autoridades del centro han subcontratado el trabajo de vigilancia a empresas privadas. El propio Declerck volvió a intentar infiltrarse entre los indigentes en 2005 y, visto el perfil de estos nuevos inquilinos (en algunos casos acostumbrados a los ambientes carcelarios), se asustó y, a la entrada del centro, se dio la media vuelta. «No se ha terminado de pasar miedo en Nanterre», concluye.
Pero tal vez lo más sobrecogedor de Los náufragos sea la idea de que algunos indigentes han interiorizado su situación hasta el punto de no poder vivir de otra manera. Esto no absuelve a la sociedad y hace que la culpa recaiga únicamente sobre ellos. Al contrario. Como dice Declerck, este tipo de sintecho es doblemente víctima, y nosotros, como sociedad, somos responsables por partida doble «pues no contentos con rechazarles del mundo del trabajo y de sus beneficios, de condenarles a existencias lamentables y de destinarles a sufrir en su carne la malnutrición y miserias psicológicas que pertenecen al siglo XIX, el poder mortífero de la exclusión es tal que se interioriza en el corazón mismo de ciertos sujetos que se convierten entonces en sus propios verdugos, recreando inconscientemente las condiciones siempre renovadas de su propia exclusión. El indigente es un excluido que ha llegado a no poder vivir de otro modo que en la exclusión perpetua de sí mismo». Según esto, cabe una última reflexión. Teniendo en cuenta que a causa de la crisis muchas personas han perdido su trabajo, sus casas, se han visto obligados a acudir a comedores sociales, etcétera, habría que hacer lo imposible para evitar que los «nuevos pobres» entren en una situación de pobreza irreversible. Ahora que se habla tanto del déficit y la deuda pública, no debemos olvidar la deuda que tenemos con todos ellos, los nuevos pobres y los viejos.
Artículo repleto de mundos…tanto conocidos, como por descubrir.
Excelente.
Gran artículo. Muy necesario para una sociedad donde cada vez se está quedando más gente excluida socialmente por la imposibilidad de encontrar trabajo porque, sin una fuente de ingresos ni apoyo, cada vez es más difícil no acabar en la indigencia. Es el gran elefante en la habitación de una sociedad que sigue mirando a otro lado. Tenemos un mercado laboral con un desempleo estructural crónico desde hace décadas, al que ahora se añaden los precarios, esas personas que trabajan y siguen sin llegar a fin de mes.
A la élite española esto no le ha preocupado nunca lo más mínimo y al trabajador estable (con derechos laborales y un sueldo que permite vivir), tampoco. Hasta que les toca, claro, porque como te echen del trabajo más vale que tengas un buen colchón de apoyo porque vas a empezar a formar parte de ese círculo de desempleo y precariedad que padecen los que no tuvieron la suerte de incorporarse al mercado laboral hace una o dos décadas. Y la línea de separación es muy fina.
Un hermoso artículo. Aunque parece que la miseria es un enemigo infinitamente más fuerte que la razón, que el esfuerzo, que la justicia, que la solidaridad, y que siempre nos deja en la cuneta de la liberación, es decir, de la libertad, y que es una maldición sin talismanes, una desesperanza desesperada y una putada infinita, se agradece que alguien sepa que todas esas personas no son una mancha para la civilización, sino sus víctimas y nuestros compañeros, y que detrás de esos odios y comportamientos esquizoides hay un montón de sueños perdidos, de humillaciones encajadas, de terrores vividos, y un infatigable cansancio que todavía, sin pretenderlo, espera algo mejor.