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El triángulo de las Bermudas, o cómo crear un mito moderno desde la nada

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Avengers en vuelo, similares a los desaparecidos en el «Vuelo 19». Fotografía: National Archives Catalog (DP).

¿El mundo se ha hecho más pequeño? No, todavía es el mismo vasto globo que conocieron nuestros ancestros, con el mismo neblinoso limbo de los extraviados. Pensamos que el mundo es pequeño a causa de las veloces ruedas y alas, y de esa voz que suena en la radio, emergiendo desde el vacío. Una milla es un minuto de viaje en automóvil o unos pocos segundos volando. Pero sigue siendo una milla. Y las millas, juntas, suman un vasto espacio desconocido hacia el que centenares de personas han volado o navegado, en tiempos recientes, para ser tragados como los buques eran tragados en los viejos días de la navegación a vela. (E. V. W. Jones en «Same Big World», The Miami Herald, 1950).

La región involucrada, un triángulo de agua más o menos delimitado por Florida, las Bermudas y Puerto Rico, mide menos de mil quinientos kilómetros en cada lado. Es un área pequeña en los mapas marineros, atravesada cada hora por buques de muchas naciones. Tiene buena cobertura de radio. Se encuentra bajo la constante vigilancia de docenas de aviones comerciales que la sobrevuelan a diario. (…) Ha habido muchas desapariciones en este mar de nuestro patio trasero; aviones gubernamentales y privados, barcos de pesca, yates. Los informes, cuando se cierra la investigación sobre cada caso, siempre contienen una ominosa anotación: «Sin dejar rastro». (George X. Sand, «Sea Mistery At Our Back Door», revista Fate, 1952).

El mar guarda bien sus secretos (Vincent H. Gaddis, «The Deadly Bermuda Triangle», revista Argosy, 1964).

Rara vez llegamos a conocer la semilla primigenia de los mitos de la antigüedad, cuya gestación queda para la interpretación de arqueólogos, antropólogos y psicoanalistas de lo pretérito, quienes intentan componen un árbol genealógico que enlace fábulas de diferentes culturas y épocas. Con dificultad encuentran, si es que la llegan encontrar, la raíz misma de las leyendas, que suele perderse en el irrecuperable ámbito de las tradiciones orales de hace siglos. Pero nuestra época tiene también sus propios mitos, y lo más fascinante es que ahora sí podemos rastrear su origen hasta un único incidente, o hacia un reducido ramillete de interpretaciones erróneas sobre ese incidente. Esto nos ayuda a entender cómo pudieron nacer las leyendas antiguas, pero también nos ayuda a conocer nuestro anhelo de prolongar el mundo mágico en el que la humanidad ha vivido durante miles de años, nuestro ansia por encontrar nuevas dimensiones en este previsible, mecánico y prosaico universo. Un buen ejemplo es el nacimiento del platillo volante como mito popular allá por 1947, cuando el aviador Kenneth Arnold afirmó haber visto varios objetos extraños que volaban trazando una trayectoria ondulante como la de «platillos sobre el agua». Cuando su testimonio fue aireado por la prensa, poco importó que Arnold hubiese descrito aeronaves con forma de ala delta y no redondas como discos. La expresión «platillos volantes» excitó la imaginación colectiva con tanto ímpetu que empezaron a proliferar los avistamientos de objetos circulares que no se parecían a los que él había visto. Pues bien, la mitología sobre el famoso Triángulo de las Bermudas nació y creció siguiendo un guion parecido, aunque con una diferencia: si el mito de los platillos volantes se convirtió en un fenómeno social a nivel mundial de un día para otro, el del Triángulo, como las viejas leyendas marineras, estuvo cociéndose a fuego lento en el horno de los equívocos durante más de dos décadas antes de que el mundo entero escuchase hablar sobre él. La posibilidad de que un ominoso polígono devorase aviones y barcos por efecto de fuerzas paranormales o de la inquietante actividad de traviesos alienígenas era algo demasiado atrayente como para no convertirse en un icono de la cultura popular.

