Quizás porque los santos son personajes heroicos, uno espera que los seres más pérfidos sean, de algún modo, personajes fascinantes. El Leviatán es enorme, Jack el Destripador es escurridizo, el Diablo es astuto. Decepciona (no tengo muy claro en qué momento el mal empezó a ser algo refinado) que un villano sea un tipo simplón. De las conmociones que nos dejó en herencia la Segunda Guerra Mundial no fue la menor descubrir que los tipos que habían regentado los campos de exterminio eran, en general, personajes corrientes. Eichmann, tras ser secuestrado por el Mossad y llevado a Jerusalén para ser ahorcado y juzgado, dijo en su defensa que él solo era un burócrata que procuraba hacer su trabajo lo mejor posible. Hannah Arendt, que pululaba por allí, sorprendida, formuló en Eichmann en Jerusalén su idea sobre la banalidad del mal. El teniente de las SS no era más que un hombrecillo más bien corto de entendederas, que había despachado judíos como podría, en definitiva, haber vendido seguros. Esto es lo terrible, claro: que ya no es necesario un dragón desaforado y horrible para asolar ciudades, sino que el vecino del quinto, sometido a las condiciones oportunas, podía participar en el Holocausto.
Durante la década siguiente (al alemán lo colgaron en el 62) los psicólogos se afanaron en averiguar qué condiciones eran esas con dos experimentos famosos: el experimento de Milgram y la cárcel de Stanford. En el primero, los candidatos, azuzados por un señor con bata, electrocutaron a un paciente; en el segundo, bastó con repartir uniformes de carceleros y de presos para que, en el trascurso de unos pocos días, los estudiantes se ocuparan de desatar entre ellos, más los carceleros que los reclusos, un régimen tiránico y cruel.
Me acordaba de este asunto de los uniformes hace unas semanas, cuando entré al CaixaForum a ver una exposición sobre los cartones que Le Brun usó para pintar las estancias palaciegas de Versalles. Me concentraba en leer la cartela de la entrada de la exposición cuando, a mi espalda, apareció una pareja que preguntó a la señora que guardaba la entrada si la exposición era de libre acceso («Si usted es cliente de la Caixa, sí») y después, que si aquella era la exposición de Miró. Entonces, la señora, que iba vestida con el atuendo de una contrata de seguridad, los miró con severidad y yo diría que con desprecio y les respondió: «No, esta es la de Le Brun». Se marchó la pareja y la vigilante de seguridad fue a la búsqueda de la vigilante de sala, que no andaba lejos y, en términos innecesariamente duros, disertó en voz alta y clara sobre lo idiota que es la gente que no ve que allí pone (ciertamente lo ponía) «Le Brun» en letras gordas. Me quedé bastante sorprendido porque, aunque lo que preguntaban tenía una respuesta bastante obvia, en ningún momento habían sido descorteses con ella. Lo que más me llamó la atención fue el uso que hacía de su cuerpo, adecuadamente revestido de ese uniforme de policía de mentira que llevan los seguratas, para hacer presente su autoridad.
Un uniforme es un atuendo que distingue a quien tiene el control de quien no. Lo hace de una forma velocísima y definitiva, porque identifica al peón que lo porta con la enorme mole de autoridad a la que el uniforme representa, que puede ser el Estado, la Iglesia o una subcontrata de seguridad de la red de metro. Así, cuando uno ve a un guardia civil ve exactamente eso, un guardia civil. En ningún momento ve a un señor vestido de verde con bigote bajando la calle. Ve, directa y claramente, a una fuerza armada del Estado, que tiene, sin siquiera cruzar palabra con él, unas variadas potestades que puede emplear contra usted, que simplemente lleva un pantalón vaquero y una camiseta de algodón. Cuando hablo de «uniformes» me refiero a la bata de un médico, la sotana de un cura, la toga del juez, los atuendos militares o paramilitares, etcétera, y no al pantalón verde y el jersey naranja del empleado de Mercadona, que es más bien un mono de trabajo, como puede serlo el azul de un mecánico o la librea de un mayordomo.
