Marco Antonio Servillo, más conocido como Toni Servillo, nacido el 25 de enero de 1959 en la localidad de Afragola, cerca de Nápoles, es uno de los más grandes actores europeos. Su trabajo en la película La grande bellezza, galardonada con un Óscar, le ha valido el reconocimiento internacional. Como se sospecha ya viéndole actuar, se trata de un hombre exigente y reflexivo. La entrevista se desarrolla en italiano en el hall de un hotel de Madrid, a la hora del desayuno, y Servillo baja de su habitación con un traje impecable y un puro apagado entre los dedos. El puro es atrezo, un elemento que sirve para subrayar los gestos.
Anoche representó usted en Madrid Le voci di dentro, una de las obras más oscuras de Eduardo De Filippo. Él la interpretaba junto a su hermano, con el que no se hablaba fuera del escenario. Usted también la interpreta con su hermano.
Cierto, ya no se hablaban. La pelea de los Di Filippo acabó durando toda la vida. Sin embargo, la ocasión de llamar a mi hermano, que, como tal vez sepa usted, es cantante de un grupo famoso en Italia [Piccola Orchestra Avion Travel], nació del mismo texto, porque en el centro de esta historia hay dos hermanos y me parecía, lo puedo decir ahora, después de doscientas cincuenta representaciones, que ese es el mayor elemento de seducción del espectáculo. Tanto para el público como para nosotros dos. Porque naturalmente el dato biográfico va siempre detrás del dramatúrgico, ¿no? Es un ping-pong entre estas dos realidades que después son dos realidades fundamentales del teatro: ficción y realidad.
¿Con su hermano no hay riesgo de ruptura?
[Risas] No, creo que no. En parte porque de momento ejercemos dos profesiones totalmente diferentes. Aunque mi hermano se está abriendo camino también en el cine y ahora, admirablemente, en el teatro. Pero no, no hay ningún riesgo.
Leí que había usted descubierto a De Filippo tarde en la vida, ¿no?
Conocí a De Filippo muy pronto, como todas las personas de mi país y mi generación, incluyendo a quienes no han trabajado desde jóvenes en el teatro. Porque Eduardo De Filippo fue el último representante de un teatro italiano de naturaleza genuinamente popular y además tenemos la suerte (creo que es un caso casi único en Italia y también rarísimo en Europa) de disponer de ediciones de sus comedias completas y de la grabación de sus obras para televisión, con lo que podemos verle interpretar lo que había escrito. Una de sus comedias más famosas, Natale in casa Cupiello, se reponía en televisión cada Navidad por la tarde. Le conocía, pero realmente se convirtió en un descubrimiento cuando ya hacía algún tiempo que me dedicaba al teatro y le vi en directo, en una de sus interpretaciones más extraordinarias. Entonces comprendí lo que significaba.
¿No le pareció demasiado clásico? Usted, de joven, se interesaba por un teatro muy experimental.
Es cierto. Le descubrí cuando él ya estaba en el final de su carrera y yo comenzaba la mía y hacía un teatro muy diferente al suyo. Pero hay que tener en cuenta una cosa. Un crítico muy militante y muy experimentalista, uno de los grandes en la investigación teatral italiana, escribió que era necesario conocer a ese gran actor del siglo XX. Era impresionante.
¿Qué tiene de especial el teatro napolitano? ¿El dialecto es importante?
El dialecto resulta esencial. Y no diría dialecto, sino idioma. Es un idioma por muchas razones: por una inmensa producción literaria, porque posee una calidad musical extraordinaria que favorece las ambigüedades y los dobles sentidos… Me refiero a cuando se dice una cosa pero se alude a otra, como en la música. El napolitano es una lengua rica en sonidos, tan rica que a veces parece requerir una partitura. Hablas y haces fugas, cánones, dúos y hasta grandes piezas de concierto. Esto ocurre también con el veneciano. Ambas son lenguas de gran nobleza intelectual y, por su sonoridad y flexibilidad, son lenguas idóneas para el teatro.
¿Funciona bien la traducción de ese teatro al italiano y otras lenguas?