Todo comenzó veinte años antes de que a nadie se le ocurriese mencionar la existencia del famoso triángulo. En diciembre de 1945, a las dos de la tarde, cinco bombarderos (hoy conocidos como el famoso «Vuelo 19») despegaron de la base naval de Fort Lauderdale, en Florida, para efectuar un ejercicio rutinario sobre el Atlántico. El mismo ejercicio que otros aviones habían completado horas antes sin que surgiera problema alguno. A bordo de los cinco aviones volaban catorce tripulantes experimentados. Poco antes de las cuatro, a Fort Lauderdale empezaron a llegar preocupantes noticias por radio: los pilotos de los bombarderos decían que se habían extraviado; algo inesperado, puesto que volaban en una región bien conocida y muy transitada, donde esos mismos hombres habían realizado numerosas prácticas. Durante la siguiente hora, que debió de parecer interminable, volaron tratando de localizar una isla o algún fragmento de costa que les diese indicio de dónde estaban. A las cinco, el comandante del vuelo ordenaba girar hacia el este. Casi de inmediato, desde tierra oyeron cómo uno de sus subordinados decía entre dientes: «Maldita sea, si viramos al oeste iremos a casa, ¡al oeste, maldita sea!». Treinta angustiosos minutos después, mientras el clima empezaba a estropearse, llegó un nuevo mensaje del líder el escuadrón: «Volaremos hacia el oeste hasta ver tierra o quedarnos sin combustible». A las seis, mientras empezaba a oscurecer, el grupo continuaba volando sin encontrar la costa. Desde la base se dio la alarma para que aviones y embarcaciones de la zona estuviesen atentos. Hacia las seis y veinte se escuchó por última vez la voz del comandante, ordenando a los demás aviones que volasen a poca distancia de él: «Vamos a tener que amerizar, a no ser que veamos tierra antes, así que cuando haya un avión que tenga menos de diez galones de combustible, descenderemos todos juntos». Esa fue la última noticia que se tuvo de ellos.

Para empeorar la situación, uno de los hidroaviones enviados en tareas de búsqueda también desapareció sin motivo aparente, aunque a las nueve y media de la noche la tripulación de un petrolero afirmó haber visto llamas en el cielo, por lo cual en tierra supusieron que había estallado a causa de una fuga de gas del depósito de combustible. Nunca se encontraron restos del Vuelo 19, por lo que nunca se supo con certeza qué les había sucedido. Entre las posibles explicaciones se barajaba el error humano, propiciado por la inusual circunstancia de que las brújulas de los cinco aviones parecían haber fallado al mismo tiempo, pero aun así parecía extraño que aquellos pilotos curtidos no hubiesen conseguido encontrar el camino de vuelta al continente.

Tres años después, en 1948, un avión comercial de la compañía British South American Airways llamado «Star Tiger» realizaba su trayecto habitual entre las islas Azores y las Bermudas. En esta ocasión no se recibió ningún mensaje de alarma ni se detectaron señales de que hubiese surgido un problema. El avión se desvaneció en pleno vuelo, sin más, y nunca se encontraron los restos ni se volvió a saber de sus seis tripulantes y sus veinticinco pasajeros. La noticia salió en todos los periódicos porque entre el pasaje se hallaba sir Arthur Coningham, un oficial de la RAF que durante la II Guerra Mundial había sido ensalzado como héroe de guerra. La investigación posterior calificó la desaparición de «misterio sin resolver», aunque los técnicos sí hicieron notar que los aviones de BSAA, por motivos monetarios, acostumbraban a despegar con la cantidad justa de combustible para llegar a su destino. Lo cual, en caso de error de navegación, podía haber provocado que se hubiese quedado sin combustible sobre el Atlántico antes de alcanzar las Bermudas (aun así, no dejaba de sorprender la ausencia de petición de socorro).