Si seguimos la pista de los uniformes llegamos a situaciones peculiarísimas. Una de mis predilectas es el curioso caso de los controles aeroportuarios. Lo delicioso de estos lugares es que a uno lo zarandean para asuntos inutilísimos. ¡Qué variedad de maltratos, descortesías y gritos! Desconozco en qué momento se convirtió en cotidiano que a uno le apliquen el protocolo antiterrorista para recordarle (¡antes de pasar, sin siquiera haberle dado la oportunidad de poner en marcha el espectáculo de luz y color del arco magnético!) que debe dejar el cinturón, el reloj y las llaves en esa bandeja gris apilable. «Lo que queremos aquí, en seguridad aeroportuaria, es una especie de fascismo aburrido» (el chiste es de Padre de Familia). Pero lo cierto es que uno soporta a quien le grita porque ese alguien, en definitiva, tiene la capacidad de hacer que uno pierda el avión. Y si estas cosas ocurren con estas autoridades de mentira, ¿no sería escalofriante pensar qué ocurre con la autoridad de verdad? Pero debemos estar tranquilos: no se tiene constancia de que un agente del orden (me fascinan estos títulos) haya cometido nunca abuso de autoridad. ¿Verdad?
El uniforme no es más que una de esas situaciones propicias que hacen que un individuo cualquiera desate una tiranía sobre sus semejantes. A menudo esa «situación propicia» no es más que una mínima oportunidad. En este flanerismo por las relaciones de poder en que vivo, he encontrado un ejemplo sintomático: los restaurantes de comida rápida. Me gusta mucho mirar a la concurrencia mientras aguardo mi turno. Las colas de estos establecimientos tienen una cualidad formidable: congregan a gente de toda ralea. Y aun así uno puede observar, las más de las veces, cómo el cliente, lleve traje o riñonera, se dirige al empleado con una fiereza extraña. Hemos convenido, de algún modo impreciso y poco consciente, que el peor futuro laboral, la constatación de la mediocridad de alguien, es terminar trabajando en un McDonald’s. O en un Burger King. Y así, el traje de vendedor de comida rápida provoca justo el efecto contrario al del uniforme policial. Uno se pasma al ver a obreros, con trabajos tanto o más sufridos que el del muchacho de la gorra, descargando sobre ellos un despotismo similar al que ellos padecen.
Me he propuesto, ante este pasmo, un ejercicio revolucionario y novedoso: la amabilidad. Procuro tratar a quien me atiende en uno de estos lugares con más reverencia que al papa o al maître de un tres estrellas. Les pido todo por favor, les doy las gracias y les deseo buen día. Me lo he impuesto como una disciplina personal (yo soy una de las personas más refunfuñantes del Occidente cristiano) aunque sé que una golondrina no hace verano. Así que los convido a ustedes a esta revolución discreta y justa. ¡Muerte a los tiranos! Aunque seamos nosotros.
Lo peor es que se lo tenga que proponer y no lo viniera haciendo desde pequeño.
Justamente estaba pensando lo mismo. Yo, en cambio, siempre trato a la gente en general, con exquisita educación y con los uniformados no discuto nunca porque se supone que están al servicio del ciudadano.Y como todo perteneciente a la clase alta sabe desde la cuna, con el servicio JAMÁS hay que discutir.
También añadiría que no solo está desprestigiado el trabajar en esos locales en los que por cierto, no he entrado en mi vida, sino que los seguratas públicos también están empezando a tocar fondo. Me contó la chica que este domingo vio en el metro a uno de esos especímenes con todo su uniforme y con un corte de pelo parecido al de Robert De Niro en Taxi driver, teñido de rubio. Supongo que debe ser para infundir respeto a la fauna que transita por ese medio de transporte. Algo impensable hace solo 10 años. ¡No sé dónde vamos a ir a parar!
A este paso, pronto la Guardia Civil en carretera nos pedirá la documentación con pendiente y piercings en la napia dirigiéndose a nosotros sin saludar y tratándonos de «tío»…
¡¡¡ Como esta el servicio !!! Señorito
Pues mire, haga la revolución completa y trate de manera cortés a todo el mundo, independientemente de su trabajo y/o vestimenta (a menos que se muestren estúpidos y descorteses con Vd —ahí tiene total libertad para hacer lo que le dé la gana); verá la cara de asombro de sus semejantes. Por cierto, es el segundo artículo suyo que leo en esta revista: enhorabuena, no escribe Vd. mal.
La juventud es un uniforme que no te puedes quitar y que, normalmente, invita a la descortesía.
Frase para enmarcar.
Bueno, eso tiene arreglo a base de palos.
Pues yo ya lo hacía sin proponérmelo. Por lo menos, dar las buenas tardes, una sonrisa, algún por favor y un gracias. Y lo mismo a las cajeras de Mercadona o cualquiera de los trabajos subproletarios que aparentemente son el futuro.