La traducción es difícil. De hecho, en italiano los resultados no son óptimos. Quizá para un extranjero, para un no italiano, sea mejor disfrutar de la versión original. Debe parecerse al placer que sentimos nosotros cuando asistimos a una obra española interpretada en español, en vez de traducida. Por ejemplo, si vemos La casa de Bernarda Alba hecha por españoles para un público italiano. Como ocurre a menudo con las lenguas dialectales, allí donde no llega con claridad el significado adherido a la palabra llega el gesto, que ayuda muchísimo a la comprensión. Otra característica extraordinaria de lenguas como el napolitano es que nunca se separan de la fuerza del cuerpo. Es decir, que la lengua y la gestualidad están íntimamente unidas y no disociadas, como ocurre a menudo con las lenguas nacionales oficiales.
Supongo que incluye a Totò dentro de la tradición del gran teatro napolitano.
Totò forma parte de la tradición de los grandes cómicos napolitanos, a lo que hay que añadir por supuesto la singularidad de su genio. Totò fue una máscara. Una máscara tan valiosa como Pulcinella. Y Totò es Totò: ya sea como Pulcinella, como Arlecchino, como Brighella… Es una máscara moderna de la comedia del arte. Es decir, de las máscaras italianas. Totò fue un gran hombre de teatro antes de hacerse famoso con el cine, y quien tuvo la suerte de asistir a sus representaciones teatrales recuerda su vis física, su gran capacidad de hacer reír con el cuerpo. Después con el cine buscó una comicidad más verbal (el calambur, el juego de palabras) que se desvía hacia el absurdo. Y esa cara, el don de tener un cuerpo torcido, naturalmente irreverente frente a cualquier forma de academicismo, de rigidez intelectual, de retórica… Totò fue quizá la última gran máscara de la comedia del arte italiana.
¿Existe relación entre lo excesiva que es Nápoles, en todos los sentidos, y el teatro napolitano?
No creo que Nápoles refleje solamente excesos. Comprendo que la imagen que Nápoles da al extranjero es, sobre todo, una imagen de exceso, pero hay un lado de los napolitanos más sobrio, más mesurado, más tétrico, del cual Eduardo De Filippo y esta obra constituyen la máxima expresión. Eduardo fue uno de los actores más admirados en Europa. Orson Welles y Laurence Olivier, por ejemplo, le consideraban un maestro, precisamente porque era un actor capaz de conseguir el máximo resultado emotivo con el menor esfuerzo posible. Por lo tanto hay un aspecto de lo napolitano ligado al exceso pero también hay un gusto de los napolitanos por lo sobrio. Esto lo vemos en la pintura, en la poesía, en el arte figurativo… Intento acotar esta idea de que los napolitanos sean solamente extroversión: hay un universo introvertido de lo napolitano que es fascinante. Y también trágico. Profundamente trágico.
Lo napolitano oscila entre la vida y la muerte.
Exactamente. Es una tierra que construye sus manifestaciones artísticas, ya sean teatro, música, pintura o literatura, sobre una reflexión acerca del destino del hombre. El hombre siempre está en el centro de un destino trágico, entre la vida y la muerte.
Usted se dedica fundamentalmente al teatro. ¿Ha pensado alguna vez qué hubiera sucedido con su carrera si no hubiera aceptado trabajar en L’uomo in più, el primer gran éxito cinematográfico de Sorrentino?
Probablemente mi destino habría sido otro. Me habría dedicado solamente al teatro. Continúo viviendo el setenta por ciento de mi vida sobre el escenario o pensando en el escenario con mi compañía, Teatri Uniti, de Nápoles. Junto con el director, Mario Martone, que fue uno de los fundadores de la compañía, imaginamos que del mismo modo en que hacíamos teatro independiente podríamos hacer cine independiente. Rodamos algunas películas entre las cuales están varios cortos, Morte di un matematico napoletano (su segunda película, que tuvo un gran éxito en Cannes), L’amore molesto… Pero si no hubiera llegado Paolo Sorrentino a mi vida no creo que me hubiera atrevido a asumir el papel de protagonista en una película. Ni soñarlo.
En aquel momento de 2000, cuando Sorrentino le habló de la película, usted preparaba una obra de Molière.
