Jot Down para Fundación Telefónica
«Célibe de esposa vivía y de una consorte de su lecho por largo tiempo carecía», así era descrito en La Metamorfosis el rey de Creta, Pigmalión. Pero las noches de soledad se hacen muy largas y como bien decían los clásicos semen retentum venenum est, así que nuestro protagonista estaba que se subía por las paredes; hasta tal punto que terminó esculpiendo una mujer en mármol. Tanto empeño puso en la tarea y tan habilidoso era con el martillo y el cincel que su propia creación, a la que llamó Galatea, le robó el corazón. Afortunadamente los dioses griegos no desaprovechaban ocasión de entrometerse en los asuntos humanos, así que Afrodita se compadeció de este hombre de extraviado deseo y convirtió la piedra en carne, la ahora pareja pudo consumar su unión y juntos fueron dichosos e incluso tuvieron un hijo.
Pero una historia tan feliz es la excepción. Cada vez que, desde entonces, una creación humana ha cobrado vida, invariablemente ha sembrado un reguero de destrucción a su paso como si de una maldición se tratase. Es lo que cuentan que sucedió hace casi cinco siglos con el rabino polaco Elijah Ba’al Shem, cuyo gólem a punto estuvo de llevarse por delante el universo entero. Tiempo después, en 1816, la mansión suiza Villa Diodati acogió una reunión de escritores entre los que se encontraban, entre otros, Lord Byron, su médico personal John Polidori y el matrimonio formado por Percy y Mary Shelley. Debido al mal tiempo reinante aquellos días, Byron propuso que cada uno contase una historia de terror; su médico le tomó la palabra y escribió El vampiro, inaugurando así la tradición del vampiro romántico que acabaría dando lugar a la saga Crepúsculo. Si eso no es una creación maldita que se revuelve contra su autor ya me dirán. Pero no sería justo mancillar el nombre del por otra parte desdichado Polidori: ya tuvo bastante desgracia en su breve vida y ni el mejor maestro se libra de algún alumno zoquete que arruine sus enseñanzas. No, si de aquella reunión surgió un paradigma de aquello de lo que estamos hablando, del reverso del mito de Pigmalión, fue Frankenstein de Mary Shelley.
Esta vez el monstruo no era una creación divina ni diabólica, sino puramente humana. Ni siquiera puede hablarse de él como un monstruo, al menos a la manera en que han sido tradicionalmente concebidos en mitos y leyendas: como seres intrínsecamente malignos a los que el héroe se confronta, como en Edipo y la Esfinge o san Jorge y el dragón, y que en cierta forma expían en ellos todos los males de la comunidad a la que atacan. Aquí nuestra pobre criatura se enturbia al sufrir una y otra vez el rechazo de aquellas personas a las que se acercaba sin mala intención. Con su involuntaria fealdad y torpeza saca a relucir el lado más oscuro de nuestra condición humana, esa jauría justiciera con antorchas y palos lista para linchar a quien arbitrariamente sea señalado como transgresor de alguna norma que a menudo ni siquiera sabíamos que existía. Poco hemos cambiado desde entonces, aunque en nuestro tiempo recurramos a Twitter para ello. Así mismo, es una novela profundamente anclada en un romanticismo que ha dejado atrás la ilustración y su optimismo un tanto ingenuo. La ciencia ya no es la luz que nos rescata de las tinieblas y nos impulsa hacia el progreso, pues en su interior también trae consigo una amenaza. La utopía se transforma en distopía, el científico se vuelve loco. De esta manera Frankenstein fija esa peculiar dualidad que define a casi toda la ciencia ficción posterior, tan fascinada por los adelantos científicos y tecnológicos como temerosa de las consecuencias que puedan traer.
A lo largo del siglo XIX otras novelas que se convirtieron también en clásicos de la literatura como La isla del doctor Moreau y El hombre invisible de H. G.Wells, El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson, El hombre en la arena de E. T. A. Hoffmann o La Eva futura de Auguste Villiers de l’Isle-Adam desarrollaron todos estos temas. En los años posteriores con el cine y la televisión llegarían entre otras 2001: Una odisea del espacio, Metrópolis, Terminator, Colossus: The Forbin Project, Matrix, Blade Runner, Electric Dreams, Yo Robot, Autómata, Parque Jurásico, Galactica o Real Humans… Cada vez que alguien intenta crear vida o inteligencia de forma artificial la lía parda. Nos encanta fantasear con la idea de que por fin hemos logrado superar ese umbral, pero nos aterra lo que podamos encontrar al otro lado. Tememos que si la vida y la conciencia dejan de ser, de una u otra forma, «sagradas», ¿qué nos protegería a nosotros mismos de ser cobayas o de ser reemplazados por versiones perfeccionadas?
Por todo ello, cuando una exposición (gratuita) como la que alberga el Espacio Fundación Telefónica bajo el título Terror en el laboratorio: de Frankenstein al doctor Moreau, recoge la iconografía en torno a estas obras literarias —así como de algunas de sus adaptaciones cinematográficas—, se convierte necesariamente en un destino imprescindible si uno vive en Madrid o está de paso. Hace unos años tuve la ocasión de entrevistar a Savater en su casa y la encontré un lugar muy acogedor repleto de libros y de figuras monstruosas por todas partes, con gusto lo hubiera echado de allí para instalarme yo. Precisamente lo que abre esta exposición son algunas de esas figuras, que durante años estuvo coleccionándo Sara Torres, su difunta esposa, y que él como heredero ha querido ahora compartir.
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