Aunque pongo un límite: a los que se dedican a vender por teléfono o, lo peor de todo, a ir puerta a puerta timándote para que te cambies de compañía de teléfono o energía, a esos ninguna deferencia. Dar de comer al hambriento, aunque sea hamburguesas, siempre será digno de respeto. Invadir tu intimidad para hacerte comprar lo que no quieres, solo merece un portazo en las narices.
Y a los que, mientras caminas tranquilamente por la calle, te asaltan tratando de chantajearte emocionalmente para que te asocies a no se cual ong. Lo siento por ellos y su causa, pero que invadan mi espacio personal sin ser invitados es algo que no soporto.
Muy buen artículo. Gracias.
Yo es que soy tan raro y tan excéntrico que siempre he tratado con el mismo respeto a un Guardia Civil, al que curra en el McDonalds y al conserje de mi comunidad de vecinos. Incluso cuando se equivocan o me encuentro con un maleducado procuro no perder la compostura. Lo más curioso de todo es que con esa estrategia rara vez tengo problemas con nadie, casi siempre se arregla cualquier problema de manera civilizada y Santas Pascuas.
Por cierto, el que piense que trabajar en McDonalds es lo peor que hay, le recomiendo sólo un mes de obra o en el campo. He probado ambas mieles y en su día el McDonalds me parecía algo así como trabajar en Google.
Yo trabajo en un restaurante McDonald’s, y sí, veo a diario como la gente aprovecha para pagar todas esas frustraciones contenidas con nosotros porque se piensan que somos unos iletrados y que por tanto tienen derecho. Yo tengo dos carreras, un experto universitario y un máster en curso, seguramente cobre más que muchos de ellos y tenga mejor formación…pero es lo que toca!! Luego vas a la ventanilla de cualquier administración pública y te tratan como ganado, pero eso lo aceptamos sin chistar. En contra de lo que se piensa, tenemos unas condiciones laborales envidiables para ser hostelería (dos días libres consecutivos, 7 semanas de vacaciones, control milimétrico de las horas extras) y un sueldo «digno» para lo que el señor Rajoy ha hecho de este país, lo peor de mi trabajo es sin duda la gente que tengo que atender a diario.
«vas a la ventanilla de cualquier administración pública y te tratan como ganado», vaya o va Ud a muy pocas o ha tenido muy mala suerte. Supongo que dependerá del sitio, pero en la mía lo que me encuentro es personas hostiles en un 90%. No he hecho nada ni dicho nada más que buenos días, y ya tengo alguien molesto por algo que desconfía de mí, alguien a quien cualquier instrucción que dé le resulta molesta, exagerda, inútil y pensada únicamente para hacerle perder el tiempo. Me encuentro a alguien que, como me paga, puede pedirme lo que no me corresponde y lo que no le corresponde. Y mucho cuidado con decir que no, que está equivocado o que lo que ha hecho es incorrecto. Ahí ya vienen comportamientos que jamás se permitirían ni en un banco ni en una carnicería, pero que contra un funcionario de ventanilla están completamente permitidos, son normales, hasta son necesarios, porque es su derecho. Mucho cuidado cuando dices a alguien algo que no quiere oír, semejante atrevimiento pronunciado por un privilegiado que trabaja para tí, que no hace nada, que gana muchísimo, que hace la compra en horario de trabajo, que ya habrá ido cinco veces a tomar café y que seguro que ha entrado enchufado por ser pariente de un sindicalista… Sin chistar dices…. Sin decir buenos días, sin decir por favor, sin decir gracias y chistando, vaya que si chistando. No se si habrá estadísticas, pero seguro que se agreden más funcionarios que empelados del McDonalds. Y cuando todo sale bien, cuando todo se ha entendido y el resultado además es favorable, ha sido, por supuesto, a pesar de tí, porque el usuario o el administrado es más listo que tú. Cuando yo voy a un McDonalds trato a sus empelados como me gustaría que me tratasen a mí y a veces no lo consigo, parece que siempre llevo la ventanilla alrededor mío. Y sí, hay funcionarios que tratan como ganado y todo lo demás, faltaría más, como hay empleados del McDonalds inútiles, o trabajadores imperfectos o malos en todos los sectores, pero cuando tienes un funcionario presente se conjua siempre el «piensa mal y acertarás». Y resulta que Ud en el MCdonalds tenía condiciones laborables envidiables para muchos funcionarios también, para los que lo peor de su trabajo es el público y que se tienen que avergonzar de decir que trabajan en la Administración.