El Misántropo, sí. De hecho no le di mucha importancia al guion que había escrito aquel director, el tal Sorrentino, tan joven por entonces. Si hubiese perdido ese tren muchas cosas no habrían sido iguales.
¿Y por qué al final decidió interpretar a Tony Pisapia?
Porque aquel señor de allí que lee el periódico [señala a su compañero Angelo Curti], que estaba conmigo en Teatri Uniti, fue y me dijo: «Bah, no te preocupes, no leas el guion, encontrarán a otro actor». Entonces lo leí enseguida. [Risas].
Fue el inicio de una carrera brillante como actor de cine.
Sí. Y no consigo explicármelo. No he trabajado en muchas películas, esto es importante decirlo. Hace treinta y cinco años que soy actor de teatro. En el cine empecé tarde, sobre los cuarenta años, y hasta hoy no habré hecho siquiera veinte películas. Hay actores que tienen diez o quince años menos que yo y llevan a sus espaldas cincuenta o sesenta películas. Yo he tenido la suerte de participar en películas que han tenido un rápido éxito internacional. La segunda película de Sorrentino ya se estrenó en el festival de Cannes aquel año. Dos años después volvimos a Cannes con otra película de Sorrentino, Il Divo. Y luego con Gomorra. El mío debe ser un caso de pura suerte.
¡No sea tan modesto!
[Risas].
Sorrentino es el director de esas películas. Pero yo sería incapaz de imaginar una película como Il Divo sin su extraordinaria interpretación de ese político tan parecido a Giulio Andreotti.
Tal vez ese sea el mismo razonamiento que ha hecho Sorrentino. [Risas] Mantengo con él una gran complicidad. Y creo que cuando escribió guiones como los de Il Divo y La gran belleza lo hizo pensando en que yo tenía que ser el actor. Debe haber en eso cuestiones de complicidad, de forma de sentir, de costumbre, de seguridad. Es como si dijera: «te confío ese personaje». Lo cual no significa que el personaje lo haya hecho o inventado yo. En absoluto. Por el contrario, Sorrentino, además de ser un extraordinario director, escribe muy bien. Escribe muy bien los chistes, escribe muy muy bien los guiones. Quizá pensó que era muy arriesgado hacer una película sobre Andreotti y me dijo: «el único amigo con el que puedo imaginarme hacer una apuesta como esta, eres tú».
¿Cómo es el proceso de construcción de un personaje? Ya sea el de Il Divo o el mismo Jep Gambardella de La gran belleza. ¿Cómo se hace? ¿Por dónde se empieza?
Mire, no hay secretos. Existen métodos, pero en mi caso son tan personales que no sabría hablar de ellos. Sonaría a receta de cocina. Quiero decir que seguramente haya algunos ingredientes fundamentales: la observación, un estudio atento de la realidad… Pero esto es algo que debe hacer cualquiera que desempeñe un trabajo relacionado con la expresión, ¿no? Es importante una fuerte empatía, o sea, reconocerse en otro, reconocer una parte de uno mismo en otra persona. Esto es algo esencial en un proceso creativo que tiende a recrear una cosa que ya existe y a proponerla de nuevo añadiendo alguna cosa más. Hay que añadir un constante trabajo de imaginación, casi obsesivo. Y luego, naturalmente, todos estos ingredientes tienen que introducirse en un recipiente de buena calidad. Ese recipiente es el guion cinematográfico, o el texto teatral.
¿Un personaje como Il Divo se crea observando a Andreotti o pensando en Andreotti?
Pensando. Para mí, pensando. Los americanos y los europeos usan metodologías distintas. Simplificando de una forma muy sintética podríamos decir que los americanos miran mucho; el actor europeo, en cambio, es más de pensamiento e intuición. En el caso de Andreotti recurrí a dos o tres trucos, como el tipo de ropa, la forma de caminar, la postura… Pero luego intenté evitar la reconstrucción obsesiva del modelo, porque la película no tenía este objetivo. No era un biopic. La película era una reflexión sobre la soledad y el misterio ligados a un hombre de poder. Giulio Andreotti fue uno de los mayores ejemplos de todo esto. De hecho, se llevó a la tumba muchos secretos que todavía lo son.
Esa interpretación tenía algo de milagroso, porque usted no se parece en nada a Andreotti.
