¿Se puede modificar una experiencia pasada? Desde luego… si eres el Dr. Extraño. Para los humanos el pasado es inmutable, inalterable, fijo como las creencias limitantes. Sin embargo, y por suerte, su recuerdo no es la realidad misma, sino una representación subjetiva de las vivencias pasadas. Mediante la reflexión, la terapia o el arte podemos transformar nuestro pasado y pergeñar el milagro: de repente nos sentiremos libres, los recuerdos más pesados se tornarán ligeros. Si nos llamamos Paula Bonet los moratones físicos y metafóricos acabarán cristalizándose en La Sed.
Explorar los triángulos amorosos de Truffaut en 813, con ese título numérico tan sugestivo, me permitió aproximarme al trabajo de la artista y vislumbrar el mundo interior tan luminoso que ruge en sus entrañas. Con La Sed he podido pasear entre sus sombras y emocionarme con sus pinturas cargadas de simbolismo. Paula se ha ido soltando poco a poco desde la admiración contemplativa que desarrollaba en The End a liberar el feminismo new age que la motoriza sin renunciar a las contradicciones que le son propias al movimiento.
Hay autores como Fernando Iwasaki o Juan Bonilla que podemos definir como hipertextuales; tienen la habilidad de que cada texto suyo te lleva inexorablemente a descubrir nuevos autores. En esta hipertextualidad analógica Bonet destaca con luz —u oscuridad— propia. Transitar entre las páginas de La Sed es ir descubriendo a autoras que corren con lobos como Anne Sexton, Clarice Lispector o Sylvia Plath y que conectan con emociones y sentimientos primarios. El viaje que emprende Paula se distancia de lo cartesiano y de una manera visceral utiliza los textos de estas autoras para aceptarse y así reescribir su pasado.
La Sed es aparentemente una obra oscura: las pinturas y los grabados sustituyen a las ilustraciones luminosas, su especial tipografía se hace confusa por los trazos más finos, y el tono cálido del papel amarillo de 813 da paso a un frío blanco. Los textos que acompañan los dibujos son los temblores, lamentos y gritos ahogados que forman parte del ciclo iniciático que da paso a la madurez. Sin embargo, tanto en la imagen como en la palabra se aprecia una tenue desarmonía interna entre los estados que se plasman y se verbalizan y los pensamientos que transpiran. La autora busca recreo en el dolor sin conseguir evitar que asomen la exploración, el asombro y la vitalidad. En definitiva, La Sed que le es propia. Uno es capaz de ver colores en esa combinación gris de textos y pinturas e imaginarse a Caitlin Moran dentro de su cerebro atada con los axones de sus neuronas.
A menudo detesto al cuervo
pero esta mañana
sobre la nieve…
(Matsuo Basho).
En un juego de alegoría final, Paula invoca al cuervo como arquetipo: es el símbolo de vitalidad que reta la supremacía de la muerte. Y no lo hace solo como figura representativa de aquello que le da vida y muerte a la vez, también cierra el círculo metaliterario de su libro con Ted Hughes, el hombre que devastó a Silvia Plath. Y así, resurgiendo de sus miedos y dolores, explicita las contradicciones que ahora de forma consciente la acompañan.
El dibujo. Es extraño ese suicidio con el horno apagado. Es conmovedor.
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