Sociedad

Gambia: el derecho y el revés de seis sonrisas

Participantes durante el rito del Futampaf .
Participantes durante el rito del Futampaf .

Retumba el primer cañonazo. Solo un grupo, pequeño pero perfectamente distinguible entre la multitud, se dispersa. Amaga con correr, pero no sabe hacia dónde. El resto —alrededor de un millar de personas— apenas se sobrecoge. Han detenido los cánticos y parecen esperar algo. Varias gallinas alzan torpemente el vuelo con el segundo estruendo. A quienes no entienden lo que está ocurriendo el corazón les golpea en la garganta como un martillo caliente. El cuarto, o quizá el quinto estallido compacta la nube de polvo que ha ido ocultando a la muchedumbre con un halo fantasmal. Se mastica el olor a pólvora y arena roja.

En esa nada nubosa emerge un todoterreno negro, sin matrícula. Avanza a gran velocidad entre las hileras de gente. Se detiene con un brusco frenazo. La megafonía se acopla, y una voz metálica brama:

«¡Su excelencia el presidente de la República Islámica de Gambia, el jeque profesor Alhaji doctor Yahya Abdul-Aziz Jemus Junkung Jammeh!».

Del asiento del conductor desciende una figura blanca. Inmensa, oronda. A medio camino entre un hechicero y un papa, viste una túnica perlada y un pequeño sombrero rojo le corona la cabeza. Iza los brazos al cielo y vuelven los cánticos. Despierta de nuevo el frenético ruido de las koras, los silbatos y los djembes, celebrando su llegada. Él es el presidente de Gambia, Yahya Jammeh. Esto es Kanilai, su pueblo natal y nosotros, hoy, somos sus figurantes. Un grupo de periodistas blancos, desorientados por las salvas y los cañonazos, a los que ahora la multitud señala con sorna como quien se mofa de un perro despavorido por un tonto petardo.

Sosteniendo un Corán y un cetro (sus atributos de poder), el presidente bendice a los asistentes. Les salpica con una botella de agua a la que alguien ha retirado la etiqueta, y camina escoltado por un nutrido grupo de militares. Los mismos que antes de los cañonazos habían aparcado las AK-47 en el suelo, lustran ahora —con paño y Cristasol— el sofá que ocupará el presidente. La escenografía es demencial, propia de El último rey de Escocia. Bajo el abrigo de un majestuoso baobab, se ha colocado una alfombra para mullir el parduzco suelo del semidesértico país africano. Sobre él, dos regios sofás esperan a Yahya Jammeh y a una (la oficial) de sus esposas. A sus espaldas, se aprieta en filas el ejército, guinda de la excéntrica estampa. El sol abrasa en lo alto cuando empieza el show, el motivo que nos trae hasta aquí.

Se celebra el Futampaf, el tradicional rito de la tribu jola, uno de los catorce grupos étnicos del país y al que pertenece el líder. Simboliza el paso a la edad adulta para los jóvenes, que cristaliza en la circuncisión. Algo que no presenciaremos porque, aunque se afanen en que parezca lo contrario, poco de lo que vemos es real. Es una performance de una realidad más íntima, una representación montada para el deleite del extranjero. Ni siquiera el presidente de kilométrico título es tal. Es un dictador que lleva apoltronado en ese sofá desde que en 1994 dio un golpe de Estado y se hizo con el poder.

Los militares preparan la escenografía.
Los militares preparan la escenografía.

En 2005 ideó este Roots Festival, que toma su nombre y su espíritu de la novela de Alex HaleyRaíces, llevada después a la televisión. El evento no pretende solo celebrar el final de la esclavitud, de la que Gambia fue el origen y epicentro, sino que ambiciona construir una identidad africana fuera del continente. Para ello, invita en cada edición a centenares de descendientes de africanos residentes en otros países, lo que denominan la «Diáspora» del «Holocausto negro». El objetivo es que vuelvan a casa, metafóricamente. Que conozcan la cultura de sus ancestros, asistiendo a ceremonias como el Futampaf, visitando lugares icónicos de los funestos cuatrocientos años de esclavitud. Los inician en los ritos, los trasladan en convoyes militarizados de un lugar a otro, imbuyéndolos en la trágica historia que los precede. Se visten con los coloridos trajes de los mandinka y asisten a un sinnúmero de discursos del presidente y del resto de autoridades políticas y religiosas. A esta 12.ª edición han acudido participantes de Jamaica, el Reino Unido y Estados Unidos, fundamentalmente. Algunos habían rastreado sus raíces hasta Gambia y sabían con certeza que sus antepasados salieron por las puertas del Atlántico con grilletes en pies y manos. La mayoría solo lo suponían. Muchos acudían por segunda o tercera vez, satisfechos con la experiencia que brinda el festival. Un menú que incluye una innegable carga simbólica, con momentos de genuina emoción. Pero también bastantes trampas. Afloran cuando se mira en la dirección contraria a la que señala el dedo de su excelencia el presidente de la República Islámica de Gambia, el jeque profesor Alhaji doctor Yahya Abdul-Aziz Jemus Junkung Jammeh. No es sencillo, al menos para nosotros. El líder controla en todo momento dónde se encuentra el grupo de periodistas. Nos envía a militares para que nos recoloquen en la comitiva, conminándolos constantemente a fotografiar y retener lo que él estime. Que en ocasiones coincide más con el teatro que con la realidad.