De hecho, yo no quería hacer esta película. Lo digo a menudo. No me creía capaz de hacerla. Pero la obstinación de Paolo Sorrentino y dos o tres pruebas de maquillaje me convencieron de que era un reto que debía aceptar. Él tenía razón, a fin de cuentas.
Viendo la película se ve a Andreotti.
No creo que sea solo mérito mío, y lo digo sin ningún tipo de falsa modestia. Tiene más mérito Paolo. Es una película que con el paso del tiempo se hará más y más importante, porque propone una manera diferente de observar la política. Lo hace desde la perspectiva de un político verdaderamente particular. Es decir, diferente a muchos otros, con elementos de discreción, de secreto, que en Italia le convirtieron casi en una figura del espectáculo. Piense que Andreotti, siete veces primer ministro, ganó siete telegatos. Y usted se preguntará: ¿qué es un telegato? Es algo parecido a un Óscar que en Italia se concede al personaje televisivo del año. Se trata de una contradicción muy fuerte pero que explica algunos aspectos del personaje, ¿no? Era un hombre misterioso, un hombre secreto de la política italiana ligado a hechos trágicos, pero al mismo tiempo un hombre de espectáculo. Un hombre que cada día entraba en todas las casas de Italia.
Eran célebres sus famosas frases irónicas y sus bromas sarcásticas.
Sus frases eran dignas de un gran actor. Y esta es la razón por la cual Paolo quiso hacer una película sobre él.
¿Cómo se empatiza con alguien tan oscuro, tan secreto?
Como decía antes, uno pone en la cesta cosas que después le serán útiles en la construcción de un personaje. Muchas cosas. Incluyendo lecturas. Yo, por casualidad, me tropecé con una antología de artículos periodísticos de un gran escritor italiano, Giorgio Manganelli. Y en uno de estos artículos, creo que para Il Corriere della Sera, contaba la historia de una semana durante la cual Manganelli había asistido a un congreso de la Democracia Cristiana. Decía que viendo desfilar a los jefes del partido había percibido una atmósfera a medio camino entre la curia y la viudedad. Es decir, parecían algo entre un viudo y un príncipe de la iglesia. A veces este tipo de sugestiones que vienen de una lectura, pueden (repito, a veces) ayudar a un actor a orientar la naturaleza de una interpretación suya. A darle incluso un comportamiento y una imagen. Hablamos naturalmente de cosas que no están escritas en ningún lado, ¿no? Que se mezclan con la vida misma, que están en el proceso mismo de la vida. Por lo tanto ni siquiera aspiro a que esto que digo sea comprensible.
Cuando leyó el guion de La gran belleza, ¿pensó que podría compararse el personaje de Jep Gambardella con el que creó Marcello Mastroianni en La dolce vita de Fellini?
Bueno, Gep no es romano. [Risas] No, no, en serio, esto es importante. Leyendo el guion pensé, como dice, que la historia se refería a un artista estancado, como el Marcello Rubini de Mastroianni en La dolce vita. Pero había una diferencia que me hizo pensar. Antes de seguir, le aseguro que el guion y el personaje eran tan bellos que aunque se parecieran a La dolce vita y a Mastroianni habría hecho igualmente la película. Pero, insisto, hay una diferencia. Una diferencia sustancial: Jep es profundamente napolitano. Por ser profundamente napolitano se inscribe en esa categoría de personajes que por lo general van hacia la capital, a Roma, en busca de aventuras. Lo cual evidentemente sucedió con Jep. Esto no se cuenta en la película, pero, a fin de cuentas, pertenece a su juventud. El personaje de Mastroianni es alguien que busca material para escribir su segunda película y está en el inicio de su carrera creativa, ¿no? Jep, sin embargo no quiere escribir más. No puede escribir, sufre un bloqueo. Es decir, incluso habiendo semejanzas (semejanzas que, como es evidente, Sorrentino conocía bien mientras escribía), la historia y el personaje iban a ser muy, muy diferentes.
¿No se puede pensar que es el mismo personaje pero años después? Cansado, cínico, viviendo en una Italia distinta.
Esa lectura es completamente legítima.
¿Qué ha cambiado?