No fue el único incidente llamativo de aquel año. Un carguero de vapor llamado Sandra, de unos cien metros de eslora, partía de un puerto del estado de Georgia con trescientas toneladas de insecticida en sus bodegas, que debía entregar en Venezuela. El buque recorría una línea marítima muy concurrida, a la altura de Florida, en una noche tranquila con mar en calma y cielo despejado; aun así, se perdió sin que pudiese hallarse ningún resto. La racha de desapariciones misteriosas no terminó ahí. Unos meses más tarde, un Douglas DC-3 que realizaba el trayecto entre Puerto Rico y Miami desapareció justo después de que el piloto hubiese anunciado por radio que ya se encontraba a menos de cien kilómetros de su destino. Tampoco esta vez se encontraron restos, aunque la investigación sí registró un incidente menor: el avión había despegado de Puerto Rico con un nivel bajo en las baterías eléctricas que alimentaban, entre otras cosas, la radio y algunos indicadores del panel de control. Sin embargo, había estado volando en círculos antes de dirigirse hacia Florida para que los motores recargasen las baterías, de manera similar a como hace un automóvil. Este hecho, por sí mismo, no justificaba un accidente. La única posibilidad razonable era la de que los instrumentos de navegación y la radio se hubiesen apagado por falta de energía, y que el piloto hubiese comunicado una posición errónea. La tétrica racha se prolongó hasta 1949, cuando otro avión de la BSAA, el Star Ariel, despegó de las Bermudas con rumbo a Jamaica y nunca llegó a su destino. Tampoco esta vez se recibieron mensajes de alarma ni se hallaron restos o manchas de combustible sobre la superficie del mar, así que la investigación concluyó una vez más que no había elementos suficientes para emitir un juicio sobre lo sucedido.

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Ilustración que acompañaba al artículo de E.V.W. Jones en el Miami Herald, 1950.

Todos estos incidentes se habían producido en un corto periodo de tiempo en una misma región del mapa, pero las autoridades, aun sin disponer de interpretaciones comprobables, barajaban causas diferentes para cada uno de ellos. Sin embargo, los incidentes separados fueron agrupados en un único misterio por la pluma de un periodista, E. V. W. Jones. En septiembre de 1950, coincidiendo con la declaración oficial de que se abandonaba toda búsqueda del carguero Sandra, publicó un artículo en el Miami Herald para sugerir, con un enfoque casi metafísico, que aquella racha de desapariciones estaba destinada a recordarnos que nuestro planeta continuaba siendo «grande y misterioso». Pese a lo que se ha dicho después sobre aquel artículo, no mencionaba de forma expresa hipótesis sobrenaturales, aunque sí decía, con una considerable carga de poesía, que los aviones y barcos desaparecidos habían ido a parar a un «limbo que no está en los mapas». El breve texto de Jones era sutil, pero resulta difícil no creer que contiene la insinuación de que los incidentes en aquella región tenían un trasfondo de naturaleza casi lovecraftiana.

Poco después, en 1954, la revista de temáticas paranormales Fate —fundada en 1948, al abrigo de la súbita fiebre de los platillos volantes— hacía una crónica novelada de los diversos casos de desapariciones que acabamos de enumerar. Su autor, George X. Sand, utilizaba un tono todavía más lovecraftiano que Jones, con frases tan enjundiosas como «el misterioso enigma volvía a sumergirse en las profundidades del mar y allí permanecería, durmiente, durante tres años». Hay que hacer notar que tampoco él, pese a los comentarios propios de relato gótico con los que adornaba la pieza, proponía explicaciones sobrenaturales. Parecía contentarse con excitar la imaginación de los lectores con una sorda aureola de enigma sin causas específicas. En principio este artículo no pasó de obtener una repercusión modesta, pero terminaría adquiriendo una influencia decisiva en el folclore de los años posteriores, ya que en él se describía por primera vez una región misteriosa de forma triangular, a la que Sand no daba nombre, pero que situaba en el mapa, señalando que sus tres vértices estaban en las islas Bermudas, Florida y Puerto Rico. Un elemento más para la génesis del mito.

