Efraín no hacía ningún esfuerzo por caer bien. No es que fuera antipático, pero nunca veía a nadie ni se dirigía intencionadamente a ninguna persona, derramaba despistadamente la sopa encima de cualquiera que se encontrara en su camino y tropezaba indolente con las sillas y muebles que encontraba a su paso.
Para sus compañeros era irritante, aunque siempre acababan dejándolo por imposible. Ni siquiera le afectó la paliza de recibimiento que le dieron los primeros días que llegó al orfanato. Tendría entonces ocho años y no parecía que sintiera dolor. Estaba muy centrado en el momento presente, lo cual, por cierto, es un estado muy buscado en diversas escuelas espirituales. Otro modo de decirlo es que tenía un tiempo de atención muy corto y eso le dificultaba el aprendizaje.
Por supuesto que su desconexión con la escuela era total. Ni siquiera encajaba en ningún diagnóstico de inadaptación al colegio: ni trastorno de la atención, ni absentista, ni fuguista, ni negativista desafiante, ni nada parecido. No es que se escapara del colegio, es que vivía al margen de él, nunca asistía.
Se sentía cómodo permaneciendo quieto mientras el otro intentaba el contacto, normalmente sin conseguirlo. Excepto cuando en alguna rara ocasión sí lo lograba.
Su posición vital era entre diletante y escéptica. Sus faltas generalmente por omisión. De aspecto sombrío, parecía llevar un cartel en la cara que decía: «Mantenga la distancia de seguridad».
El contacto le suponía un gran esfuerzo. Más que al tenis obligaba al otro a jugar al frontón. En general, lo que más le gustaba de cualquier reunión era irse.
Muchas personas quisieron compartir cosas con Efraín, enamorarse de él y enamorarlo. Pero nunca abandonó ese estado de congelación.
No sentía el dolor, o por lo menos no hacía acuse de recibo de él, era como si se lo negara a sí mismo. Tampoco tenía grandes sufrimientos, era de una estabilidad similar al pedernal, aunque sabía disfrutar de su tiempo libre y de hacer cosas banales.
De mayor sufrió una demencia que le dejó en-si-mismado.
El ser humano dispone de tres respuestas básicas ante la adversidad: el afrontamiento, la huida o la congelación. Estas reacciones se instalan a muy temprana edad en el catálogo de comportamientos. Desde la infancia se elige la prevalencia por alguna de ellas. Lógicamente no se trata de una lealtad total, estamos hablando de líneas de propensión y es importante conocer el tipo de respuesta que la persona suele dar ante el infortunio porque esto indica el modo en que construye sus patrones de construcción de dificultades y soluciones.
Pero ¿por qué empleamos una de estas reacciones aunque a veces no sea la más eficiente, llegando a repetir el comportamiento que más nos hace sufrir? ¿Por qué insistimos en algo que sabemos que no funciona? (1). Normalmente lo hacemos porque funcionó en el pasado, especialmente en los primeros años de la infancia.
Imaginemos que un niño acude a la llamada de su padre o su madre que lo esperan con los brazos abiertos. Imaginemos que, de repente, el adulto baja los brazos y mira hacia otro lado desconectando del niño. Esto puede ocurrir porque algo llama poderosamente la atención del adulto. Por ejemplo, porque muere el padre o la madre de alguno de ellos, o porque una desgracia repentina irrumpe en la vida familiar como la necesidad inminente de salvar la vida por guerra o persecución, o porque una grave crisis exige el exilio.
Ante esta situación emergente se producen dos fenómenos que configurarán la propensión a la respuesta que el niño tendrá en el futuro.
Por un lado, se produce la interrupción de un proceso de vitalidad, lo cual hace que siga repitiéndose hasta obtener un desenlace. Cualquier movimiento de vitalidad interrumpida está condenado a repetirse hasta que concluya. No es fácil abordar un ciclo de necesidad determinado si no se satisfacen previamente otros relacionados con necesidades más básicas (2).
Por otro lado, se requiere por parte del niño alguna de las tres posibles respuestas comentadas más arriba ante esta experiencia frustrada:
La primera es el afrontamiento, que se convierte en petición insistente si no recibe respuesta. Si aun así no le responden, seguirá insistiendo y si la situación de silencio persiste es muy probable que se la pida a los adultos que vaya encontrándose en su vida. Es el caso de las personas que piden inconscientemente a sus parejas que sean la madre o el padre que no les contestó. Lo cual les generará no pocos problemas de comunicación.
La segunda respuesta es la huida. El comportamiento que imprime para el futuro es el abandono ante la dificultad. También la creencia de que las relaciones con adultos son confusas y lo más conveniente ante el estrés es dejar el escenario. Esta respuesta es del tipo: «sálvese quien pueda».
La tercera respuesta es la congelación. La incapacidad para responder cuando la vida presenta estímulos significativos, ya sean satisfactorios o estresantes. Este hechizo en el que queda el sujeto le invalida para contestar y la intención protectora a la que obedece es evitar el sufrimiento.
A veces, la palabra no es la mejor medicina en estos casos. Especialmente cuando es meramente discursiva y está desconectada de la experiencia.
Por eso, cuando otras personas intentan descongelar a Efraín, él se resiste. No lo desea porque ¿qué le espera si se descongela? De nuevo el abandono genérico que constituyó la impronta.
A veces
una nimiedad
requiere
la fuerza
de un acto heroico
A veces
vivir
o respirar
son un esfuerzo
más grande
que subir
las altas cumbres.
A veces
los hombros
no parecen
poder con lo que llevan
(Trinidad Ballester)
Notas:
Uno de los hechizos psicolingüísticos en el que caemos: insistir en lo que sabemos que no funciona. Descrito en Cuentos que curan (2005). Bernardo Ortín. Barcelona. Editorial Océano-Ámbar. Pág. 102ss.
«Primum vivere deinde philosophare». Frase que se atribuye a Hobbes, aunque no está clara su autoría.
Muy bueno, me ha gustado, gracias.
Magnifico articulo que refleja la fragilidad de los niños y del ser humano en general. hermoso el poema de Trinidad Ballester.