En los años sesenta no había pesimismo, sino una bella confusión. No sé si sabe que ese iba a ser el título de La dolce vita. El título original era La bella confusión.
No lo sabía.
La «bella confusión» incluía no solo la atmósfera que se vivía en aquellos años, confusa y bella al mismo tiempo, sino también los primeros experimentos para hablar de aquella atmósfera. Eran experimentos literarios valientes: Cartas de Capri, Arbasino, el mismo Manganelli… Yo diría que la confusión de la que habla Sorrentino es una confusión trágica. En este sentido, sí, uno se puede imaginar que exista una línea de continuidad entre las dos cosas.
La gran belleza provocó reacciones muy diversas en la crítica italiana. Hubo quien se entusiasmó con ella y hubo quien la rechazó.
Sí.
¿Quizá porque la película es demasiado auténtica? ¿No ocurre con ella como con el cuadro de Inocencio X pintado por Velázquez, que inquieta por su veracidad?
[Risas] No está bien que yo diga esto, pero si uno se fija estadísticamente en la historia del cine, las películas que suscitan mucha discusión tienden a ser buenas. Sorrentino es un autor complejo y difícil. La película superó rápidamente los siete millones de euros de recaudación. En televisión la vieron nueve millones de espectadores. Hablamos de una película capaz de alcanzar un gran nivel de popularidad pese a ser una obra compleja. Es evidente que provoca opiniones tan diversas, y el hecho de provocarlas es una prueba más de su calidad. Hay quien adora el plano formal sorrentiniano y hay quien no. Objetivamente, Sorrentino tiene una gran capacidad para narrar con imágenes. Sorprende con el montaje, une imágenes aparentemente contradictorias y consigue que nazca una cosa nueva. Es muy original. También es posible que algunos se hayan sentido incómodos al verse reflejados en esta ciénaga emocional, en esta ciénaga moral de la que Sorrentino ha tenido la valentía de hablar. Creo que algo parecido sucedió cuando se estrenó La dolce vita. Usted y yo hablamos ahora de La dolce vita como de una obra maestra, pero numerosos escritores e intelectuales de la época la consideraron una película mediocre y poco interesante
Incluso una comedia como Rufufú suscitó un cierto rechazo.
Eso es algo distinto. Ahí hay un cliché, porque es el cine de los grandes directores populares italianos como Mario Monicelli o Dino Risi. Existía una actitud elitista de relativo desprecio hacia esos autores, a los que se consideraba menores. Hoy en día, sin embargo, ya nadie piensa así. Rufufú [I soliti ignoti] y otras películas de ese tipo son reconocidas como extraordinarias y permiten que el extranjero descubra las miserias y grandezas del alma italiana. Hay una película de Dino Risi llamada Un italiano en la Argentina, con Vittorio Gassman, evidentemente ambientada en Argentina, que a mí me parece una obra maestra. Pero durante bastantes años se consideró que el autor con A mayúscula era el que mostraba más audacia en el lenguaje cinematográfico. Con el tiempo hemos aprendido que no siempre es así.
Ese elitismo crítico, ¿no estaba relacionado con la hegemonía intelectual del Partido Comunista Italiano?
En Italia durante mucho tiempo, y todavía hoy, el latido cultural se desarrolla dentro de la izquierda. Y la izquierda no sentía un especial cariño hacia Fellini y otros autores como los que hemos citado. Pero nunca llegó a establecerse un canon. Al cabo de un tiempo, sin necesidad de esperar a que cineastas como Monicelli y Risi murieran, el cine popular ha sido reivindicado. En todo caso, diría que una cierta hegemonía cultural de la izquierda dañó en su momento tanto al cine más popular como al cine que apostaba por formas extremas. Un ejemplo muy dramático de esto probablemente sea Fellini.
En su última película, ¡Viva la libertad!, se hace un homenaje a Fellini.
Hay una cita, sí. Un homenaje, es verdad. Aparecen imágenes de Fellini, que solía ser un hombre muy sereno, completamente cabreado por las interrupciones publicitarias en las películas emitidas por televisión. El director, Roberto Andò, usó esas imágenes para señalar que a partir de un cierto momento en Italia se cruzaron los límites de la indecencia cultural, esa indecencia se desbordó y hubo graves consecuencias.