Poco después, en 1954, un avión militar de transporte —el imponente modelo Lockheed Super Constellation— despegó de la costa norteamericana con rumbo a las Azores. A bordo, además de la tripulación, había cuarenta y dos pasajeros, oficiales estadounidenses que viajaban junto a sus familias. La última comunicación radiofónica de los pilotos fue un mensaje rutinario en el que comunicaban la posición. No hubo más. Los restos del avión nunca fueron encontrados. Esta vez ni siquiera había indicios secundarios sobre qué podía haber ido mal y el informe final de los investigadores del caso puede ser descrito como una expresión oficial de perplejidad. En dicho informe se decía que la altitud a la que volaba el avión era la correcta, y que esa altitud le hubiese permitido esquivar contratiempos meteorológicos. También se describía como «muy remota» la posibilidad de fallo estructural. El dictamen de los investigadores cerraba con una frase que parecía concebida por un guionista para generar tensión en los espectadores de alguna serie de ciencia ficción: «Es opinión de este comité que el R7V-1 con matrícula 128441 se encontró con una fuerza violenta y repentina que provocó que el avión ya no pudiese volar, y por lo tanto su control quedó más allá del alcance de los esfuerzos de la tripulación. La fuerza que hizo que el avión perdiera el control es desconocida».

Las noticias sobre la volatilización de aviones dejaron de aparecer durante una temporada y el misterio pareció perder un poco de vigencia, pero tras unos años de relativa tranquilidad, en 1962 se revivía el interés por una nueva desaparición sin explicación aparente. Un bombardero Boeing B-50 Superfortress que volaba hacia las Azores también se esfumó; la búsqueda posterior permitió avistar una mancha flotante de lo que parecía combustible, más o menos donde se suponía que volaba el avión cuando dejó de dar señales de normalidad. Sin embargo, no se pudo determinar si la mancha era de verdad producto de su estrellamiento o se trataba de algún residuo como el que muchos barcos dejaban tras de sí mientras navegaban.

A tenor de los nuevos incidentes, el enigma retornaba a las páginas de algunas publicaciones. Y, aunque hoy nos parezca increíble, sin demasiado añadido fantasioso. La revista American Legion, editada por una asociación de veteranos de guerra, recuperaba el asunto de los cinco bombarderos del Vuelo 19. Lo mismo hacía el escritor Dale Titler en su libro Wings of Mistery, donde lo incluía en una lista de sucesos inusuales relacionados con las fuerzas aéreas. Pero el desarrollo del mito empezaba ya a ser imparable. El número de abril de 1964 de la revista juvenil de mayor solera en los Estados Unidos, Argosy, publicaba un artículo llamado «El mortal Triángulo de las Bermudas», aunque cabe decir que su contenido no era tan sensacionalista como cabría esperar por su título o por el cariz de la revista donde apareció. Su autor, Vincent H. Gaddis, realizó una crónica bien documentada —y con no demasiadas exageraciones, lo cual era bastante meritorio en esos años y ese contexto— de los incidentes que hemos mencionado más arriba, más otros sucedidos desde 1840. Además de su apreciable trabajo de recopilación histórica, Gaddis añadió nuevas dimensiones a la leyenda en gestación. Especulaba con anomalías magnéticas y, con espíritu un tanto naíf, con fenómenos gravitatorios. También fue el primero en recordar que Cristóbal Colón, en los diarios de navegación de su primer viaje a América, había anotado el avistamiento de luces inusuales mientras atravesaba aquellas mismas aguas. Así, de manera muy velada, es posible que ni siquiera intencional, relacionó el Triángulo de las Bermudas con el fenómeno ovni. En cualquier caso, el artículo de Gaddis aportaba un elemento básico para la definitiva formulación del mito: le daba un nombre sonoro, el Triángulo de la Muerte de las Bermudas, y situaba el supuesto fenómeno en un contexto histórico que se remontaba siglos.

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Pecio semisumergido del Ironclad Vixen. Fotografía: moxiecontin714 (CC).