Mmmmmm sería delicioso que hurgue usted esos vericuetos de las relaciones interpersonales aquí en el corte ingles, relacion jefazos-jefecillos jefecillos-empleados y por último empleados rasos-clientes y como ese descargo de frustración muchas veces va en aumento según se va bajando dicha escalera.
Pues si, tiene usted razón, en el Corte Inglés, si no vas vestido de rico, te tratan a patadas en las zonas normales. Sin embargo, vaya usted a las zonas de marcas y, curiosamente, le tratan a uno fenomenal tenga el aspecto que tenga.
De la cortesía y los pequeños detalles https://dametresminutos.wordpress.com/2016/04/06/de-la-cortesia-y-los-pequenos-detalles/ vía @jiribas
En relación al Caso Standford, me recuerda a la película alemana «El Experimento», dónde un impoluto y disciplinado empleado de una aerolínea, al que le había tocado ser «carcelero», tras una pelea está a punto de acuchillar a uno de los «presos», un periodista infiltrado que no había parado de provocarlo (interesado en que hubiera follón para hacer más interesante su gravación). Y, tras mirarse mútuamente, le dice aquello de «¿Cómo hemos podido acabar así?». Era un experimento remunerado de dos semanas al que se habían presentado como voluntarios.
No creo que sea el uniforme en sí lo que transforme a las personas, aunque su visión inspire mayor o menor respeto. De todas maneras, a la larga se recoge lo que se siembra, consciente o inconscientemente. Frecuentemente se cumple la máxima de que uno «acaba recibiendo lo que da», y si eso es descortesía, desagradecimiento y mala educación… La amargura ira «in crescendo»
Supongo que el autor del artículo no ha querido dar la explicación, por no ofender al personal, porque es un tema requete tratado históricamente. Para verlo rápido: un patricio romano no pegaba a sus esclavos, ni era normal que les insultara; lo que hacía era ascender a un esclavo a magister o jefe y éste sí se cebada a muerte con sus compañeros esclavos. Es un clásico. El frustrado necesita vengarse en cuanto percibe a alguien inferior. Esto no es la explicación técnica, lógicamente, eso hay que mirarlo en temas antropológicos que no toca ahora, pero es lo que siempre ha pasado.
Por cierto, la pareja preguntaba por Miró seguramente por ser de este pintor el símbolo de la caixa, que al menos supieron distibguir. No era estúpida su pregunta.
Por último: Odio a ésos que suben a magister para creerse que son algo, por eso yo también trato exquisitamente al personal de MC Donalds, quienes siempre me han tratado de maravilla.
Gracias por el artículo
Perdón, acabo: Ojalá los funcionarios espaloles fueran una décima parte de eficaces que los del MC Donalds. Se nota que aplican espíritu yanki
Suponiendo, que es un suponer, que eso sea así en todos los casos, parece que entonces ya tenemos una justificación para ser hostiles con los funcionarios, justo de lo que va el artículo. Recuerde tratar bien a un empelado del McDonald, a un funcionario no hace falta, para lo que sirven… Sé que no ha dicho éso, pero entonces no sé para qué dice lo que ha dicho. También le puedo asegurar que en cuanto a ineficiencia no son los funcionarios los que se llevan la palma. He visto gente inútil en cantidad de sitios, y la mayoría de ellos no sabían que lo eran.
A los funcionarios, personas cualificadas y amables en general, se les tiene que tratar bien, desde luego. Mi comentario final era sobre la eficacia, y en esto aplico los principios anglosajones que por algo nos superan en casi todo: haga vd que un ciudadano salga más contento de tratar con vd que del MC Donalds. Si no lo está consiguiendo, es ineficaz, no sirve. Puede sonar radical pero así piensan los que han inventado nuestros móviles, Internet, el 90% de nuestros entretenimientos diarios, la penicilina, etc… Cúrreselo o déjelo
La complejidad de la administración es bastante mayor que la de un Mc y la satisfacción nunca podrá ser la misma porque en un Mc siempre deben decir que sí y en la Admón. muchas veces hay que decir que no.