Usted vive en Caserta.
Vivo en Caserta, sí, a veinte kilómetros de Nápoles.
¿Ha pensado alguna vez en mudarse a Roma o a Milán?
Tengo cincuenta y cinco años y mi vida está en Caserta. Las cosas más importantes me han ocurrido allí, tengo mi compañía teatral en Nápoles… No, nunca he querido trasladarme a una gran ciudad. Si al final lo hiciera sería por cuestiones laborales o, en general, contingentes. Para mí es muy importante pertenecer al sur y vivir en una realidad conflictiva, contradictoria, difícil. Sea como sea, nunca me he planteado ir a vivir a Roma. Alguien que quiere dedicarse a esta profesión se va a vivir a Roma cuando tiene entre veinte y treinta años. Yo tengo cincuenta y cinco y no me he ido, ya no hay remedio. [Risas].
Usted dijo una vez que Nápoles y Milán, no Roma, son las dos grandes ciudades italianas.
Me parece que Nápoles y Milán son las dos verdaderas grandes metrópolis. Entendiendo por metrópolis una ciudad no solo extensa sino compleja, con diversos mundos estratificados y tensiones entre el centro y la periferia. Roma es una ciudad de belleza extraordinaria en la que… no sabría explicarlo, pero hay tres castas.
¿Tres poderes?
Sí, tres poderes: la política, la Iglesia y la televisión. En Nápoles, mucho más que en Milán, tengo la impresión de encontrar todavía, aunque la palabra hará reír a muchos, al pueblo. En Nápoles está el pueblo. Hay hombres y mujeres auténticos. En Roma se desarrolla más bien un juego de roles. También hay pueblo en Roma, por supuesto, pero es más difícil encontrarlo. No sé si me explico.
A mí siempre me ha parecido que la calle romana es como un teatro.
¿Ha estado alguna vez en Nápoles?
Sí.
Bueno, puede que la imagen teatral sea algo común a los italianos, pero creo que en Nápoles se manifiesta con más claridad.
En Nápoles la gente me parece menos impostada, más natural.
Lo que seguramente sucede es que Roma ofrece un escenario, una puesta en escena, absolutamente especial, porque toda Roma es un escenario. No hay otra ciudad en el mundo donde uno, caminando tranquilamente, mire a uno y a otro lado teniendo la impresión de estar dentro de una escenografía, en un teatro. Desde el punto de vista arquitectónico, Roma es un escenario y en este sentido es una de las ciudades más bellas del mundo, porque posee una dimensión eterna. Y al mismo tiempo irreal, porque acabas preguntándote,«Pero esto existe de verdad?». Esa iglesia puesta así, este escorzo… Ahora estamos en Madrid, otra ciudad bellísima que, sin embargo, no es un escenario.
Como napolitano, ¿sufre usted por la fama oscura de Nápoles?
Sufro muchísimo. Nápoles es una ciudad muy famosa en el mundo por la criminalidad y el descontrol, pero me opongo con todo mi ser al hecho de que Nápoles sea famosa solo por esto. Ustedes, los españoles, se llevaron a nuestros mejores creadores [risas]. Nuestras mejores mentes vinieron a España para cantar, componer, pintar… Vivo en Caserta y, por tanto, compro fruta contaminada. Vivo como ciudadano la tragedia de Nápoles, pero como artista siento el deber de ofrecer de mi ciudad una imagen que también es noble. Rechazo de lleno la famosa síntesis de la portada de Der Spiegel, con la pistola sobre los spaghetti. Aunque cada vez que se habla de Nápoles o de Italia se termina hablando de Berlusconi y de las mafias. Y esas son cosas reales, son problemas que existen. Pero los españoles no pueden sentirse ajenos.
¿Por qué?
Prácticamente todos los jefes de la Camorra napolitana tienen casas en la Costa Brava y el litoral mediterráneo español. Viven en España tranquilamente.
Nápoles es también Maradona.
Maradona encontró en Nápoles una vacuna de amor que le hizo convertirse en un dios. Nápoles le permitió ampliar muchísimo su talento.
¿Qué fue lo que hizo Maradona para ser tan amado en Nápoles, y viceversa?