Entre tanto, las desapariciones en la región no cesaban. En 1965 una avioneta privada se esfumó cerca de las Bahamas y un avión de transporte de tropas hacía lo propio en las inmediaciones de las Bermudas, aunque en este caso sí se encontraron restos que probaban que se había tratado de un accidente. Pero el rodillo de la imaginación colectiva estaba empezando a ponerse en marcha. En 1969 apareció el libro Limbo of the Lost, también en formato de crónica. Su autor, J. W. Spencer, se oponía al cada vez más popular término Triángulo de las Bermudas porque en su opinión la región de las desapariciones no era triangular. Su etiqueta alternativa, «El limbo de los perdidos», que reiteraba con insistencia casi maníaca en su texto, no cuajó, como era de esperar. La atmósfera lovecraftiana de aquellos dos primeros artículos que habían tratado el fenómeno a principios de los cincuenta (de uno de los cuales parecía haber copiado el título de su libro) ya no encajaba con el espíritu de los tiempos y había sido sustituida por elucubraciones más parecidas a las de la ciencia ficción. Además, la figura del triángulo que Spencer denostaba era justo el símbolo que el público necesitaba para identificar de manera visual e inmediata un misterio que, en la realidad, no era más que la difusa sucesión de episodios aeronáuticos sin más vínculo común que la ausencia de explicación oficial y la ubicación geográfica.

A principios de los setenta, pues, las referencias al Triángulo en la cultura popular eran todavía escasas y vagas, por más que la sola mención del Triángulo despertase un creciente interés. Los autores que se habían aproximado al misterio lo habían hecho desde una perspectiva sobre todo historiográfica, con mayor o menor acierto, pero sin el atrevimiento de proponer unas explicaciones detalladas que ni siquiera los propios investigadores y técnicos habían conseguido encontrar para cada caso. Hasta entonces, los niveles de sensacionalismo en torno al Triángulo habían sido sorprendentemente bajos. Pero esto no satisfacía al público. Por entonces no era costumbre manejar hipótesis por defecto como las que imaginamos hoy ante cualquier desaparición de barcos o aviones, como pueden ser el terrorismo o la piratería. El misterio del Triángulo de las Bermudas era fascinante pero incómodo, porque nadie proponía una explicación directa y atractiva.

Todo esto cambió cuando ciertos escritores especializados en asuntos paranormales notaron que el Triángulo era todavía terreno virgen dentro de su ámbito y que parecía haber un mercado para quien decidiese por fin ofrecer las respuestas que la gente tanto ansiaba. Uno de ellos, Charles Berlitz, fue el más rápido. Había publicado ya un par de libros —El misterio de la Atlántida y Misterios de mundos olvidados— que trataban grandes enigmas desde una perspectiva bastante sui generis, con afirmaciones a vuelapluma y mucha superchería. Entendió el potencial de un misterio que estaba poniéndose de moda y en 1974 publicó su obra más famosa, El triángulo de las Bermudas, que casi de inmediato se convirtió en un best seller a nivel mundial. Berlitz dio en la diana al entender que lo que el público demandaba era una explicación al enigma, la que fuese, y eso es lo que ofreció en su libro, donde no hacía tanto énfasis en la crónica —en los primeros capítulos repasaba algunos de los casos más célebres— y se centraba en relacionar el famoso Triángulo con la Atlántida y los alienígenas, de manera descabellada y con escaso fundamento racional. Su libro cubría una necesidad en una época donde se estaba produciendo un renacer de la creencia en lo paranormal y vendió millones de ejemplares en todo el mundo, cronificando el mito del Triángulo como una región dominada por fuerzas ocultas en las que podían tener influencia hasta los extraterrestres. Algunos críticos tardaron bien poco en desmontar sus alocadas hipótesis. El más célebre fue un bibliotecario llamado Larry Kusche, que al año siguiente publicó El misterio del Triángulo de las Bermudas: resuelto, donde a base de sentido común realizaba una implacable demolición de las habladurías paranormales, aunque para entonces Berlitz ya se había hecho rico y su visión del enigma se había incrustado en el imaginario popular.