Porque Gambia no solo es el paraíso turístico de lujosos lodges, playas infinitas y atracciones con las que se deleita al participante del festival, y quizá potencial turista. Como en muchos otros edenes paradisíacos, en este también palpita un infierno. Todos unidos en el litoral. «The smiling coast of Africa» predica su eslogan oficial. En el país más pequeño del África continental, la amabilidad proverbial es rigurosamente cierta. Los gambianos sonríen a dientes llenos. Abrazan con las comisuras, derrochan amabilidad y balbucean el eslogan oficioso: «Gambia no pasa nada».

Pero en las sonrisas también pasan cosas.

Jammeh: la sonrisa «presidencial»

Al líder le ha costado un buen rato sonreír. Asiste, desde su sillón, a las danzas que los jolas ejecutan tras los ritos de iniciación. Danzan para él, pero le desagrada. Sus contorsiones no le convencen. Agitando las manos con una mueca de desagrado, se levanta como un resorte y avanza pisando la alfombra roja. Toma por el brazo a uno de los hombres, que inmediatamente deja de brincar. Le da indicaciones para que corrija el baile. El hombre, desgarbado y con gafas de sol en plena noche, acata las indicaciones y vuelve a bailar, frenético. Jammeh cabecea con un gesto de desaprobación más grave. Le ordena que salte a la pata coja, quizá como castigo, quizá como broma. Pero el hombre obedece, visiblemente más tenso que al principio. Salta a la pata coja hacia atrás durante bastantes metros y consigue no desplomarse. Tras unos larguísimos minutos de equilibrios, reposa ambas piernas en el suelo y agacha la cabeza en gesto de sumisión. Si Jammeh no fuera el dictador del país, tampoco le miraría a los ojos, en cumplimiento de las costumbres tribales que prohíben el contacto visual con alguien de mayor edad.

El dictador tiene cincuenta y un años. En cuatro, rebasará la esperanza de vida de un gambiano medio. Él no lo es. Es el «Rey que Desafía a los Ríos», según el título que se ha autoadjudicado. También tiene poderes mágicos concedidos por el «Dios Supremo», que, según dice, pueden curar el sida, el cáncer, el ébola y otras enfermedades mortales. Les sana con la mera imposición de su cetro y su Corán sobre el enfermoo con ungüentos de hierbas que administra gratuitamente en un centro creado al efecto en BakauLos enfermos de VIH pueden hacer desaparecer la enfermedad con los métodos de brujería del déspota, pero en ningún caso podrán mantener relaciones con gente de su mismo sexo. En el mejor de los casos, serían condenados a cadena perpetua. En el peor, ejecutados. «Vamos a luchar contra estas alimañas llamadas homosexuales o gais de la misma manera que luchamos contra los mosquitos que causan la malaria, o con mayor agresividad», proclamó el propio Jammeh en televisión.

Al final, Jammeh sonríe, satisfecho con los trovadores y danzarines. Le gusta ver feliz a su pueblo, dice. El año pasado cuatro niños murieron atropellados en una caravana similar, cuando se lanzaron a recoger los dulces que arrojaba el hombre de la sonrisa socarrona.

El Jeque Profesor Alhaji Doctor Yahya Abdul-Aziz Jemus Junkung Jammeh dando indicaciones a la prensa durante el Futampaf.
El Jeque Profesor Alhaji Doctor Yahya Abdul-Aziz Jemus Junkung Jammeh dando indicaciones a la prensa durante el Futampaf.