Era criollo. [Risas] Realmente no lo sé. Maradona tiene ese genio popular que en Nápoles se conoce desde mucho antes de Maradona y será conocido también después, y que en una expresión tan popular como el fútbol se convierte en un don, una comunicación inmediata, un reconocimiento mutuo. No había un solo niño napolitano que no sintiese a Maradona como si fuera de la familia. Es decir, como una persona que había salido de su ambiente familiar. Un niño de Nápoles, o de Turín, no ve en Platini una persona como Maradona. Y Platini era una especie de intelectual, ¿no? [Risas] Se veía ya por cómo hablaba, como si estuviera destinado a dirigir. Falcao, que era un genio del fútbol, tampoco tenía el don de la comunicación popular. Maradona era teatral en el sentido más estúpido de la palabra, si me lo permite. Estúpido pero no banal. Estúpido como simple. Sí, muy teatral. Iba a verlo al San Paolo [estadio de fútbol de Nápoles] y ya cuando salía al campo era como si entrara en un escenario, ante noventa mil personas.
¿Le gusta el fútbol?
Moderadamente. Creo que hoy en día ya no es la expresión que era tiempo atrás de un deporte bellísimo, sino también un espacio donde se concentran la corrupción y los valores relacionados con el dinero. Por otra parte, hay grupos de hinchas que parecen escuadrones nazis. Total, que no. Sinceramente, no me inspira demasiada simpatía, salvo en momentos aislados. Como fenómeno de masas me inquieta porque tiende a captar las peores energías de la sociedad. Las captura, las concentra y las llena de ansia. Eso me asusta.
También la televisión puede ejercer una influencia negativa sobre la sociedad. Eso ha ocurrido en Italia.
No creo que sea solo en Italia.
No, claro.
He visto la televisión española alguna vez y es terrible. Es mucho peor que la italiana. Creo que la televisión española está corrompiendo a la juventud.
Y al idioma.
Se dicen una cantidad impresionante de estupideces. Nosotros tuvimos una gran televisión hace tiempo. La televisión de hoy ha renunciado a ser, como fue antes, un gran productor de cultura en un país productor de cultura. Naturalmente, en cuanto surgieron con fuerza los canales comerciales la televisión pública tuvo que competir con ellos y bajó su nivel de calidad. Dicho lo cual, no aprecio solamente cosas negativas. Hay cosas buenas en las televisiones de Italia y España. Yo detesto las telenovelas porque por lo general suelen ser un montón de estupideces, una simplificación de los sentimientos. Pero en la RAI [televisión pública italiana] se hace aún periodismo de extraordinaria calidad, periodismo de investigación. Antes emitían con frecuencia buen cine, programas propios interesantes, tenían un personal interno muy profesional mientras ahora se tiende a la subcontratación… Pero yo sigo pagando el canon porque creo que se debe hacer. [Risas].
Buena entrevista, la fotografía un poco floja esta vez y el personaje realmente genial. Muy interesante Toni Servillo, magnético y transmite como pocos.
Nunca agradeceremos bastante a Berlusconi (y a su virrey, Paolo Vasile) sus denodados esfuerzos por volvernos cada vez más idiotas a los españoles. Grazie mille, don Silvio.
Realmente he disfrutado mucho con la entrevista. Se hace uno adicto a charlas de este tipo,conocer Nápoles con los ojos de un artista napolitano. Bravo.
Buena entrevista, se parece un montón Karra Elejalde en las fotos.
Agradecido, faltaria menos.
Excelente entrevista. Don Toni Servillo; definitivamente un hombre no solo de teatro sino de mundo.
Hace poco se ha contado por que Tele5, esto es Mediaset de Berlusconi tiene licencia en España. Un dia a finales de los 80 principios de los 90, Bettino Craxi llamó a Felipe Gonzalez y le pidio directamente que le diesen una licencia a Berlusconi. Felipe lo penso y dijo me aseguro que no me criticaran y me quito un problema de encima. Por esa maldita llamada los españoles llevamos 30 años sufriendo la basura de Telecinco. Personalmente hace unos 10 años cunado salieron los TDT y podias borrar los canales, la quite y nunca ha vuelto a esta T% en una TV que haya tenido.