Kusche y críticos posteriores hicieron notar varios hechos evidentes. El primero y principal, que la zona del Triángulo albergaba un tráfico aéreo y marítimo muy intenso, y que el número de desapariciones ni siquiera podía ser calificado como elevado para lo que cabía esperar de tanto trasiego. También señalaban que los casos sin resolver no siempre carecían de interpretaciones técnicas razonables, aunque estas no pudiesen ser demostradas debido a la ausencia de restos, y que habían sido pocas las desapariciones en las que no hubiese habido por lo menos un intento convincente de explicación más o menos oficiosa por parte de las autoridades. Con el paso de los años, incluso las anomalías magnéticas que afectaban a los instrumentos de navegación y que sí eran reconocidas por las autoridades aeronáuticas perdieron importancia como posible génesis de los incidentes, ya que —pese a lo expresado en un informe oficial de 1970— se las consideraba un fenómeno habitual que los pilotos y capitanes tenían en cuenta desde mucho tiempo atrás.

Era ya demasiado tarde. El Triángulo de las Bermudas se había convertido en un referente cultural universal, como el supuesto estrellamiento de un platillo volante en Roswell y el traslado de cadáveres alienígenas al Área 51. En 1977, por ejemplo, la película Encuentros en la tercera fase de Steven Spielberg narraba cómo los alienígenas devolvían los aviones y pilotos del Vuelo 17, desaparecidos en 1945, amén de otros desaparecidos, incluyendo un barco carguero. Aunque el film no mencionaba de manera específica el Triángulo de las Bermudas, sí hacía una referencia oblicua. Había llegado a Hollywood. Otras películas y series lo usaron también como material de entretenimiento. Había nacido un mito moderno, ante los ojos de todo el mundo, artículo tras artículo y libro tras libro, pero su atractivo y su fuerza simbólica lo habían hecho inmune a su evidente condición de artificio modelado a lo largo de décadas. Eso dice más sobre nosotros mismos que sobre las auténticas causas de aquellas desapariciones misteriosas, pero no deja de resultar fascinante; el ser humano, fiel a su propia condición, se niega a renunciar a las creencias mágicas que le ayudaron a permanecer vivo durante milenios. El Triángulo de las Bermudas no existe, pero eso no significa que debamos extirparlo de nuestra imaginación. Quién sabe, quizá cumple un importante papel, como Santa Claus o los platillos volantes. Como poco, nuestra cultura resultaría menos exuberante sin este tipo de cosas. Y los mapas del Atlántico, qué duda cabe, echarían de menos esas mágicas líneas.

Este artículo es un avance de nuestra revista impresa dedicada a América #JD16

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10 Comentarios

  1. Pingback: El triángulo de las Bermudas, o cómo crear un mito moderno desde la nada

  2. luciusag

    En la conclusión donde dice ‘Triangulo de las Bermudas’ sustituyase por la ‘religión’ y se entendera toda la parafernalia y conocimiento generado de forma artificial por el hombre y para el hombre

  3. Esto es lo que yo llamo un artículo interesante. Desarrollado y sin sensacionalismo. Se agradece en la era de los refritos y las notas de prensa.

  4. Desde un punto de vista estrictamente lógico, quisiera preguntarle lo siguiente, pues leyendo su artículo pareciera que las desapariciones de vuelos o naves fuera algo no muy fuera de lo normal. Mi pregunta es, porque supongo que el autor de esta nota habrá investigado: desde el comienzo de los fenómenos de desapariciones en esta zona, cuántas desapariciones y con qué frecuencia se dieron en otros sitios?
    Agradecería una respuesta.

    • Pijus Magnificus

      Desconozco la respuesta a tu pregunta, pero sí te digo una cosa: si quieres que los demás creamos en el triángulo de las Bermudas, como insinúas, lo tienes muy fácil: presenta las pruebas de su existencia.
      Mira, con esto pasa con la creencia en los Ovnis, en hombres-lobo, en lo paranormal, en el monstruo del lago Ness, en la astrología, en Dios: según sus seguidores, hay evidencias abrumadoras de cada una de ellas, pero ninguno presenta pruebas concluyentes.
      Comprenderás que no voy a arrojarme al pantano de creer en todo eso sólo porque hay unos cuantos que las defienden. Presentar unas pruebas irrefutables y creeremos. Pero no lo vais a conseguir lloriqueando: ¿ pero qué otra cosa pueden ser ?
      Cuando uno defiende la existencia de algo – no sé si tú eres uno de ellos, no estoy seguro – que, en principio, se opone a la lógica mas elemental, es él quien debe aportar las pruebas que avalen su creencia. No vale eso que yo mismo he oido mas de una vez: demuéstrame que Dios no existe, no, es él quien debe demostrar que sí.