«Mama Fruta»: la sonrisa amarga

Sonríe desde que nos divisa en una playa de Paradise Beach. Sonríe aún más cuando descubre que somos de España. «Mi hijo está allí, en un centro de inmigrantes», celebra Ada. Ya ha vendido todas las frutas del canasto, y su cara refleja el buen día. Viste un traje de chillones colores, a juego con el turbante. Sus manos están ásperas. Nos cuenta que Abdoul Fatty, su hijo mayor, hace varios meses que se escapó con el dinero de la familia, unos mil setecientos euros. Partió rumbo a Europa, poniéndose en las manos de las mafias migratorias. Es común que en Gambia los jóvenes escondan sus planes de huir hasta el último momento, para que nadie intente disuadirlos. Todas las familias lloran a alguien que se lanzó al mar tratando de llegar a las islas Canarias, un viaje que aquí llaman el back way. El país, según ACNUR, ocupa el quinto lugar entre los países africanos emisores de emigrantes a Europa. Pero Abdul, de veinte años, ha seguido una nueva ruta, cruzando por Mali y Níger. Ada consiguió anoche, por primera vez desde que se fue, hablar con su hijo por teléfono. Hoy sabe que está vivo, ayer creía que flotaba en el mar. Nos muestra el número de teléfono que alguien le prestó para que la llamara. Algo no encaja, porque el prefijo no es español. Corresponde a un móvil libio. «¿No es allí de donde venís?», dice ella, contrariada. No sabe si está en España, en Libia, o en plena travesía a Lampedusa. Está vivo, y eso, de momento, es suficiente para sonreír.

Mohamed, la sonrisa cálida

Mohamed se sabe afortunado. Muchos de sus amigos y familiares fallecieron en los cayucos, pero él no se plantea emigrar. Trabaja en el Hotel Bamboo y con el sueldo puede alimentar a su amplia familia y componérselas sin demasiados excesos. «Muchos se van, y los que sobreviven, envían dinero para sus familias aquí, pero eso ¿de qué sirve si no puedes estar con ellos?», se pregunta. Habla de la veneración a la figura materna de su cultura, y no le gusta lo que ha escuchado sobre cómo confinamos a los ancianos en Europa. Sospecha que al otro lado del Mediterráneo hay oportunidades imposibles aquí, pero la ecuación sigue sin convencerle. Gambia empieza a despegar como sector turístico (con afluencia de visitantes escandinavos, británicos, holandeses y, últimamente, españoles) y él es uno de los beneficiados de ese impulso. En sus nueve áreas turísticas se agolpan playas, cruceros fluviales y siete parques nacionales. Se pueden acariciar cocodrilos en la reserva de Kachikally, o hipopótamos pigmeos cerca de Janjanbureh, y visitar el cementerio megalítico de los Círculos de Piedras de Wassu. Incluso, impregnarse del colorido caos africano en los mercados de Serekunda o en la aldea de pescadores de TanjiEl turismo sexual se oferta a cara descubierta, sin asomo de discreción, mientras las grúas —y los inversores europeos— levantan exquisitos complejos hoteleros con premura africana.

A Mohamed le gusta ver crecer día a día esas edificaciones, por lo que significan en un país donde el sueldo medio apenas llega a los sesenta euros al mes. Disfruta charlando con los turistas y a todos les pregunta si hace frío donde viven. Sonríe cuando le explican la variación de temperaturas. Quizá aquí haga demasiado calor, pero las aguas que engullen los cayucos están, también, demasiado frías.

Khadim, la sonrisa del street art

Khadim sonríe, y sueña con sonreír aún más. Vive en una aldea mínima en la zona de Kubuneh donde desde hace un tiempo ha aumentado la afluencia de hombres blancos. Bajan de los vehículos y fotografían las fachadas de los edificios, que lucen orgullosos grafitis de grandes nombres de este arte. Dos ingleses enamorados del país llevaron a cabo la iniciativa de «Muros abiertos», e invitaron a grafiteros como Roa, Know Hope o TIKA a que revitalizaran el lugar con sus sprays. «Estuvieron aquí como una semana pintando, venían por la tarde, cuando hacía menos calor», recuerda Khadim, que pronto cumplirá once años. Lo recuerda como una experiencia «divertidísima» que le hacía volver más deprisa del colegio (a una hora a pie desde allí) para verles pintar. Cuando nos ve mirar extrañados a varios cerdos de la aldea, nos corrige: «El cerdo no es nuestro, somos musulmanes y no podemos comerlo. Es de los cristianos, aquí vivimos todos juntos y lo cuidamos también, aunque no nos lo comamos», explica. Gambia presume de una convivencia religiosa armoniosa, y es cierta. Aunque el 90 % de la población es musulmana, los actos oficiales del festival los inaugura el obispo. Después, el imán. Las madrasas lindan con escuelas cristianas, y niñas con y sin velo juegan juntas en todas las poblaciones. Los matrimonios entre personas de ambos credos no son tan extraños. «El islam es esto, convivencia. Aquí no hay problemas entre nosotros. Que se enteren los terroristas del Estado Islámico, que, si vienen aquí, los mataremos como a perros», previno Yahya Jammeh en uno de sus discursos.