Limitándonos a la satisfacción por el trato recibido, que es el origen del debate, le aseguro que hacemos ímprobos esfuerzos y conseguimos buenos resultados, a pesar de contar con la hostilidad inicial basada en el prejuicio que padecemos los que estamos tras una «ventanilla», hostilidad que explicaba en el primer mensjae. Y como decía en este último, he visto a muchísimas personas mucho menos eficaces tratando con el público en multitud de lugares y a esas personas también las paga el usuario/cliente. Desgraciadamente, las relaciones personales entre desconocidos en España pasan con demasaida frecuencia de una afabilidad innecesaria a una hostilidad igualmente innecesaria (Todas las personas que me tutean a mis cincuenta años, aunque pudieran ser mis hijos, -y hasta me llaman hijo- a todas las personos que me escupen un tú cuando les tdigo algo que no les gusta oír)
Entiendo tu punto de vista, pero también entiendo a los otros: soy de esos ciudadanos que no hablan con la Administración a menos que tengan un soberano follón, y lo único que nos falta es que nos larguen un discurso, nos reconvengan como si le hubiésemos faltado a su santa madre, y encima nos carguen con lo que toque: multa, recargo, etc. Dicho esto, últimamente he tenido la increíble suerte de dar con funcionarios que no sólo me han atendido como es debido, sino que se han empeñado en señalarme todas las cosas a las que tenía derecho (y yo no lo sabía). Me han tratado no sólo como a una persona, sino como si quisieran ayudarme. Pero eso no es (o no era) lo normal: lo usual es que se dirigieran a ti como a un inferior social, económica y moralmente, como a quien les perjudicaba personalmente y con mala fe. Para salir maldiciendo, llorando y echando pestes, vamos. Lo del tuteo es espinoso: si no tuteas y el otro es joven, no pasa nada; si no lo es tanto, se ofende porque lo tratas de «mayor», y líbrenos dios de ser viejos a plena conciencia… Pero a mí tampoco me entusiasma que me maltraten de tú a tú, las distancias ayudan. Un saludo
Tienes razón, es así. Trato mucho con funcionarios y sé lo que dices. Pero falta que presionéis a la Administración exigiendo cambios, como simplicidad en los trámites y eliminación de normativa. Cuando un extranjero vive lo que tiene que hacer hasta tener estable una nueva empresa en España… me ahorro reproducir su opinión, pero se va al MC Donalds a sacudirse la caspa hidalga castellana. En fin, nos estamos yendo del debate del buen artículo que nos ha regalado jotdown
De acuerdo en casi todo, porque va y resulta que soy del mismo centro de Castilla la Vieja, gente sencilla, clara y sincera. Pero va, seguimos trabajando en ello y a muchos nos apasiona el servicio público y al público.
Es que el asunto va de tratar bien a todo el mundo, no se, a lo mejor os tenemos que dar una galletita a los que tratáis con respeto a los que no tienen un curro tan cualificado, no tan bien pagado.
Es imposible no estar de acuerdo, pero voy a hacer un esfuerzo. Lo del uniforme como escudo y lanza para la chulería es cierto, pero también se da (y en no tan bajos fondos) en los no uniformados que van de discretos ma non-troppo. Son los que tienen carta blanca para lo que sea porque están en el ajo, sea cual sea la salsa: desde los que insinúan ser policías secretos hasta los que son como hermanos de un capo, que hasta puede ser alguien legal y honorabilísimo e intocable, inmune o impune, como se prefiera. Pero saliendo del terreno de los déspotas más perniciosos, queda tooooodo un campo abierto para los bordes por crianza, por estupidez y por frustración, y son desde bancarios hasta cajeros de supermercado, funcionarios, médicos, abogados, asistentes sociales, psicólogos, escritores, periodistas, músicos… Cualquiera es un blanco para ellos, los de McDonald’s son uno más. Muchos dicen que la cortesía es hipocresía y disimulo: lástima que no la practiquen (así como la ven ya sirve), nos ahorrarían su francamente ordinaria brutez y hasta podrían pasar por majos (es un decir).
Nunca te pases con alguien que tenga que servirte la comida (lo mismo en un Mcdonald´s que en un restaurante de superlujo) o puedes terminar comiendo cosas inesperadas sin que te enteres. Además que ser amable no cuesta mucho….y en este caso particular que comento da beneficios.
No es ninguna revolución; se llama, simplemente, humanidad.
Antes, en los cuentos, siempre aparecía una viejecita indefensa que después se revelaba bruja que castigaba la descortesía o hada que premiaba la amabilidad. Una manera como otra de inculcar la idea de que hay que comportarse con todo el mundo como lo que son: personas como nosotros.
He llegado hasta su descripción de guardia civil de un señor con bigote vestido de verde que baja la calle y que tiene potestades que puede utilizar contra usted. Mi pregunta es si es usted hijo del cuerpo. Solo así se puede entender semejante animadversión hacia los picoletos. Por lo demás, un artículo bastante plúmbeo. Lo siento.