      • Neofito00

        Soy ateo, y absolutamente escéptico por naturaleza, y por tanto no creo en mitos ni leyendas.
        En el artículo ha quedado bien descrito el origen del mal llamado «triángulo de las Bermudas», por lo que deducimos que en cada uno de los casos de accidentes acontecidos en esa zona, había una explicación coherente a lo ocurrido, si bien no puedo certificarse por falta de pruebas físicas: y sin embargo me sigue pareciendo pertinente la pregunta de Sol al respecto del número de incidencias en lugares concretos a lo largo y ancho del globo.
        Si en otros lugares el número estadístico de desapariciones de aeronaves y barcos es similar, damos por concluida la conversación.
        Si por el contrario, esta zona geográfica registrara un número «inusual» de accidentes sin explicación, estaríamos ante un misterio sin resolver que por tanto originará especulaciones de todo tipo.

        Si a día de hoy la desaparición de un avión de Malasia Airlines nos deja perplejos, dada la evolución tecnológica alcanzada en el siglo XXI, no daríamos por bueno, sin más, que en una pequeña zona delimitada de territorio se produjeran varios casos de desapariciones en un lapso de tiempo relativamente corto, atribuyéndolo sin más a una normalidad estadística.

        Por lo demás, pretender que los escépticos aporten pruebas que refuten sus dudas me parece, con todos los respetos, un argumento pusilánime. Parece que tiene más sentido pedir a las autoridades competentes que arrojen luz a fenómenos cuya falta de información para alarmante… de ahí a creer en ovnis, extraterrestres o agujeros negros, media un abismo.

        Saludos,

  5. Agustín Serrano

    Supongo que los causantes del misterio se han jubilado ya.

    Por otra parte, el artículo me ha parecido muy brillante.

    Felicidades.

  6. Enrique Benítez

    Un artículo muy entretenido. En mi casa estaba el libro de Berlitz, que debí leer con 12-14 años. En aquella época (años 80) se hablaba mucho del tema. Gracias.

  7. Un artículo de hace un par de años, menos extenso y detallado pero donde se tocaba esta cuestión:

    http://despuesnohaynada.blogspot.com.es/2014/02/el-triangulo-de-los-cojones.html

    Luis Alfonso Gámez en su magnífico blog también ha escrito cosas sobre esto y ahora hay este excelente resumen del asunto en una web de amplia difusión como Jot Down.

    Y sin embargo el mito no va a morir, resistirá ahora y siempre, como muchos otros mitos inasequibles ante la evidencia, ya que muchas veces el mito resulta más atractivo y fácil de comprender que una explicación basada en la lógica en torno a la compleja y a veces desconcertante realidad. Todo lo más con el paso del tiempo y el cambio de la realidad tecnológica o de las obsesiones de la población los mitos se van reciclando o dejando de estar de moda para ser sustituidos por otros que se adapten mejor a los nuevos tiempos y preocupaciones en boga. Quizás en unas décadas surgirá el mito de un «área» (o más bien de una nave de ordenadores de almacenaje de datos) donde tus fotos guardadas en la nube desaparecen misteriosamente y al poco tiempo los familiares que salían en ellas mueren de forma inexplicable…

    Así a lo tonto igual debería empezar a escribir el libro. Desde luego el cantamañanas que acierte con proponer el siguiente «misterio» va a ganar más dinero que los desgraciados que luego intenten deshacer la maraña de datos ciertos y falsos mezclados, suposiciones y demás, para ofrecer una explicación coherente basada en la razón.

  8. Pingback: "Encuentros Cercanos del Tercer Tipo", en una historieta de Alfredo J. Grassi - Factor el Blog | El Blog de Alejandro Agostinelli

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