Khadim sonríe ajeno a todo eso, paladeando los planes de futuro. Le han contado que un tal Banksy vendrá también a su aldea, y espera que esta vez elija el muro de su casa para plasmar su arte. No es tan céntrica como las demás, pero asegura que podría quedar muy bonita. Sonríe, esperando la suerte de la próxima vez.

Durante el rito, varios de los Fula entran en trance y demuestran que no sienten dolor. Se cortan con cuchillos y disparan con balines ante el presidente.
Durante el rito, varios de los Fula entran en trance y demuestran que no sienten dolor. Se cortan con cuchillos y disparan con balines ante el presidente.

Kalleh, la sonrisa militar

Durante los laudatorios discursos del festival, Kalleh vigila. El militar sonríe cuando nos escucha comentar cuál será el siguiente plan del itinerario. Estamos en el pueblo de Juffureh, donde el gambiano más tristemente célebre, Kunta Kinte, fue capturado y esclavizado. Hoy, varios de sus habitantes se disputan ser sus descendientes directos, rivalizando por el apellido. El festival, en esta ocasión, ha traído de vuelta a uno de sus tataranietos, residente en Maryland. Gambia quiere capitalizar la popularidad de Raíces, y convertir Juffureh en un enclave que rescate la historia de la esclavitud y fomente el turismo. Para ello ha construido un rudimentario museo —financiado por Haley— y una réplica de los buques en los que se hacinaba a los negros. Estos aguardaban el momento de zarpar en la vecina James Island, que junto a la senegalesa isla de Gorée centralizó la trata de esclavos transatlántica. Allí se pueden contemplar los grilletes herrumbrosos, los calabozos claustrofóbicos y el fuerte medio derruido donde los custodiaban.

Kalleh, como la mayoría de los gambianos, conoce los detalles al milímetro. Se deshace en explicaciones, pero pronto empieza a ilustrarnos con anécdotas sobre las tradiciones de los fula, a los que pertenece. Habla de «circuncisión masculina y femenina» de niños y niñas, un eufemismo que nos provoca un respingo. En Gambia, la ablación alcanza al 75 % de las mujeres, aunque pocos lo denominan así. Tampoco lo llaman mutilación. «De todas formas, estamos en vías de promulgar una ley para limitarlo», explica el militar. En realidad, el Parlamento lo prohibió hace escasos meses. «Aquí las cosas van a otro ritmo», se justifica Kalleh. Ante el choque cultural, prefiere sonreír y jugar la carta de la amabilidad.

La sonrisa desconocida

Él sonríe mientras suplica quedarse en el anonimato. Es un joven gambiano, con trabajo estable y bien remunerado. Encabeza una familia populosa, en la que no es extraño que los sobrinos superen en edad a sus tíos. En general, según dice, no tiene motivos para no sonreír, más allá de la búsqueda incesante de una segunda esposa. Se separó de la primera —un matrimonio que acordó su madre— y ahora comparte la custodia de los niños. Tiene un buen coche (buenísimo, para los parámetros gambianos) e incluso va a la playa algún fin de semana. Pero su sonrisa se apaga cuando se menciona al presidente del país. Ya no está contento con él. Explica que durante los primeros años de las dos décadas que lleva en el poder, Yahya Jammeh no estaba tan mal. Era excéntrico e impulsivo, pero logró capitanear una era de bonanza económica. Ahora, la cosa ha cambiado. «Se ha centrado mucho en otros asuntos y la economía ha dejado de funcionar. El turismo no termina de funcionar del todo, y él está obsesionado con otras cosas», dice. El joven se refiere al cambio de denominación del país producido el pasado enero, que por obra y gracia del presidente pasó a erigirse en «República Islámica de Gambia». La segunda en África, después de Mauritania. No le gustan ni los motivos oficiales del cambio ni los que se adivinan. Si es para ahuyentar al Estado Islámico, le resulta contraproducente. Si es para atraer las inversiones del Golfo Pérsico, sucio. En cualquier caso, el origen de su descontento va más allá. En estos momentos el líder de la oposición ha sido encarcelado por encabezar una manifestación contra el presidente y reina una política del miedo en el país. Se detiene a periodistas, se silencia a los críticos y no se atiende a lo importante, dice el anónimo. «Los jóvenes, en general, no estamos contentos. Tenemos acceso a lo que ocurre en otros países de África a través de las redes y sabemos que mucho de lo que aquí pasa no es normal», subraya. Dice que esta vez no votará por el presidente en las elecciones que se celebrarán en diciembre, pero cree que, en realidad, tanto da. ¿No cree en los resultados? «No, no es eso. No creo que se vaya a ir tan fácilmente del poder, y que esto puede generar violencia», responde. Y enmarca la última sonrisa. «Pero, pase lo que pase, saldremos de ello», vaticina.

La cena de gala corona la duodécima edición del Roots Festival. Se celebra en el hotel más lujoso de Senegambia, la zona más turística del país. Nada fuera de lo usual: discursos de autoridades, celebración de la unión y la cohesión de la población negra y un bufet libre. Selfis entre los más jóvenes y zumo de baobab. Nada de alcohol.

El ministro de Turismo se aproxima a la mesa de los periodistas: «El presidente tiene un regalo para vosotros», anuncia. Regresa minutos después con unas bolsas de cartón marrón. «Son seis metros de tela, para que os confeccionéis vestidos típicos gambianos», dice, bonachón. Abrimos el envoltorio y desplegamos el tejido, descubriendo la sorpresa. La tela lleva impresa una decena de veces el mismo rostro sonriente: el del jeque profesor Alhaji doctor Yahya Abdul-Aziz Jemus Junkung Jammeh. Y sonreímos, porque ya hemos memorizado el nombre completo. Bueno, en realidad lo hemos mirado en Google.

Varias mujeres entrando en el complejo presidencial de Kanilai.
Varias mujeres entrando en el complejo presidencial de Kanilai.

Fotografía: Bárbara Ayuso

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7 Comentarios

  1. Espectacular relato, me ha encantado. Es exactamente tal y como es Gambia.
    Por lo que refiere al dicatdor del pais, estoy bastante segura que muchos estan del lado del chico anónimo. El problema es que la gente está asustada y no se arriesga, ya que lo más seguro es que ante cualquier manifestación acabasen encarcelados.

    Muchas gracias por la información, después de leerlo todo me apetece volver por tercera vez, y espero que no la última!

  2. Sigo sin entender cómo afroamericanos distinguidos por su inteligencia fueron embaucados para entender casi como autóctono de sus ancestros ese importado culto islámico. No digo que vuelvan al animismo, pero algún credo sincrético que conjugase sus tradiciones con una única deidad, monoteísmo a fin de cuentas con raigambre local. Esto es un verdadero engendro para que anide el autoritarismo al aunar el cetro religioso y la potestad política surgida de los faces…

    • Bueno, el cristianismo también fue importado a Hispania desde la otra punta del Medíterraneo. Yo la verdad estaría más a gusto con una vuelta al sano paganismo íbero del Neolítico. De hecho, estaría encantado en volver a adorar al Sol, que es lo más parecido a un dios que conozco (origen de la vida, poderoso y omnipresente, y casi eterno a efectos prácticos)

      • Exacto, un caso muy similar. La propagación del cristianismo debido al contacto de las legiones asentadas en la Península durante sus travesías por el norte africano, donde comunidades antaño judías y vinculadas al comercio habían llegado desde la costa de Judea. El sol, el agua, el fuego… entidades reconocibles que nunca han perdido su halo mágico, su influjo perceptible sobre cuánto nos rodea. Pero eso sería dotar a la religión, acaso si puede adquirir ese matiz, de cierto pragmatismo. Eterno en el contexto de una finita cronología humana, no sobreviviremos al Sol.

  3. Me he enterado el relato ha sido muy interesante,me ha emocionado mucho,porque se lo difícil que es vivir sin tu familia,muchas graciad???

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  5. Bárbara Ayuso escribe como los ángeles. Cuando el tema acompaña, como es el caso, queda un artículo perfecto. Ojalá haya más en esta línea.

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